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viernes, 29 de diciembre de 2023

_- Reseña de La Ilíada o el poema de la fuerza, de Simone Weil (Trotta, 2023). La violencia de nuestra cultura en las fuentes griegas.

_- Fuentes: Rebelión

Los pocos años de vida que los hados concedieron a Simone Weil fueron concienzudamente aprovechados en una indagación filosófica sobre el sentido y las expectativas de lo humano, que no excluyó nunca un duro compromiso con la realidad más real. 

 Sus numerosos textos, en los que aflora a la par su inquietud mística y su empatía con el dolor ajeno, elaboran una síntesis original del pensamiento platónico y el mensaje del evangelio, perfectamente ajustada a los desvelos del presente.

Muchos de los trabajos de Weil han sido publicados en castellano por Trotta, entre ellos La Ilíada o el poema de la fuerza, en 2023, una penetrante reflexión que identifica este poema como la gran epopeya de Occidente, reveladora de nuestra amarga cautividad en un abismo de violencia. Se trata de un breve opúsculo que había sido incluido en volúmenes anteriores, con traducción y notas de Agustín López y María Tabuyo, y se ofrece ahora de manera independiente en el librito recién aparecido. Éste recoge también fragmentos sobre la guerra y la fuerza extraídos de los Cuadernos de Weil, con traducción y notas de Carlos Ortega.

La vida como mensaje
Nacida en 1909 en París en una familia judía, laica e intelectual, con veintidós años Simone Weil se graduó en filosofía en la Escuela Normal Superior y fue nombrada profesora del liceo de Puy-en-Velay. Un principio que gobernó su vida, ya desde niña cuando le llegaban noticias de la Gran Guerra, fue tratar de remediar en la medida de sus posibilidades el sufrimiento provocado a los más débiles en la jungla en que veía convertida la sociedad. Fiel a esta idea, al declararse una huelga en Puy, ella fijó su mínimo vital en el subsidio de los trabajadores desempleados y repartía el resto para ayudarles. No contenta con ello, y a fin de identificarse más plenamente con los explotados, en 1934 y 1935 pidió la excedencia y se empleó en la factoría Renault, donde afirmó haber sentido en su piel “la marca del esclavo”.

Esta sensibilidad ante la desgracia de los otros iba acompañada en el caso de Weil de una reflexión sobre el origen de las calamidades que observaba en términos económicos y de estructura social. Daba clases gratuitas a obreros y refugiados, y desde un pacifismo radical que sólo abandonará cuando comience la II Guerra Mundial, defendía políticas reformistas que permitieran aumentar la educación de las masas y afrontar una revolución auténticamente exitosa. Al estallar la Guerra Civil Española, se alistó en la Columna Durruti, pero nunca hizo uso de armas. Aceptaba la opción de morir, pero no la de dar muerte, y trató de detener sin éxito ejecuciones de elementos facciosos, lo que le generó una enorme frustración.

Durante la II Guerra Mundial, Simone Weil trabajó como campesina en el sur de Francia, de nuevo renunciando a lo “excesivo” de sus ingresos, que destinaba en este caso a la Resistencia. A finales de 1942 se estableció en Londres y trató de que se le encomendaran misiones en su país, pero en el entorno de De Gaulle se rechazó esta posibilidad por su condición de judía, que hacía difícil la supervivencia si era detenida. Además, en estos días la mala alimentación estaba haciendo estragos en la frágil constitución de Simone. Se le diagnosticó tuberculosis y en agosto de 1943 un infarto acabó con su vida. La mayor parte de su obra fue publicada después de su muerte.

