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sábado, 30 de diciembre de 2023

La herida del pasado fascista aún sangra en Croacia.

Serbios, judíos y antifascistas boicotean la ceremonia oficial en memoria de las víctimas de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial en denuncia del creciente revisionismo 
La ceremonia alternativa a la oficial en recuerdo de las víctimas del campo de concentración de Jasenovac, 
CROACIA | La herida del pasado fascista aún sangra en Croacia

En esta pradera donde solo se oye el azote del viento y el murmullo del río Sava que separa Croacia y Bosnia, al menos 83.000 personas fueron asesinadas durante la Segunda Guerra Mundial por los ustasha, los aliados croatas de los nazis, en el campo de concentración que aquí se alzaba. Croacia ha homenajeado este domingo a las víctimas, pero, por cuarto año consecutivo, lo ha hecho prácticamente sin sus representantes. Serbios, judíos y antifascistas han boicoteado la ceremonia en denuncia del creciente revisionismo de aquellos años oscuros y celebrado dos días antes una extraoficial a la que también acuden los romaníes. Dos actos para una memoria dolorosa sobre la que pesan demasiados "sí, pero...".

La disonancia entre el espacio vacío de Jasenovac hoy y el horror de hace ocho décadas parece una metáfora sobre la dificultad de Croacia para lidiar con su pasado. La gran escultura en forma de flor donde este domingo se depositan los ramos de flores domina el centro de un complejo con ocho subcampos levantado en 1941 que albergaba hasta 4.000 prisioneros, aunque —como reconocían en un documento confidencial sus responsables en alusión a su función exterminadora— “podría aceptar un número ilimitado”. El lago ubicado a pocos metros proporcionaba el agua para la fabricación de ladrillos a la que estaban forzados los reclusos y las vías de ferrocarril que aún recorren el espacio sirvieron para transportar a parte de los presos. En el bucólico río colindante, una lancha de la policía croata vigila la frontera con la otra orilla, ya en la entidad serbia de Bosnia, en la que los ustasha asesinaban a los presos. Les obligaban a cavar una fosa para luego degollarles, dispararles o tirarles al agujero de un martillazo en la cabeza.

El espacio conmemorativo del campo de concentración de Jasenovac, el pasado marzo. JAIME CASAL

Si nada queda del campo es precisamente por el episodio que se recuerda cada año en abril. En 1945, unos 600 reclusos intentaron una huida masiva. 91 lo lograron; el resto fue abatido por los guardas. Ante el avance partisano, los guardas intentaron borrar las huellas del campo, ya vacío (asesinaron al casi medio millar que no había tratado de escapar): excavaron algunas fosas comunes para quemar los cadáveres e hicieron volar los barracones con explosivos. Dos años más tarde, el Gobierno yugoslavo permitió a los vecinos usar los cascotes para sus viviendas.

El cálculo de los muertos está muy politizado, incluido un reciente rifirrafe diplomático entre Croacia y Serbia. Tras la guerra, el Ejecutivo de Tito los cifró en 700.000, un cálculo que el consenso académico considera hoy inflado para negociar las reparaciones alemanas de guerra. Los cálculos han bailado de los desestimados 2.238 de una comisión del Parlamento croata al 1,1 millones de un historiador bosnio, es decir, tantos como en Auschwitz, pero sin cámaras de gas.
Entrada al campo de Jasenovac, en los años cuarenta.
Entrada al campo de Jasenovac, en los años cuarenta.CENTRO EN MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS DE JASENOVAc
"Es prácticamente imposible saber el número total", admite Ivo Pejakovic, director del espacio en su memoria, junto a una instalación de vidrio en el museo de Jasenovac con los nombres y apellidos de los identificados. Actualmente son 83.145 (20.000 de ellos menores de 14 años), pero probablemente se trata de 100.000, cifra que manejan el Museo del Holocausto de Washington y el centro Simon Wiesenthal de Israel. Casi la mitad eran serbios —la principal diana del odio ustasha— y un cuarto, judíos y romaníes. El resto, militantes antifascistas y otros reclusos políticos.
El espacio conmemorativo del campo de concentración de Jasenovac, el pasado marzo.
El espacio conmemorativo del campo de concentración de Jasenovac, el pasado marzo.

Algunos de estos elementos —la demolición del complejo, la ausencia de una cifra cerrada de muertos o la fábrica de ladrillos— son justamente los que han alimentado las variopintas tesis negacionistas (como que era un campo de trabajo con muertes puntuales o que fue usado luego por Tito para asesinar ustasha) que han llevado al Departamento de Estado de EE UU a mostrar su preocupación, al Consejo de Europa a advertir de las crecientes alabanzas entre los jóvenes a la ideología ustasha y al Proyecto de Recuerdo del Holocausto a sacar “tarjeta roja” a Croacia el pasado enero por sus niveles de revisionismo, los mayores de la UE junto con Polonia, Hungría y Lituania.

