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lunes, 14 de febrero de 2022

_- No dejéis que los niños vayan a él

_- Alejandro Palomas es un escritor catalán, licenciado en filosofía inglesa por la Universidad de Barcelona, master en Poesía por el New College de San Francisco y traductor en varias editoriales. Ha escrito numerosos libros: “Un país con tu nombre”, “El tiempo que nos une”, “El alma del mundo”… y así hasta 71.También es autor de la trilogía “Una madre”, “Un perro” y “Un amor”, la última de las cuales le valió el premio Nadal en 2018. Tiene ahora 55 años.

Hace unos días, ha agitado la conciencia de la sociedad al desvelar un secreto que ha estado minando su paz interior desde que tenía 8 años. Cuenta Alejandro que un hermano de La Salle, abusó sexualmente de él de forma reiterada y brutal. He oído declaraciones desgarradoras en las que cuenta, con llamativos detalles, los indecentes comportamientos de su educador. Cuesta llamar educador a una persona que se comporta así. Cuesta llamar profesor a un maltratador, a un abusador.

Cuenta Alejandro cómo un día, cuando debía subir al cuarto del religioso, sintió tal reacción de repulsa que los pies le llevaron a la salida del Colegio y luego, después del viaje de tren, en una carrera desesperada, a su casa. No podía dejar de llorar. La madre, que estaba planchando, al verle llorar sin consuelo, le preguntó por el motivo del llanto. Con tanta insistencia que el niño acabó confesando:

El hermano L. me hace cosas y me hace mucho daño… No tardó la madre en entender cuáles eran las cosas que le hacía el religioso. Los abusos se habían producido en el coche, en cuarto del profesor, en la enfermería del campamento… Una y otra vez.

Acudió el padre de Alejandro (que era miembro del AMPA y amigo del profesor L.) al Colegio y allí le pidieron discreción y le aseguraron que no se volverían a repetir los hechos. Es decir, antepusieron la salvaguarda de la imagen del Colegio a la justicia y a la defensa de la dignidad de la víctima. Y dejaron al religioso seguir instalado en una vergonzosa impunidad y en plena libertad para seguir repitiendo sus actuaciones con otras víctimas. Alejandro cuenta que el religioso comenzó, después de la queja del padre, comenzó a ignorarle, aunque hubo un nuevo intento de agresión sexual en los vestuarios, que resultó frustrado porque llegaron otras personas.

Le han preguntado a Alejandro si tenía conocimiento de otros casos como el suyo en el Colegio. Y, con honestidad que le honra, responde que no tenía noticias sobre ello.

Estremece pensar en el dolor de este niño. Y en la vida que ha tenido después. Durante muchos años, según dice, ha estado en terapia para superar el trauma. “Yo me veo como alguien solo. Soy impar y siempre lo seré. No me fío de nadie, ni de mi mejor amigo. No puedo… Vivo en una campana de cristal. Cuando voy a abrazar a un amigo, toco cristal. Después toco al amigo, pero primero, cristal. No sé explicarlo de otra forma”, concluye.

Los hechos tienen unos agravantes demoledores. El primero es la condición religiosa y educativa de quien le destruye para propiciarse unos placeres fugaces y obscenos. La mano que golpea es la que tenía que proteger. La persona que condena es la que tenia que salvar. Abusa de ese niño quien le echa encima pecados mortales que, supuestamente, le conducirán de cabeza al infierno. Es un educador el que destruye todos los cánones del respeto y la dignidad. La antítesis del proceso educativo.

El segundo agravante es que los hechos tienen lugar en el marco de una institución educativa. A la escuela se va para aprender, para convivir, para ser feliz. Pero Alejandro encuentra en esa institución una trampa mortal. Más le valiera no haber acudido nunca a ella.

El tercer agravante es la reiteración de los hechos, ya que no se trata de un abuso aislado. Se trata de un plan elaborado, de la elección cuidadosa de una víctima. Dice Alejandro, en declaraciones al periódico El País: “Desde febrero de 1975 hasta las Navidades de 1976, sufrí abusos por parte del hermano L., del Colegio de La Salle de Premià de Mar (Barcelona)”. La inicial L. es el apellido del acusado, por el que se le conocía popularmente en el colegio. La institución explica que siguió en ese mismo colegio hasta hace algunos años, aunque no aclara hasta cuándo. Ahora tiene 91 años y está retirado en una residencia para religiosos en Cambrils (Tarragona).

