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lunes, 25 de marzo de 2024

¿Cuál era la idea de felicidad de los aztecas y qué podemos aprender de ella?

Una figura azteca.

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Los aztecas elaboraron su propia ética de las virtudes, diferente a la de filósofos como Aristóteles o Confucio


Había filósofos y sofistas, educación formal para enseñar valores e ideas profundas sobre la vida, todo lo cual fue plasmado en tratados, exhortaciones y diálogos.

No se trata de la antigua Grecia, sino del imperio azteca.

Entre los siglos XV y principios del XVI, los aztecas montaron un imperio con una cultura de gran riqueza filosófica en lo que hoy es el centro y sur de México.

"Tenemos muchos volúmenes de sus textos grabados en su lenguaje nativo, el náhuatl", escribió Lynn Sebastian Purcell, profesor asociado de filosofía en la Universidad Estatal de Nueva York (SUNY) en Cortland, EE.UU., en un artículo publicado hace unos años en la revista de divulgación científica Aeon.

"Si bien pocos de los libros pre coloniales de tipo jeroglífico sobrevivieron a las quemas españolas, nuestras principales fuentes de conocimiento derivan de los registros realizados por los sacerdotes católicos hasta principios del siglo XVII", agregó.

Purcell ha investigado extensamente la filosofía y ética antiguas, en particular las de América Latina y los aztecas.

"Encuentro fascinante que los nahuas (aztecas) fueran otra cultura pre moderna con una ética de las virtudes, aunque bastante diferente a la de Aristóteles y Confucio", contó a la Asociación Estadounidense de Filosofía (APA, por su siglas en inglés) en una entrevista de 2017.

Sin embargo, también reconoció que le resultaba atractivo ahondar en un campo en el que, a lo largo de todos estos siglos, la academia había dejado un "evidente vacío".

Incluso agregó que los dos grandes estudiosos de la filosofía azteca, el antropólogo mexicano Miguel León-Portilla y el filósofo estadounidense James Maffie, hicieron un gran trabajo en analizar su metafísica, pero no su ética.

La buena vida

El famoso Códice Florentino, una recopilación de conocimientos de los aztecas realizada por el misionero franciscano español Bernardino de Sahagún, reproduce el discurso de un rey antes de asumir su puesto.

Una página del famoso Códice Florentino.

Una página del famoso Códice Florentino.

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Una página del famoso Códice Florentino, recopilación hecha por el misionero franciscano español Bernardino de Sahagún.

Allí habla de cómo vive un hombre "venerado": es "defensor y sustentador", dice, "como el árbol de ciprés, en el cual las personas se refugian".

Pero ese mismo hombre también "llora y se aflige". El rey entonces se pregunta: "¿Hay alguien que no desee la felicidad?".

El texto, según Purcell, muestra una de las mayores diferencias entre la filosofía de la antigua Grecia y la del imperio azteca.

"Los aztecas no creían que hubiese ningún vínculo conceptual entre llevar la mejor vida que podamos por un lado, y experimentar placer o 'felicidad' por el otro", escribió.

Es decir, para ellos tener una buena vida y ser feliz no estaban asociados, algo que puede resultar extraño dada la tradición filosófica de Occidente.

Tierra resbaladiza

En un artículo premiado por la APA como mejor ensayo sobre América Latina de 2016, Purcell explicó que esta disociación tiene su raíz en un problema existencial descrito por los filósofos o tlamatinime.

Existe un refrán azteca que resume este problema y que podría traducirse como "resbaladiza, escurridiza es la tierra".

Un dibujo de Tenochtitlán.

Un dibujo de Tenochtitlán.

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Tenochtitlán era la capital del imperio azteca y se encontraba en donde hoy está Ciudad de México.

"Lo que querían decir es que, a pesar de tener las mejores intenciones, nuestra vida en la tierra es una en la que las personas son propensas al error, propensas al fracaso en sus objetivos y propensas a 'caer', como si estuvieran en el barro", detalló Purcell.

"Además, esta tierra es un lugar donde las alegrías solo llegan mezcladas con dolor y complicaciones".

Los aztecas creían que por más bueno, talentoso o inteligente que fueras, podrían pasarte cosas malas. O incluso podrías equivocarte, resbalarte y caer.

Por eso, antes que buscar deliberadamente una felicidad que, en el mejor de los casos, sería pasajera y azarosa, el objetivo para los aztecas era llevar una vida digna de ser vivida.

Cuatro niveles

Para definir lo que es una vida que valga la pena ser vivida, los aztecas usaban la palabra neltiliztli, que puede traducirse como "arraigada" o "enraizada".

Esta vida arraigada podía alcanzarse en cuatro niveles, escribió Purcell en un artículo también publicado en Aeon en 2016.

Un dibujo de aztecas trabajando.

Un dibujo de aztecas trabajando.

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La comunidad era de crucial importancia para los aztecas.

El primer nivel "comienza con el propio cuerpo, algo que a menudo se pasa por alto en la tradición europea, preocupada por la razón y la mente", afirmó el filósofo.

Para ello, los aztecas tenían un régimen de ejercicios diarios sorprendentemente similar al yoga.

El segundo nivel implica enraizarse con la psiquis propia, un concepto que igual no abarcaba solo la mente, sino también los sentimientos.

En tercer lugar estaba la comunidad, algo de crucial importancia para los aztecas.

A diferencia de Platón o Aristóteles, que planteaban una ética de las virtudes centrada en el individuo, esta civilización indígena ponía el eje en la sociedad.

Una vida digna de ser vivida no era posible sin lazos familiares, amigos y vecinos, esos que te ayudarán a levantarte tras las inevitables caídas en la tierra resbaladiza.

Por último estaba el arraigo a teotl, una deidad que no era otra cosa más que la naturaleza.

Es así que este cuarto nivel se lograba con los tres anteriores, pero componiendo filosofía poética se lograba aún más rápido.

Un hombre con un tocado de plumas. 
Un hombre con un tocado de plumas.

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Los conquistadores españoles pueden haber derrocado al imperio azteca, pero sus ideas todavía persisten 


 La decisión de Ulises

A veces, las ideas filosóficas de los aztecas son recibidas con cierto escepticismo.

Tanto es así que, en sus clases en SUNY, Purcell suele usar "La Odisea" de Homero para explicar por qué esta civilización indígena tenían razón en afirmar que la felicidad es un objetivo de vida equivocado.

En un pasaje del poema épico griego, el protagonista, Ulises, lleva siete años viviendo en una isla paradisíaca con la diosa Calipso.

La diosa, entonces, le plantea una disyuntiva: puede quedarse con ella y gozar de la inmortalidad y juventud eterna en la isla, o volver al mundo real, lleno de dolores y sacrificios, pero donde también habita su familia.

Ulises "decide aventurarse en aguas abiertas en un barco desvencijado en busca de su esposa y su hijo", recapituló Purcell en el artículo de la APA.

Es entonces que les pregunta a sus alumnos qué hubiesen elegido: "Nunca hubo nadie que estuviese en desacuerdo con Ulises" 

martes, 7 de noviembre de 2023

Cómo se explicaba la gravedad antes de la manzana de Newton

El físico inglés Isaac Newton formuló ​​la ley de la gravitación universal.

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El físico inglés Isaac Newton formuló ​​la ley de la gravitación universal. 

 La historia de la manzana que cae sobre la cabeza del físico inglés Isaac Newton (1643-1727) es anecdótica.

Pero está aceptado que lo que se conoció como la ley de la gravitación universal, el principio que explica por qué caen las cosas, fue formulado por él en la obra 'Philosophiae Naturalis Principia Mathematica', en 1687.


Aunque, obviamente, las cosas ya se caían antes de Newton. ¿Cómo entonces explicaban este fenómeno aquellos que se dedicaban a pensar? ¿Qué explicación tenía, hasta el siglo XVII, lo que ahora llamamos gravedad?

Muchos años después de Newton, el físico Albert Einstein (1879-1955) diría que "la gravedad es lo primero en lo que no pensamos". Porque nos parece natural esa idea de que una piedra tirada cae, que una fruta que no se toma del árbol también cae y, bueno, que un tropiezo tonto es presagio de una caída.

En el libro "¿Por qué se caen las cosas? Una historia de la gravedad", publicado por Zahar en 2009, los astrónomos Alexandre Cherman y Bruno Rainho Mendonça parten de la observación de que la gravedad, sin duda, "es especial".

"Si no fuera así, ¿cómo explicar que los dos mayores genios de la ciencia, Isaac Newton y Albert Einstein, se dedicaran a ella? Y no solo eso: fueron elevados a esta condición de genios precisamente porque habían vislumbrado parte de sus secretos", escribe Cherman.

Desde Grecia hasta la India

Según el astrónomo, la importancia de la gravedad reside en dos factores: es universal, "para usar una palabra querida por Newton", y general, "para usar un término querido por Einstein".

Universal y general. ¿Cómo se explicaba entonces?

Si tenemos que retroceder en la historia de la ciencia, vayamos hasta Aristóteles (384 a. C. - 322 a. C.) porque el sabio griego es considerado uno de los pensadores más influyentes de la historia occidental, y gran parte de la lógica misma del pensamiento científico se debe a sus prerrogativas.


Árbol

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Tendemos a no pensar en la gravedad porque nos parece natural esa idea de que una piedra tirada cae, o que una fruta que no se toma del árbol también.

"Él separó un poco los fenómenos de los elementos, y entendió que había una tendencia natural del objeto que pertenecía a cierto elemento a volver a la posición de ese elemento", le explica a la BBC el físico Rodrigo Panosso Macedo, investigador de posdoctorado del Instituto Niels Bohr de la Universidad de Copenhague, en Dinamarca.

"Entonces, si un objeto estaba hecho de tierra, su tendencia natural sería volver a caer hacia la tierra, y por eso caería. Un objeto hecho de aire gaseoso tendría una tendencia natural a volver a caer en el aire, por lo que se elevaría".

En el libro del que es coautor, el astrónomo Mendonça retrocede un poco más en el tiempo y cita algunas referencias a la comprensión del fenómeno por parte de estudiosos hindúes incluso antes de Aristóteles.

Una representación pictórica posiblemente del siglo VIII a. C. revela que los filósofos de allí ya creían que la gravitación mantenía unido al Sistema Solar y que el Sol, como la estrella más masiva, debería ocupar la posición central en el modelo.

"Otro registro interesante también realizado en la antigua India se puede encontrar en el trabajo de un sabio hindú llamado Kanada, que vivió en el siglo VI aC", describe. "Fue él quien fundó la escuela filosófica de Vaisheshika".

Rainho Mendonça explica que Kanada asoció "el peso" con la caída, entendiendo al primero como la causa del fenómeno. "La intuición del sabio hindú iba por buen camino, pero aún quedaba mucho por recorrer en términos conceptuales".

Lugar natural

El astrónomo coincide, sin embargo, en que el punto cero en el concepto de gravedad hay que atribuirlo a Aristóteles, "porque aunque su obra sobre este tema no representa la realidad actual, el conocimiento difundido por esta perduró muchos siglos después de su muerte".

Aristóteles

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La influencia de Aristóteles en el campo del conocimiento se extendió por todo Occidente.

"Hasta la modernidad, con las nuevas investigaciones y teorías desarrolladas en el Renacimiento (...), la física aristotélica predominó en muchos centros de estudio de la Antigüedad y la Edad Media", le explica a la BBC el físico, filósofo e historiador José Luiz Goldfarb, profesor de Historia de la Ciencia en la Pontificia Universidad Católica de São Paulo (PUC-SP).

