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lunes, 10 de octubre de 2016

Van Gogh se suicidó ante la virulencia de sus brotes psicóticos. El simposio organizado por el museo de su nombre en Ámsterdam fija el punto de inflexión de su vida y obra en 1888 cuando el pintor se cortó la oreja


La iglesia de Auvers-sur-Oise, retratada por Van GoghEntre las hipótesis analizadas en el simposio figura una novedosa: la posible intoxicación crónica por culpa del monóxido de carbono producido por las lámparas de gas que iluminaban las casas. Aunque la treintena de expertos convocados se han reunido en grupos de cinco, rotando luego para intercambiar notas, sólo un ingeniero químico está seguro de que repercutió en la supuesta pérdida de perspectiva de sus pinturas tardías. Eso, y la caída de piezas dentales, lamentada por el propio artista. El resto coincide en que antes de rebanarse la oreja “tenía una personalidad disfuncional debida a múltiples factores; después del brote psicótico, los psiquiatras actuales le habrían tratado con neurolépticos”, añade Oderwald.

La noche del 23 de diciembre de 1888, Vincent van Gogh se cortó la oreja por culpa de un brote psicótico. Vivía en la ciudad francesa de Arlés y su mundo se vino abajo al abandonarle su colega galo, Paul Gauguin, con el que intentó fundar una comunidad de artistas en la famosa Casa Amarilla, retratada en uno de sus lienzos. La falta de sueño, pésima alimentación, y abuso del alcohol contribuyeron al colapso. Aunque superó la herida y el ataque, los episodios se repitieron y llegó a la conclusión de que acabarían dominándole. En consecuencia, tras haber evaluado el daño que causaría, y la intensidad de un sufrimiento que dificultaba su obra, el 27 de julio de 1890 se pegó un tiro en un prado de Auvers-sur-Oise. Cometió un “suicidio meditado. Mencionado con gran cuidado entre muchos “tal vez” y “probablemente”, el término ha satisfecho al equipo de psiquiatras, neurólogos, expertos en ética y filosofía de la medicina, además de historiadores del arte, reunidos en un simposio extraordinario organizado por el museo del pintor en Ámsterdam. Si bien no han desentrañado el misterio de la supuesta enfermedad que le aquejaba, sí han establecido un antes y un después de la fatídica noche navideña de su automutilación.


“Los doctores que le trataron en Francia diagnosticaron una epilepsia, pero esa definición ha cambiado mucho con el tiempo. Sí podemos afirmar, por el contrario, que todos sus achaques anteriores al 23 de diciembre de 1888 responden a varios factores. Hay consenso en que padecía gonorrea. Tal vez tuvo sífilis neurológica, la misma que acabó matando a su hermano, Theo, pero no hay pruebas. El vértigo (del oído interno) de Ménière, y la porfiria (enfermedad metabólica hereditaria) no parecen plausibles. Lo que nadie puede negar es que tenía una psicosis”, señala Arko Oderwald, filósofo de la medicina del Hospital Universitario de Utrecht. Con un matiz esencial: en los periodos de relativa calma emocional trabajaba a destajo y era sociable.

La iglesia de Auvers-sur-Oise.Cuando entiende que no puede controlar los episodios psicóticos, que debieron sumirle en una depresión, la ansiedad generada por el qué dirán en una sociedad decimonónica donde la locura, sin matices, estaba mal vista, y la pérdida de control de la pintura, su razón de serle aboca a querer controlar lo restante: la muerte. El psiquiatra holandés Erwin van Meekeren, califica su trágica decisión del “suicidio meditado” antes mencionado. Algo así como la búsqueda imposible del equilibrio entre los que sufrirán su pérdida, y su arte, entorpecido por la turbulencia emocional.

