Por Agustín L de la Cruz.
En medio de la banalidad mediática triunfante, aderezada en estos días por la agonía del dragón Cebrián y por las patéticas luchas internas de los partidos políticos, peleas por el poder disfrazadas de combates ideológicos; en medio también de esa fantástica nacionalización de las autopistas radiales ruinosas, ejercicio de virtud neoliberal-comunista que no debería escandalizarnos tanto como el ya consolidado rescate bancario; en medio, cómo no, del consumismo rampante propio de las navidades, surgen como un soplo de brisa fresca las lecciones contenidas en el librito La utilidad de lo inútil, del filósofo italiano Nuccio Ordine. Veamos un ejemplo de su diagnóstico:
“Los bancos y los acreedores reclaman implacablemente, como Shylock en El mercader de Venecia , la libra de carne viva de quien no puede restituir la deuda. Así, con crueldad, muchas empresas (que se han aprovechado durante décadas de la privatización de los beneficios y la socialización de las pérdidas) despiden a los trabajadores, mientras los gobiernos suprimen los empleos, la enseñanza, la asistencia social a los discapacitados y la sanidad pública. El derecho a tener derechos queda sometido a la hegemonía del mercado, con el riesgo progresivo de eliminar cualquier forma de respeto por la persona. Transformando a los hombres en mercancías y dinero, este perverso mecanismo económico ha dado vida a un monstruo, sin patria y sin piedad, que acabará negando también a las futuras generaciones toda forma de esperanza”.
¿Y cuál es el tratamiento que receta Ordine para resquebrajar el pensamiento único y dominante que consume toda esperanza? Las tareas inútiles, los saberes sin aparente aplicación práctica, los comportamientos que carecen de beneficio económico inmediato:
“Sólo el saber puede desafiar una vez más las leyes del mercado. Yo puedo poner en común con los otros mis conocimientos sin empobrecerme. Puedo enseñar a un alumno la teoría de la relatividad o leer junto a él una página de Montaigne dando vida al milagro de un proceso virtuoso en el que se enriquece, al mismo tiempo, quien da y quien recibe”.
¿Para qué sirve lo inútil, de qué sirve leer a Montaigne, entender la teoría de la relatividad, visitar el Museo del Prado, escuchar a Miles Davis, contemplar un bosque o escribir, salvando las distancias, para Politocracia? Para nada, es decir, para todo lo que importa. En palabras de Eugène Ionesco: “Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de lo útil, no se comprende el arte. Y un país en donde no se comprende el arte es un país de esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no ríe, un país sin espíritu; donde no hay risa, hay cólera y odio”.
Ante esta situación insostenible que nos hemos dado todos, en la cual reina la dictadura de los mercados o, como dice el propio Ordine, la democracia comercial, hay dos salidas que se contraponen, a pesar de los denodados esfuerzos del poder por confundirlas en una sola mediante la burda etiqueta de populistas: el fascismo y el humanismo. El primero echa la culpa de la pobreza a los todavía más pobres, a los excluidos, a los inmigrantes, a las mujeres; el segundo señala a los realmente culpables, a quienes toman y aplican las decisiones: la élite política y empresarial, y propone soluciones que no pasan exclusivamente por lo político, puesto que el cambio exterior y colectivo ha de estar acompañado de un cambio interior e individual que nos sitúe por encima de nuestras propias mezquindades.
En esta encrucijada entre quienes impulsan el neofascismo como última vuelta de tuerca del orden establecido, y quienes colocan al ser humano por encima de un sistema monstruoso que devora a sus hijos y al planeta entero, en tierra de nadie pero con la capacidad de desnivelar la balanza, queda la socialdemocracia, que ante la duda suele tomar partido por los primeros, y cuyos dirigentes forman parte de esa élite que toma y aplica las decisiones que conducen al desastre. ¿Hasta cuándo?