"Él explicó la caída de los cuerpos por la idea de que la Tierra era el centro del Universo y los cuerpos pesados ​​tendían a ocupar su lugar natural en este centro".

En otras palabras, Goldfarb indica que esta idea es como "decir que las cosas caen cuando están sueltas, ya que tienden a ocupar su lugar natural en el centro del Universo, la Tierra".

Etimológicamente, es interesante notar que la palabra gravedad deriva del latín "gravis"; por lo tanto, tiene el mismo origen que la palabra grave. Su campo semántico va desde "pesado" hasta "importante", incluyendo significados como "poderoso".

Según el "Diccionario Etimológico de la Lengua Portuguesa", del filólogo y lexicógrafo Antônio Geraldo da Cunha (1924-1999), el término "gravedad" ya aparece desde el siglo XIII, pero las variaciones "gravitar" y "gravitación" sólo aparecen en el siglo XVIII, indicando una consecuencia de la física newtoniana sobre las terminologías.

En un texto firmado por Cherman en "¿Por qué caen las cosas?", hay una digresión sobre el término en sánscrito para gravedad: "gurutvaakarshan". "Nótese el comienzo de la palabra: 'guru'. Es precisamente el término utilizado para designar a los respetados maestros espirituales y líderes religiosos del hinduismo", dice.

"Y, en una vuelta de tuerca, también deriva del griego 'barus' (pesado), origen de la palabra 'barítono' (voz grave)", añade el astrónomo.

En un capítulo escrito por Rainho Mendonça en el mismo libro, se explica que el uso del término latino "gravis" para designar el fenómeno de la gravedad comenzó en el siglo VIII, con las traducciones de tratados científicos del mundo árabe a Europa.

"Y así surge el término que es objeto de nuestro estudio: gravedad", dice el investigador. "Y en el contexto que nos interesa, porque al referirse a objetos de gran peso, las traducciones latinas usaban la palabra cuya raíz es el adjetivo 'gravis', grave, que significa 'pesado'".

"No es posible precisar la primera vez que se utilizó este término", comenta el autor. Para él, la aparición de las primeras universidades europeas, donde el latín era el idioma oficial en ese momento, contribuyó a la difusión de la nueva nomenclatura. "En las universidades de Bolonia, París, Oxford, entre otras, que utilizaron la mayoría de esas obras (en árabe) traducidas".

Avances

Si bien predominó el pensamiento aristotélico, especialmente en el mundo occidental, y la Edad Media terminaría siendo conocida como la "edad oscura" en cuanto a la evolución del conocimiento, es innegable que hubo avances científicos en los 2,000 años que separan a Aristóteles y Newton.


Isaac Newton

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Newton fue antecedido por muchos científicos en el mundo que trataron de explicar por qué caían los objetos.

"Hoy, los historiadores de la ciencia son capaces de detectar pensadores de la Antigüedad y la Edad Media que ya elaboraron ideas más cercanas a la teoría newtoniana que a la física aristotélica, aunque oficialmente prevaleció la teoría del filósofo griego", señala Goldfarb.

El libro "¿Por qué se caen las cosas?" proporciona una descripción general de este escenario. El astrónomo Mendonça cita, por ejemplo, las investigaciones del filósofo árabe Abu Yusuf al-Kindi (801-873). "En su tratado 'Sobre los Rayos (Solares)', declaró que las estrellas ejercen una fuerza sobre los objetos y sobre las personas", dice.

"Esta fuerza estaría asociada a la radiación de las estrellas, que se propagaría en línea recta por el espacio e influiría en las cosas de la Tierra", dice el astrónomo.

Un poco más tarde, el filósofo de origen judío Solomon Ibn Gabirol (1021-1058) también abordó el tema, "con un razonamiento simple pero incipiente", como señala Rainho Mendonça.

Su contribución fue la noción de inercia. "Según él, las sustancias extensas y pesadas serían más inmóviles que las más ligeras", explica.

El filósofo y astrónomo iraní Abd al-Rahman al-Khazini (1077-1155) planteó la idea de que los cuerpos pesados ​​que caen siempre se mueven hacia el centro del planeta. "Sin embargo, aún más interesante fue su propuesta de que el 'thiql' (en árabe, que muchos autores traducen como 'gravedad') de los cuerpos dependía de su distancia al centro de la Tierra", añade.

Fuerzas motrices

Aunque hubo muchas teorías en ese período de tiempo, prevaleció una idea que, en cierto modo, está muy cerca del concepto de inercia. Como explica a la BBC el físico Fábio Raia, profesor de la Universidad Presbiteriana Mackenzie, en Brasil, "la teoría más difundida (...) era la teoría del ímpetu (...), que decía que el movimiento continuo de un cuerpo se debe a la acción de la fuerza".

"Cuando eso cesara, el cuerpo volvería a su estado de movimiento natural", aclara.

El astrónomo Mendonça destaca, en este sentido, el papel fundamental del filósofo alejandrino Iohannes Philoponus (490-570).

"Según él, al ser lanzado, un cuerpo recibe una especie de fuerza motriz, que sería transferida desde el lanzador al proyectil, permaneciendo en él incluso después del final del contacto. Con el tiempo, tal 'fuerza' se disiparía espontáneamente, provocando terminar el movimiento", explica.

En el caso de la caída de objetos, sin embargo, Philoponus ya entendió que esta fuerza era causada por algo que hoy se define como gravedad.


Albert Einstein

FUENTE DE LA IMAGEN,FERDINAND SCHMUTZER / BIBLIOTECA NACIONAL DE AUSTR

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Muchos años después de Newton, el físico Albert Einstein (1879-1955) diría que "la gravedad es lo primero en lo que no pensamos".

"Según esta idea, la Tierra ejercía una atracción sobre los objetos, que los arrastraba hacia su centro", le aclara a la BBC el filósofo Andrey Albuquerque Mendonça, profesor de la Escuela Superior de Publicidad y Marketing de São Paulo (ESPM-SP).

El filósofo recuerda, sin embargo, que hubo voces disonantes, como la del filósofo y teólogo francés Jean Buridan (1301-1358) que "propuso una teoría alternativa para explicar la caída de los objetos".

"Él argumentaba que los objetos caían debido a una fuerza interna que los empujaba hacia abajo, pero no podía explicar qué causaba esta fuerza".

Tanto Leonardo da Vinci (1452-1519) como Galileo Galilei (1564-1642) estudiaron la caída de objetos. Como afirma Albuquerque Mendonça, el primero "proponía que la velocidad de caída dependía de la densidad del objeto y de la resistencia del aire", mientras que el segundo "determinaba que todos los objetos caían con la misma aceleración, independientemente de su peso".

Ninguno de ellos, sin embargo, logró llegar a una ley universal para explicar este fenómeno.

El avance de Newton fue genial porque logró, ciertamente con el conocimiento acumulado por sus predecesores, no solo comprender una fuerza universal y fundamental, sino también convertirla en un fenómeno explicable.

Fue una verdadera revolución científica. "Incorporó nuevos conceptos cosmológicos a sus teorías, alejándose del universo aristotélico", resume Goldfarb.

"Así ya no se pensó en la caída al lugar natural, sino que surgió el concepto de la atracción entre los cuerpos, la ley de la gravitación: la materia atrae a la materia en razón directa de las masas y por la inversa del cuadrado de la distancia entre los cuerpos".

Según el profesor, fue entonces cuando se dejó de "pensar en tendencias para ocupar el lugar natural" y se pasó a "comprender los movimientos de caída de los cuerpos como resultado de la acción de la fuerza que la Tierra ejerce sobre los cuerpos".

"Podemos concluir que la mecánica introducida por Newton implicó profundas alteraciones en la forma en que el mundo moderno comenzó a concebir el cosmos, los cuerpos y las leyes que rigen sus movimientos", concluye.

martes, 12 de octubre de 2021

_- Entrevista a Andrés Martínez Lorca Sobre la melancolía, por la diversidad cultural, contra la guerra. Un diálogo con Aristóteles, Kant, Gramsci y Russell (I) «Me siento ligado a la tradición de Marx, a esta tradición ilustrada y revolucionaria, aunque no solo a ella»

_- Catedrático de Filosofía Medieval en la UNED, Andrés Martínez Lorca es actualmente catedrático emérito, y antes fue profesor de la Universidad de Málaga.

Académico de número de la Academia Ambrosiana de Milán (Italia), Martínez Lorca es también académico correspondiente de las siguientes academias: Real Academia de Córdoba (1995), Real Academia de Bellas Artes y Ciencias Históricas de Toledo (2010), Real Academia de la Historia (2011) y Real Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona (2014). Miembro también de la Société Internationale pour l’Étude de la Philosophie Médiévale (SIEPM), con sede en Lovaina (Bélgica).

Entre sus numerosas obras cabe citar aquí: Tomás de Aquino, Exposición de la Política de Aristóteles, revisión de la traducción, prólogo, introducción y notas, Madrid: UNED, 2019; Hacia un nuevo Averroes. Naturalismo y crítica en el pensador andalusí que revolucionó Europa, Madrid: UNED, 2017; La filosofía en Al-Andalus, editor, Córdoba: Editorial Almuzara, 2017; La filosofía medieval. De al-Farabi a Ockham, Barcelona: Editorial Batiscafo, 2015, traducida al italiano y al portugués; Averroes, el sabio cordobés que iluminó Europa, Córdoba: Editorial Utopía Libros, 2015, 4ª edición… Su último libro publicado por UMA editorial lleva por título Sobre la melancolía, por la diversidad cultural, contra la guerra. Un diálogo con Aristóteles, Kant, Gramsci y Russell. En él centramos nuestra conversación.

* Es tal la riqueza y diversidad de tu libro que me voy a dejar muchas cosas en el tintero. Abres con una cita de Marx, del joven Karl Marx, de Cuadernos sobre filosofía epicúrea. ¿Te reconoces en la tradición de este filósofo y político revolucionario?

Sí, en efecto, me siento ligado a esta tradición ilustrada y revolucionaria, aunque no solo a ella. Pero del marxismo concebido como una teoría de emancipación basada en la crítica según el lema del propio Marx, “de omnibus dubitandum” (“hay que dudar de todo”). Como miembro de mi generación que fue adoctrinada en el nacionalcatolicismo, el marxismo significó un descubrimiento teórico-práctico a través del cual pudimos recuperar el materialismo filosófico, la Ilustración y la filosofía clásica alemana entroncando al mismo tiempo con la secular lucha por su liberación de los esclavos, de los siervos de la gleba, de los obreros industriales, y en la España de mi juventud con la lucha por las libertades contra la dictadura franquista.

Sigues con una cita de Gramsci. ¿Te reconoces en esa cita de los Quaderni en la que se afirma que “al menos como orientación metódica, hay que llamar la atención sobre las demás partes de la historia de la filosofía, o sea, sobre las concepciones del mundo de las grandes masas, de los grupos dirigentes más restringidos (o intelectuales) y, por último, sobre los vínculos entre esos varios complejos culturales y la filosofía de los filósofos”?

