Las relaciones entre el poder político y la intelligentsia en la URSS variaron a lo largo del tiempo. Dependía de quien mandase. La errática primavera de los creadores que se extendió con Lenin durante los primeros años de la revolución bolchevique fue agostada mediante la brutal represión estalinista y el Gran Terror, que no permitieron alejamiento alguno de la ortodoxia, marcada directamente por el secretario general del Partido Comunista (PCUS). Cuando muere Stalin en marzo de 1953 y es sustituido por Jrushchov, la represión disminuye pero no desaparece. Son los años de la Guerra Fría. Boris Pasternak era uno de los grandes poetas de la URSS, pero la obra por la que la Academia Sueca le concedió el Premio Nobel de Literatura y por la que ha sido reconocido universalmente fue la novela El doctor Zhivago. Pasternak tuvo que sufrir los rigores tanto del régimen estalinista como del posestalinismo, y fue considerado un traidor por recibir el galardón en 1958 (tuvo que renunciar a él para sobrevivir, y estuvo al borde del suicidio).
Pasternak tardó más de una década en escribir El doctor Zhivago (entre 1945 y 1955, aproximadamente). Su protagonista, era un trasunto del propio autor. Personaje y escritor procedían de un pasado perdido, el refinado ambiente de la intelligentsia moscovita de antes de la Revolución. En las letras soviéticas este era un mundo que había que despreciar, si es que se evocaba siquiera. Pasternak sabía que el entorno editorial oficial retrocedería ante el tono distinto de El doctor Zhivago, su manifiesta religiosidad, su inmensa indiferencia por el realismo socialista y la obligación de doblar la rodilla ante la Revolución de Octubre. El entusiasmo inicial de Zhivago por los bolcheviques no tardó en desvanecerse. En el Moscú de la Revolución, los libros, las obras de teatro, las películas, los poemas eran instrumentos cruciales de la propaganda de masas.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/05/29/actualidad/1464525485_084373.html
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miércoles, 6 de julio de 2016
martes, 15 de marzo de 2016
No fue Lee Harvey Oswald. El filósofo alemán Karl Hepfer plantea un estudio crítico del auge y popularidad de las versiones que persiguen manipular la realidad
Todo el mundo sabe que los atentados en Nueva York, el 11 de septiembre de 2001, fueron perpetrados por los servicios secretos estadounidenses, pero resulta difícil averiguar quién es ese “todo el mundo” y, más aún, a qué se denomina aquí “saber”. En un libro publicado recientemente, el filósofo alemán Karl Hepfer se pregunta ambas cosas en relación al auge de las teorías conspirativas en Europa, y responde que se trata de “modelos de interpretación de la realidad simplificados”, intentos de regresar a un estadio anterior de nuestra cultura en el que la realidad supuestamente era sencilla de comprender, y los actores, buenos o malos. Así, el presidente norteamericano John F. Kennedy (bueno) no habría sido asesinado por un paranoico llamado Lee Harvey Oswald, sino en realidad por la mafia, por el Gobierno cubano o por el vicepresidente Lyndon B. Johnson (malos), según las versiones.
El libro de Hepfer, Teorías conspirativas: Una crítica filosófica de la sinrazón (Transcript), presenta, sin embargo, algunos problemas. Uno es que soslaya el hecho de que la nostalgia de un mundo más “simple” de comprender y el consiguiente auge de las teorías conspirativas, no son algo reciente. En el año 64, por ejemplo, un gran incendio en Roma fue atribuido a los cristianos para justificar su persecución. En 1312, el rey francés Felipe IV acusó de prácticas heréticas y sodomía a los templarios para eximirse del pago de una importante deuda económica que había contraído con ellos. Durante la Edad Media, se acusó a los judíos de beber la sangre de niños cristianos y de envenenar las fuentes para desatar la peste. Más adelante casi todo acontecimiento político de relevancia fue atribuido a una conspiración de alguna índole. Así, la disolución de la orden jesuitica habría sido la respuesta a un supuesto intento de asesinato de la reina de Inglaterra para reinstaurar el catolicismo y convertir a un Habsburgo en rey de Estados Unidos; detrás de la Revolución Francesa y el auge de los nacionalismos habrían estado masones e Illuminati; y la derrota alemana en la I Guerra Mundial habría sido producto una conspiración de socialdemócratas y judíos. También la Revolución Rusa, la propagación del VIH-Sida y la crisis de los refugiados tendrían una trama secreta. Para el historiador alemán Dieter Groh las teorías conspirativas serían, en ese sentido, una “constante antropológica” a lo largo de la Historia.
