Un nuevo estudio estrecha la vinculación entre depresión y enfermedades cardiacas
Los cardiólogos estadounidenses incorporan la tristeza profunda como factor de riesgo
La pena no parece una causa de muerte clínicamente válida como para registrarla en una partida de defunción. O para explicar el motivo del ingreso de un paciente cardiaco a sus familiares. Y, sin embargo, cada vez son más concluyentes los datos que relacionan la tristeza extrema con los infartos y, en general, patologías del corazón.
El último de los trabajos que avanzan en esta dirección plantea que los afectados de depresión de moderada a severa presentan un incremento del 40% del riesgo de sufrir insuficiencia cardiaca. El estudio se ha anunciado este viernes en el encuentro EuroheartCare que la Sociedad Europea de Cardiología celebra en Noruega. Para su elaboración se siguió a lo largo de 11 años el estado psíquico y físico (con datos sobre el índice de masa muscular, la actividad física, hábitos tabáquicos y presión sanguínea) de 63.000 de los 97.000 vecinos de la región noruega de Nord-Trondelag, y se comparó esta información con los ingresos y fallecimientos por insuficiencia cardiaca. “Concluimos que cuanto mayores eran los síntomas depresivos, mayor era el riesgo de sufrir problemas cardiacos”, explica Lise Tuset Gustad, enfermera intensivista responsable del trabajo. Entre los pacientes menos graves la posibilidad de desarrollar problemas cardiacos era solo de un 5% más que la media.
“Las evidencias entre la depresión y la patología cardiaca son cada vez más sólidas”, añade el presidente de la Sociedad Española de Cardiología (SEC), José Ramón González-Juanatey. Hasta el punto de que la principal sociedad de cardiólogos estadounidense (American Heart Association) planteó este pasado mes de febrero añadir la depresión a la lista de factores de riesgo clásicos, como son la hipertensión, la diabetes, el tabaquismo, el sedentarismo o el colesterol alto, en pacientes con síndrome coronario agudo (infarto).
“Ya habíamos visto trabajos previos de los efectos de la depresión entre pacientes que ya habían sufrido un infarto o como factor de riesgo de la patología coronaria”, apunta el presidente de la SEC. Pero el trabajo presentado ayer da un paso más al relacionar esta enfermedad mental con un ámbito más extenso de las lesiones cardiovasculares como es el caso de la insuficiencia cardiaca, el tramo final de muchas cardiopatías que se presenta cuando el corazón es incapaz de bombear la sangre con suficiente fuerza. Su origen es muy diverso, y puede estar ligado a un infarto, a problemas con las válvulas cardiacas o a un cuadro de diabetes o hipertensión en pacientes de larga evolución.
El trabajo noruego también aporta otro aspecto interesante: la relación directa que establece entre el desequilibrio metabólico (hormonal, desarreglos en neurotransmisores) que caracteriza la depresión, con los efectos en la salud del corazón.
Buena parte de los trabajos hasta ahora publicados incidían en los efectos indirectos. La depresión severa se identifica por la tristeza, la apatía y la desesperanza de los enfermos. Incluso con las ideas de muerte y suicidio en los casos más graves. Este estado de ánimo afecta al estilo de vida de los pacientes. Si se tienen que medicar es fácil que o dejen de hacerlo o se les olviden tomas. Además, suelen fumar más, comer peor, practicar menos o nada de ejercicio y adquirir más peso.
El estudio presentado este viernes admite esta vinculación. Pero tras neutralizar los efectos potenciales del tabaquismo o la obesidad en las personas analizadas destaca otros factores directos que vinculan la depresión y la insuficiencia cardiaca. “La depresión estimula la aparición de hormonas vinculadas al estrés, que inducen la aparición de fenómenos inflamatorios o aterosclerosis [el deterioro de las paredes arteriales que puede provocar un infarto]”.
“Es algo parecido a lo que sucede con la ira”, comenta González-Juanatey. El presidente de la SEC recuerda un reciente artículo publicado en la Revista Europea de Cardiología en el que se describía como se producía una brusca descarga de catecolaminas (hormonas asociadas al estrés) que tenían un impacto directo en la hipertensión y un aumento de plaquetas en la sangre que aumentaban el riesgo de coágulos en las paredes vasculares. “Se asociaba este aumento del tono simpático [del sistema nervioso] con un mayor riesgo de infarto e ictus”. La alteración hormonal ligada a la depresión explicaría un fenómeno similar en estas personas, según González-Juanatey.
