Nueva Tribuna
Las minúsculas son un tributo a la memoria, a la historia, a la conciencia, a la conciencia de la memoria histórica.
Solo una vez sucede, cualquier cosa, toda cosa, incluso la claridad sin ninguna cosa de la conciencia clara de las cosas. Porque los obreros en el museo son formas muertas, entre las que pasean los carneros del orbe de los iguales, las patatas podridas bajo la tierra. No hay pájaros en los museos, pero aún habitan los graneros, ese lugar donde los trinos no tienen mayúsculas, sino una necesidad escalada en el tono de las armonías. Así son las páginas de este libro, una creciente armonía necesaria en el corazón del coraje y la esperanza.
Las minúsculas son un tributo a la memoria, a la historia, a la conciencia, a la conciencia de la memoria histórica. No hay primera línea en nada, no hay punto y seguido que justifique el olvido; no hay punto y aparte que quiebre hasta el trauma la rialidad de la solidaridad. En momentos, dos puntos, signos de admiración, rastros y quizá gestos de una conciencia individual que se reconoce en este paseo entre las ideas heridas de muerte como una sanadora, una voz y una palabra política pensando una ontología de lo inenarrable, o quizá, una ontología de los suicidas, desde el suicidio de Dios en Mainländer hasta Rothko, o a ese otro suicidio advenido por la coherencia y el compromiso a manos de otros, ellos sí asesinos de la más alta inteligencia y del más profundo amor a la vida de Lorca y Pasolini [1]. Y resaltados en negrita que llaman al entusiasmo del sujeto moral y no a la alienación histérica que jamás se cuestionará la naturaleza de la palabra.
Así es la vuelta al otro, despojada y sin fronteras, una teodicea óntica donde narrar y matar el mal, recontar el Génesis, volver para clausurar el comienzo del más allá en el Libro de Daniel, que no antes estuvo en el judaísmo; volver al rapto y arrebatamiento del Libro de Ezequiel; que el Apocalipsis, donde se hable del reino de la tierra y no de los cielos, sea el inicio; pensar en Juan de Patmos, isla seca y árida y azotada por el viento, como un hacedor de esperanza, un artesano de tesuras para vivir esta vida y no otra, nunca otra, jamás mesiánica.
Las páginas nos sumergen, nos alojan en la maquinaria del reloj hebreo de lo inconsciente, donde la conciencia es culpa si no es olvido, y Mestre venera la memoria, la memoria judía de su nombre, que es la palabra que el Órbigo bautiza para ser la voz de los desheredados. Mestre, el más judío de las letras hispanas, ajusta en este libro cuentas de su conciencia, lava lo que de miserable pueda imaginar en su estirpe, se reconoce en el libro abierto, que al modo de Jabès le devuelve la imagen del pensamiento por el ser o la nada. Sus metáforas del pensar caminan como enloquecidas por las calles de una Roma antigua. Creo que ya de niño se sintió expulsado de Jerusalén y no se convirtió al señor su Dios, buscó la Ciudad de los Hombres que los aedos cantan, se convirtió en uno de ellos, en uno de los extraviados, de los exploradores licios y sármatas que bebieron las aguas del Éufrates.
Entregar un texto sin reglas es darlo a la conciencia del otro, si el otro en su lucidez piensa lo que fue pensado solo en la conciencia de otro que ha comprendido el salto peligroso del pensamiento hacia lo ilícito e inmoral: volver a pensar lo impensado, sabiendo que la razón [2] no bendice el silencio de los cobardes, ni perdona a quienes por su inteligencia no descienden al territorio del dolor, para luchar contra los idealistas y los metafísicos, estos que dicen pervivir en todos los abismos puros y sin transformación. De algún modo, este libro, vuelve a decir el decir olvidado a posta, que la metafísica, en esos abismos de los que dice salir indemne, resurgió como un monstruo que asoló Europa y tiene el poder de metamorfearse en mercado, todopoderoso, en información, omnisciente, en sistema de dominio y explotación, eterno, en Dios de un Dios que repugna a la razón y a nuestra estructura inconsciente desde los tiempos de Ezequiel.