Un cuarto agravante es la edad de la víctima que hace que la vulnerabilidad no pueda ser mayor. A esa edad tan plástica esos abusos dejan una huella que, como se ha visto en el caso de Alejandro, permanecen casi medio siglo después. Y durarán toda la vida. Dice Alejandro: “Soy una persona mermada. A los 8 años me convertí en un superviviente”

“El hermano L., además de estar a cargo de la sección de deportes, era profesor de lengua en el Colegio de La Salle de Premià. Era muy querido y muy popular, el típico al que se acercaban todos los niños”, describe Palomas, que llegó al colegio con seis años, cuando su familia se mudó de Barcelona a Vilassar de Mar, a 25 kilómetros de la capital catalana.

“Yo era un niño, dice Alejandro, que lo somatizaba todo. Cuando estaba angustiado en el colegio, que era casi siempre, se me infectaban las amígdalas y tenía unas fiebres brutales. Llamaban a mi familia y me llevaban a casa en coche. ¿Y quién me llevaba? El hermano L.”, recuerda Palomas, que en aquel entonces cursaba 4º de EGB. Durante aquellos trayectos, asegura que el religioso abusaba de él de forma humillante. Me pregunto cómo entregaba al niño a sus padres después de lo que había pasado.

Hay una cuestión que me ha parecido especialmente cruel. Después de consumar sus abusos, le decía: “¿Te das cuenta de lo que me has obligado a hacer?”. Pienso que esa culpabilización era un retorcimiento moral de extremada crueldad. Dice al respecto Alejandro: ”Yo, que no entendía nada, me preguntaba, primero, qué había hecho él, y segundo, qué estaba haciendo yo”.

Me pregunto cómo puede vivir un religioso con esos comportamientos tan opuestos a sus convicciones. Cómo conciliar el sueño, asistir a misa, confesarse una y otra vez, hablar a otros sobre la castidad y el respeto a la dignidad de la persona.

Ha guardado ese secreto toda la vida. Y ahora lo ha contado con toda la crudeza que los hechos exigen. “Pensé que hacía falta una cara con un nombre conocido y una historia que contar”. Para él, la pregunta que suelen escuchar las víctimas, “¿por qué ahora?”, no está bien planteada. La cuestión, afirma, es: “¿por qué no hasta ahora?”. También ha contribuido a hacer estas declaraciones el hecho de haber fallecido su madre. Y haber conocido que la Institución de La Salle no aceptaba de buen grado la investigación sobre los abusos. Dice que fue decisiva la lectura del informe de El País sobre “los abusos en la congregación religiosa de La Salle”.

¿Qué hacer? En primer lugar, resulta imprescindible que las personas que han vivido este horror levanten su voz y denuncien los hechos. No por venganza. Por justicia. Y porque el silencio tiene como efecto inevitable una invitación a que se repetían los hechos impunemente.

En segundo lugar, la Iglesia y las instituciones educativas que de ella dependen tienen que colaborar con la justicia para esclarecer los hechos y, en caso de que se confirme la culpabilidad de alguno de sus miembros, pedir perdón a las víctimas y compensarlas debidamente.

En tercer lugar, la Iglesia tiene que velar para que los profesionales que se dedican a la educación sean personas equilibradas, psicológicamente sanas y, por supuesto, honestas.

A las demás víctimas de abusos sexuales, Alejandro les diría, después de envolverlas en un largo abrazo: “No eres culpable”. Él sintió culpa durante mucho tiempo.

Me ha parecido bien que el presidente del Gobierno haya querido entrevistarse con Alejandro Palomas. Podemos imaginarnos el dolor de las víctimas pero el contacto directo con ellas nos permite vivirlo en otra dimensión. Por otra parte, la víctima, en este caso, se siente escuchada y apoyada. Y pide que lo que prometa el Presidente se haga realidad sin demora.