Mística salvaje en maceta cristiana
La sensibilidad social y empatía de Simone Weil están vivas desde sus primeros años, pero sólo en la década de los 30 su pensamiento alcanzó la dimensión espiritual característica de su última etapa. Educada en un ambiente laico, poco significaban para ella los dogmas y rituales de la religión, pero algunas experiencias van a cambiar esto completamente. En 1935, escucha himnos de una tristeza desgarradora en una iglesia portuguesa, que la llevan al convencimiento de que “El cristianismo es la religión de los esclavos”. Dos años después, en Asís, tuvo una vivencia que describió así: “Estando sola en la pequeña capilla románica de Santa María de los Ángeles, incomparable maravilla de pureza, donde San Francisco oró muchas veces, algo más fuerte que yo me obligó, por primera vez en mi vida, a arrodillarme”. Por fin, en 1938, en un momento de intenso dolor físico, mientras lee un poema de George Herbert, experimenta una presencia de Cristo que define como: “Más personal, más segura, más real que la de un ser humano, inaccesible a los sentidos, (…) análoga al amor que brilla a través de la sonrisa más tierna de un ser querido.”

Estas genuinas experiencias místicas, fruto de la aguda sensibilidad de nuestra filósofa y de su anhelo de trascendencia, son plantas salvajes que podrían haber brotado en cualquier ambiente propicio, pero el caso es que nacieron con una impronta cristiana y esto va a marcar el resto de la vida de quien las experimentó. Puede decirse que estas vivencias significaron una “conversión al cristianismo”, con lo que el libre espíritu que hasta entonces había caracterizado a Simone Weil, quedó a partir de aquí sustituido por una relación tensa y conflictiva con la doctrina católica.

El intento de encauzar el misticismo de Weil en moldes cristianos termina al fin en proposiciones que desde la ortodoxia se ven como heréticas o cismáticas. Desaprueba ella, por ejemplo, el espíritu que inspira el Antiguo Testamento, con su cruel deidad tribal, lo que tiene doble mérito, dado su origen judío. Igual repudio le merecen las estructuras eclesiales, tan marcadas a lo largo de su historia por intransigencia, misoginia y fanatismo dogmático. Por otro lado, explicar la presencia del mal en la obra de un ser infinitamente bueno y todopoderoso, nada menos, obliga a Weil a recurrir al malabarismo de un dios “ausente de la creación”. En cualquier caso, resulta un progreso que la misma institución que en otro tiempo, ante estas disidencias, hubiera condenado a la indócil a la hoguera, se limite ahora a expresar su rechazo, sin dejar de celebrar que una lúcida pensadora se haya convertido a su fe, aunque sea a su manera.

No es éste el momento de detenerse en la filosofía de nuestra autora, pero es interesante subrayar que a través de ella sigue brillando un empeño humanista en conceptos muy sugestivos, como el de “enraizamiento”, desarrollado en un texto publicado póstumamente en 1949 por Albert Camus. En este trabajo, Weil ofrece una ética y una teoría social que abordan todos los aspectos vitales de la existencia, define cuidadosamente las necesidades del ser humano y argumenta cómo la negación de éstas crea una situación de desarraigo que debe ser corregida por la reflexión, la educación y la acción política. La moral burguesa y sus instrumentos, estado y dinero, nos han alienado, y según Weil hemos de hallar la forma de enraizarnos en nuestra esencia verdadera, espiritual y solidaria.

Una lectura de los clásicos griegos
Simone Weil era una helenista aguda y original, ferviente admiradora de Pitágoras y Platón, a los que trataba de conciliar con el cristianismo de los evangelios. A través de sus experiencias como obrera, sintió en su carne la impotencia de la voluntad y eso la llevó a una lectura de los trágicos griegos en la que capta la dignidad infinita que puede cobijar un ser pisoteado por los hados. Personajes como Antígona o Electra nos muestran la posibilidad de un amor sobrenatural, que revela la grandeza humana, “impotente para alcanzar el bien, pero irreductible en su amor a él.”