En las nubes no hay ovejas, en las nubes Sócrates no se ve a sí mismo y la conciencia no nace como el árbitro retórico de los actos; pero no perduró Aristófanes ni su risa lírica en la Filosofía, sino el maestro de Platón, él mismo, diciéndonos que el amor y el conocimiento jamás unirían lo que por derecho natural somos, hijos de la Sofofilia [3], herederos de la primera mirada homínida a las estrellas, descendientes de las armonías y no de la destrucción de la fe en el miedo. Los números no fueron palabra hasta Newton, pero antes, aún resuenan, los gritos de Bruno en la hoguera dogmática de las ideas. Ahí murieron los números de la igualdad, el lenguaje preciso de la equidad. El cadalso de Giordano es el origen de la poesía tras el oscurantismo religioso. Sus cenizas moldearon el cuerpo de los místicos, ese último refugio del sentimiento religioso para mantener la esperanza de religarnos a la tierra.
Y de nuevo Filosofía y Poesía deben maridar sus límites para la supervivencia de los seres. Ante la historia de la miserabilidad solo los expulsados del platonismo y de la ciudad canónica, dicen…, lejos de la visión del panóptico totalitario. Europa galopa con los jinetes del Apocalipsis, es la yunta del horror, y el auriga, aún muerto, ase las riendas y fustiga con la historia. Los poetas son los que no aman la esclavitud, quienes detendrán el carro de Dios. Son tan pocos…
Y escribe sobre los pentagramas de la turbulencia mítica, como lo haría Baudelaire, sin el derecho a despreciar el presente, con la ironía heroica de viajar a través del desierto de los hombres, un asceta en los límites del lenguaje cuestionando el poder de una ontología que ha desterrado a los malditos y a los suicidas, que crea engolados bufones ante el trabajo. Mientras el límite del escritor es la impaciencia de la crítica, el ethosfilosófico. El mito en la modernidad es una reacción peligrosa y nacionalista al oscuro poder de la razón [4]: ¿Y si la técnica desaforada del totalitarismo no fue la culminación de la razón, sino la radicalización del miedo que late en el origen traumático del mito? Todos recordamos que la ciencia mitificada y su suerte de humanismos sin dolor o conciencia, nos llevo a la ruina de la clase obrera y a la decadencia cívica de la Filosofía y la cultura. Mestre escribe para responder a Adorno, a mucha distancia de miles de respuestas que adoptaron el lenguaje travestido del poder y que en ellas se perpetua obscenamente. ¿Cuándo entenderán algunos que el yo no es una voz para la poesía, ni un narrador que necesitemos porque no crea posibilidades sino que las agosta como el infierno a la vida?
En todo poeta se da una Ontología del presente, mirada desde la negra espalda del tiempo que diría Shakespeare. Por esto, quizá, esta visita al museo de la clase obrera, al límite histórico de la actualidad. Quizá el poeta futuro sea capaz de hablar sin la duración del tiempo, sin la memoria, quizá todo su hoy sea ayer. Puedo pensarlo, pero no imaginar sus versos. Leo este libro al límite, porque soy un lector en la marca, en la tierra de nadie de las fronteras que frecuentan los poetas y jamás pisan los vendedores de cosmética literaria.
Hacer lívidas las formas de la clase obrera, pasear entre los fantasmas de la propia conciencia, anclados en las riberas de la historia, en la patria de una nación sin palabras, donde solo hechos techados por las manos y el heno de las noches de verano protege de la inclemencia del olvido, es donde la crítica al judeocristianismo se convierte en la lucha de clases: negación de la identidad entre culpa y conciencia o negar que sea su origen, porque la culpa es una desrealización de la personalidad.