“El caso croata es muy complejo. Por un lado, no quiere ser conocido como un país que niegue o revise el Holocausto, pero por otro no puede asumir lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial. Es muy difícil encontrar gente que sea completamente inequívoca. Es siempre un ‘sí, los ustasha fueron horribles, pero…’. El revisionismo no es tan explícito y flagrante como en Ucrania o Polonia, pero está ahí, es mainstream”, asegura el historiador británico Rory Yeomans, del Institute for Advanced Study de Princeton y autor de un libro sobre el fascismo en el país entre 1941 y 1945.

Hrvoje Klasic, profesor de la Universidad de Zagreb especializado en historia europea del siglo XX, cree que algunos comportamientos “se han hecho más evidentes en los últimos cuatro años". “Se ha vuelto en cierto modo normal decir Za dom Spremni [“Por la patria, listos”, el saludo ustasha]. Por eso, cuando llegaron las acusaciones de Europa o EE UU, hay quien pensó: ‘¿por qué ahora está prohibido, si no lo estaba hace 20 o 25 años?’. En Alemania, tras 1945, estaba muy claro qué personas y símbolos estaban prohibidos, pero en Yugoslavia no hizo falta. Era una zona gris que aún hoy es utilizada”, señala en su despacho.

El boicot a la ceremonia oficial en Jasenovac comenzó en 2016, año en que salió a la venta el ensayo Jasenovac, campo de trabajo, y su autor, Igor Vukic, fue entrevistado en la televisión pública. El entonces ministro de Cultura, Zlatko Hasanbegovic, que en los noventa había llamado a los ustasha “héroes y mártires”, asistió a la inauguración de un documental con la misma tesis y aplaudió que aborde "numerosos temas tabú". A esto se sumó otro libro y documental de un derechista esloveno sobre el “mito” del campo de concentración. Ese año, su superviviente más longevo pidió que no se leyese su carta en la conmemoración oficial, pero se hizo igual.

Otros gestos han alimentado la sensación de agravio. Una placa en recuerdo de combatientes croatas muertos en la guerra de los noventa que incluía en el escudo el saludo ustasha fue erigida en 2016 junto a Jasenovac. Tras meses de negociaciones, fue reubicada a 10 kilómetros. “Ahora está cerca de un cementerio en el que están enterrados partisanos que liberaron el campo”, critica Aneta Vladimirov, responsable del Departamento Cultural del Consejo Nacional Serbio, que representa a esta minoría.

Tres años antes, en un partido internacional, el futbolista Joe Simunic cogió un micrófono y gritó cuatro veces desde el campo el inicio del saludo ustasha (“Por la patria”). “¡Listos!”, respondieron miles de aficionados. Fue multado y sancionado con 10 partidos por la FIFA. “Las opiniones sobre el saludo cambian a diario. Un día está bien; otro, no. Y no solo entre los ciudadanos de a pie, también entre destacados políticos”, señala el diputado Veljko Kajtazi, en la sede de la representación de la comunidad romaní, Kali Sara, que él preside.
Guardas de Jasenovac revisan a los presos a su llegada al campo.
Guardas de Jasenovac revisan a los presos a su llegada al campo.CENTRO EN MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS DE JASENOVAC
La presidenta del país, Kolinda Grabar-Kitarovic, del histórico partido conservador católico HDZ, ha condenado en varias ocasiones las masacres. “Sin ninguna reserva”, escribió en 2018 en el libro de visitas de Jasenovac, al que acude cada año por su cuenta —la última, este sábado— para no “intensificar las divisiones ideológicas”. “Va a Auschwitz de forma pública y a Jasenovac de forma privada”, lamenta Vladimirov.

La presidenta ha levantado, sin embargo, más de una ceja al afirmar que Za dom Spremni era “un antiguo saludo croata” o al manifestar su pasión por la música de Thompson, cantante conocido para glorificar a los ustasha que actuó en la celebración de la medalla de plata en el pasado Mundial de fútbol. “La ceremonia oficial en Jasenovac es el único momento en el que nuestros políticos hablan de lo que sucedió en la Segunda Guerra Mundial. Los 364 días restantes se comportan de forma diferente”, explica Sanja Tabakovic, representante de la comunidad judía en el Ayuntamiento de Zagreb.
El campo de concentración de Jasenovac, en los años cuarenta.
El campo de concentración de Jasenovac, en los años cuarenta.CENTRO EN MEMORIA DE LAS VÍCTIMAS DE JASENOVAC
La sensación es que por, cada una de cal, hay otra de arena. El pasado febrero, el Ministerio de Educación eliminó El diario de Anna Frank de su lista de lecturas recomendadas para los colegiales, poco después de que un centro vetase una exposición sobre el libro porque incluía paneles sobre los crímenes ustasha. Ese mismo mes, en cambio, el Ministerio recomendó a los colegios visitar Jasenovac, algo que en 2018 hicieron solo 16.000 personas. A diferencia de los desplazamientos a Vukovar, la ciudad símbolo de la agresión serbia en los noventa, el viaje no está subvencionado. "Depende principalmente de si los padres están dispuestos a pagarlo", admite el director del espacio. El año pasado lo visitaron quince grupos escolares. Hay más de 900 centros de primaria en el país. Según una investigación de varias ONG croatas publicada en 2015, un 22% de los alumnos de secundaria cree que el Estado Independiente de Croacia de los ustasha no fue una creación fascista y un 48% no está seguro.

