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miércoles, 4 de octubre de 2023

Para conocer el bien, o el mal, primero hay que verlo.

Una vigilia en honor a Alan Kurdi, un niño sirio, y en protesta contra la política migratoria del Gobierno australiano, en Melbourne, el 7 de septiembre de 2015.  Asank
Una vigilia en honor a Alan Kurdi, un niño sirio, y en protesta contra la política migratoria del Gobierno australiano, en Melbourne, el 7 de septiembre de 2015.  AsankASANKA BRENDON RATNAYAKE (ANADOL
La experiencia nos demuestra que la compasión es con mucha frecuencia el motor del cambio social, escribe Julian Baggini en un libro en el que se pregunta qué podemos aprender de los evangelios más allá de la religión.


El filósofo moral de Cambridge de principios del siglo XX G. E. Moore argüía que el “bien” es real, pero no puede definirse en términos de ninguna otra cosa. Decir, como hacen algunos utilitaristas, que lo bueno es simplemente aquello que aumenta la felicidad es erróneo, porque “bueno” y “feliz” no significan lo mismo. Si la felicidad es o no buena siempre es una cuestión abierta¿Es buena, por ejemplo, la felicidad de un sádico? El “bien” es real pero indefinible, y no es una de las muchas cosas que encontramos en la naturaleza. Verlo es la única forma de saber lo que es. De un modo similar, la gente puede poner ejemplos de cosas amarillas y señalarlas, pero la amarillez es algo que tenemos que ver por nosotros mismos y no puede definirse en términos de ninguna otra cosa. En el fondo, lo bueno se conoce mediante una especie de intuición.

El filósofo ilustrado escocés David Hume adoptó una concepción más práctica y realista; Pensaba que lo bueno podía definirse en términos naturalistas. Calificamos de buena cualquier cosa que sea “útil para la sociedad, o útil o agradable para la propia persona”. Nuestra motivación para hacer el bien no dimana de la razón, sino de la estima que “el sentimiento natural de benevolencia nos impulsa a prestar a los intereses de la humanidad y la sociedad”.

En muchos sentidos, Moore y Hume discrepaban profundamente. Moore pensaba que el bien era una parte indefinible de una realidad no natural, y Hume, que era una parte definible del mundo natural. Sin embargo, en otro aspecto vital, estaban de acuerdo: la base última de toda identificación de algo como bueno o malo, correcto o incorrecto, no es un argumento, sino una observación que requiere una capacidad no racional, ya se trate de una intuición (Moore), ya de un sentimiento moral (Hume).

Este retrato de la moralidad nos ayuda a explicar cómo vemos el cambio moral que se está produciendo habitualmente. Por ejemplo, en cierta ocasión entrevisté a una madre soltera lesbiana y atea llamada Renee, en una pequeña localidad de Texas. De todas sus identidades marginales, su condición de atea era con creces la más problemática. Pensaba que la explicación era simplemente una cuestión de familiaridad: “Si alguien se entera de que soy lesbiana, dirá que tiene una tía o una hermana lesbiana, pero si alguien descubre que soy atea, no sabrá cómo afrontarlo. Ni siquiera saben lo que es un ateo. Llevo 10 años aquí y no conozco a nadie en todo el condado que sea ateo”. Creo que Renee está en lo cierto y que la razón por la que los derechos del colectivo LGTBI han avanzado tanto en Estados Unidos no es porque los activistas ganaran un debate moral, sino porque a medida que la gente iba conociendo a más personas homosexuales, su experiencia les enseñaba que no había nada malo en ellas.

Hay muchas filosofías morales en las que no se ofrece ningún argumento para justificar la noción del bien que se está manejando. La ética confuciana, La ética confuciana, por ejemplo, solo se preocupa de lo que se requiere para crear una buena sociedad y carece de interés en las concepciones metafísicas de la bondad. Cuando se trata de determinar lo que es una buena sociedad, se asume que reconocemos que la armonía es preferible a la disarmonía, la prosperidad es preferible a la pobreza y la paz es preferible a la guerra.

La ausencia de argumentos de Jesús en favor de lo que hace fundamentalmente correctas o incorrectas las acciones no es, por tanto, una buena razón para desestimar sus doctrinas morales como una mera serie de instrucciones dictadas por decreto. Para tomárnoslo en serio como un maestro de moral solo necesitamos convencernos de que es un experto en hacernos prestar mucha atención a lo que es la bondad. Ciertamente es evidente que él mismo creía en la necesidad de esa buena “visión moral”: “La lámpara de tu cuerpo es tu ojo. Cuando tu ojo está sano ve con claridad, también todo tu cuerpo está luminoso; pero cuando está malo, también tu cuerpo está a oscuras” (Sin Dios 2, 17).