“La asociación entre depresión y problemas cardiovasculares la observamos en la clínica, con los pacientes”, comenta Rafael Tabarés-Seisdedos, catedrático de psiquiatría de la Universidad de Valencia...
Fuente, El País.
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domingo, 6 de abril de 2014
sábado, 24 de agosto de 2013
Las tres formas de morir de viejo. Enfermedades cardiovasculares, neurológicas y tumores son manifestaciones del mismo proceso
La prevención y los factores de riesgo son comunes a todas
Se juntan un cardiólogo, dos neurólogos, una oncóloga y un experto en envejecimiento y ocurre que se ponen de acuerdo. No es un chiste. En ciencia a veces se dan estos milagros, como se puso de manifiesto ayer en una sesión sobre envejecimiento en el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC). La mezcla de especialistas no era casual. A partir de los 75 años, cánceres, enfermedades cardiovasculares y neurodegenerativas representan el 61% de las causas de fallecimiento de los españoles, según reflejan los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE). La idea que subyace es que el envejecimiento es, en sí mismo, una enfermedad, y que las otras son manifestaciones de una base común. Algo que geriatras y profanos sospechábamos hace tiempo.
Dirigió la sesión Valentín Fuster, director del CNIC; los neurólogos eran Samuel Gandy, descubridor del primer tratamiento contra el alzhéimer, y Vladímir Hachinski, presidente de la Federación Mundial de Neurología; la oncóloga, María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), y el experto en envejecimiento, otro miembro del CNIO, Vicente Andrés, quien ha estudiado la progeria, la enfermedad de envejecimiento prematuro.
Fuster, anfitrión del encuentro ante la Reina y el patronato de la Fundación Pro CNIC, en el que participa el grupo PRISA, editor de EL PAÍS, situó el debate entre dos parámetros: cuánto podemos llegar a vivir los humanos (y, sobre todo, cómo) y cuáles son las bases moleculares y genéticas del proceso del envejecimiento y de las enfermedades que lo culminan. “En una década, la supervivencia media de los estadounidenses se ha alargado seis años”, dijo Fuster. “En 2030 la edad media a la muerte será de 90 años, con una franja que va de los 76 a los 106”, señaló. El aumento de la supervivencia es una constante en los países ricos (y también en los demás, gracias al mayor control de las enfermedades transmisibles, las infecciosas). En España, por ejemplo, se ha pasado de una esperanza de vida al nacer de 80,9 años en el año 2006 a 82,1 en 2011, también según el INE.
El límite de supervivencia humana no está claro. Y si hay algo que odien los científicos es que les pidan que especulen. Así que poner un tope a este proceso es complicado. “Lo único que sabemos es que una mujer ha vivido hasta los 127 años y un hombre hasta los 116”, dijo Hachinski. Y eso demuestra que ese límite es posible y que puede aumentar. El reto es que sea en condiciones aceptables. Y que, además, se puede conseguir un envejecimiento saludable. Fuster puso el ejemplo de un paciente de 106 años que llegó a su consulta para pedirle que le ayudara a programar “sus actividades futuras”.
Porque no se trata de añadir años sin más a la vida (o a la agonía si las cosas vienen mal dadas). Si hay algo en lo que la mayoría de la humanidad está de acuerdo es en que quiere vivir lo más posible, pero con ciertas garantías de calidad. Y ahí es clave la capacidad intelectual. “Tenemos técnicas para hacer que el corazón dure. ¿Y el cerebro?”, preguntó Fuster. Hachinski fue tajante: “Va a ser mejor”. Aunque esto no será gratis. Para ello “hay que ejercitarlo”. “La mejor manera de conservar un órgano es usarlo, y si además lo protegemos…”.