El trabajo sobre la Ilíada aquí reseñado fue publicado en 1940 y 1941, aunque existían borradores desde 1938. En él Weil, intercalando fragmentos del poema en su propia traducción, reflexiona sobre el significado de la fuerza que se impone al ser humano y llega a hacer de él un despojo o un esclavo, privado de vida interior. Sin embargo, es importante reconocer que el estigma de esta violencia doblega a todos, incluso a los reyes y al divino Aquiles. Por otro lado, la idea más dolorosa es que son los propios humanos en su locura el brazo ejecutor de la fuerza. A veces son capaces de palabras razonables, pero éstas caen en el vacío, y triunfan la ira y la venganza. “El guerrero no es más que una conciencia sin espíritu, un alma muerta.”

Se recorren también los escasos momentos en que afloran en el poema la hospitalidad y el amor, de camaradas, hijos, padres y esposos, pero para Weil estos estímulos positivos son amenazados siempre por el imperio de la fuerza y sólo pueden ser experimentados “dolorosamente”. Ella cree que “Esta subordinación es la misma en todos los mortales, aunque el alma la lleve de manera diferente según el grado de su virtud.” Su conclusión es que esta visión caracteriza la Ilíada como la única epopeya de Occidente, sólo continuada en las tragedias de Esquilo y Sófocles y en el evangelio. Gracias a estos textos alcanzamos una sabiduría luminosa: “No es posible amar y ser justo más que si se comprende el espíritu de la fuerza y se aprende a no respetarlo.”

La obra finaliza con un rápido repaso de la historia de Occidente para comprobar la ausencia generalizada en ella del impulso que se acaba de exponer. Algo se aprecia de él en Villon, Shakespeare, Cervantes o Molière, pero según Weil, Europa recuperará sólo el genio épico cuando aprenda a “no creer nada al abrigo de la suerte, no admirar nunca la fuerza, no odiar a los enemigos y no despreciar a los desdichados,”  lo cual según ella es dudoso que suceda pronto.

Si pensamos la vida, y la literatura, no como un soliloquio narcisista, sino como el empeño de crear solidaridad que nos haga felices en los otros, la biografía, y la obra, de Simone Weil, son el mejor ejemplo de que tal empeño encarna en ocasiones en el mundo. En esta mujer, los argumentos y las emociones, los compromisos terrenos y los gozos del espíritu atienden a un fin único que no es otro que la justificación y la construcción de una sociedad donde el ser humano se libere del imperio de la fuerza que lo tiene postrado. Su lúcido trabajo sobre la Ilíada nos revela la genialidad de este poema en el retrato de esta desolación que tortura la historia desde sus comienzos.

Blog del autor: http://www.jesusaller.com/
En él puede descargarse ya su último poemario: Los libros muertos.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

domingo, 5 de julio de 2020

Albert Einstein: los 2 grandes errores científicos que cometió en su carrera, François Vannucci*. The Conversation.

Einstein

La investigación científica se basa en la relación entre la realidad de la naturaleza -adquirida mediante observaciones- y una representación de esta realidad, formulada por una teoría en lenguaje matemático.

Cuando todas las consecuencias que se derivan de una teoría se verifican de forma experimental, esta queda validada.

Este enfoque, que se ha aplicado desde hace casi cuatro siglos, ha permitido construir un conjunto coherente de conocimientos.

Pero esos avances se logran gracias a la inteligencia humana que, a pesar de todo, conserva sus creencias y prejuicios, lo cual puede afectar al progreso de la ciencia incluso entre las mentes más privilegiadas.

El primer error
En su obra maestra sobre la teoría general de la relatividad, Albert Einstein escribió la ecuación que describe la evolución del Universo en función del tiempo.

La solución de esta ecuación muestra un universo inestable, en lugar de, como se creía hasta entonces, una enorme esfera de volumen constante en la que se deslizaban las estrellas.

A principios del siglo XX, todo el mundo vivía con la idea bien arraigada de un universo estático en el que el movimiento de los astros se repetía sin descanso.