La filosofía occidental moderna ha llegado a pensar que “ver con claridad” consiste básicamente en determinar los hechos y razonar lógicamente a partir de ellos. Esto tiene poco o nada que ver con la ética. Sin embargo, no son pocos los filósofos que han establecido una conexión entre comprender con agudeza y ser bueno. En la filosofía india, las escuelas ortodoxas se conocen como darśanas, cuya raíz significa literalmente ver. Otro término sánscrito, que significa “la ciencia de la investigación” —lo que en términos generales denominaríamos filosofía—, es anvīksīkī, que originalmente significaba algo así como mirar.

Incluso en la filosofía occidental ha persistido una corriente de pensamiento que atribuye una dimensión ética a la visión certera. Aristóteles escribió: “Uno debe hacer caso de las aseveraciones y opiniones de los experimentados, ancianos y prudentes no menos que de las demostraciones, pues ellos ven rectamente porque poseen la visión de la experiencia”. Más idiosincrásico es un interesante comentario de Wittgenstein que sugiere que la lógica y la ética son inseparables: “¿Cómo puedo ser un lógico sin antes ser un humano decente?”, preguntaba en una carta a Bertrand Russell. Ray Monk, biógrafo de Wittgenstein, explica que la conexión se basa en el hecho de que “para pensar con claridad en la lógica, tiene que eliminar aquellas cosas que se interponen en el camino del pensamiento claro”. Esa claridad de pensamiento requiere honestidad con uno mismo. Por ello, “Wittgenstein decía asimismo que lo que se necesita en filosofía no es inteligencia, sino voluntad”.

Ahora bien, ¿qué es lo que vemos con claridad cuando prestamos atención al mundo de la manera éticamente apropiada? En el Evangelio, Jesús no cesa de pedirnos que tengamos en cuenta dos cosas. La primera es nuestro propio desarrollo moral, algo en lo que hemos visto que Jesús se centra repetidamente. La segunda son las necesidades y los sufrimientos de los demás. Jesús no es un teórico moral abstracto que dispense fríamente órdenes. En varias de sus parábolas, presenta a personas motivadas a hacer lo correcto no por principio, sino por una respuesta empática poderosamente emocional a la necesidad y al sufrimiento. En la parábola del siervo despiadado: “Movido a compasión el señor de aquel siervo, le dejó en libertad y le perdonó la deuda” (Sin Dios 8, 38). Cuando el padre del hijo pródigo vio que este había regresado, “conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente” (Sin Dios 8, 49). Cuando el buen samaritano vio al hombre dado por muerto por los ladrones, “tuvo compasión” de él (Sin Dios 9, 21). El propio Jesús aparece respondiendo emocionalmente a las dificultades ajenas, como cuando vio a una multitud de sus seguidores y “sintió compasión de ellos, pues estaban como ovejas que no tienen pastor” (Sin Dios 8, 14).

La experiencia nos demuestra que la compasión es con mucha frecuencia el motor del cambio social. Consideremos, por ejemplo, la publicación en 1972 de la famosa fotografía de Nick Ut de una niña horriblemente quemada, Kim Phuc, que huía de un ataque con napalm en Vietnam del Sur. Esa imagen contribuyó a transformar la opinión pública sobre la injusticia de la guerra más que cualquier cantidad de análisis desapasionados. Análogamente, nada contrarrestó la hostilidad hacia los refugiados en Europa tanto como la foto del niño sirio kurdo de tres años Alan Kurdi ahogado en 2015.  Julian Baggini (Folkestone, Kent, Reino Unido, 1968) es filósofo y autor de una veintena de libros. Este extracto es un adelanto de su libro El Evangelio sin Dios. ¿Fue Jesús un gran maestro de moral?, que la editorial Paidós publica este miércoles, 6 de septiembre.


https://elpais.com/ideas/2023-08-29/para-conocer-el-bien-o-el-mal-primero-hay-que-verlo.html

martes, 24 de julio de 2018

Karl Marx (1818-1883). En el bicentenario de su nacimiento (XIX) Sobre la dialéctica.




Salvador López Arnal (editor) Rebelión

Una de las categorías que ha generado más polémica, páginas y confusión en muchas de las tradiciones marxistas ha sido la dialéctica. Se ha afirmado en ocasiones, nada infrecuentes por lo demás incluso en épocas recientes, que la dialéctica era el método marxista por excelencia, que se trataba de una lógica alternativa, más realista, más ajustada y más fructífera que la fijista lógica formal, que la lógica dialéctica era a la lógica formal como la ciencia obrera frente a la ciencia burguesa. Mejor no seguir, no es necesario.

Conviene aclaraciones al respecto y algunas aproximaciones sustantivas. Tomo pie, principalmente, en textos de Manuel Sacristán, Toni Domènech y Francisco Fernández Buey. También de Miguel Candel y Manuel Monleón Pradas.

Sacristán impartió una conferencia "Sobre dialéctica" en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Barcelona en 1973. Tal vez no fuera el lugar más apropiado, tal vez hubo alguna confusión motivada por el encarcelamiento de uno de los organizadores, el profesor y luchador antifascista Juan-Ramón Capella, pero fue en Derecho donde dictó una conferencia de mucho calado y contenido filosófico.