Gramsci ensanchó el campo de lo que llamamos ‘filosofía’ y su distinción me parece acertada. Recordemos la primera línea de la Metafísica de Aristóteles: “Todos los hombres, pántes ánthropoi, desean saber por naturaleza”. Y es que la racionalidad, base de la filosofía, no es exclusiva de los profesores o eruditos. Cualquier ser humano la posee y a veces encontramos un mayor desarrollo de ella en un campesino, por ejemplo, que en un aparente intelectual. Es evidente que la transmisión de la alta cultura a través de centros de enseñanza y de un plan de estudios, iniciada de modo sistemático en la Edad Media, ayudó a avanzar en la especialización de los distintos conocimientos. Por eso, la oligarquía dominante alejó al pueblo, no ya de las universidades sino de las escuelas. En España, poco antes de la II República, que centró sus esfuerzos en la enseñanza primaria y en la difusión de las bibliotecas, la mayor parte de la población era analfabeta.

En el subtítulo del libro se habla de un diálogo con Aristóteles, Kant, Gramsci y Russell pero son muchos más los autores de los que hablas en el libro. Los cuatro citados, ¿son los más importantes para ti, los que más te han hecho filosóficamente hablando?

Hay que ser selectivos en el título de los libros, no como algunos antiguos escritores de kilométrico enunciado. En el título se destacan algunos temas y en el subtítulo algunos autores. Quizás los cuatro que citas sean los más destacados en los trabajos que integran la obra. Pero mi diálogo es con todos los pensadores que figuran en el índice, desde los cínicos y escépticos antiguos hasta Antonio Machado pasando por Al-Farabi, Averroes, Tomás de Aquino y Baltasar Gracián.

En cuanto a los filósofos que más me han influido, debo citar a Aristóteles, Epicuro, Averroes, Descartes, Spinoza, Kant, Hegel, Marx, Gramsci y Russell.

En el primer capítulo, “Una indagación sobre la melancolía: de Aristóteles a Cervantes”, Aristóteles, Galeno, Marco Aurelio y Cervantes son los autores estudiados. ¿Don Quijote es, en tu opinión, un ‘héroe’ melancólico?

La secuencia en el tema de la melancolía sería la siguiente: Aristóteles levanta la liebre al afirmar que aunque sufren una tensión humoral, los melancólicos son geniales no por enfermedad sino por naturaleza, y cita entre ellos a Empédocles, Sócrates y Platón; Galeno, el más famoso médico de la antigüedad, en una línea naturalista afirma que los caracteres del alma dependen de los humores del cuerpo; Marco Aurelio, el emperador romano penetrado de estoicismo, no concibe la filosofía como un saber para la acción política sino como una necesaria compañera de viaje en la vida; Don Quijote, la primera gran novela moderna, está tejida de ironía y melancolía.

Frente al conformismo de Lope de Vega, al esteticismo de Góngora y a la amargura de Quevedo, se levanta la ironía de Cervantes que a través de un “loco” sueña una humanidad más justa. Excepto en lo referente a los libros de caballerías, el protagonista razona con lucidez, se opone a la injusticia social y elogia la libertad como “uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”. Oposición al mercantilismo imperante, solidaridad con el moro Ricote expulsado de su pueblo, crítica apenas velada al poder de la Iglesia, rechazo de la aristocracia de sangre, todo ello convierte al personaje cervantino en un héroe moderno, utópico, triste y pensativo.

El segundo capítulo: “Pensar en tiempo de crisis: la Filosofía helenística”. ¿Nos sirven aquellas reflexiones para pensar nuestra crisis, que se acumula a otras crisis pasadas y que anuncia, a su vez, crisis futuras acaso más profundas y dañinas?

La crisis helenística vino provocada por el fin de la ciudad-Estado griega, es decir, la pólis, al surgir el imperio de Alejandro Magno. Alejandría rivalizaría con Atenas por su contribución a la ciencia y al arte. Si pensamos en nuestra época y en la crisis que vivimos, debemos evitar la equivalencia con la época helenística e indagar a fondo sobre las causas de ella.

Distinguiendo diversos planos, en nuestro mundo se advierte un agotamiento del capitalismo en su versión neoliberal, pues ni siquiera ofrece solución en los países más desarrollados, no digamos en les expoliados de sus riquezas naturales. Por otra parte, el hundimiento del bloque del socialismo real llevó al sueño del “fin de la historia” con Estados Unidos como único imperio mundial. Ahora, tras el asalto al Capitolio, y sin olvidar su inmenso déficit presupuestario, vemos de manera gráfica su crisis interna: este imperio tiene los pies de barro incluso en su propio país donde discrimina a la población afroamericana e ignora a millones de emigrantes sin derechos civiles.

¿Cómo vamos a frenar el calentamiento global del planeta? ¿Lucharemos de forma solidaria contra la pandemia en todos los continentes? ¿Se va a respetar el Derecho Internacional en las relaciones entre países impidiendo que aquellos que eligen su propio camino sean aplastados económica o militarmente? Estas y otras preguntas no tienen hoy una respuesta satisfactoria.

Hablas en el tercer capítulo de Lucrecio y De rerum natura. Sostienes que el filósofo romano aporta a la teología epicúrea una nueva modulación, un desarrollo propio. ¿Cuáles serían las características más centrales de esa modulación?

Los epicúreos, en contra de la leyenda cristiana, no eran ateos, creían en unos dioses ni creadores ni providentes (consideraban el universo eterno y a la materia no informe sino viva mediante el movimiento de los átomos) que vivían felices en el espacio celeste como modelo de vida para los humanos. Le debemos al poeta latino la mejor síntesis del materialismo atomista, ya que sus enemigos idealistas hicieron desaparecer las numerosas obras de Epicuro. El poema de Lucrecio representó además esta novedad: fue el primero en hacer del latín una lengua filosófica.

Su modulación del epicureísmo la podemos resumir en los siguientes puntos: una crítica más radical a la religión popular como falsa religión fundada en el miedo; un desinterés mayor hacia el culto religioso; propuesta de una teología ilustrada que concluye en una religiosidad nueva y una original forma de piedad; una visión pesimista del mundo.

¿Por qué alguien de la altura filosófico de Al-Farabi, el autor de La ciudad ideal, sigue siendo un perfecto desconocido para muchos de nosotros?

Se desconoce en general a Al-Farabi en Occidente por una buscada ignorancia, aunque muchas de sus obras ya fueron traducidas al latín en el Medievo por eruditos hispanos e influyeron en la Escolástica cristiana. En el mundo árabe es considerado el Segundo Maestro (el primero era Aristóteles). Se ha luchado contra los musulmanes no solo con las armas, como en las Cruzadas, sino también mediante la ocultación sistemática de su inmenso legado cultural.

Con Al-Farabi renace el aristotelismo en la Edad Media y gracias a él se difunde la Lógica como método de razonamiento demostrativo. “Si ignoramos la Lógica no podremos certificarnos de parte de quién está la verdad”, escribió. Con su amplia obra política sentó las bases de una teorización islámica de la vida social. Desde el reconocimiento de la naturaleza social del hombre, defiende un Estado que busca la perfección a partir de la ciudad como núcleo urbano y mercantil. Defiende un entendimiento entre religión y filosofía basado en el respeto a su respectivo ámbito de influencia, e incluso se atrevió a afirmar que “todas las leyes religiosas virtuosas caen bajo los universales de la filosofía práctica”.

¿Averroes es un grande de la filosofía o un comentarista, muy agudo sin duda, de la obra de Aristóteles?

Averroes es mucho más que un buen comentarista de Aristóteles, quizá el mejor. Como demuestra su imponente producción filosófica y científica, es uno de los grandes pensadores de la historia. Recuperó el racionalismo y el naturalismo aristotélicos que gracias a él echó raíces en el mundo latino medieval. Pero fue más allá de Aristóteles al incorporar los avances de la ciencia árabe, por ejemplo, en la medicina, la farmacología y la astronomía, y al mismo tiempo al repensar la religión desde la filosofía, algo que no le interesó al filósofo griego. Su crítica al conservadurismo de juristas y sabios islámicos, su defensa de la autonomía de la filosofía, su implacable censura de los regímenes políticos árabes y su afirmación de la eternidad del universo lo convierten en un adelantado de su época. Además, representa un nuevo tipo de filósofo, podríamos decir un intelectual moderno, al elaborar un corpus filosófico-científico-jurídico de primer orden mientras ejercía en la vida pública como juez mayor de al-Andalus, médico real y consejero del califa almohade.

Presentas a Maimónides como el sabio andalusí que renovó el judaísmo. Finalizas el capítulo que le dedicas con estas palabras: “Superando los tiempos tormentosos en que vivió durante buena parte de su existencia, llegó a ser uno de los grandes sabios del mundo medieval dejando tras sí un admirable legado filosófico y científico. El judaísmo español puede legítimamente estar orgulloso de este cordobés universal”. ¿Lo está? ¿Está orgulloso de este cordobés universal?

Maimónides, figura relevante del pensamiento medieval, fue un fruto maduro del judaísmo andalusí, de los sefardíes hispanos, protegidos de los omeyas cordobeses. Absorbió en su juventud la enciclopedia griega y conoció de primera mano las enseñanzas rabínicas. Su pretensión central fue hacer compatible el aristotelismo con la religión judía que para él era superior a la filosofía, estaba basada en la profecía y cuyo objetivo es el conocimiento de Dios. Por eso, podemos hablar de un aristotelismo instrumental. Aportó también una innovadora hermenéutica basada en la interpretación alegórica y no literal del texto bíblico.

Los judíos, tan respetuosos con sus tradiciones culturales y religiosas, han colocado siempre en un lugar de honor a Maimónides, reconocimiento sin duda merecido por su excepcional contribución a la filosofía, la teología y la medicina.

Tomemos un descanso si te parece.

De acuerdo, descansemos un momento.

Fuente: El Viejo Topo, septiembre de 2021

viernes, 22 de enero de 2021

Qué números usaban los antiguos griegos cuando hacían sus asombrosos descubrimientos

Tales de Mileto explicó el solsticio y el equinoccio, predijo eclipses e inventó la geometría abstracta.

Eudoxo de Cnido, además de ser el padre de la astronomía matemática, ideó una teoría de la proporción, que permitió números irracionales, un concepto de magnitud y un método para encontrar áreas y volúmenes de objetos curvilíneos.

Hiparco produjo una tabla de acordes, una tabla trigonométrica temprana.

Euclides escribió un libro de texto sobre álgebra, teoría de números y geometría que aún es relevante.

Aristóteles estimó el tamaño del globo terráqueo; Pitágoras fue el primer matemático puro; ¡Y qué decir de Arquímedes de Siracusa!

Los helenos de la Antigüedad nos dejaron una miríada de logros matemáticos, pero, ¿sabes qué números usaban para hacer tales maravillas?

Palitos y algo más
Uno de los sistemas numéricos que se utilizaron en la Antigua Grecia fue la numeración ática, también conocida numerales herodiánicos, pues fueron descritos por primera vez en un manuscrito del siglo II del gran gramático Herodiano.

Pero tienen un tercer nombre que indica cómo eran: números acrofónicos, llamados así porque los signos utilizados para representar el 5 y los múltiplos de 10 eran tomados de las primeras letras del nombre de los números.

Es decir, por ejemplo, X era el símbolo del número 1.000 pues la palabra para mil era Χιλιοι.

Números como 50, 500, 5.000 y 50.000 se formaban usando combinaciones multiplicativas del signo para 5 y los otros signos.