Hay que reconocer que al llegar al asunto de la prevención —de todo, del envejecimiento en general y de cada enfermedad en particular— el debate amenaza siempre con desinflarse. A estas alturas, que alguien insista en que los factores de prevención cardiovascular son hacer ejercicio, dejar de fumar e ingerir menos calorías casi crea rechazo a base de repetirlo —como señaló Samuel Gandy—. Pero esta casi obviedad adquirió en la sesión un giro atractivo: no se trata solo de factores de prevención para las enfermedades cardiovasculares. Que preguntados Blasco y Gandy coincidan en su impacto en sus respectivos campos es una muestra de que, en el fondo, “las claves del envejecimiento y las enfermedades asociadas son muy pocas, y comunes”, como dice Hachinski.
La confirmación por parte de Blasco es contundente. De los reunidos, ella trabaja quizá con lo más recóndito: los telómeros que se encierran en el núcleo de las células, unidos inexorablemente al ADN. “Se trata de estructuras que protegen los extremos de los cromosomas”, explica la directora del CNIO. “En cada división celular se pierde una parte. Por eso podríamos decir que midiendo su longitud en los embriones se podría predecir lo que va a vivir una persona”, aclara. Y lo importante para el asunto del envejecimiento y su prevención es que “incluso hay marcadores moleculares que permiten reflejar a ese nivel los cambios de hábitos. Definitivamente, el estilo de vida se refleja en los telómeros”, indica. La investigadora es capaz incluso de cifrar el impacto de los factores de vida en lo que sucede con los telómeros. “El 20% es genético” —y, por tanto, ahí hay, de momento, poco que podamos hacer, podría haber añadido—. “Pero el otro 80% es ambiental”.
El propio trabajo de Blasco es una prueba de esta relación entre distintas enfermedades o procesos cuando llega el envejecimiento —“cuando las funciones celulares se deterioran”, como ella misma define—. La investigadora empezó estudiando los telómeros como parte del cáncer (a más largos en una célula oncológica, más fácil que prolifere, porque están más protegidas), pero sus últimos artículos ya hablan directamente de su incidencia en la supervivencia del individuo e incluso acaba de publicar un trabajo —en ratones, eso sí— en los que a base de protegerlos y alargarlos se han conseguido roedores más longevos.
La red de relaciones envejecimiento-enfermedades que los expertos empiezan a vislumbrar se va tupiendo con otros hallazgos. “Aparte de factores como el colesterol o el metabolismo, hemos descubierto que comparten un riesgo genético”, dice Samuel Gandy. Él empezó trabajando en alzhéimer, pero al estudiar sus factores genéticos se encontró con uno, el Apoe4, “que también está presente en las enfermedades coronarias”.
Vicente Andrés, director del laboratorio de Fisiopatología Molecular del CNIO, también tiene su granito que aportar. Al estudiar “la devastadora progeria, que acelera los procesos propios del envejecimiento en niños a partir de un año y medio de edad y hace que mueran de viejos a los 13”, halló una mutación en una proteína, la progerina. Y esta está presente también en los casos de envejecimiento de adultos, porque si algo define el proceso de ir adquiriendo edad es que, desde un punto de vista fisiológico, se pierde la capacidad para reparar ciertas células o mutaciones. “Lo que sabemos es que hay una serie de procesos comunes que son la esencia del envejecimiento, y que nos llevan por igual al cáncer, las enfermedades cardiovasculares o el alzhéimer”, afirma Andrés.
Pero unos científicos no lo serían si no quisieran ir más allá. Según vayan conociéndose más marcadores (predictores) biológicos, la idea será extender las pruebas para medirlos antes de que el envejecimiento comience. Al margen de convencionalismos, de una manera puramente biológica puede decirse que este empieza “cuando acaba el desarrollo”, dice Hachinski. Esto pondría la fecha del comienzo del declive alrededor de unos amenazadores 20 o 30 años, que es cuando el último de los órganos humanos acaba de formarse. Y este honor corresponde al cerebro. Este hallazgo, por cierto, tiene gran parte de su fundamento en un español, Santiago Ramón y Cajal, que descubrió que, en contra de los que se creía hasta entonces, el enjambre neuronal que lo forma no acaba de establecerse hasta pasada la adolescencia.