No me centro en su primera intervención, en la primera parte de la conferencia.

En el coloquio, un asistente formuló una larga e interesante pregunta que señalaba el problema de la operatividad del pensamiento dialéctico y se centraba también en el ámbito del derecho y de los condicionamientos sociales. Citaba, en su exposición a Hesse, Platón, Heráclito y Umerto Cerroni. Al final hacía referencia al neopositivismo y a Ludwig Wittgenstein. En algún momento, planteó el asunto de la posibilidad o imposibilidad de realización de las finalidades dialécticas.

La respuesta de Sacristán, larga, profunda, detallada, fue la siguiente. Voy por partes.

Sí, de acuerdo, comentó, "pero casi habría que volver a empezar. Quiero decir, esto es todo el tema". Yo arrancaría, prosiguió, de la aceptación de lo que considerada principal, la palabra "sueño". Si hubiera dictado la última parte de la conferencia -le pareció que era oportuno desistir-, habría podido exponer lo que era su comprensión fundamental de la noción. "Yo no creo que haya un método dialéctico, usando la palabra "método" en el mismo sentido tecnificado en que la usamos, aproximadamente, desde Descartes".

La palabra "método" era una palabra cómodamente laxa hasta el autor de La Geometría, aproximadamente. Se encontraba casi con el mismo valor en autores que hoy llamaríamos científicos; Arquímedes por ejemplo ("los ejemplos, como decía Zubiri, se vengan porque Arquímedes no decía método, sino epoco, pero es igual, es una pura variación etimológica de la preposición, no del sustantivo básico que es "ódos", camino"). Más concretamente: en personajes a los que consideraríamos científicos actualmente, como Arquímedes o como toda la escuela geométrica de Megara, y también en autores que hoy llamaríamos moralistas, pedagogos o, incluso, místicos.

El texto clásico en el que había nacido de un modo documentable históricamente el problema del método, el Poema de Parménides, estaba usado literalmente en los dos sentidos. Se habla en el Poema parmenídeo de camino hacia el saber, al mismo tiempo que de camino hacia la salvación.

Las metáforas del camino eran tan propias del hombre religioso o del moralista como del científico (o como del político, entendido como un tipo especial de moralista el autor de política, incluyendo, por supuesto, en el concepto de moralista a Maquiavelo, no en un sentido parcial de moralismo).

En cambio, desde Descartes y desde la cristalización del álgebra moderna (desde Viète y Descartes propiamente), la palabra "método" adquirió, en primer lugar, una frecuencia ya natural del uso en plural. Se empezó a hablar de métodos. "Antes no, era más frecuente el uso en singular, y luego una gran precisión de descripción". Existió entonces el método de los algebristas; existió, sobre todo a partir de Descartes, el método geométrico en el sentido cartesiano, o sea la geometría analítica, el transformar las nociones geométricas en nociones algebraicas. "Eso sí que lo habéis hecho en enseñanza media seguro: las ecuaciones de una recta, las ecuaciones de una curva o de tal o cual curva o de tal o cual recta".

En este sentido muy preciso de método, Sacristán no creía que se pudiera decir método dialéctico, "en ese sentido moderno, inventado por la cultura burguesa moderna". Ante eso cabía decir: "¡fuera este sentido estrecho, rígido, de método que han inventado la ciencia y la filosofía burguesas, desde Descartes en adelante!", y vayamos a una noción antigua del concepto. O, por el contrario, se podía decir: la dialéctica no sirve para nada porque no es operativa en el sentido en que lo son esos otros métodos.

Yo pienso que es equivocado, sectario y anulación de la historia, decir: vamos a suprimir el uso exacto de la palabra método", es decir, vamos a no llamar ya nunca más método a las varias técnicas, por ejemplo, de resolución de sistemas de ecuaciones. Esto lo tenéis presente de la enseñanza media. Recordáis que se hablaba del método... A ver, alguien que recuerde esto. En el bachillerato, en mis tiempos, solían enseñar tres métodos de resolver sistemas de ecuaciones. ¿Quién tiene presente esto fresco? Si sois de primero, lo tenéis que tener fresco. ¿Alguien lo tiene fresco o no?

Un asistente comentó: "Igualdad". ¿Y cómo la llamabais preguntó Sacristán? "Di toda la frase, ¿qué de igualdad?". ¿No decían "método de igualdad"? Decían "método" y eso consistía en una serie de operaciones… Otro asistente interrumpió: El de sustitución. El de sustitución, etc, comentó Sacristán. "El de igualdad o de la igualación lo recordáis. Coger, igualar dos expresiones que pertenecen a dos de esas ecuaciones, por ejemplo".

A eso se le llamaba método en sentido preciso, desde Descartes en la cultura burguesa, "a una serie normada de operaciones, de manipulaciones atómicas, por así decirlo, simplicísimas, que toda persona competente puede realizar del mismo modo, obteniendo el mismo resultado, si parte de los mismos datos. Prototipo...