Para todos aquellos que, desde el seno de la Iglesia, atacan la ideología de género, pienso en el hecho de que estos abusos solo se conocen en religiosos varones. No he conocido en mi vida el caso de una sola religiosa que haya abusado de niños o niñas a su cargo en instituciones educativas. ¿Podrían explicarme por qué?

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2022/02/05/no-dejeis-que-los-ninos-vayan-a-el/

martes, 11 de enero de 2022

Las vacas no dan leche

Es propio de los niños protestar porque la tarta que se han comido ya no siga allí. Los adolescentes creen que alguien les pondrá la tarta delante sin hacer el menor esfuerzo para conseguirla. No solo esperan que aparezca como por arte de magia, sino que lo exigen con vehemencia, como si fuera un derecho. El adulto sabe que tiene que trabajar por conseguir la tarta y que, si la come, desaparecerá de su mesa.

Me preocupa la actitud de algunos jóvenes que han convertido su vida en una plataforma de exigencia y de demandas apremiantes. Quiero esto y lo quiero ya. La frase se repite con machacona insistentica: tengo derecho, tengo derecho, tengo derecho… Claro que tenemos derechos. Y hay que exigirlos.

Pero hay quien vive como si no hubiera obligaciones, como si no hubiera que hacer esfuerzos para conseguir las cosas, como si por “la cara bonita”, todo lo que se necesita debería entregárselo la vida de forma gratuita y sin demora alguna.

Hace poco he leído, en uno de los whatsapps anónimos que te llegan en aluvión, una sencilla y simpática anécdota que me llamó la atención por el título: Las vacas no dan leche. Esta es la historia.

Un campesino, que tenía una importante vaquería, acostumbraba a decirles a sus hijos cuando eran pequeños:

– Al cumplir los 12 años os contaré el secreto de la vida.

Los niños estaban intrigados. ¿Cuál será ese gran secreto? ¿Por qué no lo podemos conocer ya si es tan importante? ¿Quién más lo conoce? ¿Y qué pasa cuando no se sabe ese secreto?

Cuando el mayor cumplió los 12 años, le preguntó ansiosamente a su padre cuál era el secreto de la vida. El padre le respondió que se lo iba a decir, pero que no debía revelárselo a sus hermanos.

– El secreto de la vida es este: Las vacas no dan leche.

– ¿Qué dices, padre?, preguntó incrédulo el muchacho. ¿Cómo que no dan leche? Pues entonces, ¿Qué dan?

– Tal cual lo escuchas, hijo: Las vacas no dan leche, hay que ordeñarlas. Tienes que levantarte a las 4 de la mañana, ir al campo, caminar por el corral lleno de excrementos, ponerles un brazado de cebada y de millo, coger el sacho y raspar el estiércol hasta dejar limpio el alpende, luego atar la cola y la pata de las vacas, sentarte en el banquito, colocar el balde y hacer los movimientos adecuados para ordeñar al animal hasta sacarle toda la leche, si no, no hay leche. Ese es el secreto de la vida, las vacas no dan leche. O las ordeñas o no tienes leche.

Hay una generación que piensa que las vacas DAN leche a todas horas y que esta cae en el cartón que sale del supermercado. Que las cosas son automáticas y gratis: deseo, pido, y obtengo. O ni siquiera pido. Hay quien piensa que las vacas dan la leche. Que las cosas son automáticas y gratuitas. No, la vida no es cuestión de desear, pedir y obtener. Las cosas que uno recibe son el resultado del esfuerzo que uno hace. La felicidad es el resultado del esfuerzo. La ausencia de esfuerzo genera frustración. Es bueno compartir con los hijos, desde pequeños, este secreto de la vida. Para que no crean que el gobierno, o sus padres, o los dioses, por sus lindas caritas van a darles todo cual vaca lechera. No. Las vacas no dan leche. Hay que trabajar por ella.