La influencia del entorno familiar en la psicología de su famoso paciente virtual tampoco ha sido desdeñada. Van Gogh nació un año después, y el mismo día, que un hermano muerto del mismo nombre, “un trauma familiar que pudo repercutir en su carácter”. Sus constantes dolores de estómago “pudieron deberse a una dieta desastrosa, con déficit de nutrientes y vitaminas”. En cuanto la absenta (ajenjo), tan popular en la Belle Époque, tenía hasta un 70% de alcohol. “Puro elixir tóxico”, según Oderwald, que ha sintetizado el trabajo de sus colegas. Nada nuevo, en apariencia, en el capítulo de suposiciones, pero en el caso del pintor llevan directos al luminoso prado francés del disparo final.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/09/15/actualidad/1473953879_484922.html


SHERLOCK HOLMES, HOUSE Y VAN GOGH


Gran parte de los “enemigos” de Van Gogh está en sus cuadros. En el titulado Bodegón con un plato de cebollas (1889) lo de menos es la herbácea. Lo importante es la botella de alcohol y la pipa de tabaco, dos de los productos consumidos a destajo por el pintor. El simposio dedicado a desentrañar sus males en la capital holandesa ha abordado sus hábitos y achaques con un ojo clínico actual, pero sin paciente físico. De ahí que haya habido consenso en las dudas, y certeza en torno a un término en genérico, como la psicosis. Para un experto en Filosofía de la Medicina como Arko Oderwald, de haber analizado la situación Sherlock Holmes, el detective creado por Sir Arthur Conan Doyle, él mismo médico, “las pistas del óleo habrían allanado el camino hacia algunas pruebas concluyentes: el artista bebía y fumaba en exceso”. En cuanto a sus vertiginosos cielos estrellados y árboles retorcidos, “tal vez solo otro médico, igualmente detectivesco y ficticio, el de la serie televisiva House, habría podido desentrañar el rompecabezas de sus múltiples síntomas casi sin verle”. 

lunes, 3 de junio de 2013

Necesitamos conciencia moral

"La verdadera felicidad consiste en hacer el bien” (Aristóteles)
"No busquemos solemnes definiciones de la libertad. Ella es solo esto: responsabilidad” (George Bernard Shaw)
"¿Qué sería de la vida si no tuviéramos el valor de intentar algo nuevo?” (Vincent van Gogh)

La situación que vivimos invita a hablar, cada vez más, de valores y de ética.
Necesitamos sentir que los mayores bienes conquistados por el ser humano no se derrumban bajo el síndrome de la corrupción.

Hay un sufrimiento añadido a lo que estamos viviendo como corrupción, mala praxis política, desahucios, abusos de los mercados financieros y esa larga lista que no solo empobrece nuestras condiciones de vida, basadas ya en la pura supervivencia, sino que empobrece el sentido de nuestra humanidad.

Lo que agrava la situación es que no salga nadie y diga “lo siento”. Lo que empeora nuestro ánimo es que no haya un alma que se avergüence de lo que ha hecho o ha permitido que sucediera, sabiendo sus consecuencias. Lo que daña nuestro sentido humano es que algunos corazones no hayan sufrido dolor por la angustia ajena, ni la más leve culpa por su irresponsabilidad, ni la compasión necesaria para asumir conjuntamente parte de la carga y de la solución a tantos problemas. Parece como si la ética y la moral pertenezcan al terreno de la literatura y de las grandes declaraciones, mientras que las acciones se tiñen de una espeluznante realidad: ¡Tonto el último!

Toda acción surge de una intención que, por muy interesada que sea para uno mismo, repercutirá en los demás y en el mundo. De ahí nace la conciencia moral que procura distinguir entre los principios que gobiernan a uno mismo y la consideración ética de sus acciones. Sin embargo, todo intento de volver a reivindicar valores y principios morales topa con muchas dudas, algunas tan antiguas como las que planteó Sócrates el filósofo: ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Cómo se adquiere esta cualidad, si no es posible enseñarla?