Números áticos

En este sistema todavía se ven los vestigios de otro más primitivo, que también había sido usado por las culturas que les precedieron -babilonios, egipcios y fenicios- y que consistía en pintar una línea vertical por cada unidad hasta el 9 (aquí todavía lo ves en los signos del 1 al 4). 

Basar su primer sistema numérico en las iniciales de los nombres de los números no era raro pues en las civilizaciones tempranas se solían escribir las cifras más grandes con letras así que abreviarlas de esa manera era un paso natural.

Por qué los antiguos griegos pensaban que las matemáticas eran un regalo de los dioses

El valor de las letras
La numeración ática fue reemplazada por los números 'jónicos', y para el siglo III a.C. ya eran utilizados regularmente en la escritura griega.

El otro nombre con el que se los conoce nos dice cómo eran: sistema de numerales alfabéticos, es decir, que lo que hicieron fue darles valores a las letras del alfabeto.

¿Notaste que faltan unos números? 

Lo que pasa es que el alfabeto griego clásico tenía 24 letras, pero necesitaban 27 símbolos, así que aprovecharon 3 letras más antiguas que han caído en desuso:

digamma (Ϝ) o stigma (ϛ) para el 6
qoppa (ϙ) para el 90.
sampi (Ϡ) para el 900.
En la siguiente imagen puedes ver números griegos en un manuscrito bizantino del héroe de Alejandría Metrika.

La primera línea contiene el número "͵θϡϟϛ δʹ ϛʹ" -es decir, "9.996 + 1⁄4 + 1⁄6"- en el que están todos los símbolos numéricos especiales: sampi (ϡ), koppa (ϟ) y estigma (ϛ).

Números griegos
Entonces, cada letra representaba un número, y la combinación de ellas permitía representar todos los números... hasta 999, lo cual, te imaginarás, era un gran inconveniente para matemáticos tan ilustres.

Se tuvieron que crear más símbolos para superar el problema.

Un apóstrofe, en la parte superior o inferior a la izquierda de los símbolos del 1 al 9 los convertía en los números entre 1.000 y 9.000.
Con eso llegaban a 9.999.

Para ir más lejos, se valieron del símbolo para la miríada de 10.000 -M- al que le ponían otro arriba que indicara por cuánto había que multiplicarla.

Por ejemplo: si querías expresar 20.000, escribías M con una ß (beta = 2) encima.

Ejemplo de cómo se escribe 123.000
Y cuando los números se volvían muy grandes, escribían el pequeño número que iba arriba antes de la M, como hizo el astrónomo y matemático Aristarco de Samos cuando quiso registrar la cifra de 71.755.875:

Ejemplo
Los números se escribían generalmente de izquierda a derecha, aunque se conocen inscripciones de derecha a izquierda y bustrofedón (es decir, un reglón en una dirección y el siguiente en la otra).

No había ningún signo de cero o similar, pues no era necesario; el sistema era aditivo en lugar de uno basado en la posición o el valor posicional.

No obstante, en algún momento un grupo reducido de científicos usaron un cero como signo de puntuación con fines puramente de notación, no como un número. El símbolo, cuando no era simplemente un espacio en blanco, era ο para "obol" (una moneda de menor valor).

¿Éste o el otro?
Entre el 475 a. C. y el 325 a. C., los números jónicos dejaron de utilizarse en favor de la numeración ática.

Pero desde finales del siglo IV a. C. en adelante, los números alfabéticos se convirtieron en el sistema preferido en todo el mundo de habla griega.

Fueron utilizados hasta la caída del Imperio Bizantino en el siglo XV (y aún se usan ocasionalmente en la actualidad).

https://www.bbc.com/mundo/noticias-55478059

domingo, 5 de julio de 2020

Albert Einstein: los 2 grandes errores científicos que cometió en su carrera, François Vannucci*. The Conversation.

Einstein

La investigación científica se basa en la relación entre la realidad de la naturaleza -adquirida mediante observaciones- y una representación de esta realidad, formulada por una teoría en lenguaje matemático.

Cuando todas las consecuencias que se derivan de una teoría se verifican de forma experimental, esta queda validada.

Este enfoque, que se ha aplicado desde hace casi cuatro siglos, ha permitido construir un conjunto coherente de conocimientos.

Pero esos avances se logran gracias a la inteligencia humana que, a pesar de todo, conserva sus creencias y prejuicios, lo cual puede afectar al progreso de la ciencia incluso entre las mentes más privilegiadas.

El primer error
En su obra maestra sobre la teoría general de la relatividad, Albert Einstein escribió la ecuación que describe la evolución del Universo en función del tiempo.

La solución de esta ecuación muestra un universo inestable, en lugar de, como se creía hasta entonces, una enorme esfera de volumen constante en la que se deslizaban las estrellas.

A principios del siglo XX, todo el mundo vivía con la idea bien arraigada de un universo estático en el que el movimiento de los astros se repetía sin descanso.

Es probable que se debiera a las enseñanzas de Aristóteles, que establecía que el firmamento era inmutable, en contraposición con el carácter perecedero de la Tierra.

Esta creencia provocó una anomalía histórica: en el año 1054, los chinos advirtieron una nueva luz en el cielo que no aparece mencionada en ningún documento europeo, y eso que se pudo ver a plena luz del día durante varias semanas.

Se trataba de una supernova, es decir, una estrella moribunda, cuyos restos todavía se pueden observar en la nebulosa del Cangrejo.

El pensamiento dominante en Europa impedía aceptar un fenómeno tan contrario a la idea de un cielo inmutable. Una supernova es un acontecimiento muy raro, que solo se puede observar a simple vista una vez cada cien años (la última fue en 1987).

Así que Aristóteles tenía casi razón al afirmar que el cielo era inmutable, al menos a la escala de una vida humana.

Para no contradecir la idea de un universo estático, Einstein introdujo en sus ecuaciones una constante cosmológica que congelaba el estado del universo.

La intuición le falló: en 1929, cuando Edwin Hubble demostró que el universo se expandía, Einstein admitió haber cometido "su mayor error".

La aleatoriedad cuántica
Al mismo tiempo que la teoría de la relatividad, se desarrolló la mecánica cuántica, que describe la física de lo infinitamente pequeño.

Einstein hizo una contribución destacada en ese ámbito, en 1905, con su interpretación del efecto fotoeléctrico como una colisión entre electrones y fotones, es decir, entre partículas infinitesimales portadoras de energía.

En otras palabras, la luz, descrita tradicionalmente como una onda, se comporta como un flujo de partículas.

Fue por este avance, y no por la teoría general de la relatividad, por el que Einstein fue galardonado con el premio Nobel en 1921.

Pero, a pesar de ese vital aporte, se obstinó en rechazar la lección más importante de la mecánica cuántica, que establece que el mundo de las partículas no está sometido al determinismo estricto de la física clásica.

El mundo cuántico es probabilístico, lo que implica que solo somos capaces de predecir una probabilidad de ocurrencia entre un conjunto de sucesos posibles.

A pesar de sus aportes a la física cuántica, Einstein no estuvo dispuesto a aceptar todas sus implicancias teóricas y prácticas. La obcecación de Einstein deja entrever de nuevo la influencia de la filosofía griega.

Platón enseñaba que el pensamiento debía permanecer ideal, libre de las contingencias de la realidad, lo que es una idea noble pero alejada de los preceptos de la ciencia.

Así como el conocimiento precisa de una concordancia perfecta con todos los hechos predichos, la creencia se funda en una verosimilitud fruto de observaciones parciales.

El propio Einstein estaba convencido de que el pensamiento puro era capaz de abarcar toda la realidad, pero la aleatoriedad cuántica contradice esa hipótesis.

En la práctica, esa aleatoriedad no es plena, pues está regida por el principio de incertidumbre de Heisenberg.

Dicho principio impone un determinismo colectivo a los conjuntos de partículas: un electrón por sí mismo es libre, puesto que no se puede calcular su trayectoria al atravesar una rendija, pero un millón de electrones dibujan una figura de difracción que muestra franjas oscuras y brillantes que sí se pueden predecir.

Einstein también afirmó: "Tú crees en el Dios que juega a los dados y yo creo en la ley y la ordenación total de un mundo que es objetivo". Einstein no quería admitir ese indeterminismo elemental y lo resumió en un veredicto provocador: "Dios no juega a los dados con el universo".

El nobel Serge Haroche: Einstein se equivocó, "Dios efectivamente está jugando a los dados" en el universo cuántico Propuso la existencia de variables ocultas, de magnitudes por descubrir más allá de la masa, la carga y el espín, que los físicos utilizan para describir las partículas. Pero la experiencia no le dio la razón.

Hay que asumir la existencia de una realidad que transciende nuestra comprensión, que no podemos saber todo del mundo de lo infinitamente pequeño.

Los caprichos fortuitos de la imaginación
En el proceso del método científico existe un paso que no es totalmente objetivo y es el que lleva a la conceptualización de una teoría. Einstein da un ilustre ejemplo del mismo con sus experimentos mentales.

Así afirmó: "La imaginación es más importante que el conocimiento". En efecto, a partir de observaciones dispares, un físico debe imaginar una ley subyacente. A veces, hay que elegir entre varios modelos teóricos posibles, momento en el que la lógica retoma el control.

La inteligencia nada tiene que buscar: tiene que limpiar el terreno. Tan solo es útil para las tareas serviles Simone Weil, La gravedad y la gracia

Por tanto, el progreso de las ideas se nutre de lo que llamamos intuición. Es una especie de salto en el conocimiento que sobrepasa la pura racionalidad. La frontera entre lo objetivo y lo subjetivo deja de ser del todo fija.

Los pensamientos nacen en las neuronas bajo el efecto de impulsos electromagnéticos y, entre ellos, algunos resultan particularmente fecundos, como si provocaran un cortocircuito entre células, obra del azar.

Pero estas intuiciones, estas "flores" del espíritu humano, no son iguales para todas las personas.

Mientras el cerebro de Einstein concibió E=mc² , el de Marcel Proust creó una metáfora admirable. La intuición se manifiesta de forma aleatoria, pero ese azar está moldeado por la experiencia, la cultura y el conocimiento de cada persona.

Los beneficios del azar
No debería sorprendernos que haya una realidad que sobrepase nuestra propia inteligencia.

Sin el azar, nos guían nuestros instintos, nuestras costumbres, todo lo que nos hace predecibles. Nuestras acciones están confinadas de manera casi exclusiva en ese primer nivel de realidad, con sus preocupaciones ordinarias y sus quehaceres obligados.

Pero existe otro nivel en el que el azar manifiesto es la seña de identidad.

Jamás ningún esfuerzo administrativo ni escolar reemplazará los milagros del azar a que se deben los grandes hombres
Honoré de Balzac, El primo Pons

Einstein es un ejemplo de espíritu libre y creador que conserva, sin embargo, sus prejuicios.

Su "primer error" puede resumirse en la frase: "Me niego a creer que el Universo tuviera un principio". Pero la experiencia demostró que se equivocaba.

Su sentencia sobre Dios jugando a los dados quiere decir: "Me niego a creer en el azar". Sin embargo, la mecánica cuántica implica una aleatoriedad forzosa.

Cabría preguntarse si habría creído en Dios en un mundo sin azar, lo que reduciría mucho nuestra libertad al vernos confinados en un determinismo absoluto. Einstein se mantiene en su rechazo pues, para él, el cerebro humano debe ser capaz de comprender el Universo.

Con mucha más modestia, Heisenberg le responde que la física se limita a describir las reacciones de la naturaleza en unas circunstancias dadas.