Visto con un punto de vista actual esto es lógico: ahora sabemos que el aprendizaje depende de las sinapsis (conexiones neuronales), y las necesidades sociales y biológicas han hecho que ese proceso se prolongue (por eso mismo cuesta tanto aprender idiomas de mayor, por ejemplo). De hecho, como recalcó Blasco, la renovación celular —no solo la de las neuronas— es continua. Cada 10 años los seres humanos somos seres completamente nuevos: todas nuestras células han sido sustituidas. Y ahí entran en acción las últimas estrellas de la biología: las células madre. Por eso, Blasco apunta otra posible definición de envejecimiento: el momento en que las mutaciones de las células madre las hace incapaces de cumplir su tarea regeneradora.
Hachinski cree que lo lógico es plantear que después del pleno desarrollo hasta el comienzo del envejecimiento hay un proceso de mantenimiento. Es el momento de hacer pruebas de detección precoz (de alzhéimer, de deterioro cognitivo, de longitud de telómeros, de hipertensión, colesterol, diabetes) algo clave para procurar el objetivo que se busca: que la fragilidad —la verdadera definición del envejecimiento, como acaba de afirmar la Sociedad Española de Geriatría—, llegue lo más tarde posible, dijo Fuster. La idea es que ante el final inevitable, el proceso de deterioro previo se retrase al máximo y que, además, dure lo mínimo. O lo que es lo mismo: dedicar el menor tiempo posible a morirse o estar mal. “El problema que veo son las pruebas de detección precoz, sobre todo por su coste”, añadió Fuster.
Gandy, quien arrima el ascua a su sardina, apunta a que en un futuro no muy lejano se podrían hacer pruebas de cribado para detectar el riesgo de alzhéimer. “Pero habrá que empezar por ensayos pequeños, o perderemos la credibilidad”, afirma. “Y tener cuidado con no confundirnos. Nos puede parecer que, por ejemplo, los problemas de sueño son causa del alzhéimer o el párkinson, cuando a lo mejor son su efecto”, dice. “Tenemos que desarrollar lo antes posible herramientas para identificar de manera temprana los condicionantes biológicos que van a llevar a la aparición de estas enfermedades”, añade Andrés.
Tanta prueba solo tendría sentido si sirve para que cambiemos nuestros hábitos, añade Fuster. Esto lleva de nuevo a la famosa trilogía de la prevención: alimentación saludable, no fumar y hacer ejercicio. “Lo importante es que, sea a los 70 o a los 80, nunca es tarde para cambiar”, resume el cardiólogo.
La jornada, por cierto, se llamaba Controversias sobre el envejecimiento. Fue un diagnóstico equivocado: lo único que no hubo fueron controversias.
Fuente: El País.
Se juntan un cardiólogo, dos neurólogos, una oncóloga y un experto en envejecimiento y ocurre que se ponen de acuerdo. No es un chiste. En ciencia a veces se dan estos milagros, como se puso de manifiesto ayer en una sesión sobre envejecimiento en el Centro Nacional de Investigaciones Cardiovasculares (CNIC). La mezcla de especialistas no era casual. A partir de los 75 años, cánceres, enfermedades cardiovasculares y neurodegenerativas representan el 61% de las causas de fallecimiento de los españoles, según reflejan los datos del Instituto Nacional de Estadística (INE). La idea que subyace es que el envejecimiento es, en sí mismo, una enfermedad, y que las otras son manifestaciones de una base común. Algo que geriatras y profanos sospechábamos hace tiempo.
Dirigió la sesión Valentín Fuster, director del CNIC; los neurólogos eran Samuel Gandy, descubridor del primer tratamiento contra el alzhéimer, y Vladímir Hachinski, presidente de la Federación Mundial de Neurología; la oncóloga, María Blasco, directora del Centro Nacional de Investigaciones Oncológicas (CNIO), y el experto en envejecimiento, otro miembro del CNIO, Vicente Andrés, quien ha estudiado la progeria, la enfermedad de envejecimiento prematuro.
Fuster, anfitrión del encuentro ante la Reina y el patronato de la Fundación Pro CNIC, en el que participa el grupo PRISA, editor de EL PAÍS, situó el debate entre dos parámetros: cuánto podemos llegar a vivir los humanos (y, sobre todo, cómo) y cuáles son las bases moleculares y genéticas del proceso del envejecimiento y de las enfermedades que lo culminan. “En una década, la supervivencia media de los estadounidenses se ha alargado seis años”, dijo Fuster. “En 2030 la edad media a la muerte será de 90 años, con una franja que va de los 76 a los 106”, señaló. El aumento de la supervivencia es una constante en los países ricos (y también en los demás, gracias al mayor control de las enfermedades transmisibles, las infecciosas). En España, por ejemplo, se ha pasado de una esperanza de vida al nacer de 80,9 años en el año 2006 a 82,1 en 2011, también según el INE.