Es probable que se debiera a las enseñanzas de Aristóteles, que establecía que el firmamento era inmutable, en contraposición con el carácter perecedero de la Tierra.

Esta creencia provocó una anomalía histórica: en el año 1054, los chinos advirtieron una nueva luz en el cielo que no aparece mencionada en ningún documento europeo, y eso que se pudo ver a plena luz del día durante varias semanas.

Se trataba de una supernova, es decir, una estrella moribunda, cuyos restos todavía se pueden observar en la nebulosa del Cangrejo.

El pensamiento dominante en Europa impedía aceptar un fenómeno tan contrario a la idea de un cielo inmutable. Una supernova es un acontecimiento muy raro, que solo se puede observar a simple vista una vez cada cien años (la última fue en 1987).

Así que Aristóteles tenía casi razón al afirmar que el cielo era inmutable, al menos a la escala de una vida humana.

Para no contradecir la idea de un universo estático, Einstein introdujo en sus ecuaciones una constante cosmológica que congelaba el estado del universo.

La intuición le falló: en 1929, cuando Edwin Hubble demostró que el universo se expandía, Einstein admitió haber cometido "su mayor error".

La aleatoriedad cuántica
Al mismo tiempo que la teoría de la relatividad, se desarrolló la mecánica cuántica, que describe la física de lo infinitamente pequeño.

Einstein hizo una contribución destacada en ese ámbito, en 1905, con su interpretación del efecto fotoeléctrico como una colisión entre electrones y fotones, es decir, entre partículas infinitesimales portadoras de energía.

En otras palabras, la luz, descrita tradicionalmente como una onda, se comporta como un flujo de partículas.

Fue por este avance, y no por la teoría general de la relatividad, por el que Einstein fue galardonado con el premio Nobel en 1921.

Pero, a pesar de ese vital aporte, se obstinó en rechazar la lección más importante de la mecánica cuántica, que establece que el mundo de las partículas no está sometido al determinismo estricto de la física clásica.

El mundo cuántico es probabilístico, lo que implica que solo somos capaces de predecir una probabilidad de ocurrencia entre un conjunto de sucesos posibles.

A pesar de sus aportes a la física cuántica, Einstein no estuvo dispuesto a aceptar todas sus implicancias teóricas y prácticas. La obcecación de Einstein deja entrever de nuevo la influencia de la filosofía griega.

Platón enseñaba que el pensamiento debía permanecer ideal, libre de las contingencias de la realidad, lo que es una idea noble pero alejada de los preceptos de la ciencia.

Así como el conocimiento precisa de una concordancia perfecta con todos los hechos predichos, la creencia se funda en una verosimilitud fruto de observaciones parciales.

El propio Einstein estaba convencido de que el pensamiento puro era capaz de abarcar toda la realidad, pero la aleatoriedad cuántica contradice esa hipótesis.

En la práctica, esa aleatoriedad no es plena, pues está regida por el principio de incertidumbre de Heisenberg.

Dicho principio impone un determinismo colectivo a los conjuntos de partículas: un electrón por sí mismo es libre, puesto que no se puede calcular su trayectoria al atravesar una rendija, pero un millón de electrones dibujan una figura de difracción que muestra franjas oscuras y brillantes que sí se pueden predecir.

Einstein también afirmó: "Tú crees en el Dios que juega a los dados y yo creo en la ley y la ordenación total de un mundo que es objetivo". Einstein no quería admitir ese indeterminismo elemental y lo resumió en un veredicto provocador: "Dios no juega a los dados con el universo".

El nobel Serge Haroche: Einstein se equivocó, "Dios efectivamente está jugando a los dados" en el universo cuántico Propuso la existencia de variables ocultas, de magnitudes por descubrir más allá de la masa, la carga y el espín, que los físicos utilizan para describir las partículas. Pero la experiencia no le dio la razón.