El hombre solo escapa de las leyes de este mundo por espacio de una centella. Instantes de detenimiento, de contemplación, de intuición pura […] En instantes así es capaz de lo sobrenatural
Simone Weil, La gravedad y la gracia

La teoría cuántica demuestra que no podemos alcanzar una comprensión total de lo que nos rodea. En compensación, nos ofrece el azar con sus frustraciones y peligros, pero también con sus beneficios.

El legendario físico es el ejemplo perfecto del ser imaginativo por excelencia. Su negación del azar, por tanto, representa una paradoja, pues es lo que hace posible la intuición, germen del proceso de creación tanto para las ciencias como para las artes.

*François Vannucci es profesor emérito e investigador en física de partículas especializado en neutrinos de la Universidad de París. 

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y está reproducido bajo la licencia Creative Commons.

BBC.

https://www.bbc.com/mundo/noticias-52905149#

"La ecuación E=mc² de Albert Einstein le dio forma a todo el siglo XX": Christophe Galfard, discípulo de Stephen Hawking

El nobel Serge Haroche: Einstein se equivocó, "Dios efectivamente está jugando a los dados" en el universo cuántico

¿Es la luz una onda o una partícula? Einstein respondió "ambas" y cambió la física para siempre

El eclipse que confirmó la teoría de la relatividad hace 100 años (y convirtió a Einstein en una celebridad)

lunes, 23 de julio de 2018

Los ecos de Heráclito y Aristóteles en la dialéctica de El Capital de Marx

Revista Anacronismo e irrupción

El fantasma insepulto de la dialéctica
El autobautizado “pensamiento contemporáneo”, en gran medida hegemonizado por las metafísicas “post” (posmodernismo, postestructuralismo, posmarxismo, etc.), labró durante las últimas décadas del siglo XX y comienzos del XXI el acta de defunción de la lógica dialéctica (Jameson, 2013: 32). No sólo la abandona como epistemología crítica del sistema mundial basado en el mercado y el capital. Además es expulsada de la filosofía y las ciencias sociales y condenada al ostracismo.

Por propiedad transitiva, si es cierto que la dialéctica ya no es pertinente para las disciplinas sociales, carece de sentido cualquier intento exploratorio que ponga su centro de interés e investigación en la teoría dialéctica de la dependencia, título de una obra pionera y paradigmática para todo el marxismo tercermundista crecido al calor de las rebeldías latinoamericanas (Marini, 1973). No es casual entonces que estas metafísicas “post”, tercas y empecinadas impugnadors de la lógica dialéctica en el plano teórico, hayan compartido al mismo tiempo en el terreno político una auténtica “furia anti-tercermundista” (Cueva, 2007: 151).

En el caso del posmodernismo, esta corriente pretendió jubilar a la dialéctica por decreto, caracterizándola como “un metarrelato” de la historia mundial y una legitimación totalitaria de la sociedad (Lyotard, 1993: 80-81).

Al interior de las filas del posestructuralismo, se la descartó sin mayores trámites ni esfuerzos rechazando su supuesto carácter “conservador” y clasificando una de sus categorías centrales —la de totalidad— lisa y llanamente como una “totalidad del enemigo” (Guattari-Negri, 1995: 108, 117 y 157; Negri-Hardt, 2002: 87-88).

El marxismo analítico, a pesar de su pretensión de reinventar a Marx para ajustarlo al lecho de Procusto de las unilateralidades tecnologicistas, mecánicas y causales (Cohen, 1986: 31 y 163); además de la teoría de los juegos, la lógica de la elección racional y el individualismo metodológico, descalificó y se mofó de la dialéctica llamándola alegremente “el yoga del marxismo” (Roemer, 1989: 219). De este modo no hacía más que prolongar con nueva jerga, fragmentos marxistas deshilvanados y citas deshilachadas la vieja impugnación neopositivista que le reprochaba (a) sus “inconsistencias lógicas”, (b) el mezclar los niveles discursivos-formales con los fácticos, (c) el confundir la contradicción dialéctica con las “lógicas difusas” (Lungarzo, 1971: 127), (d) el no respetar los principios de no contradicción y tercero excluido, es decir, la “bivalencia” en las tablas de verdad (Garrido, 1986: 35 y 109).

Incluso aquellas corrientes que en los últimos años se animaron y volvieron a discutir a Hegel en nombre de la llamada “dialéctica sistemática”, también autodenominada “nueva dialéctica”, terminaron despachando a Marx por “idealista”, acusándolo de no haber comprendido las mistificaciones metafísicas de Hegel (Christopher Arthur, 2014: 348).

La empresa de expulsar a Hegel del marxismo (habitualmente frustrada, aunque periódicamente reciclada) y el intento de borrar del pensamiento social crítico toda huella asociada al perfume embriagador de la lógica dialéctica no son de ningún modo nuevos. Ambos poseen larga data y abultado prontuario. Además tampoco pertenecen exclusivamente al “pensamiento contemporáneo” (utilizamos las comillas porque bajo este rótulo manipulador en verdad suelen identificarse algunas pocas corrientes de filosofía y teoría social, principalmente de factura francesa con alguna ramificación en el ámbito anglosajón, pero de ningún modo semejante denominación abarca ni agota al conjunto del pensamiento social de los tiempos actuales). A pesar de sus pretensiones de “novedad” y “último grito”, las fuentes de esta arremetida teórica contra las categorías del marxismo dialéctico y su epistemología crítica son bastante añejas y remiten a una prolongada y extendida historia intelectual.

Ya en las décadas de los años 1950 y comienzos de 1960 (antes de que en América Latina naciera la teoría dialéctica de la dependencia) se formaron escuelas europeas de pensamiento social cuyo centro de atención fue, precisamente, el apuntar sus dardos contra la lógica dialéctica.

De origen italiano, sobresale por su rigor lógico la escuela liderada por Galvano della Volpe (della Volpe, 1956, 1963 y 1971 y el prefacio del mismo autor a Marx, 1963), secundado por varios de sus discípulos (Colletti, 1977 y 1985; Rossi, 1971; en Argentina representada por Dotti, 1983). La tesis principal de esta corriente clasifica a la lógica dialéctica y sus mediaciones como “una hipóstasis mistificada”.

En Francia, se destaca más por su fluidez literaria y por la seducción en el empleo de sus coloridas figuras retóricas que por su rigor lógico o filológico en el estudio del marxismo, la muy influyente y extendida escuela de Louis Althusser y sus discípulos, quienes rechazan no sólo el sistema de Hegel sino también el método dialéctico (Althusser, 1988: 103; 1996: 274).

Ambas escuelas, que abrieron la puerta, en el caso italiano, al abandono del marxismo gramsciano, historicista y dialéctico (Gramsci, 2000. Tomo 4: 293) y propiciaron, en el ámbito francés, el desplazamiento de las posiciones radicales hacia las filas moderadas del eurocomunismo, retomaban sin mencionarlo y de modo vergonzante la herencia anti-dialéctica y socialdemócrata de Eduard Bernstein.

Este último, viejo líder moderado del socialismo alemán posterior a Marx y Engels (perteneciente a la Internacional Socialista o II Internacional), criticó no sólo la metodología dialéctica de El Capital sino que además aspiró a “revisar”, cuestionar y deslegitimar sus conclusiones teóricas. El rechazo apasionado de la dialéctica corría parejo con su negativa terminante a aceptar sus derivaciones políticas (impugnadas en bloque bajo el epíteto inquisidor de “blanquismo”, esto es: “la concepción de la historia humana concebida como un proceso de saltos cualitativos”, “el culto revolucionario de la violencia plebeya y el terrorismo proletario”, “la concepción de la revolución permanente”, “la teoría leninista del asalto al poder” y otros núcleos políticos análogos). Sin duda, aunque sus epígonos posteriores de mediados del siglo XX y sus continuadores actuales del siglo XXI no le hagan justicia a su abolengo y se nieguen siquiera a mencionar su inocultable padrinazgo, Eduard Bernstein fue uno de los grandes iniciadores de la cruzada anti-dialéctica… “contemporánea”. Para el antiguo líder socialdemócrata alemán (tan admirado por nuestro moderado Juan Bautista Justo), todas aquellas temidas posiciones radicales se derivaban inequívocamente “del gran fraude de la dialéctica” incrustada en el marxismo (Bernstein, 1982: 140). De allí su meticulosa, erudita y pionera obsesión por lograr la extirpación del virus dialéctico en la teoría crítica.

En esa elastizada secuencia de impugnaciones, rechazos, cuestionamientos y condenas, la lógica dialéctica fue invariablemente asociada al misticismo reaccionario, a una ontología social totalitaria y a una metafísica hipostasiada.

El blanco de mira puso su ojo y apuntó sus proyectiles contra El Capital de Marx. Su supuesto pecado original habría consistido en declararse explícitamente, con nombre y apellido, “discípulo de aquel gran pensador” llamado Hegel y en haber “coqueteado” [sic] con la Ciencia de la Lógica en la exposición dialéctica de sus descubrimientos en el marco de su ambicioso proyecto de crítica de la economía política, ya sea de sus exponentes científicos como de sus representantes vulgares (Marx, 1988. Tomo I, Vol. 1: 20).

En la mayor parte de los casos, las impugnaciones contra la lógica dialéctica se presentaron como una escoba epistemológica cuya tarea prioritaria habría consistido en barrer toda huella de Hegel en el despliegue expositivo de las categorías de la teoría del valor de El Capital de Marx. Asesinando la dialéctica de Hegel (o tratándolo como a “un perro muerto” según la expresión textual del autor de El Capital) Marx quedaba liberado para ser compatible con diversos malabarismos filosóficos y teóricos, reacios a las posiciones políticas radicales. Al fin de cuentas Bernstein habría tenido algo de razón: en la lógica dialéctica anidaba la fruta filosófica prohibida y la oscura tentación epistemológica que hacía culto de las teorías del desarrollo socio-económico desigual y los saltos cualitativos en la historia, la conspiración organizada y el ejercicio de la violencia plebeya frente a la vigilancia y el despotismo tiránico del capital, la concepción de la crisis entendida como el estallido de las contradicciones antagónicas del sistema mundial capitalista, las estrategias políticas de la hegemonía, el asalto al poder y la revolución permanente y la concepción de la guerra como la prolongación de la política por otros medios. Para edulcorar y suavizar a Marx, volverlo inofensivo, quitarle toda peligrosidad y limar su filo revolucionario, había que suprimir la dialéctica de su corpus teórico. Así de sencillo.

Lo que la mayoría de estos (fallidos, frustrados y periódicamente reciclados) intentos no tomaron en cuenta es que Marx no sólo incurrió en pecado al morder la fruta prohibida de la Ciencia de la Lógica, como bien señaló Lenin cuando aforísticamente escribió: “Es completamente imposible entender El Capital de Marx, y en especial, su primer capítulo, sin haber estudiado y entendido a fondo toda la Lógica de Hegel. ¡¡Por consiguiente, hace medio siglo, ninguno de los marxistas entendió a Marx!!” (Lenin, 1974: 168).