Además de lo dicho, es preciso alimentar a las vacas, cuidarlas, protegerlas de las inclemencias del tiempo, curarlas cuando están enfermas, cepillarlas para que estén limpias…

A mediados del siglo XX, el compositor español Fernando García Morcillo compuso una canción que todos conocemos y que se titula “Tengo una vaca lechera”. El estribillo se ha hecho muy popular: “Tengo una vaca lechera, no es una vaca cualquiera, me da leche merengada, ay que vaca tan salada, tolón, tolón”. Aquí añadimos al regalo gratuito, un complemento singular: no es que la vaca de leche, es que, además, da leche merengada. Nos encontramos con un error un error más grave. Porque para tener leche merengada hay que hervir la leche con azúcar, canela y corteza de limón y, una vez enfriado en el congelador, hay que añadir claras de huevo batidas a punto de nieve. Así que la vaca no da leche y, menos, leche merengada. Hay que currárselo.

La canción “Señora vaca” enuncia más donativos generosos de la vaca, pero silenciando todo lo que tenemos que hacer para disponer de ellos: “Señora vaca, señora vaca/ yo le doy gracias por todo lo que nos da/ nos da la leche, el dulce de leche/ y la manteca que siempre le pongo al pan./ También el queso que es tan sano, y un yogour para mi hermano/ señora vaca, usted sabe trabajar”.

Tenemos que esforzarnos para conseguir lo que queremos. Lo mismo digo de los logros sociales. Los trabajadores estamos forzados a defender nuestros derechos laborales, de lo contrario nos quedaremos sin ellos. Y no basta que uno los pida o los defienda. Es preciso que haya unidad y perseverancia para alcanzar lo que se pretende. Un héroe no consigue o mantiene los derechos de forma aislada, aunque arriesgue la vida. Solo la suma de los esfuerzos de todos es eficaz. Recuerdo la película “La ley del silencio”, de Elia Kazan. En un duro conflicto de los trabajadores del puerto de Nueva York soluciona el problema la actitud heroica de un héroe, que interpreta el actor Marlon Brando. Elia Kazan era un director que denunciaba a sus compañeros en la caza de brujas. No iba a filmar una película rica en contenidos sociales. Hace una película tramposa. Presenta a los trabajadores como personas insolidarias, cobardes, miedosas. Nos ofrece una solución falsa.

Nuestros jóvenes no saben valorar algunas veces el esfuerzo que tienen que realizar sus padres para que ellos puedan vivir mientas estudian e, incluso, después de estudiar, ya que no es fácil encontrar trabajo. El porcentaje de paro juvenil en España, roza el cuarenta por ciento, un porcentaje insoportable y vergonzoso.

Decía Sófocles que el éxito depende del esfuerzo. Y el esfuerzo está en nuestras manos, no en las manos de los demás. “Las personas se hacen más fuertes, dice Sidney J. Phillips, al darse cuenta de que la mano ayudante que necesitan está al final de su propio brazo”.

Se necesita esfuerzo perseverante para tener éxito en el estudio, para encontrar un trabajo, para hacer próspero un negocio, para mantener el cuerpo sano, para cultivar las amistades, para superar un fracaso, para alcanzar las metas. No suele llegar el éxito con solo pedirlo, envuelto en papel de regalo. La naturaleza ofrece comida a los pájaros para que alimenten a sus crías, pero no se la echa en el nido.

No se trata de esforzarse por esforzarse. Se trata, a mi juicio, de que el esfuerzo esté bien orientado hacia fines saludables, hacia la consecución de objetivos posibles y exigentes. Quiero decir que no es igual estar motivado para hacer el esfuerzo que ser obligado de manera violenta e irracional a realizarlo. En el interesante libro de Daniel Kahneman “Pensar rápido, pensar despacio acabo de leer: “El placer que encontrábamos en trabajar juntos nos hizo excepcionalmente pacientes; es mucho más fácil esforzarse por encontrar la perfección cuando nunca se está aburrido”.

El presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt pronunció esta frase lapidaria: “¡Suda y te salvarás!”. Te salvarás de la molicie, de la pereza, del aburrimiento, de la inacción, de la abulia, de la irresponsabilidad y del fracaso. Porque, como decía Gandhi: “Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado; un esfuerzo total es una victoria completa”.