Prendido para siempre lo perdido a lo inconsciente, se consuma el olvido y la pérdida de todas las tierras extranjeras. La salida del museo da al cementerio, si es que no son la misma cosa, como en los antiguos templos en los que se oficiaba en una lengua desconocida, que no es otra que el útero del saber, la lengua desconocida, no el templo. Porque el lenguaje no es el santuario de la alienación ni Mestre uno de sus oficiantes.
Las palabras no tienen dirección, para Mestre son églogas en sí mismas que desmienten el sentido del arte y cómo este se ha convertido en el laberinto de los rebeldes [5], hecho de argumentos escolásticos y cuyas puertas de salida son metafísicas todas, y de clase, y todos sabemos qué puerta se abre al trabajador en tiempos que uncen religión y poder en la conciencia [6]: devoración y obediencia. No puede haber deseo de otro nacer ni de otro tiempo, Mestre, solo este camino único, porque se nace una única vez, y esperar las hogueras de San Juan para abandonar esta vida sin demasiada oscuridad.
Rimbaud y el elogio del mal, o la conciencia en los que vinieron después, determinante, de que la vida es la poesía y un libro una biografía no escrita, solo lo que emerge aquilatado tras muchas vidas. Los que escriben son en medio de los que viven y los que no. Escribir es una amargura necesaria, el peso de la lucidez de quienes tienen una parte de sí en la realidad y otra no se sabe dónde. Se escribe para unos y se anhela el reconocimiento de los otros. Pero hay otro camino, vivir, tal vez escribir, y desaparecer entre la multitud llevando en el alma la biblioteca de los libros paganos: el verdadero talento es soportar ese peso y aliviarlo en los encuentros pasajeros. Solos y sin destino, así deberían ser los poetas. Pero hay tantas noches sin candelas en la poesía de ahora y del ahora, tanto solipsista pagado de sí mismo que no advierte la vaciedad esencial de su existencia, hay tan poca idea del tiempo en que se vive y tanta necesidad de aparecer en él como fantasmas entre las páginas de libros innecesarios…, que este libro cobra la importancia del compromiso necesario que revele a tanto impostor ante sí mismo. Porque un poeta no es solo un escritor más, sino el riesgo de la evolución en el pensamiento, la ruptura y la crítica, no solo la consabida retahíla del saber cosmético y los cenáculos del amiguismo. Es preferible que dejen de escribir y vivan a continuar destruyendo a quienes escriben para que otros vivan. Basta ya de esa autoayuda europeizada, de la cultura de píldoras [7] para dormir. Mestre ha comprendido y nos lo ofrece en este libro, que es un obrero, un amanuense que construye puentes y los mundos que los puentes unen, alguien que conserva la nostalgia cívica del bien y es sensible al mal.
Frente a otros poetas, prefiero los que desaparecen [8]. El flujo de la conciencia es el de la lucha, la forma directa de acabar con el deber por el deber, la única manera de querer haber nacido. Y lo dice Mestre: antologías repletas de payasos.
El cartero no llama dos veces, no para el deseo ni la muerte, sí para la miseria del obrero, que jamás entenderá cómo puede occidente hablar del sentimiento trágico de la vida con la frivolidad de quien no se atiene a la experiencia cotidiana de la supervivencia, lo hace con una sistematicidad sospechosa, ¿quién no sabe que es un perro del amo, esperando comer en su escudilla las sobras para los esclavos y el resentimiento de su verdad inconfesable?
Y sí, el lenguaje no sé, pero los pensadores sí son la raíz -me abstendré de decir espiritual, o esencial, substancial, ontológica, metafísica, eidética o idealista, fenomenológica, e incluso ilustrada-, son los custodios que no vieron tras su muerte el saqueo de los túmulos donde yacían las narraciones. Siempre han saqueado las tumbas de los poetas.