La educación del carácter tiene su fundamento teórico en la ética de las virtudes que proclamó Aristóteles. Según el maestro griego, la virtud tiene tres aspectos bien definidos: un comportamiento (una conducta que podríamos considerar como virtuosa como, por ejemplo, la generosidad), un sentimiento (se actúa con generosidad porque es bueno, porque hace bien, porque se ama ser generoso) y finalmente una razón (permite reflexionar los motivos por los que ciertos actos y rasgos son buenos y otros malos). De poco sirve adoctrinar sin la práctica y la integración emocional de la virtud: no es la razón, sino el sentimiento, el que nos mueve a actuar.

Ahora se insiste en recuperar valores. ¿Cómo lo haremos para integrarlos a nuestra vida? ¿Sirven los de toda la vida, o tal vez están en proceso de transformación? ¿Tendremos que volver a los viejos relatos heroicos para lograr un modelo ideal como hacía el viejo Homero, aunque al precio de un inevitable determinismo? Pocos admitirían hoy una educación en valores que fuera sinónimo de socialización.

Nos encontramos así en tierra de nadie: nos quejamos de crisis de valores, se exige más educación moral, pero a su vez nos parece un discurso anticuado. Como apunta Alasdair MacIntyre, “la moral puede ahora favorecer demasiadas causas y la forma moral provee de posibles máscaras a casi cualquier cara”. Ya fue Nietzsche quien advirtió de esta habilidad vulgarizada del moderno lenguaje moral.

Los filósofos antiguos se preguntaban: ¿cómo debemos vivir? Hoy, en cambio, la pregunta puede ser otra: ¿qué podemos ser? MacIntyre propone que tengamos antes en cuenta de qué historia o historias nos encontramos formando parte. Entramos en sociedad con múltiples papeles asignados, con guiones previamente escritos que infieren lo que está bien y lo que está mal. Cuenta Victoria Camps que “la ética de la modernidad es una ética de los deberes, a diferencia de la ética antigua, que era una ética de las virtudes. A la ética le concierne establecer las obligaciones que atan al individuo con la sociedad en la que vive”. Ocurre que no son leyes, sino códigos de conducta que acaban dependiendo de la responsabilidad propia. ¿Cómo educar esa conciencia? ¡Qué fácil es hablar de moral y de valores, y qué difícil actuar coherente y comprometidamente con ellos!

Ejemplo de rectitud e integridad fue Immanuel Kant. Su propuesta de moral, tan universalizadora como inevitablemente abstracta y formal (justicia, paz, libertad…) solo encuentran refugio en la idea de que el deber moral supremo es el respeto, a uno mismo, al otro y a la humanidad. La dignidad y la libertad, el ser humano como fin en sí mismo. Eso lo entendemos todos y, por lo visto, la mayoría estamos de acuerdo. ¿Por qué entonces tenemos la sensación que el mundo se parece más a la ética del miedo de Hobbes (“El hombre es un lobo para el hombre”) que no a la conciencia moral kantiana?

Los tiempos de tribulaciones son óptimos para el pesimismo y el parasitismo. La consideración de que el mundo se hunde y de que no tiene solución gana en adeptos sumidos en los sentimientos morales expresados por P. F. Strawson: el resentimiento, la indignación y la culpa. Todos ellos se manifiestan en nuestras relaciones interpersonales, que, a la postre, determinan el sentido mismo de nuestro comportamiento social.

LIBROS

– "Breve historia de la ética", de Victoria Camps. Editorial RBA.
– "¿Qué significa educar en valores hoy?", de Guillermo Hoyos, Miquel Martínez, Marieta Quintero, Alexander Ruiz y Carlos Thiebaut. Ediciones Octaedro.
– "Tras la virtud", de Alasdair MacIntyre. Editorial Crítica.
– "Crear capacidades", de Martha C. Nussbaum. Editorial Paidós.
– "La educación moral", de Nel Noddings. Amorrortu Ediciones.

...Aspiramos, por el bien de todos, a una mayor sensibilidad moral (respeto y dignidad), una mayor capacidad de ser para uno (responsabilidad), para los demás (vínculos éticos y compasivos) y para el mundo en su conjunto (valores cívicos).

Leer más en El País.
Fuente: http://elpais.com/elpais/2013/05/30/eps/1369936183_707211.html 
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