El armazón metodológico marxiano y su riguroso tratamiento crítico de las categorías cosificadas y fetichizadas de la economía política de David Ricardo, Adam Smith y todo el coro de economistas que él analiza y desmenuza en su Historia crítica de la teoría de la plusvalía y en los demás tomos de El Capital se nutre de una tradición dialéctica de pensamiento social y filosófico muchísimo más compleja, extensa y antigua que se remonta muy por detrás y se extiende por debajo de Hegel. Aunque este último fue sin duda su gran sistematizador moderno, incorporando a su Lógica todos y cada uno de los fragmentos de Heráclito así como la Metafísica de Aristóteles (en su doctrina del ser) y su Órganon (en su doctrina de la esencia, en la cual incorpora también la lógica trascendental de la Crítica de la razón pura de Kant), claramente no inventó la dialéctica ex nihilo. Sus impugnadores y polemistas no siempre dieron cuenta de ello (por ignorancia, limitaciones teóricas o pereza mental), pero Marx lo sabía con lujo de detalles por haberle dedicado décadas de estudio a la dialéctica. Quien estudie El Capital con mirada atenta irá descubriendo a cada paso y en cada página las huellas, los ecos, las luces y las sombras de esa apasionante historia intelectual fundida en el discurso crítico marxiano.

El amanecer de Heráclito
A contracorriente del llamado “pensamiento contemporáneo” que, para impugnar a la dialéctica, se limita a girar y merodear exclusivamente alrededor del circuito Hegel/Marx (para afirmar o negar su ligazón, según el caso), Lenin no se equivocó cuando señalaba que ya en los antiguos fragmentos que se conservan de Heráclito —probablemente el pensador más brillante y profundo de los presocráticos, perteneciente al siglo VI antes de nuestra era cristiana— se resumían los principales núcleos de la concepción dialéctica de Marx (Lenin, 1960: 341; 1972: 321 y 1974: 335).

Para sostener provocativamente esta hipótesis, Lenin tomaba como eje particularmente el fragmento número 30 (según la clasificación tradicional de H.Dielz y W.Kranz) en el cual el pensador dialéctico de Éfeso expresaba “Este cosmos, el mismo para todos, no ha sido creado ni por los dioses ni por los hombres sino que siempre fue, es y será fuego viviente, que se enciende según medida y se extingue según medida” (trad. de Llanos, 1984: 157 y 1989: 136-137; Mondolfo, 1983: 49). Otra transcripción del mismo fragmento es la siguiente: “Este mundo, el mismo para todos, ninguno de los dioses ni de los hombres lo ha hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tanto que fuego siemprevivo, encendiéndose con medida y con medida apagándose” (AA.VV., 1978. Tomo I: 173. Trad. de Eggers Lan).

Focalizando su mirada en aquel fragmento, mientras analizaba críticamente un libro de F.Lasalle, Lenin identificaba a Heráclito como el gran precursor de la lógica dialéctica. No era una boutade ni una afirmación descabellada o extemporánea propia de un lector aficionado. El mismo Hegel en su obra Lecciones sobre historia de la filosofía llegó a afirmar: “No hay en Heráclito una sola proposición que nosotros no hayamos procurado recoger en nuestra Lógica” (Hegel, 1955. Tomo I: 220). Lenin sabía bien de lo que estaba escribiendo.

Aunque Heráclito muy probablemente haya sido su genial precursor histórico, en sus fragmentos no se utiliza mayormente el término. Éste remite etimológicamente a la noción griega “dialetiké” que a su vez está asociada al verbo “dialégomai” [dialogar], vinculados al arte del diálogo y la discusión (Llanos, 1986: 14). Este verbo, el de dialogar tal como se emplea en nuestro idioma, también es transcripto como origen de la dialéctica con otro vocablo: “dialégesthai” que remite igualmente al diálogo pero no en el sentido de conversar amablemente y pasar el tiempo sino el de polemizar y confrontar con argumentos enfrentados (Berti, 2008: 36-37).

Más allá de su etimología, ¿cómo puede ser posible que la dialéctica, en tanto núcleo metodológico crítico y polémico, haya nacido en una época tan temprana de la humanidad (muchísimos siglos antes de Hegel), cuando el desarrollo social, económico y científico era todavía tan precario? El mismo Marx nos da la pista para responder esa interrogación cuando, poniendo en crisis todos los relatos tradicionales que lo identifican como un pensador “evolucionista” y le atribuyen una concepción de la historia lineal, homogénea y brutalmente “progresista”, escribe: “¿Por qué la infancia histórica de la humanidad, en el momento más bello de su desarrollo, no debería ejercer un encanto eterno, como una fase que no volverá jamás? Hay niños mal educados y niños precoces. Muchos pueblos antiguos pertenecen a esta categoría. Los griegos eran niños normales. El encanto que encontramos en su arte no está en contradicción con el débil desarrollo de la sociedad en la que maduró. Es más bien su resultado” (Marx, 1988. Tomo I: 33). Para Marx, entre arte, filosofía, ciencia y desarrollo socioeconómico no hay linealidad ni homogeneidad alguna. La concepción histórica que maneja Marx tiene ritmos y temporalidades multilineales y discontinuos (Bensaïd, 2003: 48). Por eso la dialéctica pudo surgir aún en medio de un desarrollo socioeconómico extremadamente débil.

¿Fue acaso aquel despertar y amanecer griego “un milagro”? Esa pregunta sobrevuela muchas historias de las ideas, de las mentalidades, de la ciencia y de la filosofía. En realidad no hubo milagro alguno. Tanto las islas jónicas como milesias estaban sometidas a un permanente intercambio socio cultural entre griegos y persas, así como entre otros pueblos que comerciaban mientras hacían la guerra, esclavizándose y luchando contra la esclavitud. Dicho intercambio cultural y diversidad política permitió hacer nuevas preguntas y abrir la mente de los primeros científicos y filósofos del occidente europeo y del cercano oriente (Sagan, 1983: 175). La existencia de un germen de comunidad comercial en la zona de influencia jónica y milesia posibilitó comenzar a visualizar el mundo (y el cosmos) como un perpetuo devenir (Llanos, 1986: 22-23). Según algunos historiadores de la filosofía, el nacimiento de la dialéctica y su culto de la lucha, la guerra y el conflicto (pólemos) concebidos, todos ellos, como “el padre de todas las cosas” (según el fragmento 58 de Heráclito), están fuertemente asociados a un tipo de comunidad donde los dueños de esclavos, los mercaderes y los esclavos se enfrentan en un circuito donde las pequeñas ciudades-estados producen e intercambian mercancías (Thompson, 1975: 311-313).

En el marco de semejante contexto social emerge el pensador Heráclito, quien (en contraposición total con Parménides, partidario de una cosmología inmóvil) en todos sus fragmentos hasta hoy conservados insiste en destacar que la unidad y lucha de los opuestos y la contradicción antagónica no constituyen una anomalía o una ilusión de la percepción humana sino que conforman el principio de todo lo que existe en el cosmos. Es decir que para Heráclito la dialéctica de las contradicciones y la confrontación no son meramente retóricas ni teóricas ni quedan limitadas al plano del discurso. Cuando Diógenes Larcio destacaba que Aristóteles llamaba a Zenón (de la escuela eleática heredera de Parménides) “inventor de la dialéctica”, hacía probablemente referencia a una concepción de la misma restringida al plano de las controversias discursivas y argumentativas, sin prolongación alguna en el campo ontológico (Astrada, 1970: 23), mientras que para Heráclito las contradicciones antagónicas y la unidad de los opuestos residían en la misma realidad, no sólo en el discurso.

Las contradicciones que Heráclito intenta mostrar mediante su colorido lenguaje poético, en gran medida críptico y sarcástico, anidan en el cosmos y también en el ser humano, en ambos polos de la ecuación. Sus contraposiciones y contradicciones son teóricas pero también ontológicas (Astrada, 1962: 23).

Apelando a metáforas, muchas veces enigmáticas (lo que le valió el sobrenombre de “oscuro”), Heráclito identifica en el movimiento permanente del fuego material el núcleo del gran Logos universal (entendido como un tipo de racionalidad teórico-discursiva [lógica] que comienza a apartarse del azaroso pensamiento mágico para encontrar regularidades y tendencias —leyes generales— de la realidad misma [ontológica], condensadas en su apretado lenguaje con la expresión “según medida”). Sus 130 fragmentos conservados, aunque se presentan como aforísticos y aislados, conforman una concepción unificada del universo y del ser humano [Llanos, 1986: 30).

Su concepción basada en el Logos abarca el pensamiento y el lenguaje humano pero también y al mismo tiempo el principio rector del universo, acercándose al “arjé” de sus predecesores (Tales, Anaximadro, Anaxímenes, etc.). En esa concepción unitaria: 1) la armonía es siempre el producto de los opuestos, por lo tanto el hecho básico del mundo natural es la lucha, 2) todo se encuentra en permanente movimiento y cambio, 3) el mundo es fuego viviente y eterno (Llanos, 1986: 36). Heráclito resume su filosofía, además del fragmento 30, en el 51, cuando afirma: “Los hombres no entienden cómo lo que difiere consigo mismo está en armonía, pues la armonía se compone de la tensión opuesta, igual que la del arco o la lira” (Llanos, 1989: 139).

Innumerables polémicas se desplegaron en torno al carácter material o no del fuego de Heráclito. Aristóteles —a su modo, uno de los primeros historiadores de la filosofía anterior a él—, aún tomando partido por el principio de identidad de Parménides frente a la contradicción permanente de la filosofía dialéctica de Heráclito, reconoce que “De los que primero filosofaron, la mayoría pensaron que los únicos principios de todas las cosas son de naturaleza material: y es que aquello de lo cual están constituídas todas las cosas son, y a partir de lo cual primeramente se generan y en lo cual últimamente se descomponen, permaneciendo la entidad [término que el traductor elige para referirse a la “sustancia”. N.K.] por más que ésta cambie en sus cualidades, eso dicen que es el elemento, y eso el principio de las cosas que son […]” (Aristóteles, 2014 c: 79). Esta breve pero sintomática síntesis aristotélica de los primeros filósofos occidentales es adoptada por el historiador de la filosofía G.Thompson como confirmación del carácter materialista de milesios y jonios, junto con el pensador de Éfeso (Thompson, 1975: 345).

El mismo Marx, ya en su tesis doctoral, intentó destacar ese carácter materialista de algunos de los principales filósofos griegos. Para ello estudió las diferencias entre el atomismo de Demócrito (heredero a su vez de Leucipo) y el de Epicuro, defendiendo las implicaciones sociales y políticas libertarias que se derivaban de la desviación de la línea recta en la caída de los átomos en la cosmología de este último, en quien el determinismo del primero se aligeraba y se desplazaba dando su lugar al azar (Marx, 2013: 66-68 y 1982: 30-32).

Si en su primera juventud estudiantil —molesto con las instituciones religiosas protestantes que conservaban el atraso alemán— Marx estaba más atento y pendiente de la física y el naturalismo materialista de los pensadores griegos, posteriormente, a lo largo de todo su programa de investigación crítico de la economía política desarrollado durante más de tres décadas en su exilio londinense, el autor de El Capital redirigió su atención hacia la lógica dialéctica para cuestionar a Ricardo, Smith y los grandes pensadores británicos que admiraban al mercado, defendían el capital y legitimaban el capitalismo como si este sistema mundial fuera eterno y sus categorías ahistóricas. Marx necesitaba demostrar lo perecedero de esta forma inhumana y alienante de vida y lo transitorio del mercado como lazo social fetichista entre los seres humanos. Quizás por eso no sea casual que el gran estratega de la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) haya elegido precisamente un fragmento de la dialéctica en Heráclito para iluminar y destacar “la célula básica” del capitalismo, es decir, el proceso de intercambio mercantil simple [M – D – M, siendo “M” = mercancía y “D” = Dinero. N.K.] en su exposición lógico dialéctica de la teoría del valor al comienzo de todo El Capital: “Todas las cosas se cambian en fuego y el fuego en todas las cosas, dijo Heráclito, así como las mercancías por oro y el oro por mercancías” (Marx, 1988. Tomo I, Vol.I: 128).