http://politocracia.es/la-utilidad-de-lo-inutil/
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martes, 27 de diciembre de 2016
LA UTILIDAD DE LO INÚTIL
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lunes, 25 de junio de 2012
Una libra de carne fresca
Una libra de carne fresca de un hombre no es tan valiosa ni rentable como la carne de cordero o la de buey (Shylock en El mercader de Venecia, de Shakespeare, Acto I, 3)
Han pasado cinco siglos desde que Shylock exigiera como garantía de su préstamo al joven Bassanio una libra de carne fresca de su amigo Antonio, el Mercader de Venecia. Este aceptó el reto confiado en que sus barcos, repletos de mercancías, llegarían a puerto un mes antes de la fecha señalada para el vencimiento del bono, con lo que obtendría más de tres veces el valor del mismo. Por lo mismo, no fue capaz de calcular que estaba pagando una prima de riesgo excesivamente elevada. Más o menos hacia las mismas fechas en las que Shakespeare escribía su comedia, España había ya suspendido pagos por dos veces y entre 1557 y 1696 dejó de honrar parte o la totalidad de su deuda hasta en 14 ocasiones. Los ahora llamados hombres de negro comenzaron a visitarnos: eran banqueros alemanes y genoveses que controlaban desde las minas de mercurio a la fabricación de naipes, pasando por la producción de grandes extensiones de cereal pertenecientes a las órdenes militares. Y lo mismo sucedió otras 13 veces más a partir del desastre de finales del XIX. De modo que nuestra especial relación con la deuda soberana no es nada que deba sorprendernos, habituados como estamos desde hace 500 años a ver subir los impuestos, reducirse el consumo, descapitalizarse las empresas y aumentar el paro a consecuencia de las diversas burbujas financieras fabricadas por nuestra voluntad de imperio.
Estas desgracias se vieron compensadas, o al menos disfrazadas en parte a lo largo de la historia, por políticas inflacionistas y devaluaciones que desde 1999 no podemos acometer en solitario, dada nuestra integración en la moneda única. Nos encontramos ante una crisis financiera global, desatada en primer lugar por las hipotecas subprime de la banca americana, y concentrada ahora en Europa, donde los desequilibrios entre las diversas economías que sustentan el euro amenazan su propia existencia. Eso no significa que dicha crisis sea algo simplemente importado, también nosotros contribuimos a crearla, pero es imposible que la solucionemos por nuestra cuenta y riesgo. Necesitamos la ayuda de Europa tanto como Europa necesita la nuestra, porque el proyecto de la Unión supone trabajar por y para la soberanía compartida. A problemas globales hay que responder con soluciones globales, y quienes se lamentan, en el poder o la oposición, de que las políticas de austeridad nos vengan impuestas desde fuera desconocen por un lado la naturaleza de la propia crisis y, por el otro, las exigencias objetivas de un proyecto tan ambicioso como la construcción de la Europa unida. O sea que el Gobierno debería explicar, ya que el anterior no lo hizo, que la austeridad no es consecuencia de un mandato foráneo, sino respuesta obligada a un déficit fiscal originado por nuestros propios errores y por no pocos abusos.
De cualquier modo, se ha repetido hasta la saciedad que solo con austeridad no saldremos de esta. Son precisas políticas monetarias que no está a nuestro alcance decidir y que es responsabilidad del Banco Central Europeo implementar cuanto antes si no queremos que el incendio declarado en las economías del sur de Europa se extienda como un reguero a toda la Unión. Antes de resolver las cosas importantes es preciso atajar las más urgentes. En esa categoría entra el evitar un pánico bancario que puede desatarse como corolario de las elecciones en Grecia y de la quiebra de Bankia. La puesta a disposición de los bancos españoles de una línea de crédito de 100.000 millones de euros no ha bastado para disipar las dudas, entre otras cosas porque se ha hecho de manera confusa, sin aclarar ni las condiciones del préstamo ni la cuantía final que alcanzará. También, por las disputas generadas en torno a su impacto en el déficit, la deuda pública y la política económica del Gobierno. La calamitosa forma de comunicar el tema no ha hecho sino aumentar el nerviosismo de los mercados, que apuestan desde hace meses, con más pasión que lógica, por una ruptura de la moneda única...
leer más en El País.