Otro estudiante le pidió que repitiera la definición. No hacía falta, "no te hacen falta las palabras. La idea es seguro que la has cogido".

Dijo de nuevo: en ese sentido estricto inventado por la cultura y por la filosofía de la ciencia burguesa, "método es un conjunto de operaciones muy simples, normadas en el sentido de que como son muy simples todos las podemos practicar del mismo modo sin necesidad de ser genios ni poetas ni filósofos".

Bastaba con saber la ciencia básica de la burguesía, la contabilidad ("que es verdad, no es una chiste, es la pura verdad; sobre esa base está montada, sobre la idea de que las cuentas sean claras"), operaciones que están muy normadas por ser claras y porque su orden de sucesión está marcado, está previsto. "Primero se hace esto, primero se hace lo otro, primero se escribe la incógnita, después se escribe la expresión conocida y en medio se ponen dos rayitas horizontales, si puede ser de la misma longitud mejor, y que cada cual, por lo tanto, con sólo que sea competente, puede repetir del mismo modo, obteniendo los mismos resultados, si parte de los mismos datos".

Ése era el ideal de método de la cultura burguesa, de la sobrestructura ideológica burguesa.

Despreciarlo, decir ¡fuera!, eso no es método, le parecía equivocada. Era perder historia. Sería equivalente a rechazar las técnicas de fundición del acero porque las habían inventado los empresarios y tecnólogos burgueses, porque las hubiera generado la cultura burguesa. "Sería olvidarse de todo el capítulo del Manifiesto Comunista en el que Marx y Engels hacen el catálogo de los grandes méritos históricos del capitalismo. Por tanto, él creía que era digno de conservación ese uso de la palabra "método" como sucesión normada de operaciones simples, tales que toda persona competente, si parte de los mismos datos, podía llegar con su ayuda a los mismos resultados.

No le parecía que debía abandonarse pero, en cambio, le parecía que si una persona tuviera que vivir sobre la base de esos métodos, "lo mejor era pegarse un tiro rápidamente, porque esos métodos no sirven más que para contar, medir y pesar". Todo aquel que reduzca su vida a contar, medir y pesar o a la sublimación del contar, medir y pesar que es la operatividad de la filosofía de la ciencia burguesa, podía ir contento. Le bastaba, le podía bastar. "Si su vida se reducía a eso, al contar, medir y pesar y a la sublimación del contar, medir y pesar que es la operatividad definida por toda la tradición neopositivista, desde Mach hasta Carnap, entonces ya va bien. Le basta". Sacristán creía que, de todas maneras, "seríamos mayoría los que nos pegaríamos un tiro si nos quedáramos reducidos a eso". Entonces, efectivamente, existía el sueño de ir a por más. Por supuesto que sí.

¡Claro que es un sueño, es un objetivo! En mi opinión, no hay un método dialéctico, sino una aspiración dialéctica, un objetivo dialéctico, un pensar con objetivos dialécticos, pero no hay más métodos normados que los que podemos inventar trabajando como si fuéramos positivistas, decías tú, yo rectificaría: como si fuéramos científicos positivos. No tengo que ser positivista para hacer álgebra. Hay muchos algebristas que no son positivistas en absoluto. El más rojo, y más simpático, por otra parte, de los intelectuales marxistas franceses es un algebrista. Un gran matemático.

No existe, pues, un método dialéctico. Existe "un pensar dialéctico por objetivos dialécticos". ¿Qué objetivos dialécticos? Los de totalización, el conseguir visión total, visión del todo. "Todo" era una palabra ambigua que convenía precisar.

Antes de ello querría repasar la intervención que había hecho el interlocutor en puntos de detalle, antes de desembocar en lo que consideraba su personal respuesta. "Para ir tirando y no más".

Sobre la existencia de operatividad en el sentido de la filosofía de la ciencia moderna en un pensamiento dialéctico: ninguno. Precisamente para que fuera operativo, en ese sentido, un razonamiento o un pensamiento tenía que ser particularísimo. Todo menos totalizador. Todo lo contrario, tenía que evitar totalidad. Tenía que ser lo más singular posible, tenía que ir a buscar, en el caso ideal, un experimento in crucis, como "se decía en la época de euforia de este pensamiento, de esa filosofía burguesa del conocimiento, la idea de que existan experimentos capaces de refutar o comprobar cada tesis, puntualmente".

Dicho sea de paso -nos servirá para luego- esto es ya una esperanza abandonada por la misma teoría burguesa del conocimiento, ya en la forma de experimento in crucis de los siglos XVI, XVII, XVIII y principios del XIX, ya en la forma de verificación sensorial exacta, que es la formulación del neopositivismo de los siglos XIX y XX. En las dos formulaciones está abandonada. Lo que, dicho sea entre paréntesis, quiere decir que la idea de operatividad exacta también ella se presenta ya como mero ideal postulado.