Las raíces de este empuje revisionista están, según el historiador Klasic, en la desintegración de Yugoslavia, época en que un grupo paramilitar croata recuperó el saludo. “Tras la Segunda Guerra Mundial, muchos nazis o colaboracionistas franceses huyeron a América Latina, pero ellos y sus descendientes siguen viviendo allí. En ningún otro lugar en Europa pasó lo que en Croacia: que volvieron y tomaron el poder. Y con una narrativa: que el Estado independiente de Croacia no fue fascista, sino el Estado croata. Es desde ese momento que hay un fuerte revisionismo”.

Una idea en la que abunda Yeomans: “Si no puedes afrontar lo que pasó en los cuarenta, no puedes tener un debate honesto sobre los noventa, porque hay una conexión: convertir la historia de Croacia en mucho menos problemática de lo que realmente es”.

lunes, 6 de abril de 2020

Visnja Pavelic, la hija del genocida: medio siglo recluida en su piso de Madrid

La anciana Visnja veneraba la figura de su padre, Ante Pavelic, bajo cuyo régimen auspiciado por Hitler fueron asesinadas en Croacia más de 300.000 personas y quien falleció en 1959 en la España de Franco, que le dio cobijo con la máxima discreción. Antes de morir, ella nos abrió las puertas de su casa en Madrid. Y allí no encontramos culpa. Solo encontramos odio. Odio enquistado.

La hija del genocida vivía sola en un piso de Madrid que siempre estaba en penumbra. Solía tener las persianas de la sala a medio bajar y las cortinas cerradas. La anciana pasaba día tras día enclaustrada —así durante años, durante décadas, durante medio siglo— trabajando maniáticamente en el archivo de su padre, acumulado en un cuarto lleno de torres de carpetas ajadas. El silencio solo se alteraba por la tarde, cuando se sentaba a descansar en el sofá y ponía su tocadiscos para escuchar una ópera de Verdi o la voz de su barítono favorito, Gino Bechi.

Visnja Pavelic, fallecida en 2015, era la hija predilecta de Ante Pavelic, el dictador croata acogido por Franco que murió en la capital de España en 1959. Un fascista bajo cuyo mandato, auspiciado por la Alemania nazi, se persiguió desde 1941 hasta 1945 a serbios, judíos, gitanos y opositores; se operaron campos de exterminio y fueron asesinados más de 300.000 civiles, según las estadísticas del Museo del Holocausto de Estados Unidos. “Fue un régimen monstruoso y él era su líder. Para mí está al mismo nivel que Hitler”, dice Hrvoje Klasic, historiador de la Universidad de Zagreb. Ese hombre pasó sus dos últimos años de vida como un viejecito apacible dando paseos por Madrid. En una de las fotografías inéditas de la época que su hija cedió a El País ­Semanal aparece en la Puerta del Sol vestido con sobriedad, de oscuro, con sombrero y un largo gabán negro. Su rostro ha envejecido mucho, los músculos de su cara se han aflojado y su gesto es inofensivo; no frío, apretado y caudillesco como en sus retratos de los años cuarenta. Además, se había dejado crecer el bigote. Conservaba, eso sí, dos de sus rasgos más característicos: sus grandes y espesas cejas y sus enormes orejas, cuyos lóbulos le colgaban como bistecs. Al morir, con 70 años, la agencia Cifra comunicó de forma escueta que fue enterrado en Madrid en el cementerio de San Isidro “durante una ceremonia fúnebre dentro de la más estricta intimidad” y se limitó a decir: “El doctor Ante Pavelic fue jefe del Estado croata durante la II Guerra Mundial”. El diario Abc situó su breve necrológica al final de una página bajo un apartado de Ecos de Sociedad en el que se daba noticia de una boda, una petición de mano y unos juegos florales infantiles.

Hitler y Pavelic en 1944.
Hitler y Pavelic en 1944. CORDON PRESS —

¿Quiere usted un pedacito de chocolate?
La hija del genocida era una mujer seria pero amable, educada y siempre trataba de usted. Me recibió varias veces en su casa en sus últimos años de vida. Parecía que le agradaba tener compañía y hablar de la historia de su padre, aunque no quería que se publicase nada de aquellos encuentros hasta unos años después de su muerte. Cuando se terminaban las conversaciones y me despedía, me acompañaba hasta la puerta, pequeña y jorobada, repitiendo en su español de sintaxis ortopédica, correoso acento eslavo y dejes argentinos retenidos de su primera fase de exilio:

—Pero de todo esto antes de mi muerte nada, eh, nada.