¿Habrá descubierto Mestre el hilo para entrar en el laberinto de la historia, toda, que nuestro inconsciente hila, o, este museo es el de los vencidos y muertos luchando contra el vacío de las emociones? O, mejor, ¿podrá Mestre, él cuyo mundo es el símbolo que golpea con un martillo el yunque del hambre, sobrevivir a la industria del símbolo? ¿De qué milagros se rodeará?
Existirá y será el fin de las palabras vacías, bien lo sabemos, un día un tiempo de quietud, la aldea del apoyo mutuo, pero habrán debido pasar todos los poetas por el tiempo [9], como maestros de la antigua Grecia. Cuando todos sean poetas que no escriben y hablan…, en estancias decoradas por muralistas mexicanos, donde todos gravitan fuera de sí, ajenos a su idéntico, con esperanza al recordar el estruendo de la gloria.
Inconsciente y cultura, referencias de uno y otra, uno y todos, una y todas. Y recuerda a Mandelstam, a su rumor del tiempo dantesco [10], a su muerte en el nacimiento del totalitarismo, y Mestre pregunta dónde está, y así pregunta por todas las victimas, para hacer justicia histórica a la memoria. En el Museo de la clase obrera hay una sola tumba, sin palabras o símbolos, sin fecha, pero todos [11] sabemos que ahí está Dios. Es por eso que el lenguaje se rompe, que el verbo pasa a ser un nombre que devora la univocidad impuesta por las democracias técnicas. Mestre ha soterrado su voz bajo la conciencia de su voz, ha primado en este libro el fruto de la intrahistoria de su voz frente al mercadeo repetitivo de la identidad de un escritor: sus imágenes pugnan por ser aforismos de una arqueología del saber [12]. Él siempre será él, pero su voz transmigra a la frontera de su tiempo, y esperará, como Giovanni Drogo ante el desierto de los tártaros [13], sabiendo que lo que se extiende ante él es un tiempo que no le pertenecerá aunque haya ayudado a construirlo.
En los mapas de la inocencia los lugares de ceniza son lo que queda del poder fálico, también se reconocen los asentamientos que llamaban políticos. Los mapas y los museos son panteones cinéreos de la topología humana, de sus testimonios. Y se advierte que no están realizados para ubicar ni para orientarse. En ellos escuchas los grillos de Mallarmé y no la amargura que rezuma, la humedad de la lágrima en la caverna platónica: ahí el origen del llanto sin luz. Porque la gran marcha no requiere de la voluntad, del esfuerzo, sino de la cifra incógnita del judío, de su luna y luz sobre los extintos y los grafos más antiguos del Egeo. Porque todo es de los desconocidos hasta que nada es, salvo el renacer de la oscuridad en la aporía de vivir. Cómo no recordar justo ahora el grito herido del español: la conciencia en llamas de la museística.
Hay políticos que son poetas y expulsarán a Platón de nuestras ciudades. Pero volverán sus huestes cristianizadas en la culpa para categorizar lo inaceptable del dolor y el daño; legiones de resentidos que jamás comprenderán la paradoja del andrógino: timoneles de ciénaga. Espero que a su regreso se adentren con sed en las salinas y coman yeso y anhelen el agua dulce de los poetas, espero que no vuelvan a vencer y reinen en los campos de concentración en que convierten la existencia. Espero la lucha de la clase obrera, del trabajador [14] contra el mito racional y técnico del totalitarismo, y espero que al leer el libro te detengas en cada uno de los nombres, desde Leizer Mekler o Kadia Molodowsky hasta Ernst Thälmann o Benjamin Péret entre tantos que Mestre nombra y están entre las líneas de su índice.
Este libro es un alegato contra la muerte, dictado en voz alta en el museo de los moribundos, es un texto para arengar a los vencidos sobre el valor de abolir la propiedad de la muerte. Y es sobre todas las cosas un ejercicio de respeto, no al hambre, sino al portador del hambre, porque de un único pan vive el ser humano, que va de su trabajo a su boca. Hay que acabar con las mentiras de la Escolástica y entrar en la belleza de las tinieblas. Solo así se dará el vínculo que propone Mestre en este libro: decirte a ti en el otro, o a través del otro, sin miedo. Es la exigencia ética de abolir la propiedad privada sobre lo necesario a la vida.