Hay que asumir la existencia de una realidad que transciende nuestra comprensión, que no podemos saber todo del mundo de lo infinitamente pequeño.

Los caprichos fortuitos de la imaginación
En el proceso del método científico existe un paso que no es totalmente objetivo y es el que lleva a la conceptualización de una teoría. Einstein da un ilustre ejemplo del mismo con sus experimentos mentales.

Así afirmó: "La imaginación es más importante que el conocimiento". En efecto, a partir de observaciones dispares, un físico debe imaginar una ley subyacente. A veces, hay que elegir entre varios modelos teóricos posibles, momento en el que la lógica retoma el control.

La inteligencia nada tiene que buscar: tiene que limpiar el terreno. Tan solo es útil para las tareas serviles Simone Weil, La gravedad y la gracia

Por tanto, el progreso de las ideas se nutre de lo que llamamos intuición. Es una especie de salto en el conocimiento que sobrepasa la pura racionalidad. La frontera entre lo objetivo y lo subjetivo deja de ser del todo fija.

Los pensamientos nacen en las neuronas bajo el efecto de impulsos electromagnéticos y, entre ellos, algunos resultan particularmente fecundos, como si provocaran un cortocircuito entre células, obra del azar.

Pero estas intuiciones, estas "flores" del espíritu humano, no son iguales para todas las personas.

Mientras el cerebro de Einstein concibió E=mc² , el de Marcel Proust creó una metáfora admirable. La intuición se manifiesta de forma aleatoria, pero ese azar está moldeado por la experiencia, la cultura y el conocimiento de cada persona.

Los beneficios del azar
No debería sorprendernos que haya una realidad que sobrepase nuestra propia inteligencia.

Sin el azar, nos guían nuestros instintos, nuestras costumbres, todo lo que nos hace predecibles. Nuestras acciones están confinadas de manera casi exclusiva en ese primer nivel de realidad, con sus preocupaciones ordinarias y sus quehaceres obligados.

Pero existe otro nivel en el que el azar manifiesto es la seña de identidad.

Jamás ningún esfuerzo administrativo ni escolar reemplazará los milagros del azar a que se deben los grandes hombres
Honoré de Balzac, El primo Pons

Einstein es un ejemplo de espíritu libre y creador que conserva, sin embargo, sus prejuicios.

Su "primer error" puede resumirse en la frase: "Me niego a creer que el Universo tuviera un principio". Pero la experiencia demostró que se equivocaba.

Su sentencia sobre Dios jugando a los dados quiere decir: "Me niego a creer en el azar". Sin embargo, la mecánica cuántica implica una aleatoriedad forzosa.

Cabría preguntarse si habría creído en Dios en un mundo sin azar, lo que reduciría mucho nuestra libertad al vernos confinados en un determinismo absoluto. Einstein se mantiene en su rechazo pues, para él, el cerebro humano debe ser capaz de comprender el Universo.

Con mucha más modestia, Heisenberg le responde que la física se limita a describir las reacciones de la naturaleza en unas circunstancias dadas.

El hombre solo escapa de las leyes de este mundo por espacio de una centella. Instantes de detenimiento, de contemplación, de intuición pura […] En instantes así es capaz de lo sobrenatural
Simone Weil, La gravedad y la gracia

La teoría cuántica demuestra que no podemos alcanzar una comprensión total de lo que nos rodea. En compensación, nos ofrece el azar con sus frustraciones y peligros, pero también con sus beneficios.

El legendario físico es el ejemplo perfecto del ser imaginativo por excelencia. Su negación del azar, por tanto, representa una paradoja, pues es lo que hace posible la intuición, germen del proceso de creación tanto para las ciencias como para las artes.

*François Vannucci es profesor emérito e investigador en física de partículas especializado en neutrinos de la Universidad de París. 

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y está reproducido bajo la licencia Creative Commons.