Ningún positivista era capaz de afirmar que existiera la operatividad plena, pura. Habían ido abandonando sucesivamente las ideas de experimento in crucis o crucial ("para decirlo menos pedantemente") y de verificación empírica o sensorial.

Que en la sabiduría oriental hubiera pensamiento de tipo dialéctico era evidente para Sacristán, porque era también es una pensamiento que intentaba totalizar, mucho más en el caso de las fuentes. En Lao-Tsê frente a Confucio ("que no era nada totalizador"); en las escuelas heterodoxas hindúes frente a la ortodoxia de Sankara ("que tampoco era nada totalizador"), pero existía la aspiración a globalidad, a ver y comprender la vida entera y no sólo el "detalle técnico administrativo y etiquista a lo Confucio o el aspecto puramente teórico a lo Sankara, en la ortodoxia brahmánica, sino a ver todo lo demás".

En el caso de Lao-Tsê, a hacer metafísica, para decirlo en plata, a hablar del mundo y no sólo de la política y de las ciudades y de la moral, como en la tradición confuciana, y en el caso de las escuelas heterodoxas hindúes, la aspiración a recoger lo que no es teoría, lo que son, pues, técnicas, por ejemplo en el Nyanya, o artes, en otras corrientes hindúes heterodoxas.

En forma de sueño, como había dicho el interlocutor, en forma de aspiración.

Todo ello apuntaba una importante diferencia respecto del mismo sueño (aspiración) dialéctico en occidente:

En Occidente, el capitalismo y la civilización burguesa nos han regalado la idea, el modelo, el prototipo de ciencia, de ciencia positiva. Lo que permite utilizar, digerir, los resultados materiales y metodológicos de ese invento capitalista, igual que de la industria, igual que de las técnicas, para la realización de la aspiración dialéctica. Dicho de otro modo: un pensamiento dialéctico europeo-occidental -aunque sea en Oriente, por ejemplo, en Pekín-, en vez de partir de la simple experiencia vivida, como Lao Tsê o como las escuelas heterodoxas hindúes, puede partir ya de la experiencia elaborada por la ciencia, que sería, en mi opinión, lo característico de la dialéctica marxista, el ser una dialéctica que sabe que no puede arrancar de cero, como la de Hegel, inventándose a sí misma, sino que tiene que arrancar de algo previo.

A saber: de datos no dialécticos pero ya elaborados científicamente, en alguno de los numerosos usos de la palabra "científica". Concretamente, señalaba Sacristán, "en el inventado por la burguesía de finales del capitalismo mercantil y principios del capitalismo industrial".

Que fuera más artística que teórica la aspiración era frase que podía confundir a alumnos de primero de carrera.

Yo la aceptaría siempre que por artístico se entendiera no intuitivo, sino, como decían los griegos, poético, o sea, productivo, creador de producto. Con otras palabras, siempre que se comprendiera que el objetivo de un pensamiento dialéctico pasa por fuerza por una intervención del sujeto que totaliza.

Consiguientemente, era en gran parte producto, construcción, no reflejo, "como con un error histórico siniestro suelen decir los rusos cuando se refieren a la teoría dialéctica del conocimiento o a una concepción dialéctica del conocimiento", por un lapsus lingüístico procedente de la formación burguesa (en filosofía dieciochesca de Lenin.

Esta palabra "reflejo" para hablar de lo que es el conocimiento es, literalmente, lo contrario de lo que puede ser un pensar dialéctico. Pero al pie de la letra. Un pensar dialéctico tiene que ser por fuerza poiético, en sentido griego, es decir, productivo, creador, no reflector. Lo que ocurre es que en el caso moderno puede ser productivo a partir de productos previos que tienen una aspiración de reflejo, los de las ciencias positivas, en vez de partir de la experiencia bruta de la vida cotidiana, como en el caso de la aspiración dialéctica oriental.

De la vida cotidiana o de la vida psíquica muy finamente observada, matizaba Sacristán, pero, en cualquier caso, no con criterios correctores científicos intersubjetivos.

Llegando casi al final, Sacristán señalaba que cuando los autores jurídicos, "dejando aparte a Cerroni el cual puede seguir diciendo lo mismo porque él en su preparación no sea de verdad un jurista" -"esto es la maldición del filósofo tal como los filósofos nos hacemos en la cultura burguesa: como he tenido ocasión de decir alguna vez, con grave indignación de mis colegas, los filósofos somos especialistas en nada, literalmente, por la obligación de hablar, más o menos, de todo, el gravísimo riesgo es no hablar concretamente de nada"-, dejando aparte el caso de Cerroni, decía, que probablemente no fuera, en su opinión, un científico positivo sino más bien un filósofo,

Lo de que los juristas que intentan hacer dialéctica, o pensamiento dialéctico, a la hora de la verdad, hagan lo mismo que los otros, pues, claro, por principio: si el derecho no es una totalidad concreta, no cabe una presentación dialéctica interna del derecho.