Notas:
[1] Me pregunto en qué listas de la ignominia estará Mestre y cuántos habrán firmado su muerte cívica. Y cuántos lo leerán para acomodar sus conciencias estéticas a la fruición salvadora de la identidad. Un poeta no debe ser admirado, sino venido como un golpe al ser de la quietud.
[2] Esta crítica al liberal que fue, en quien no cupo la conciencia de clase ni el conocimiento de la muerte de Dios, ahoga para siempre la deriva poética de nuestro tiempo a la nadería de un yo que, por incomprendido y maltratado, por desconocido, cuando no por ignorancia que no debiera permitírsele a un escritor, aborda el decir vacío y falsamente estético. El yo cosmético que llena los anaqueles de la dispersión mercantil y mediática de la literatura cibernética, no es la voz ni el cuerpo de los ismosque son en Mestre. Su yo conoce la filosofía que lo parió. La razón, desde las señales que Tales le dejó en la carne, nunca pudo ser sin pathos. Todas las ideas, todas, son la pasión secreta del poeta, no las palabras, ni los ritmos, ni las metáforas que rozan el muro de las sombras, las ideas, y entre ellas las heroínas, aquellas que batallan en el territorio líquido del sentido.
[3] Conocimiento del amor.
[4] Räzonieren. Término de las Críticas kantianas: la razón no persigue otro fin que ella misma. Como diría Foucault, razonar para razonar.
[5] Es un lugar para la caza por divertimento del poder, y los trofeos cinegéticos son los pensadores. Nada le produce más placer que matar ideas. Lo terrible es que necesita de otros pensadores para preparar el terreno y el tiro fácil. Y todos sabemos que la tierra de batida preferida es la educación, el coto que han ido preparando para predar las conciencias antes de su mediodía, y que así jamás comprendan qué es un museo, qué es la clase obrera, qué será la lucha…
[6] Es el tiempo de la civilización, cimentado y cimentada sobre miedo y violencia. Es duro, pero ni la Ilustración ni sus más loables epígonos han conseguido que el siguiente paso de nuestra historia supere esa alianza de dolor. Quizá Nietzsche, quizá saberlo le llevo a escapar de su conciencia, quizá por eso Foucault analiza la locura…
[7] Czeslaw Milosz, El pensamiento cautivo: “Sólo hacia mediados del siglo XX empezaron los habitantes de muchos países europeos a adquirir conciencia —por lo general, con bastante desagrado— de que su suerte podía depender de las obras sabias de los filósofos, por muy incomprensibles y absurdas que parecieran al hombre medio. Se dieron cuenta que su pan, su trabajo, sus vidas privadas, estaban ligadas a las decisiones que recayeran en una lucha sobre principios a los que, hasta ese momento, nunca habían prestado la menor atención.”
[8] Los que no están enfermos de identidad ni buscan argumentalmente la culpa como ejes o elementos, inconscientes, de su voz. Todo en el capitalismo y el neoliberalismo destila culpa, y todo el que es así alienado sufre y es separado de la estirpe lírica. El mal es que algunos lo vomitan, enfermos, creyendo que hacen literatura.
[9] No sé si habrá un número finito de almas. Sí sé que hay uno de poetas.
[10] Quien cruza la puerta del infierno de Dante lo hace con esperanza…
[11]Este todos, es todos de unos pocos.
[12] Michel Foucault.
[13] Dino Buzzati.
[14] Ernst Jünger.
Fuente:
https://www.nuevatribuna.es/articulo/cultura---ocio/lectura-museo-clase-obrera-jcmestre/20180813131909154791.html