Vivía obsesionada con la discreción. No quería que se hablase de ella ni que le hiciesen fotografías, y vigilaba con un celo patológico la tumba de su padre. “Iba con una sillita de tijera, se sentaba y se pasaba las tardes protegiendo su sepultura”, recordaba hace tres años Almudena Moreno, gerente de San Isidro. Como temía que los serbios fuesen a profanar su tumba, le colocó una lápida muy pesada y pidió al cementerio que no se diesen señas a extraños de dónde estaba enterrado. “Transmitía pánico”, contaba Moreno. “Yo le decía: ‘Usted tranquila, que a España no van a venir a buscarlo”. Su desasosiego se extendía hacia la posteridad y dejó hecho un trámite ante el Ministerio de Justicia prohibiendo que en un futuro los restos de su padre pudieran ser exhumados. Visnja Pavelic murió el día de Navidad de 2015, a los 92 años. Fue incinerada, y sus cenizas fueron depositadas con su padre, su madre y su hermano en San Isidro, donde continúan hasta la fecha.

Los cuatro vivieron juntos en Madrid dos años, desde que llegaron en 1957 hasta que murió el patriarca. A Visnja le encantaba la fotografía y le gustaba que se retratasen en sus excursiones. En una de ellas posan en Santa Pola, al borde del Mediterráneo. Visnja sonríe relajada. Velimir, su hermano, tiene una expresión formal, afable. María, su madre, lleva gafas de sol y su rictus luce algo contraído. Su marido está de perfil. Bajo el ala del sombrero asoma la mirada dura de antaño. La austeridad de la familia contrasta con la sospecha de que el sátrapa huyó de Croacia con una fortuna robada a sus víctimas y a su Estado. En el libro Croatia Under Ante Pavelic (2014), el historiador Robert B. McCormick apunta que Pavelic pudo desviar millones a Suiza durante la guerra y menciona un informe de la CIA según el cual en los últimos compases del conflicto, viendo desmoronarse a su protector Hitler y con vistas a su propia huida, mandó a Austria 12 cajas llenas de oro y joyas. Eso habría sucedido 14 años antes de otra de las fotografías de su hija, en la que los cuatro están sentados como domingueros a la sombra de unos pinos, con su Volkswagen Escarabajo aparcado al borde de la carretera. Visnja no recordaba con seguridad dónde la habían tomado, pero creía que pudo ser durante la última salida que hicieron con su padre en 1959, una visita al Valle de los Caídos, recién inaugurado. A Pavelic, con su inseparable sombrero, se le ve débil, con los hombros vencidos y una mirada lejana. Recuerda a Vito Corleone en El Padrino, exangüe, antes de morir.

El mafioso siciliano de la ficción y el tirano croata fallecieron igual, de viejos y por las secuelas de atentados —tiempo después—. A Corleone lo tirotearon mientras compraba naranjas en un puesto callejero de Nueva York. A Pavelic le dispararon varias balas cuando llegaba a su casa a las afueras de Buenos Aires, en 1957. “Entró de pie y dijo: ‘Me han dado”, rememoraba su hija. No se sabe quién intentó asesinarlo. Se ha especulado con que fueron pistoleros enviados por Tito, el dictador de la Yugoslavia comunista. Visnja lo negaba —“Los serbios pedían su extradición, lo querían vivo”— y sostenía que habían sido compatriotas suyos para hacerse con el control del exilio croata.

Al terminar la guerra, en 1945, Pavelic se escapó a Italia, donde se escondió en un monasterio jesuita. “Nunca nadie lo ha sabido. Solo nosotros, ¡ja!”, me dijo, muy complacida. En 1948, con el nombre falso de Antonio Serdar, embarcó en Génova hacia Argentina, siguiendo la ruta clandestina conocida como ratline por la que se fueron a Latinoamérica nazis como Adolf Eichmann, Klaus Barbie o Josef Mengele. La familia Pavelic se asentó en Buenos Aires con permiso del Gobierno de Perón y pasó allí una década. Pavelic montó una empresa de construcción. También tuvo un telar y una granja. “Teníamos gallinas”, me dijo Visnja. “Yo recogía los huevos por la mañana”.
Visnja Pavelic, con un joven croata, ante la tumba de su padre en el cementerio de San Isidro, Madrid.
Visnja Pavelic, con un joven croata, ante la tumba de su padre en el cementerio de San Isidro, Madrid. ARCHIVO VISNJA PAVELIC

Durante las entrevistas se sentaba en el sofá del salón debajo de un retrato a carboncillo de su padre, repeinado, hosco, con chaqueta blanca de mariscal.

—¿Usted no cree que sea culpable de nada?

—No, en absoluto.

En nuestros primeros encuentros solía levantarse cada poco a rebuscar documentos con los que trataba de demostrar que su padre no había sido el hombre abyecto que fue. Se perdía por el pasillo de casa, entraba en su despacho y se empezaba a escuchar un tremolar de papeles ansioso. Al cabo de dos o tres años, la osteoporosis la fue lisiando y se incorporaba menos, al final muy a duras penas y con ayuda de un andador. Entonces su recorrido por el pasillo era lento e iba acompañado de un ruidoso traqueteo, pero la mujer era más tenaz que la propia osteoporosis y alcanzaba sus legajos y volvía con ellos y volvía a repetir lo mismo de siempre.

—Es todo mentira. Todo lo que dicen de mi padre es mentira. Todo, todo.