BBC.

https://www.bbc.com/mundo/noticias-52905149#

"La ecuación E=mc² de Albert Einstein le dio forma a todo el siglo XX": Christophe Galfard, discípulo de Stephen Hawking

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¿Es la luz una onda o una partícula? Einstein respondió "ambas" y cambió la física para siempre

El eclipse que confirmó la teoría de la relatividad hace 100 años (y convirtió a Einstein en una celebridad)

martes, 8 de febrero de 2011

Sobre la guerra colonial de Francia en la ConchinChina (donde se incluía Vietnam) y otras cuestiones de actualidad.

"A la vez que renunciaba a un encuentro bilateral, el ejército francés organizó una operación militar con el objetivo de cerrar Laos a las tropas Vietminh. Esperaban dar una lección a las tropas del entonces ministro de Defensa de la RDVN, el general Giap. Los franceses atrincheraron 18 mil hombres en el campamento montañoso de Dien-Bien-Phu. El plan era sencillo; atraer al enemigo, derrotarlo y cortar definitivamente su expansión a Laos. Pero el gato se convirtió en ratón. Giap movió astutamente 33 batallones de infantería, 6 regimientos de artillería y uno de ingenieros. Sin darse cuenta los franceses estaban rodeados por 50 mil guerrilleros, además de otros 20 mil repartidos a lo largo de las líneas de comunicación. El 13 de marzo de 1954 comenzó el asalto. Los franceses aguantaron durante dos meses, pero el 7 de mayo se consumaba el desastre; rendición incondicional. Un testigo presencial de la batalla lo describió así: "Salían correctamente formados, hombres con la mejor disciplina de Saint-Cyr. Incluso sus botas relucían al brillo del Sol, como indican las ordenanzas. No se alteraban sus formaciones con la marcha. Las armas automáticas respondían al catálogo de última hora en el mercado. Parecía un ejército al que había de pasar revista un general recién llegado. Después, se hicieron cargo de la plaza los vencedores: eran hombres desarrapados. Casi desnudos. Sucios, por supuesto. La suciedad era su único signo de uniformidad. Hombres famélicos, con armas inconcebibles. Nadie podía imaginar que estos, y no los perfectamente disciplinados hombres de Francia, eran los vencedores" (Pablo J. de Irazazábal, USA: El síndrome de Vietnam, pág. 10). Citado en Vietnam A 30 años de la derrota imperialista.

Como escribe la cineasta y escritora egipcia-estadounidense Suzy Kassem en nuestro sitio:
“Un ser humano tiene un límite de lo que puede aguantar si se le niegan sus derechos básicos como ciudadano de la tierra, o se le venden a un precio elevado. Cuando hay que pagar por el agua potable, un estrable que no se derrumbe, un utilitario que cuesta el doble debido a los impuestos y tiene que tolerar sobornos y corrupción a todos los niveles sólo para recibir el correo, pagar una cuenta, obtener un documento, comprar el pan o abrir un negocio, el agua acaba hirviendo y silba muy fuerte. Y Egipto finalmente silba a su capitán diciéndole que ya basta”.

Ahora estamos en 2011 en medio de los escombros de esas teorías, tres décadas de neoliberalismo y “reestructuración” a la fuerza. Los antiguos satélites soviéticos también están aprendiendo la lección. Queréis capitalismo. Hay que pagar una cuenta. Pero existe un límite para lo que la gente está dispuesta a aceptar. Como dijo Simone Weil en su gran ensayo sobre la Ilíada, “los fuertes nunca son totalmente fuertes, ni los débiles son totalmente débiles”. En estos días, en medio de la inmensa inflación en el precio de las materias primas básicas, el aumento acelerado del desempleo, las perspectivas nulas para los jóvenes, el parasitismo plutocrático en su clímax, todo tiene que caer, como ha sucedido en Túnez y Egipto y sucederá en otros sitios.

Hay un dios que está fracasando –por lo menos en sus pretensiones benignas– y se llama capitalismo.