El otro problema del libro de Hepfer es que sostiene que las teorías conspirativas serían un modelo simplificado de interpretación de la realidad, un argumento que la complejidad de ciertas teorías parece desmentir. Piénsese, por ejemplo, en las del británico David Icke, quien afirma que el mundo estaría siendo controlado por una alianza de judíos e Illuminati, los cuales serían extraterrestres “reptiloides” dirigidos por la familia Rothschild. Esta teoría no sólo es absurda —una afirmación que se enfrenta a la popularidad de su autor y de los foros dedicados a su trabajo—, sino también extremadamente complicada. ¿No es más sencillo pensar que son la desigualdad económica y política y la concentración de poder los responsables de las catástrofes del presente?
Naturalmente, la respuesta es que no. Las teorías conspirativas proponen (a pesar de su complejidad) un modelo de interpretación más simple y más atractivo de la realidad para ciertas personas porque articulan procesos económicos, políticos y demográficos simultáneos y de gran complejidad en un relato coherente. Vivimos, sostiene Hepfner, en el mundo del “Logos destruido”. Y esto equivale a decir, como hace el británico John Higgs en su excelente Historia alternativa del siglo XX: Más extraño de lo que cabe imaginar (Taurus), que vivimos en una realidad desasosegante en la que —al menos desde la Teoría de la Relatividad— debemos aceptar que estamos imposibilitados para ofrecer una explicación racional, absoluta y libre de paradojas de cómo funciona el mundo.
En ese sentido, el auge de las teorías conspirativas no sólo se apoyaría en una intencionalidad deliberada —como la que llevó recientemente a que, en el marco de las elecciones españolas, regresasen las teorías conspirativas acerca de los hechos trágicos del 11 de marzo de 2004 en ciertas televisiones—, sino en la necesidad humana —la “constante antropológica” de Groh— de articular los hechos en series y estas series en relatos, como pondría también de manifiesto la popularidad de las ucronías literarias en las que se especula con la pregunta acerca de qué habría pasado si, por ejemplo, Alemania hubiese ganado la II Guerra Mundial.
Existe, por supuesto, una diferencia entre especular literariamente con la posibilidad de un triunfo nacionalsocialista en 1945 —lo hicieron Philip K. Dick y Philip Roth, entre muchos otros— y creer que ese triunfo tuvo lugar, efectivamente y de forma secreta, por ejemplo, a través de la influencia que las empresas alemanas ejercen en la economía mundial. Pero esa diferencia sólo existe en relación con lo que hacemos con ambos tipos de relatos. Los dos comparten, sin embargo, un fondo de miedo y de perplejidad. Si las teorías conspirativas funcionan, lo hacen debido a ese fondo común, como prueban la popularización tímida pero constante en la Red de versiones conspirativas de lo sucedido en París el 13 de noviembre de este año. Son la dificultad de comprender que alguien pueda desplazarse armado por una ciudad como París y el miedo a que todo ello se repita, en la capital francesa o en cualquier otra parte, los que impulsan la creación anónima de explicaciones que a muchos no les parecen más implausibles que las que ofrecen la prensa y el Gobierno.
Bajo la impresión de hechos conmovedores —el asesinato de un presidente, por ejemplo— es más fácil creer en una conspiración antes que en la acción individual. Lo que las teorías de este tipo evidencian es que lo primero que se pierde bajo esa impresión es la capacidad del individuo de formarse un juicio crítico: es bueno pensar que ese juicio podría ser estimulado con más y mejor educación. Pero esto también es discutible, como pone de manifiesto la proliferación de teorías conspirativas durante el siglo XX. A ese siglo, nos recuerda Higgs, le debemos dos neologismos que lo describen bien, “racismo” y “genocidio”, y es nuestra responsabilidad individual en relación con ambos lo que explica el auge de la teoría conspirativa, que permite que los “malos” sean, por una vez, los otros.
El libro de Hepfer, Teorías conspirativas: Una crítica filosófica de la sinrazón (Transcript), presenta, sin embargo, algunos problemas. Uno es que soslaya el hecho de que la nostalgia de un mundo más “simple” de comprender y el consiguiente auge de las teorías conspirativas, no son algo reciente. En el año 64, por ejemplo, un gran incendio en Roma fue atribuido a los cristianos para justificar su persecución. En 1312, el rey francés Felipe IV acusó de prácticas heréticas y sodomía a los templarios para eximirse del pago de una importante deuda económica que había contraído con ellos. Durante la Edad Media, se acusó a los judíos de beber la sangre de niños cristianos y de envenenar las fuentes para desatar la peste. Más adelante casi todo acontecimiento político de relevancia fue atribuido a una conspiración de alguna índole. Así, la disolución de la orden jesuitica habría sido la respuesta a un supuesto intento de asesinato de la reina de Inglaterra para reinstaurar el catolicismo y convertir a un Habsburgo en rey de Estados Unidos; detrás de la Revolución Francesa y el auge de los nacionalismos habrían estado masones e Illuminati; y la derrota alemana en la I Guerra Mundial habría sido producto una conspiración de socialdemócratas y judíos. También la Revolución Rusa, la propagación del VIH-Sida y la crisis de los refugiados tendrían una trama secreta. Para el historiador alemán Dieter Groh las teorías conspirativas serían, en ese sentido, una “constante antropológica” a lo largo de la Historia.