El Estado Independiente de Croacia, instalado por los nazis después de su invasión de Yugoslavia en 1941 y dirigido por Pavelic hasta 1945, tenía como objetivo lograr una nación pura en lo étnico y en lo religioso, netamente croata y católica. En su mayor campo de concentración, Jasenovac, fueron asesinadas al menos 83.145 personas según datos oficiales; entre ellos, 47.627 serbios, 16.173 romaníes y 13.116 judíos; 20.101 del total eran niños menores de 14 años. Los ustasha —rebeldes en croata; como se conocía a los soldados de Pavelic— mataban con una ferocidad que impactaba incluso a sus aliados nazis. En el libro Ustasa (1998), el historiador Srdja Trifkovic pone en boca del general Von Glaise-Horstenau, representante militar del Führer en Croacia, que la “revolución” de Pavelic había sido “con mucho la más sangrienta y horrible” de todas las que había visto. “En la infame Jasenovac”, escribe Robert McCormick, “miles de hombres, mujeres y niños fueron masacrados con balas, hachas, martillos y con cualquier otra herramienta al alcance”. El apetito asesino de los ustasha solo era comparable, dice, “al de los miembros de las SS más maniacos del III Reich”. El relato 44 meses en Jasenovac (2016), del superviviente Egon Berger, es una suma de detalles atroces: “El eco de alaridos horripilantes atravesaba el cuarto mientras Milos rajaba su cuerpo de arriba abajo, para luego cortarle el cuello”, “Uno de los ustasha, un niño de 12 años, sacó su cuchillo y le cortó las orejas al sacerdote”, “Mientras los alemanes envenenaban a sus víctimas y luego las quemaban, los us­tasha arrojaban a humanos vivos al fuego”, “El cementerio apestaba en los días más cálidos porque los cadáveres estaban enterrados en tumbas muy poco profundas. En ese mismo campo, donde fueron enterrados nuestros amigos y familiares, los ustasha habían plantado tomates”.
Ante Pavelic, de sombrero, paseando por la Puerta del Sol de Madrid.
Ante Pavelic, de sombrero, paseando por la Puerta del Sol de Madrid. ARCHIVO VISNJA PAVELIC

 —Lo de Jasenovac es todo una exageración —me dijo la anciana—. Era un campo de trabajo, y había pobreza, pero tenían médicos, sus propios dirigentes, todo lo que querían. Eso no era ­Auschwitz, ¿comprende? Estaban todos vivos y tranquilos.

De todas las salvajadas atribuidas a su padre, le irritaba especialmente una anécdota relatada por el periodista Curzio Malaparte en su libro Kaputt. Malaparte, que tendía a aliñar sus crónicas con literatura, describe una entrevista con Pavelic en su despacho en la que el caudillo, en traje militar y con botas de montar, tenía una cesta de mimbre sobre el escritorio. La tapa estaba medio abierta. Siempre según su relato, Malaparte pensó que eran moluscos frescos y le preguntó si eran ostras de Dalmacia. “Ante Pavelic levantó la tapa del cesto, sacó un puñado de viscosas y gelatinosas ostras y, lanzándome una de sus sonrisas llenas de bondad y cansancio, dijo: ‘Es un regalo de mis fieles ustasha: veinte kilos de ojos humanos”.

—¡Ja! —exclamó ella—. ¡Increíble lo que dice este hombre! Todo falso, es todo falso.

Sobre la mesa de la sala tenía un libro titulado La industria del Holocausto y los tres diarios que compraba cada mañana, EL PAÍS, El Mundo y Abc. Insistía en que su padre no había sido “ni nazi ni fascista”, sino un nacionalista que luchó “por la liberación de Croacia del yugo serbio”. No mostraba ni el más remoto sentimiento de culpa.

No parecía cínica. Parecía ciega.

Esa fue una actitud repetida entre los descendientes de jerarcas nazis. En su libro Hijos de nazis (2016), Tania Crasnianski pone ejemplos: “En el caso de los hijos, las defensas mentales son, en efecto, muy fuertes. Gudrun Himmler siempre se caracterizó por su total falta de perspectiva frente a la figura paterna”. Como Gudrun, “Edda Göring sentía un amor inalterable por su padre y se negaba a ver en él a uno de los iniciadores de la Shoah”. Edda, como Visnja, “vivió atrincherada en una pequeña vivienda de Múnich y el apartamento era un museo a la gloria de ese hombre”. Wolf Rüdiger Hess siempre idealizó a su padre y “nunca dejó de considerarlo un mensajero de la paz”.

Desde los tiempos de Buenos Aires, Visnja se convirtió en la persona de confianza de su padre. Después del atentado, organizó en secreto su salida hacia España. Desde Madrid, un cura croata le comunicó que el canciller español Fernando María Castiella había dado luz verde a la llegada de Pavelic con una condición: “Pídales solo una cosa, padre: discreción”. En Madrid alquilaron un apartamento junto al Retiro. Ella salía a diario con su padre a dar paseos por el parque. Organizaba sus papeles y los contactos con la diáspora del sátrapa exánime. En la última fotografía que se hicieron, el viejo, sentado, tiene la mirada ausente y una mano apoyada con delicadeza en la sien. Su hija, de negro mortuorio, mira de pie a la cámara, dura como un pedernal.