El límite de supervivencia humana no está claro. Y si hay algo que odien los científicos es que les pidan que especulen. Así que poner un tope a este proceso es complicado. “Lo único que sabemos es que una mujer ha vivido hasta los 127 años y un hombre hasta los 116”, dijo Hachinski. Y eso demuestra que ese límite es posible y que puede aumentar. El reto es que sea en condiciones aceptables. Y que, además, se puede conseguir un envejecimiento saludable. Fuster puso el ejemplo de un paciente de 106 años que llegó a su consulta para pedirle que le ayudara a programar “sus actividades futuras”.
Porque no se trata de añadir años sin más a la vida (o a la agonía si las cosas vienen mal dadas). Si hay algo en lo que la mayoría de la humanidad está de acuerdo es en que quiere vivir lo más posible, pero con ciertas garantías de calidad. Y ahí es clave la capacidad intelectual. “Tenemos técnicas para hacer que el corazón dure. ¿Y el cerebro?”, preguntó Fuster. Hachinski fue tajante: “Va a ser mejor”. Aunque esto no será gratis. Para ello “hay que ejercitarlo”. “La mejor manera de conservar un órgano es usarlo, y si además lo protegemos…”.
Hay que reconocer que al llegar al asunto de la prevención —de todo, del envejecimiento en general y de cada enfermedad en particular— el debate amenaza siempre con desinflarse. A estas alturas, que alguien insista en que los factores de prevención cardiovascular son hacer ejercicio, dejar de fumar e ingerir menos calorías casi crea rechazo a base de repetirlo —como señaló Samuel Gandy—. Pero esta casi obviedad adquirió en la sesión un giro atractivo: no se trata solo de factores de prevención para las enfermedades cardiovasculares. Que preguntados Blasco y Gandy coincidan en su impacto en sus respectivos campos es una muestra de que, en el fondo, “las claves del envejecimiento y las enfermedades asociadas son muy pocas, y comunes”, como dice Hachinski.
La confirmación por parte de Blasco es contundente. De los reunidos, ella trabaja quizá con lo más recóndito: los telómeros que se encierran en el núcleo de las células, unidos inexorablemente al ADN. “Se trata de estructuras que protegen los extremos de los cromosomas”, explica la directora del CNIO. “En cada división celular se pierde una parte. Por eso podríamos decir que midiendo su longitud en los embriones se podría predecir lo que va a vivir una persona”, aclara. Y lo importante para el asunto del envejecimiento y su prevención es que “incluso hay marcadores moleculares que permiten reflejar a ese nivel los cambios de hábitos. Definitivamente, el estilo de vida se refleja en los telómeros”, indica. La investigadora es capaz incluso de cifrar el impacto de los factores de vida en lo que sucede con los telómeros. “El 20% es genético” —y, por tanto, ahí hay, de momento, poco que podamos hacer, podría haber añadido—. “Pero el otro 80% es ambiental”.
El propio trabajo de Blasco es una prueba de esta relación entre distintas enfermedades o procesos cuando llega el envejecimiento —“cuando las funciones celulares se deterioran”, como ella misma define—. La investigadora empezó estudiando los telómeros como parte del cáncer (a más largos en una célula oncológica, más fácil que prolifere, porque están más protegidas), pero sus últimos artículos ya hablan directamente de su incidencia en la supervivencia del individuo e incluso acaba de publicar un trabajo —en ratones, eso sí— en los que a base de protegerlos y alargarlos se han conseguido roedores más longevos.
La red de relaciones envejecimiento-enfermedades que los expertos empiezan a vislumbrar se va tupiendo con otros hallazgos. “Aparte de factores como el colesterol o el metabolismo, hemos descubierto que comparten un riesgo genético”, dice Samuel Gandy. Él empezó trabajando en alzhéimer, pero al estudiar sus factores genéticos se encontró con uno, el Apoe4, “que también está presente en las enfermedades coronarias”.