Ya por la propia noción de dialéctica, de acuerdo con su interpretación y opinión.

Sólo si lo jurídico es globalizable como una totalidad en sí misma -por eso he aludido antes a la ambigüedad del término "totalidad"-, sólo si se puede reconstruir el derecho como una totalidad concreta, viva, vital, social, con otras palabras, cabría un tratamiento interno verdaderamente dialéctico del derecho.

Si no fuera el caso, sólo podía ser "mutiladamente dialéctico", en el sentido de apuntar "hacia donde habría que completar el tratamiento, fuera del derecho".

Sacristán no se pronunciaba sobre este punto. Sólo había afirmado las dos cosas en condicional: si cabía una concepción de lo jurídico como concretum, tal como se decía en la tradición filosófica, "como cosa, no como parte de cosas", entonces sí: cabía un tratamiento dialéctico "en el sentido en que entiendo la palabra, el cual, por supuesto, no sería operativo en el mismo sentido en que lo puede ser la articulación de una lógica jurídica, según el viejo ideal de los primeros que hicieron lógica jurídica, para reproducir la producción de sentencias o incluso la creación de derecho, según la escuela jurídica que hable". Por la noción misma de dialéctica. O se hacía estudio positivo y entonces no cabía más que otro tipo de dialecticidad: "la dialecticidad de la actividad del que la está haciendo, que eso sí que es un todo, su vida, su acción, pero el producto mismo no. No digo más: la situación sería esa si no es el derecho mismo, él, una totalidad concreta"

Sacristán concluía recogiendo una alusión histórica "porque los ejemplos no sólo se vengan de mí, se vengan de quien los diga". Se trataba del ejemplo de Wittgenstein y Cerroni.

Los ejemplos se vengan siempre, evidentemente, porque Wittgenstein se calló al final del Tractatus: se pasó un año y medio haciendo escuela primaria en Austria y a continuación empezó a hablar que ya no hubo quien lo parara hasta que se murió. ¿Por qué? Porque efectivamente llegó al silencio sobre la base de admitir que el único ideal era la operatividad en ese sentido positivista.

Mientras Wittgenstein había mantenido como ideal la operatividad positivista, la verificación estricta, muy bien, luego ya no quedaba más que el silencio, la sentencia séptima del Tractatus. Cuando Popper y otros filósofos, le habían demostrado que no había "no ya sólo experimento crucial posible, sino ni siquiera verificabilidad empírica posible, entonces el hombre se quitó la represión que, por hablar en términos freudianos, se había metido encima y empezó a charlar como un condenado y a tocar el órgano en todas las Iglesias de Londres en que le dejaban y a leer novelas policiacas sin parar". En fin, comentó, descubrió la vida, "una vez que le hubieron destrozado el principio de verificabilidad que sostiene el Tractatus".

Luego se convirtió en "ese enorme charlador de las Philosophical Investigations, de Los cuadernos azul y marrón, en los que va hablando de lenguaje real, no de lenguajes ficticios". ¿Por qué había sido así? Porque "ya no le importaba, ya sabía que la operatividad no es una cosa accesible sino también un desideratum y sabía que ese desediratum sólo es realizable en un tipo de investigación que no da para vivir".

Sacristán añadía irónicamente:

Bueno, puede dar para vivir en el sentido en que pueda dar para vivir el presupuesto del Estado a través de las instituciones académicas. Si uno es profesor de lógica, desde luego, la operatividad total le da para vivir a través de un sueldo de catedrático de lógica, pero no para vivir en un sentido más serio, en un sentido más completo, no de la comida sólo.

Una vez que Wittgenstein supo eso, dejó de buscar operatividad. Fue más bien todo lo contrario. El resto de su obra fue una cruzada contra la idea de operatividad en sentido estrecho. Exagerada, en opinión de Sacristán,porque el que se haya probado que la operatividad de la que tan orgullosos andaban los neopositivistas por los años treinta es simplemente un ideal, igual que lo es el de pensamiento dialéctico, una aspiración, entonces, la contraposición entre los dos ideales arroja un resultado claro: el de operatividad científico-positiva pura, ¿qué sería? El de obtención de la mayor comprobabilidad de los conocimientos particulares, mientras que la aspiración dialéctica no es ésa sino la de máxima totalización de los conocimientos particulares en una integración.

En su opinión, empezaban por no ser incompatibles.

Si se consideran incompatibles es que alguien estaba negando, sectariamente si era un dialéctico, que tuviera algún valor la exactitud del conocimiento particular, o estaría negando mezquinamente, si era un positivista, que tuviera valor el intento de globalizar la visión de la realidad.

Ambas eran negaciones que no tenían base teórica; la tenían ideológica.

Cuando han tenido vigencia, su vigencia ha sido la de la lucha de clases. Ha sido, por ejemplo, la de los semánticos norteamericanos, en 1939, luchando desesperadamente porque Roosevelt no entrara en guerra contra los nazis arguyendo que el concepto fascismo no es operativo porque no es verificable la proposición "x es fascista".