Cuando él murió, se quedaron solos María, Visnja y Velimir. En 1961 se mudaron al piso en propiedad en el que pasarían el resto de sus vidas. María, la madre, cocinaba, cosía y se ocupaba de la casa. Murió en 1984. Velimir tocaba el violín y se pasaba horas encerrado leyendo libros de filosofía e historia política, escribiendo aforismos y encadenando un cigarrillo detrás de otro. Murió de un cáncer de pulmón en 1998. La casa estaba en la zona de Concha Espina, cerca del Santiago Bernabéu. Visnja recordaba que los fines de semana se oían desde la sala los goles del Real Madrid, pero nunca tuvieron la curiosidad de recorrer los 10 minutos que los separaban del estadio para ver a Di Stéfano, Amancio o Butragueño.

Se mantenían, decía, gracias a los derechos de los escritos de su padre —entre otros, Errores y horrores, un ensayo anticomunista que citaba con reverencia— y de las contribuciones que hacían a la familia Pavelic las organizaciones del exilio desde países como Canadá o Australia. Visnja quedó como heredera simbólica de su padre, y el sepulcro de San Isidro, como un santuario para nostálgicos ustasha. Durante la guerra de los Balcanes, los milicianos croatas cantaban con las armas en la mano al volver del frente: “En Madrid hay una tumba de oro y en ella descansa Pavelic, caudillo de todos los croatas. Levántate, Pavelic, por ti moriremos todos”. Cada vez que jugaba en España un equipo de fútbol croata, los hinchas radicales, e incluso los futbolistas, visitaban el cementerio y la buscaban a ella para presentarle sus respetos. En otra fotografía de su archivo personal aparece junto a la tumba acompañada por un joven ataviado con un traje tradicional croata. En aquella señora de gafas y pelo blanco, menuda como un pajarito, latía todavía una ultranacionalista que expresaba un odio genocida hacia los serbios: “Son creados criminales. No hay un serbio que no sea criminal. ¡No han hecho otra cosa más que matar! Nada más. Matar es cosa genética en ellos, y nosotros lo único que hemos hecho es defendernos”, me dijo.(*)

La última vez que la vi le costaba mucho moverse. Llevaba al cuello un botón de emergencias para personas de la tercera edad. Ya apenas se comunicaba en persona con nadie, aparte de su empleada de la limpieza y de una sobrina que vivía en Ontinyent, Valencia, y a veces iba a visitarla. Contactada por personas interpuestas, su sobrina no quiso participar en este reportaje, y cuando nos desplazamos a Ontinyent para tratar de hablar con ella, el Ayuntamiento de este municipio de ambiente manso y soleado nos informó de que no seguía empadronada allí.

En aquella última visita, la anciana me contó que un investigador croata se había llevado de su casa tres baúles llenos de documentación sobre Pavelic para enterrarlos en algún lugar de Croacia.

—¿Por qué enterrarlos? —le pregunté.

—Para que esté todo seguro —respondió—. Debajo de tierra estará todo seguro, seguro.

A continuación me entregó la última fotografía de su padre.

El cuerpo del dictador en el hospital Alemán de Madrid, tendido en bata en una cama con un ramo de flores sobre las piernas. En su quijada, en sus pómulos, en su nariz se marca la rigidez de la muerte, y permanecen ahí esas ominosas cejas negras, aquellas enormes orejas. Sobre el cabecero de la cama había un crucifijo, y a los lados, dos tétricos cirios con la llama encendida. Por la ventana, con las cortinas abiertas, entra una luz enferma de invierno que ilumina su cadáver.

—Fue muy difícil ser hija de este hombre —dijo Visnja Pavelic—. Muy difícil.

https://elpais.com/elpais/2020/03/17/eps/1584471192_157479.html

* Esto de reflejar fielmente lo que ella dice, al parecer por "respeto" a la libertad de expresión, de estos personajes que no respetaron no ya la opinión, sino la vida, y su maldad llegó a los peores crímenes y torturas, es no solo una ignominia, sino una muestra de falta de justicia y profesionalidad.

Como el que oye a uno que afirma, está lloviendo y a otro que dice lo contrario, y publica las dos afirmaciones como ejemplo de "neutralidad". Con lo fácil que sería comprobarlo y constatar la verdad.

El periodista muestra un "respeto" por estos personajes que ellos claramente no merecen. El fue un asesino genocida y criminal y ella una colaboradora de su huida, ocultamiento y evasión ante la justicia que no merecía. 

La Iglesia tampoco ha dado ejemplo, ni de amor y respeto por la justicia, ni de bondad al procurarle la protección, ocultación y evasión a semejante criminal genocida.

martes, 16 de abril de 2019

La herida del pasado fascista aún sangra en Croacia.