Han pasado cinco siglos desde que Shylock exigiera como garantía de su préstamo al joven Bassanio una libra de carne fresca de su amigo Antonio, el Mercader de Venecia. Este aceptó el reto confiado en que sus barcos, repletos de mercancías, llegarían a puerto un mes antes de la fecha señalada para el vencimiento del bono, con lo que obtendría más de tres veces el valor del mismo. Por lo mismo, no fue capaz de calcular que estaba pagando una prima de riesgo excesivamente elevada. Más o menos hacia las mismas fechas en las que Shakespeare escribía su comedia, España había ya suspendido pagos por dos veces y entre 1557 y 1696 dejó de honrar parte o la totalidad de su deuda hasta en 14 ocasiones. Los ahora llamados hombres de negro comenzaron a visitarnos: eran banqueros alemanes y genoveses que controlaban desde las minas de mercurio a la fabricación de naipes, pasando por la producción de grandes extensiones de cereal pertenecientes a las órdenes militares. Y lo mismo sucedió otras 13 veces más a partir del desastre de finales del XIX. De modo que nuestra especial relación con la deuda soberana no es nada que deba sorprendernos, habituados como estamos desde hace 500 años a ver subir los impuestos, reducirse el consumo, descapitalizarse las empresas y aumentar el paro a consecuencia de las diversas burbujas financieras fabricadas por nuestra voluntad de imperio.
Estas desgracias se vieron compensadas, o al menos disfrazadas en parte a lo largo de la historia, por políticas inflacionistas y devaluaciones que desde 1999 no podemos acometer en solitario, dada nuestra integración en la moneda única. Nos encontramos ante una crisis financiera global, desatada en primer lugar por las hipotecas subprime de la banca americana, y concentrada ahora en Europa, donde los desequilibrios entre las diversas economías que sustentan el euro amenazan su propia existencia. Eso no significa que dicha crisis sea algo simplemente importado, también nosotros contribuimos a crearla, pero es imposible que la solucionemos por nuestra cuenta y riesgo. Necesitamos la ayuda de Europa tanto como Europa necesita la nuestra, porque el proyecto de la Unión supone trabajar por y para la soberanía compartida. A problemas globales hay que responder con soluciones globales, y quienes se lamentan, en el poder o la oposición, de que las políticas de austeridad nos vengan impuestas desde fuera desconocen por un lado la naturaleza de la propia crisis y, por el otro, las exigencias objetivas de un proyecto tan ambicioso como la construcción de la Europa unida. O sea que el Gobierno debería explicar, ya que el anterior no lo hizo, que la austeridad no es consecuencia de un mandato foráneo, sino respuesta obligada a un déficit fiscal originado por nuestros propios errores y por no pocos abusos.
De cualquier modo, se ha repetido hasta la saciedad que solo con austeridad no saldremos de esta. Son precisas políticas monetarias que no está a nuestro alcance decidir y que es responsabilidad del Banco Central Europeo implementar cuanto antes si no queremos que el incendio declarado en las economías del sur de Europa se extienda como un reguero a toda la Unión. Antes de resolver las cosas importantes es preciso atajar las más urgentes. En esa categoría entra el evitar un pánico bancario que puede desatarse como corolario de las elecciones en Grecia y de la quiebra de Bankia. La puesta a disposición de los bancos españoles de una línea de crédito de 100.000 millones de euros no ha bastado para disipar las dudas, entre otras cosas porque se ha hecho de manera confusa, sin aclarar ni las condiciones del préstamo ni la cuantía final que alcanzará. También, por las disputas generadas en torno a su impacto en el déficit, la deuda pública y la política económica del Gobierno. La calamitosa forma de comunicar el tema no ha hecho sino aumentar el nerviosismo de los mercados, que apuestan desde hace meses, con más pasión que lógica, por una ruptura de la moneda única...
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