Pero eso, insistía, era ya pura lucha de clases, no era diferencia teórico-científica entre las dos aspiraciones.

Conviene aproximaciones complementarias a este apasionante tema marxiano y marxista, con derivaciones en otras tradiciones filosóficas y en muchas investigaciones científicas. En la próxima entrega

viernes, 9 de diciembre de 2016

Dos matones intelectuales. EL ATIZADOR DE WITTGENSTEIN. UNA JUGADA INCOMPLETA ENTRE WITTGENSTEIN Y POPPER.

Con el apelativo en singular del título, debido al profesor John Watkins, los autores de este libro se refieren en una ocasión a Popper. Pero lo mismo puede decirse de Wittgenstein. Ambos fueron dos polemistas tan rápidos, profundos y lúcidos como desconsiderados, dogmáticos, maleducados, crueles y coléricos. Intimidatorios, agresivos, feroces, intolerantes y absortos en sí mismos, adjetivan los citados autores. Con una sola diferencia en este sentido. Popper era demasiado humano y Wittgenstein, no lo suficiente.

Así, aquella famosa reunión en la tarde del 25 de octubre de 1946, a las 20.30, de la Sociedad de Ciencia Moral de Cambridge en la habitación H3 (habitación 3 de la escalera H) de la primera planta del edificio Gibbs del King's College (todo ello pertenece a la mitología heroica con que recuerdan popperianos y wittgensteinianos este episodio), se prometía tensa y lo fue. Aun sin tener en cuenta la más bien gratuita, cuando no mendaz, presuposición de amenaza con el atizador de la chimenea por parte de Wittgenstein. Fue tensa sobre todo por la enorme carga de recelos con que venía el supuesto amenazado, el conferenciante invitado ese día, Popper, que esperaba un momento así para desquitarse y vapulear al odiado Wittgenstein, a cuya sombra siempre había vivido y vivía para su desgracia. Odiado y envidiado tanto por su prestigio e influjo intelectual, cuyo nivel sir Karl R. Popper (es inimaginable, por cierto, Wittgenstein siendo investido caballero por la reina de Inglaterra) nunca consiguió, como por la libertad y facilidad de vida, movimientos, influencia y relaciones debidas a su alta posición social en Viena, de la que separaba un abismo a la familia Popper, sobre todo después del empobrecimiento del padre tras la Primera Guerra Mundial, cuando Karl Raimund -13 años más joven que Ludwig- contaba 16 años y hubo de marcharse de casa para buscarse solo y como pudo la vida.

Esas pelusas sociales provincianas y el resentimiento -típico en todas partes, como parece- que albergaba Popper por haber tenido que 'sufrir' muchos años como profesor de enseñanza secundaria antes de conseguir entrar a duras penas en la universidad (y no en Oxford ni en Cambridge, donde había que estar, sino en Nueva Zelanda), y él, que, naturalmente, se consideraba un genio, contribuyeron a la personalidad un mucho resentida, vengativa y huraña en general de este pequeño-gran hombre, fijada sobre todo en la figura de su noble paisano, ignorante, al parecer, de todo ello.

Pero a parte de los avatares personales de la vida de ambos filósofos -vieneses y judíos conversos y asimilados los dos-, que confluyen de algún modo en el episodio del atizador, y que los autores de este libro recogen y narran con extraordinario interés y atractivo, en aquella reunión que Wittgenstein abandonó a los diez minutos de no muy buenas maneras, enfadado, se trataba del sentido mismo de la propia filosofía. Ambos pusieron de manifiesto dos posturas ya modélicas respecto a su propia concepción. La de Popper era más o menos la de siempre y la de Wittgenstein era entonces casi exclusivamente suya. Son, más o menos también, las posturas que siguen definiendo hoy a neomodernos y posmodernos, respectivamente, y seguirán previsiblemente separando los talantes filosóficos mucho tiempo.

Popper defendía que la filosofía se preocupa del mundo, se compromete teóricamente con él, que hay verdaderos problemas reales y candentes a los que ella puede dar solución, que con todo derecho, por tanto, pueden considerarse 'problemas filosóficos'. Wittgenstein pensaba que no, que la filosofía sólo es ejercicio crítico y analítico del lenguaje en busca de claridad en él, y que en tal caso esos problemas, si lo son, son problemas de la ciencia, pero no son temas sobre los que los filósofos puedan realizar una contribución válida y significativa. Que los 'problemas filosóficos' de verdad son y siempre han sido meros enredos lingüísticos, cuestiones desconcertantes por su mal planteamiento, que hay que liquidar clarificando éste.