Si esta exposición crítica de la teoría social madura de Marx innegablemente “coquetea” con la Ciencia de la Lógica de Hegel (del que se declaró explícitamente “discípulo” en el epílogo a la segunda edición alemana de El Capital), sus fuentes nutricias en el campo de la dialéctica de ningún modo quedan reducidas ni limitadas a él.

La crítica de Aristóteles al platonismo
Durante décadas la vulgata marxista (tanto la simpatizante de Hegel como aquella otra agriamente reacia a la dialéctica y partidaria de reemplazarlo —como antecedente epistemológico de Marx— por Kant, Galileo, Spinoza o incluso por el liberalismo) despreció la figura de Aristóteles. Lo congeló en la imagen tradicional que de su filosofía habían construido los escolásticos medievales y la literatura religiosa de las tres grandes religiones monoteístas (cristianismo, judaísmo, islam, pero principalmente el cristianismo en su versión tomista).

Sin embargo, a despecho de esas versiones simplificadas de marxismo escolar, como también sucedió con el caso (“olvidado”) de Heráclito, fue igualmente Lenin quien se animó a llamar la atención e indagar sin anteojeras ni prejuicios en lo más rico del pensamiento de Aristóteles. Por eso, durante la primera guerra mundial, más precisamente en 1915, después de leer y anotar pacientemente la voluminosa Ciencia de la Lógica de Hegel y de redactar el artículo “Sobre la dialéctica”, lee y resume en un cuaderno otra obra no menos extensa e importante para comprender la lógica dialéctica: la Metafísica de Aristóteles (la edición que Lenin encuentra en las bibliotecas públicas suizas que frecuenta por esa época es una versión traducida del griego al alemán por A. Schwegler y publicada en dos volúmenes).

Allí Lenin destaca y hace hincapié en el carácter “exploratorio” que, desde su ángulo de lectura, poseen los análisis lógicos de Aristóteles, perspectiva que luego se perdió o diluyó en las sistematizaciones escolásticas.

También resalta las polémicas del estagirita contra su maestro Platón, ejercicios que define como “altamente característicos y profundamente interesantes” y también “deliciosos por su ingenuidad” (Lenin, 1960: 359).

¿A qué hacía referencia Lenin? Pues a la impugnación aristotélica del dualismo de Platón quien, según su más brillante y díscolo discípulo, termina multiplicando las entidades y sustancias al infinito creyendo de esta manera que alcanzaría un mundo inmutable y verdaderamente universal —propio del conocimiento científico— escapando imaginariamente al eterno fluir y devenir heraclíteo.

Que en el origen de esta hipóstasis trascendentalista y dualista de Platón y aquella innecesaria y artificial duplicación de la realidad sensible en un especular “mundo de Ideas” universales, arquetípicas, esencialistas, inmutables y eternas se encontraba la sombra amenazante del fantasma de Heráclito, Aristóteles lo afirma sin ambigüedades (Aristóteles, 2014 (c): 419-420). No obstante, en lugar de asumir como propia la filosofía del sabio de Éfeso, Aristóteles termina elaborando a mitad de camino un sistema dinámico a partir del empleo de la distinción de las nociones de “potencia” y “acto” (Llanos, 1986: 71) y la elaboración del pasaje de las cuatro causas para poder dar cuenta del movimiento (Aristóteles, 2014 (c): 193, 368 y 374; así como también 2007 (b), Libro I), eludiendo de este modo la pueril negación del movimiento como “falsa apariencia” al estilo de la escuela eleática y de su maestro Platón. Aunque se esfuerza por dar cuenta del movimiento, en lugar de darle la espalda o negarlo, termina adoptando la noción de “primer motor” (Aristóteles, 2014 (c): 392 y ss.). Hipótesis que también adopta en el Libro VIII de su Física, concebido como “forma pura”, “pura actualidad” y “pensamiento del pensamiento”, lo cual evidentemente lo aleja de modo definitivo de aquella concepción heraclítea.

Lenin lamenta el distanciamiento frente a Heráclito que termina eligiendo Aristóteles, al que califica, por este motivo, de “empecinado”. Aún así, el pensador bolchevique reflexionando sobre el estagirita, agregando a continuación: “Altamente característicos en general, a lo largo de todo el libro, en todas partes, son los gérmenes vivos de dialéctica e investigaciones [subrayado de Lenin] sobre ella…” (Lenin, 1960: 360). Allí también Lenin anota: “La lógica de Aristóteles es una investigación, una búsqueda, una aproximación a la lógica de Hegel —y ella, la lógica de Aristóteles (que en todas partes, a cada paso, plantea precisamente el problema de la dialéctica [ambos subrayados de Lenin]), ha sido convertido en un escolasticismo muerto al rechazar todas las búsquedas, vacilaciones, y modos de formular los problemas” (Lenin, 1960: 360).

Todo el texto de Lenin sobre Aristóteles gira en torno al problema categorial de lo universal y lo particular. Lenin comparte el cuestionamiento de Aristóteles al dualismo trascendentalista de Platón. Califica la crítica de “deliciosa”, pero se queja de que esa búsqueda aristotélica termina en un callejón sin salida pues “El hombre se embrolla precisamente en la dialéctica de lo universal y lo particular, del concepto y la sensación, de la esencia y el fenómeno, etc.”. En su balance afirma “Lo que tenían los griegos era precisamente modos de formular problemas, por así decirlo sistemas exploratorios [subrayado de Lenin], una ingenua discordancia de opiniones que se refleja de manera excelente en Aristóteles” (Lenin, 1960: 360).

No resulta aleatorio que Lenin haya intentado resolver a lo largo de toda su vida intelectual justamente esa dialéctica de lo universal y lo particular que encontraba y resaltaba en Aristóteles. Para ello apeló ya desde sus primeros ensayos de juventud —por ejemplo, en su obra polémica ¿Quiénes son los «amigos del pueblo» y cómo luchan contra los socialdemócratas? (1894) donde analiza la sociología—, hasta en sus textos de madurez, a una categoría que figura en los prólogos de El Capital: la noción de “formación económico-social” (FES). Es decir, aquella categoría con la cual, para estudiar la sociedad, Marx articula el género y la especie, lo universal del sistema mundial capitalista y lo particular de cada sociedad, lo común y compartido con todos los países y la diferencia específica de cada uno de ellos. Para Lenin dicha categoría sociohistórica, de estirpe dialéctica —que resolvería el problema lógico formulado inicialmente por Aristóteles y mucho más tarde abordado por Hegel, quien retoma el camino “olvidado” de Heráclito— es la fundamental en todo El Capital de Marx (Lenin, 1958: 205).

Cabe aclarar que cuando Lenin analiza la obra de Aristóteles Metafísica y rescata el carácter “exploratorio” de su reflexión en el campo de la dialéctica, utiliza esta última noción en un sentido distinto al originariamente empleado por el estagirita. Mientras que para Lenin (y su maestro Marx) la dialéctica es un método expositivo que ordena y deriva de determinado modo (en una perspectiva que va de lo abstracto a lo concreto) las categorías de la teoría científica, al mismo tiempo, dichas categorías no quedan recluidas al interior del discurso argumentativo sino que al mismo tiempo expresan relaciones sociales históricas que existen por fuera del discurso; por ello las categorías teóricas y científicas habitualmente son consideradas por los marxistas como relacionales (Zeleny, 1984: 43-61; Kosik, 1989: 40-41; Ilienkov, 1977: 5 y 182; Dussel, 1985: 55; De Gortari, 1970: 41; Samaja, 1987: 93, etc.).

Es decir que la lógica dialéctica en sentido marxista expresa el movimiento del pensamiento así como también y al mismo tiempo el movimiento del ser en devenir (Lefebvre, 1975: 127; 1984: 102). El carácter relacional de sus categorías deriva del objeto de estudio que intentan comprender y explicar: las relaciones sociales históricas (que los economistas políticos, limitados por su ideología y presos del fetichismo, terminan cosificando y eternizando (Rubin, 1987: 107; Lukács, 1984: Tomo II: 126-127; Rosdolsky, 1989: 53; Mandel, 2015: 14-15; Löwy, 1985: 64 y 1986: 11).

En cambio para Aristóteles, aunque también utiliza y emplea el término “dialéctica”, dicha noción poseía un significado notablemente distinto al empleado por el paradigma marxista. Recordemos que Aristóteles en los Tópicos (uno de los principales libros que componen el Órganon) define a la dialéctica como un tipo de razonamiento cuyas premisas son “plausibles” (Aristóteles, 2014 a: 53 y Berti, 2008: 42).

A diferencia de las doctrinas dualistas y trascendentalistas de su maestro Platón para quien la dialéctica consistía en un método de conocimiento de puros universales, formas ideales y “esencias en sí de las cosas”, radicalmente separadas y distinguidas del mundo sensible y material (Platón, 1978: 406-407 y 2014: 241-243); en Aristóteles la dialéctica corresponde a un tipo de razonamiento argumentativo especial, es decir, un tipo de silogismo que se distingue de otros dos (el apodíctico y el erístico) y que sí toma en cuenta en tanto objeto de disputa teórica los problemas del mundo terrenal.

Según el filósofo estagirita el silogismo apodíctico sería propio de la demostración científica (pues parte de premisas absolutamente verdaderas), mientras que el silogismo erístico correspondería y sería característico de una imitación de la verdadera filosofía ya que sólo tiene por finalidad convencer y ganar la discusión a cualquier costo, olvidando completamente el problema de la búsqueda de la verdad. Históricamente, este último tipo de razonamiento y forma de argumentación habría sido cultivado por los sofistas menores como Eutidemo o Dionisodoro (Llanos, 1969: 43), muy diferentes, en sus formas de argumentar y entender la filosofía y la lógica, de los sofistas más antiguos e importantes como Protágoras, Gorgias o Hipias (a pesar de esta notable diferencia entre ambos grupos, Platón despreciaba a ambos por igual).

El silogismo dialéctico, según los Tópicos de Aristóteles, estaría entonces a mitad de camino del silogismo apodíctico (típico de la ciencia) y del erístico (propio de la sofística en su época decadente). Al silogismo dialéctico le interesa la verdad (por contraposición con la erística) pero no garantiza una absoluta necesidad en su derivación e inferencia (como sí lo haría el apodíctico) pues parte de premisas que sin llegar a ser falsas, son apenas compartidas por una comunidad, es decir, asumidas como valederas y prestigiadas por determinado público (que asiste al diálogo de los oponentes y a la discusión dialéctica como árbitro de la controversia y la polémica). Las premisas del silogismo dialéctico según Aristóteles no son sólo “probables” ni tampoco exclusivamente “verosímiles”. En la argumentación dialéctica aristotélica el punto de partida se denomina “endoxa”, o sea, que dichas premisas serían hipotéticas y consensuadas, lo cual significa que poseen cierta reputación aceptada por una comunidad, entonces serían compartidas y reconocidas por el universo discursivo de quienes asisten a la discusión dialéctica. Ni son absolutamente evidentes ni son apenas o simplemente creíbles, sino que pertenecerían a un rubro intermedio, el de ser aceptadas como válidas, hipotéticas y reconocidas como plausibles (Berti, 2008, 40-42).