El otro problema del libro de Hepfer es que sostiene que las teorías conspirativas serían un modelo simplificado de interpretación de la realidad, un argumento que la complejidad de ciertas teorías parece desmentir. Piénsese, por ejemplo, en las del británico David Icke, quien afirma que el mundo estaría siendo controlado por una alianza de judíos e Illuminati, los cuales serían extraterrestres “reptiloides” dirigidos por la familia Rothschild. Esta teoría no sólo es absurda —una afirmación que se enfrenta a la popularidad de su autor y de los foros dedicados a su trabajo—, sino también extremadamente complicada. ¿No es más sencillo pensar que son la desigualdad económica y política y la concentración de poder los responsables de las catástrofes del presente?
Naturalmente, la respuesta es que no. Las teorías conspirativas proponen (a pesar de su complejidad) un modelo de interpretación más simple y más atractivo de la realidad para ciertas personas porque articulan procesos económicos, políticos y demográficos simultáneos y de gran complejidad en un relato coherente. Vivimos, sostiene Hepfner, en el mundo del “Logos destruido”. Y esto equivale a decir, como hace el británico John Higgs en su excelente Historia alternativa del siglo XX: Más extraño de lo que cabe imaginar (Taurus), que vivimos en una realidad desasosegante en la que —al menos desde la Teoría de la Relatividad— debemos aceptar que estamos imposibilitados para ofrecer una explicación racional, absoluta y libre de paradojas de cómo funciona el mundo.
En ese sentido, el auge de las teorías conspirativas no sólo se apoyaría en una intencionalidad deliberada —como la que llevó recientemente a que, en el marco de las elecciones españolas, regresasen las teorías conspirativas acerca de los hechos trágicos del 11 de marzo de 2004 en ciertas televisiones—, sino en la necesidad humana —la “constante antropológica” de Groh— de articular los hechos en series y estas series en relatos, como pondría también de manifiesto la popularidad de las ucronías literarias en las que se especula con la pregunta acerca de qué habría pasado si, por ejemplo, Alemania hubiese ganado la II Guerra Mundial.
Existe, por supuesto, una diferencia entre especular literariamente con la posibilidad de un triunfo nacionalsocialista en 1945 —lo hicieron Philip K. Dick y Philip Roth, entre muchos otros— y creer que ese triunfo tuvo lugar, efectivamente y de forma secreta, por ejemplo, a través de la influencia que las empresas alemanas ejercen en la economía mundial. Pero esa diferencia sólo existe en relación con lo que hacemos con ambos tipos de relatos. Los dos comparten, sin embargo, un fondo de miedo y de perplejidad. Si las teorías conspirativas funcionan, lo hacen debido a ese fondo común, como prueban la popularización tímida pero constante en la Red de versiones conspirativas de lo sucedido en París el 13 de noviembre de este año. Son la dificultad de comprender que alguien pueda desplazarse armado por una ciudad como París y el miedo a que todo ello se repita, en la capital francesa o en cualquier otra parte, los que impulsan la creación anónima de explicaciones que a muchos no les parecen más implausibles que las que ofrecen la prensa y el Gobierno.
Bajo la impresión de hechos conmovedores —el asesinato de un presidente, por ejemplo— es más fácil creer en una conspiración antes que en la acción individual. Lo que las teorías de este tipo evidencian es que lo primero que se pierde bajo esa impresión es la capacidad del individuo de formarse un juicio crítico: es bueno pensar que ese juicio podría ser estimulado con más y mejor educación. Pero esto también es discutible, como pone de manifiesto la proliferación de teorías conspirativas durante el siglo XX. A ese siglo, nos recuerda Higgs, le debemos dos neologismos que lo describen bien, “racismo” y “genocidio”, y es nuestra responsabilidad individual en relación con ambos lo que explica el auge de la teoría conspirativa, que permite que los “malos” sean, por una vez, los otros.
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