Con ello, la filosofía, como analítica y crítica del lenguaje, destruía su propio modo de comprenderse hasta entonces, liquidando por metafísicos los problemas tradicionales que le habían ocupado y reduciendo su tarea, ya sin contenido doctrinal o teórico alguno, a una especie de terapéutica liberadora del espíritu que los había soportado entre tanto. No era ya esa filosofía 'profesional y académica', cuya 'única justificación', para Popper, efectivamente, consistía en 'la existencia de problemas perentorios y serios y en la necesidad de examinarlos críticamente'. Más bien dejaba sin contenido esa función académica, y sin trabajo a los profesionales de ella. Tampoco en este sentido son de extrañar, pues, los recelos.

Un libro brillantísimo éste. Un libro sobre filósofos y filosofía que, increíblemente, se lee de un tirón. No sólo porque narra, en buena trama literaria y fidelidad a los hechos, todo el entorno de la vida y época de estos dos curiosos personajes, las turbulentas circunstancias que les llevaron a coincidir en Cambridge aquel viernes (nunca más se vieron en su vida) de ese modo, sino porque incluso sus dos capítulos más o menos teóricos son de enorme claridad, interés y acierto al describir lo más esencial del pensamiento de ambos autores. En este aspecto hacen comprensible y atractivo el mensaje filosófico, al que, sobre todo en el caso de los grandes hombres, los clichés académicos roban su fuerza e interés. La academia ha alejado a la gente de la filosofía. Este libro, periodístico pero con muchas citas y sabiduría aunque sin referencia alguna, escandalizará felizmente a más de uno de sus miembros, pero hará gozar y aprender mucho a mucha gente.

La traducción podría haber sido mejor en general, pues hay cosas repartidas por todo el texto que suenan o que se entienden mal en castellano. Podría uno ahorrarse esta expresa mención si no se tradujera la famosísima primera proposición del Tractatus como: 'El mundo es todo de lo que hay que tratar'. Si no aparecieran expresiones como 'tablas de veracidad', 'estados de situaciones', 'principio de falsificación', 'falseabilidad', 'incerteza', etcétera, para lugares comunes conocidísimos de la filosofía del siglo XX. Los menesterosos honorarios del traductor en España no justifica hasta ese punto las cosas.

UN CISMA EN LA FILOSOFÍA DEL SIGLO XX
A LA VEZ que relatan el famoso encuentro entre los dos pensadores vieneses, David Edmonds y John Eidinow retratan tanto los mundos como las concepciones de la filosofía que representaban cada uno de ellos:

'Wittgenstein y Popper han ejercido una profunda influencia en el modo en que abordamos las cuestiones fundamentales de nuestra civilización, de la ciencia y de la cultura actuales. Sus aportaciones al conocimiento y cómo deberíamos ser gobernados, como en los que se refiere a las dudas contemporáneas sobre los límites del lenguaje y el sentido, y qué es lo que queda fuera de esos límites. Ambos creían haber liberado a la filosofía de los errores del pasado y se sentían responsable son de vital importancia tanto en lo relativo a problemas ya antiguos, tales como qué podemos afirmar que sabemos, de qué manera podemos avanzar en el conocimiento responsables de su futuro.

Popper veía en Wittgenstein al enemigo por antonomasia de la filosofía. No obstante, el incidente del atizador va más allá del carácter y las creencias de los protagonistas, pues resulta inseparable del contexto de la época y abre una ventana a las turbulentas y trágicas circunstancias históricas que conformaron sus vidas y les llevaron hasta Cambridge. Además, es la historia de un cisma en la filosofía del siglo XX sobre el significado del lenguaje, una división entre quienes han determinado que los problemas filosóficos tradicionales son puros embrollos o enredos lingüísticos y quienes piensan que esos problemas trascienden el lenguaje', dice en uno de sus apartes el libro. En otra de sus páginas se lee: 'Wittgenstein no conocía personalmente a Popper. Sin embargo, su historia en Viena nos invita a concluir que, filosofía aparte, el aristócrata del Palais -con lo que se suponía de ropas inglesas, mobiliario francés, mansiones rurales, recursos sin límite, viajes constantes y familiaridad con los gigantes de la cultura- miró instintivamente por encima del hombro al profesor burgués con el que se encontró cara a cara en H3. Y que le trató con toda la condescendencia insolente que le permitían su posición y riqueza...

También para Popper, Wittgenstein era algo más que un adversario académico. Representaba la Viena que había permanecido siempre fuera del alcance del hijo de un hombre de leyes respetado y socialmente responsable. En Wittgenstein veía a la ciudad imperial en la que las riquezas y el estatus garantizaban el respeto y abrían las puertas, un territorio aparte donde la pobreza provocada por la inflación no tenía lugar y en el que se podía comprar a los nazis para mantenerlos fuera. Veía el opuesto de todas las circunstancias que le habían impedido integrarse y le habían impulsado al exilio'.

Isidoro Reguera.

EL ATIZADOR DE WITTGENSTEIN. UNA JUGADA INCOMPLETA ENTRE WITTGENSTEIN Y POPPER.
David Edmonds y John Eidinow Traducción de María Morrás Península. Barcelona, 2001 334 páginas.
http://elpais.com/diario/2001/10/13/babelia/1002929958_850215.html