Serbios, judíos y antifascistas boicotean la ceremonia oficial en memoria de las víctimas de un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial en denuncia del creciente revisionismo

Jasenovac (Croacia) 15 ABR 2019 -



Ceremonia alternativa a la oficial en recuerdo de las víctimas del campo de concentración de Jasenovac, este viernes. FOTO: NIKOLA SOLIC (AP)

En esta pradera donde solo se oye el azote del viento y el murmullo del río Sava que separa Croacia y Bosnia, al menos 83.000 personas fueron asesinadas durante la Segunda Guerra Mundial por los ustasha, los aliados croatas de los nazis, en el campo de concentración que aquí se alzaba. Croacia ha homenajeado este domingo a las víctimas, pero, por cuarto año consecutivo, lo ha hecho prácticamente sin sus representantes. Serbios, judíos y antifascistas han boicoteado la ceremonia en denuncia del creciente revisionismo de aquellos años oscuros y celebran dos días antes una extraoficial a la que también acuden los romaníes. Dos actos para una memoria dolorosa sobre la que pesan demasiados "sí, pero...".

La disonancia entre el espacio vacío de Jasenovac hoy y el horror de hace ocho décadas parece una metáfora sobre la dificultad de Croacia para lidiar con su pasado.  La gran escultura en forma de flor donde este domingo se depositan los ramos de flores domina el centro de un complejo con ocho subcampos levantado en 1941 que albergaba hasta 4.000 prisioneros, aunque —como reconocían en un documento confidencial sus responsables en alusión a su función exterminadora— “podría aceptar un número ilimitado”. El lago ubicado a pocos metros proporcionaba el agua para la fabricación de ladrillos a la que estaban forzados los reclusos y las vías de ferrocarril que aún recorren el espacio sirvieron para transportar a parte de los presos. En el bucólico río colindante, una lancha de la policía croata vigila la frontera con la otra orilla, ya en la entidad serbia de Bosnia, en la que los ustasha asesinaban a los presos. Les obligaban a cavar una fosa para luego  degollarles, dispararles o tirarles al agujero de un martillazo en la cabeza.

El espacio conmemorativo del campo de concentración de Jasenovac, el pasado marzo.

Si nada queda nada del campo es precisamente por el episodio que se recuerda cada año en abril. En 1945, unos 600 reclusos intentaron una huida masiva. 91 lo lograron; el resto fue abatido por los guardas. Ante el avance partisano, los guardas intentaron borrar las huellas del campo, ya vacío (asesinaron al casi medio millar que no había tratado de escapar): excavaron algunas fosas comunes para quemar los cadáveres e hicieron volar los barracones con explosivos. Dos años más tarde, el Gobierno yugoslavo permitió a los vecinos usar los cascotes para sus viviendas.

El cálculo de los muertos está muy politizado, incluido un reciente rifirrafe diplomático entre Croacia y Serbia. Tras la guerra, el Ejecutivo de Tito los cifró en 700.000, un cálculo que el consenso académico considera hoy inflado para negociar las reparaciones alemanas de guerra. Los cálculos han bailado de los desestimados 2.238 de una comisión del Parlamento croata al 1,1 millones de un historiador bosnio, es decir, tantos como en Auschwitzpero sin cámaras de gas.

"Es prácticamente imposible saber el número total", admite Ivo Pejakovic, director del espacio en su memoria, junto a una instalación de vidrio en el museo de Jasenovac con los nombres y apellidos de los identificados. Actualmente son 83.145 (20.000 de ellos menores de 14 años), pero probablemente se trata de 100.000, cifra que manejan el Museo del Holocausto de Washington y el centro Simon Wiesenthal de Israel. Casi la mitad eran serbios —la principal diana del odio ustasha— y un cuarto, judíos y romaníes. El resto, militantes antifascistas y otros reclusos políticos.


Algunos de estos elementos —la demolición del complejo, la ausencia de una cifra cerrada de muertos o la fábrica de ladrillos— son justamente los que han alimentado las variopintas tesis negacionistas (como que era un campo de trabajo con muertes puntuales o que fue usado luego por Tito para asesinar ustasha) que han llevado al Departamento de Estado de EE UU a mostrar su preocupación,  al Consejo de Europa a advertir de las crecientes alabanzas entre los jóvenes a la ideología ustasha y al Proyecto de Recuerdo del Holocausto  a sacar “tarjeta roja” a Croacia el pasado enero por sus niveles de revisionismo, los mayores de la UE junto con Polonia, Hungría y Lituania.

“El caso croata es muy complejo. Por un lado, no quiere ser conocido como un país que niegue o revise el Holocausto, pero por otro no puede asumir lo que pasó en la Segunda Guerra Mundial. Es muy difícil encontrar gente que sea completamente inequívoca. Es siempre un ‘sí, los ustasha fueron horribles, pero…’. El revisionismo no es tan explícito y flagrante como en Ucrania o Polonia, pero está ahí, es mainstream”, asegura el historiador británico Rory Yeomans, del Institute for Advanced Study de Princeton y autor de un libro sobre el fascismo en el país entre 1941 y 1945.