En la dialéctica aristotélica también está presente la contradicción. Pero a diferencia de Heráclito, Hegel, Marx o Lenin, la contradicción que analiza Aristóteles es una contradicción discursiva y se encuentra en la conclusión del silogismo dialéctico. La misma es utilizada para refutar al oponente en la polémica, partiendo de premisas plausibles (compartidas por ambos polemistas), por medio de inferencias se va llevando al interlocutor ante el público-árbitro a caer en contradicciones discursivas (inconsistencias) con fines refutatorios. La contradicción en Aristóteles, si tiene una utilidad positiva, es precisamente la de permitir refutar y demostrar la hipótesis contraria. Nunca tiene un sentido positivo en sí misma (tal como sucedería en el paradigma marxista, en tanto núcleo del devenir de una identidad —por ejemplo, la mercancía— que encierra dentro suyo la negatividad de una diferencia desplegada en opuestos y contrarios que terminan históricamente estallando en una contradicción antagónica generando una crisis). Para Aristóteles, en cambio, si hay contradicción ésta es puramente discursiva. No hay contradicción en la realidad misma, ya que uno de los pilares de la filosofía de Aristóteles es, justamente, el principio de no contradicción (Aristóteles, 2014 (c): 153, 357-361), que el estagirita desarrolla no sólo en su Metafísica sino también en sus obras Sobre la interpretación; Tópicos y Sobre las refutaciones sofísticas (las tres pertenecientes al Órganon). Aunque en estos últimos tres tratados la contradicción es abordada principalmente como problema del discurso y la argumentación (es decir en el campo semántico y sintáctico) mientras que en la Metafísica se niega su existencia y se afirma su imposibilidad en el plano de la ontología.

La lógica aristotélica, entonces, es considerada como “órgano”, es decir, como un instrumento formal válido para todos los saberes científicos y que garantizaría la consistencia y las “reglas generales de la coherencia” de los mismos (Mitelmann, 2009, en introducción a Aristóteles, 2009: 10-11). En el lenguaje hegeliano, dicho “órgano” correspondería a una lógica del entendimiento y no de la razón (Artola Barrenechea, 1978: 30).

En tanto garantía de coherencia discursiva dicha lógica merecería ser asumida como propia (y por lo tanto reivindicada) por el marxismo (Lefebvre, 1984: 92). Si se acepta entonces su ámbito restringido de aplicación al plano sintáctico y semántico de la coherencia de sentido y la consistencia argumentativa, la lógica dialéctica del marxismo debería asumir como propia las enseñanzas de la lógica formal aristótelica (Novack, 1982: 23).

No obstante estas imprescindibles aclaraciones que dejan atrás las versiones más rudimentarias y esquemáticas del marxismo escolar, ese ángulo “ampliado” de la lógica empleada por Marx no invalida ni anula los dos significados diferentes que asume el término “dialéctica” (asociado, desde ya, al de contradicción), ya que mientras para Aristóteles la dialéctica corresponde al campo de la argumentación silogística y del discurso instrumental, en la lógica dialéctica de estirpe marxista la dialéctica asume como propia también determinada ontología extradiscursiva (al igual que la contradicción antagónica, con un significado diferente al de la inconsistencia lógica). Es decir que la dialéctica no queda reducida simplemente al papel de instrumento de análisis retórico argumental sino que pretende abarcar tanto la teoría como las relaciones sociales contradictorias y externas a la teoría misma y que ésta última pretende aprehender, captar, analizar y explicar mediante el método dialéctico (en los primeros borradores de El Capital su autor da cuenta de ambos polos mediante la utilización de dos términos diferenciados “concreto pensado” y “concreto real”; Marx, 1987, Tomo I: 21-22).

Refiriéndose precisamente al tema de las categorías (no de las formas de predicar en general, como las analiza y explica Aristóteles en la primera parte del Órganon [Aristóteles, 2014 (a): 20-21]), sino al de las categorías relacionales, históricas y específicas de la economía política que Marx intenta desmontar y criticar), allí, en los Grundrisse, los primeros borradores de El Capital, su autor escribe: “Como en general en toda ciencia histórica, social, al observar el desarrollo de las categorías económicas hay que tener siempre en cuenta que el sujeto —la moderna sociedad burguesa en este caso— es algo dado tanto en la realidad como en la mente (Marx, 1987, Tomo I: 27).

O sea que las categorías de la teoría marxista expresan conceptos teóricos que a su vez pretenden dar cuenta de realidades sociales históricas extradiscursivas (aunque no ajenas a la praxis de la humanidad [Sánchez Vázquez, 1980: 264 y 1982: 107]). El cuestionamiento marxista del dualismo propio de la economía política de ningún modo acepta que la dialéctica se reduzca exclusivamente a “la práctica teórica” (en la jerga de Louis Althusser) ni tampoco admite la distinción arbitraria y capciosa entre “contradicciones lógicas” y “oposiciones reales” (típicas en la filosofía antidialéctica de Lucio Colletti).

Aun dando cuenta entonces de la diferente significación que asume el término “dialéctica” en el pensamiento de Aristóteles y en el de Marx, y sin olvidar tampoco el tratamiento diferencial de lo que cada uno de ellos entiende por “categoría”, creemos que no debería soslayarse la importancia histórica de la crítica aristotélica hacia la metafísica dualista de su maestro Platón pues dicha crítica posee notables parecidos de semejanza con la crítica de Marx al dualismo de los economistas burgueses quienes, en el campo de la economía política, asumen como propia “la metafísica de la vida cotidiana” propia del mercado (Kosik, 1989: 83 y ss.).

Aristóteles desarrolla esa crítica al dualismo de su maestro en diversos pasajes y libros de la Metafísica señalando que Platón termina separando artificialmente formas, ideas, conceptos e incluso números de las entidades sensibles y las sustancias individuales. De este modo construye un mundo fantasmagórico de “universales incorruptibles”, ajenos al espacio y al tiempo, pagando el precio de escindir lo universal de lo singular y de multiplicar las entidades al infinito(Aristóteles, 2014 (c): 99, 237, 270-273, 277-278). Uno de los argumentos más sólidos de la crítica aristotélica al dualismo platónico gira en torno al “Tercer Hombre”, pues siempre hará falta un tercer término para comparar una sustancia individual y la Idea universal de la misma de la cual la primera “participaría”. Pero la crítica no queda reducida a señalar ese tercer término sino que ataca el corazón mismo de la metafísica platónica y se extiende en gran parte de la obra aristotélica (Jaeger, 2013: 48).

La crítica marxista de la metafísica posee notables parecidos con dicha crítica antiplatónica. Por ejemplo, para Antonio Gramsci, el concepto de “metafísica” significa “un universal abstracto fuera del tiempo y del espacio” (Gramsci, 2000. Tomo 4: 266). A su vez para el lógico marxista Henri Lefebvre, la noción de “metafísica” define los seres y las ideas al margen de sus relaciones (Lefebvre, 1984: 57).

La influencia y seducción de Aristóteles sobre Marx, inesperada y sorprendente tan sólo para la vulgata marxista, no se reduce al plano de la crítica ontológica. También llega al plano antropológico y político. No olvidemos que frente a la pregunta clásica, “¿Qué es el ser humano?”, que también atraviesa íntimamente a la concepción materialista de la historia (Gramsci, 2000, Tomo 4: 220), Marx respondió en los Grundrisse: “El hombre es en su sentido más literal, un zoon politikon [animal político], no solamente un animal social, sino un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad” (Marx, 1987, Tomo I: 4). Tesis que Marx reitera en el mismo libro afirmando “El hombre sólo se aísla a través del proceso histórico (Marx, 1987, Tomo I: 457), lo que intentará desarrollar a lo largo de todo el capítulo sobre “cooperación” en El Capital.

En este último libro, vuelve sobre aquella definición y sostiene “El hombre es por naturaleza, si no, como afirma Aristóteles, un animal político, en todo caso, un animal social” (Marx, 1988, Tomo I., Vol. II: 397). Obviamente que ambas respuestas (una presente en la primera redacción de El Capital [los Grundrisse], la otra perteneciente a la cuarta redacción de la misma obra), centrales en la teoría de Marx, remiten directamente al pensamiento de Aristóteles quien la desarrolla en su Política (Aristóteles, 2005: 57). Marx también compara —para diferenciarlos— al ser humano con una abeja, en el capítulo quinto del primer tomo de El Capital (Marx, 1988, Tomo I, Vol. I: 215-216) de manera exacta al modo cómo lo hace el estagirita en su Política (Aristóteles, 2006: 57).

Por otra parte, al explicar la teoría del valor, Marx crítica agudamente la reducción cuantitativista de dicha teoría en David Ricardo y Adam Smith (Marx, 1988, Tomo I, Vol. I: 97-100, nota al pie número 31; Rubin, 1987: 210 y 225 y ss.). Lo hace de manera harto análoga a la crítica de Aristóteles hacia el cuantitativismo del anciano Platón quien hacia el final de su liderazgo intelectual en la Academia pretendió encauzar matemáticamente su imaginario “mundo de las Ideas” para homologarlo con los números pitagóricos (Jaeger, 2013: 106).

En esa explicación crítica de la economía política, pilar de todo El Capital, Marx apela con nombre y apellido a Aristóteles, a quien describe como “genio del pensamiento” (Marx, 1988, Tomo I, Vol. I: 100 y Vol. III: 1014); “el más grande pensador de la Antigüedad” (Marx, 1988, Tomo I., Vol. II: 497) y “el gran investigador que analizó por vez primera la forma de valor, como tantas otras formas del pensar de la sociedad y de la naturaleza” (Marx, 1988, Tomo I, Vol. I: 72).

Lo llamativo y notorio resulta que en plena polémica con la economía política y mientras va desplegando las diversas formas del valor (de la forma I a la IV, es decir, de la forma simple a la forma dinero, siguiendo el estilo, los modos de expresión y las categorías dialécticas de la doctrina de la esencia de la Ciencia de la Lógica de Hegel, como hemos intentado demostrar en otro escrito [Kohan, 2013: 461]), Marx le dedica una página y media a analizar el tratamiento aristotélico del intercambio mercantil, de la economía y de la crematística, presente en la Política (Aristóteles, 2005: 78; Berti, 2012: 160).

También el ejemplo del valor de la sandalia, presente en la Política, forma parte del mismo capítulo de El Capital (Marx, 1988, Tomo I, Vol.I: 104), obra en la cual más adelante vuelve sobre la teoría de la economía y la crematística de Aristóteles (Marx, 1988, Tomo I, Vol.I: 186-187).

Repleto de admiración, Marx concluye su análisis de Aristóteles, en medio de sus polémicas contra los defensores del Mercado y el capital, afirmando “El genio de Aristóteles brilla precisamente por descubrir en la expresión del valor de las mercancías una relación de igualdad. Sólo la limitación histórica de la sociedad en que vivía le impidió averiguar en qué consistía, «en verdad» esa igualdad” (Marx, 1988, Tomo I, Vol.I: 74: Vol.III.:1028-1029).

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Fuente: Revista Anacronismo e irrupción (Universidad de buenos Aires, Argentina)


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