Vicente Andrés, director del laboratorio de Fisiopatología Molecular del CNIO, también tiene su granito que aportar. Al estudiar “la devastadora progeria, que acelera los procesos propios del envejecimiento en niños a partir de un año y medio de edad y hace que mueran de viejos a los 13”, halló una mutación en una proteína, la progerina. Y esta está presente también en los casos de envejecimiento de adultos, porque si algo define el proceso de ir adquiriendo edad es que, desde un punto de vista fisiológico, se pierde la capacidad para reparar ciertas células o mutaciones. “Lo que sabemos es que hay una serie de procesos comunes que son la esencia del envejecimiento, y que nos llevan por igual al cáncer, las enfermedades cardiovasculares o el alzhéimer”, afirma Andrés.
Pero unos científicos no lo serían si no quisieran ir más allá. Según vayan conociéndose más marcadores (predictores) biológicos, la idea será extender las pruebas para medirlos antes de que el envejecimiento comience. Al margen de convencionalismos, de una manera puramente biológica puede decirse que este empieza “cuando acaba el desarrollo”, dice Hachinski. Esto pondría la fecha del comienzo del declive alrededor de unos amenazadores 20 o 30 años, que es cuando el último de los órganos humanos acaba de formarse. Y este honor corresponde al cerebro. Este hallazgo, por cierto, tiene gran parte de su fundamento en un español, Santiago Ramón y Cajal, que descubrió que, en contra de los que se creía hasta entonces, el enjambre neuronal que lo forma no acaba de establecerse hasta pasada la adolescencia.
Visto con un punto de vista actual esto es lógico: ahora sabemos que el aprendizaje depende de las sinapsis (conexiones neuronales), y las necesidades sociales y biológicas han hecho que ese proceso se prolongue (por eso mismo cuesta tanto aprender idiomas de mayor, por ejemplo). De hecho, como recalcó Blasco, la renovación celular —no solo la de las neuronas— es continua. Cada 10 años los seres humanos somos seres completamente nuevos: todas nuestras células han sido sustituidas. Y ahí entran en acción las últimas estrellas de la biología: las células madre. Por eso, Blasco apunta otra posible definición de envejecimiento: el momento en que las mutaciones de las células madre las hace incapaces de cumplir su tarea regeneradora.
Hachinski cree que lo lógico es plantear que después del pleno desarrollo hasta el comienzo del envejecimiento hay un proceso de mantenimiento. Es el momento de hacer pruebas de detección precoz (de alzhéimer, de deterioro cognitivo, de longitud de telómeros, de hipertensión, colesterol, diabetes) algo clave para procurar el objetivo que se busca: que la fragilidad —la verdadera definición del envejecimiento, como acaba de afirmar la Sociedad Española de Geriatría—, llegue lo más tarde posible, dijo Fuster. La idea es que ante el final inevitable, el proceso de deterioro previo se retrase al máximo y que, además, dure lo mínimo. O lo que es lo mismo: dedicar el menor tiempo posible a morirse o estar mal. “El problema que veo son las pruebas de detección precoz, sobre todo por su coste”, añadió Fuster.
Gandy, quien arrima el ascua a su sardina, apunta a que en un futuro no muy lejano se podrían hacer pruebas de cribado para detectar el riesgo de alzhéimer. “Pero habrá que empezar por ensayos pequeños, o perderemos la credibilidad”, afirma. “Y tener cuidado con no confundirnos. Nos puede parecer que, por ejemplo, los problemas de sueño son causa del alzhéimer o el párkinson, cuando a lo mejor son su efecto”, dice. “Tenemos que desarrollar lo antes posible herramientas para identificar de manera temprana los condicionantes biológicos que van a llevar a la aparición de estas enfermedades”, añade Andrés.
Tanta prueba solo tendría sentido si sirve para que cambiemos nuestros hábitos, añade Fuster. Esto lleva de nuevo a la famosa trilogía de la prevención: alimentación saludable, no fumar y hacer ejercicio. “Lo importante es que, sea a los 70 o a los 80, nunca es tarde para cambiar”, resume el cardiólogo.
La jornada, por cierto, se llamaba Controversias sobre el envejecimiento. Fue un diagnóstico equivocado: lo único que no hubo fueron controversias.
Fuente: El País.
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