Entrada al campo de Jasenovac, en los años cuarenta.Hrvoje Klasic, profesor de la Universidad de Zagreb especializado en historia europea del siglo XX, cree que algunos comportamientos “se han hecho más evidentes en los últimos cuatro años". “Se ha vuelto en cierto modo normal decir Za dom Spremni [“Por la patria, listos”, el saludo ustasha]. Por eso, cuando llegaron las acusaciones de Europa o EE UU, hay quien pensó: ‘¿por qué ahora está prohibido, si no lo estaba hace 20 o 25 años?’. En Alemania, tras 1945, estaba muy claro qué personas y símbolos estaban prohibidos, pero en Yugoslavia no hizo falta. Era una zona gris que aún hoy es utilizada”, señala en su despacho.

El boicot a la ceremonia oficial en Jasenovac comenzó en 2016, año en que salió a la venta el ensayo Jasenovac, campo de trabajo, y su autor, Igor Vukic, fue entrevistado en la televisión pública. El entonces ministro de Cultura, Zlatko Hasanbegovic, que en los noventa había llamado a los ustasha “héroes y mártires”, asistió a la inauguración de un documental con la misma tesis y aplaudió que aborde "numerosos temas tabú". A esto se sumó otro libro y documental de un derechista esloveno sobre el “mito” del campo de concentración. Ese año, su superviviente más longevo pidió que no se leyese su carta en la conmemoración oficial, pero se hizo igual.

Otros gestos han alimentado la sensación de agravio. Una placa en recuerdo de combatientes croatas muertos en la guerra de los noventa que incluía en el escudo el saludo ustasha fue erigida en 2016 junto a Jasenovac. Tras meses de negociaciones, fue reubicada a 10 kilómetros. “Ahora está cerca de un cementerio en el que están enterrados partisanos que liberaron el campo”, critica Aneta Vladimirov, responsable del Departamento Cultural del Consejo Nacional Serbio, que representa a esta minoría.

Tres años antes, en un partido internacional, el futbolista Joe Simunic cogió un micrófono y gritó cuatro veces desde el campo el inicio del saludo ustasha (“Por la patria”). “¡Listos!”, respondieron miles de aficionados. Fue multado y sancionado con 10 partidos por la FIFA. “Las opiniones sobre el saludo cambian a diario. Un día está bien; otro, no. Y no solo entre los ciudadanos de a pie, también entre destacados políticos”, señala el diputado Veljko Kajtazi, en la sede de la representación de la comunidad romaní, Kali Sara, que él preside.

La presidenta del país, Kolinda Grabar-Kitarovic, del histórico partido conservador católico HDZ, ha condenado en varias ocasiones las masacres. “Sin ninguna reserva”, escribió en 2018 en el libro de visitas de Jasenovac, al que acude cada año por su cuenta —la última, este sábado— para no “intensificar las divisiones ideológicas”. “Va a Auschwitz de forma pública y a Jasenovac de forma privada”, lamenta Vladimirov.

La presidenta ha levantado, sin embargo, más de una ceja al afirmar que Za dom Spremni era “un antiguo saludo croata” o al manifestar su pasión por la música de Thompson, cantante conocido para glorificar a los ustasha que actuó en  la celebración de la medalla de plata en el pasado Mundial de fútbol. “La ceremonia oficial en Jasenovac es el único momento en el que nuestros políticos hablan de lo que sucedió en la Segunda Guerra Mundial. Los 364 días restantes se comportan de forma diferente”, explica Sanja Tabakovic, representante de la comunidad judía en el Ayuntamiento de Zagreb.

La sensación es que por, cada una de cal, hay otra de arena. El pasado febrero, el Ministerio de Educación eliminó El diario de Anna Frank de su lista de lecturas recomendadas para los colegiales, poco después de que un centro vetase una exposición sobre el libro porque incluía paneles sobre los crímenes ustasha. Ese mismo mes, en cambio, el Ministerio recomendó a los colegios visitar Jasenovac, algo que en 2018 hicieron solo 16.000 personas. A diferencia de los desplazamientos a Vukovar, la ciudad símbolo de la agresión serbia en los noventa, el viaje no está subvencionado. "Depende principalmente de si los padres están dispuestos a pagarlo", admite el director del espacio. El año pasado lo visitaron quince grupos escolares. Hay más de 900 centros de primaria en el país. Según una investigación de varias ONG croatas publicada en 2015, un 22% de los alumnos de secundaria cree que el Estado Independiente de Croacia de los ustasha no fue una creación fascista y un 48% no está seguro.

Las raíces de este empuje revisionista están, según el historiador Klasic, en  la desintegración de Yugoslavia, época en que un grupo paramilitar croata recuperó el saludo. “Tras la Segunda Guerra Mundial, muchos nazis o colaboracionistas franceses huyeron a América Latina, pero ellos y sus descendientes siguen viviendo allí. En ningún otro lugar en Europa pasó lo que en Croacia: que volvieron y tomaron el poder. Y con una narrativa: que el Estado independiente de Croacia no fue fascista, sino el Estado croata. Es desde ese momento que hay un fuerte revisionismo”.

Una idea en la que abunda Yeomans: “Si no puedes afrontar lo que pasó en los cuarenta, no puedes tener un debate honesto sobre los noventa, porque hay una conexión: convertir la historia de Croacia en mucho menos problemática de lo que realmente es”.




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