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sábado, 30 de mayo de 2020

El sabio y la mariposa

Miguel Ángel Santos Guerra

Estamos en plena desescalada. Parece que ya se ve alguna claridad al final del túnel, aunque todavía quede mucho camino por recorrer hasta salir a plena luz . Un camino lleno de miedo y de muertes que solo podremos recorrer con esfuerzo, disciplina y esperanza. Hemos avanzado en la buena dirección. Del 35% de contagio hemos pasado a 0,2% y de 900 muertos diarios hemos pasado a menos de 50. Como decía Winston Churchill tras El Alamein, “esto no es el fin, ni el principio del fin, pero sí es el fin del principio”. Para que sigamos avanzando tenemos que poner cada uno nuestro mayor esfuerzo. Ahora todo depende de nosotros y nosotras. Es la hora de la gente.

En los primeros compases de la crisis fue la hora de los políticos. Tuvieron que tomar medidas rápidas, improvisadas, duras, arriesgadas, difíciles. Tuvieron que sostener la economía con decisiones novedosas, urgentes y solidarias para que nadie quedase en el camino por no poder satisfacer las necesidades básicas.

Luego fue la hora de los sanitarios y las sanitarias, que tuvieron que hacer frente a una avalancha de enfermos y enfermas que necesitaban camas, cuidados y remedios. Se vieron obligados a trabajar con un altísimo riesgo y con escasos medios, bordeando siempre el abismo del colapso.

Llegó también la hora de los militares y de los policías que pusieron su actividad al servicio de la desinfección, la vigilancia, la seguridad y el orden, arriesgando sus vidas y luchando contra el miedo a un posible contagio.

Y luego les llegó la hora a aquellos servicios y comercios que proveían de artículos de primera necesidad con el fin de que pudiéramos satisfacer las necesidades más apremiantes: supermercados, farmacias, panaderías…

Luego llegó la hora del profesorado que tuvo que hacer frente a unos compromisos docentes y evaluadores llenos de exigencia que necesitaron de esfuerzo, ingenio y coraje suplementarios. Porque nunca había tenido que trabajar en esas circunstancias. Porque lo hacía desde sus casas, con tareas domésticas e hijos a los que cuidar.

No es tan diacrónica la lista, ya lo sé. Tiene, más bien, carácter sincrónico, pero era necesaria la enumeración para hacer patente su relevancia en la crisis. No es que haya desaparecido o disminuido la necesidad de la acción de todos estos agentes, pero creo que este es el momento de cada ciudadano. Es la hora de la responsabilidad. Sé que no es fácil. Una cosa es esconderse del virus en la casa y otra luchar contra él en la calle. Aun queriéndolo hacer bien no es nada fácil. Pero hay que querer hacerlo bien.

Ha llegado la hora de la gente, como decía. La hora de la responsabilidad ciudadana. Ahora somos nosotros, todos y cada uno, quienes debemos dar muestras de seriedad, exigencia y compromiso con el bien común.

Tenemos la obligación de conocer al dedillo la normativa vigente. Tenemos que saber cuándo, cómo, a dónde y durante cuánto tiempo se puede salir. Y qué se puede hacer en esas salidas. Y que desde el jueves pasado es obligatorio el uso de mascarillas. Tenemos que cumplir escrupulosamente cada una de las normas, tanto las de higiene como las de distancia o movilidad.

Y tenemos que ayudar a que otras personas cumplan las normas, especialmente aquellos y aquellas que dependen de nosotros. No podemos ser testigos impasibles de cómo nuestros hijos e hijas, por ejemplo, se saltan las normas y nos exponen a todos al contagio.

No es la hora de la crítica. Es la hora de la acción. No es la hora del individualismo sino la hora de la solidaridad. No es la hora de la inconsciencia sino del comportamiento responsable. No podemos traicionar el esfuerzo de todos y todas quienes han trabajado y siguen trabajando denodadamente. No podemos echar por la borda, a través de comportamientos irresponsables, aquellos logros ya conseguidos.

“Es incorrecto e inmoral tratar de escapar de las consecuencias de los propios actos”, decía Gandhi. Da la impresión de que algunas personas no son conscientes de los efectos de sus acciones. Pareciera que fuesen niños sin uso de razón o enajenados que no tienen capacidad de discernimiento.

He visto en la televisión (y en la calle) aglomeraciones estúpidas, contactos irresponsables, desplazamientos inadmisibles a segundas residencias, encuentros prohibidos, comportamientos inconscientes, rupturas injustificadas del confinamiento…

Nadie puede declararse a sí mismo una excepción. Nadie tiene derecho a convertirse en una fuente de contagio. Nadie debe pensar que es lo mismo hacer las cosas bien que hacerlas mal. Esta es una llamada a la sensatez, al sentido común y al sentido de lo común. Nos estamos jugando el presente y el futuro. Es la hora de pensar lo que sucedería si todos actuasen como nosotros.

No tienen que ser las multas el principal elemento disuasorio, sino el sentido del deber ciudadano. La responsabilidad de ser respetuosos y solidarios. Me pregunto en este momento por la educación que hemos recibido en las escuelas. ¿Qué tipo de ciudadanos somos hoy? ¿Hemos aprendido a pensar en la escuela y en a universidad? ¿Hemos aprendido que las causas producen unos efectos de manera inexorable? ¿Hemos aprendido a ser solidarios, responsables, compasivos? ¿Qué hemos aprendido si no? “La libertad significa responsabilidad. Por eso la mayoría de las personas la temen”, decía George Bernard Shaw.

He contado alguna vez la siguiente historia, de autor anónimo, que ahora quiero compartir con el lector o lectora para avivar estas reflexiones sobre la responsabilidad y la libertad. Sobre los diversos determinismos que, a veces, nos atan al enajenamiento.

Había un viudo que vivía con sus dos hijas, curiosas e inteligentes. Las niñas siempre hacían muchas preguntas. Él sabía responder algunas, otras no.

Como pretendía ofrecerles la mejor educación, mandó a las niñas de vacaciones con un sabio que vivía en lo alto de una colina. El sabio siempre respondía a las preguntas sin la menor vacilación. Impacientes con el sabio, las niñas decidieron inventar una pregunta que él no sabría responder.

Una de ellas apareció con una hermosa mariposa azul que utilizaría para engañar al sabio.

– ¿Qué vas a hacer?, preguntó la hermana.

Voy a esconder la mariposa en mis manos y voy a preguntar al sabio si está viva o muerta. Si él dijese que está muerta, abriré mis manos y la dejaré volar. Si dice que está viva, la apretaré y la aplastaré. Y así, cualquiera que sea su respuesta, será una respuesta equivocada.

Las dos niñas fueron entonces al encuentro del sabio, que estaba meditando.

– Tengo aquí una mariposa azul, dijo una de las hermanas. Dígame, sabio, ¿está viva o está muerta?

Con mucha calma, el sabio sonrió y respondió:

– Depende de ti… Ella está en tus manos.

Así es nuestra vida, nuestro presente y nuestro futuro. No debemos culpar a nadie cuando algo falle porque somos nosotros los responsables por aquello que conquistamos (o no conquistamos). Nuestra vida está en nuestras manos como la mariposa azul. Nos toca a nosotros escoger qué hacer con ella. Depende de nosotros mismos el hacerla respetable o indecente, salvífica o destructiva. Muchas veces la hacemos depender del pensamiento de otros, de las actitudes de los otros, de las decisiones de los otros, de las condiciones que nos rodean. El determinismo nos entrega al conformismo, al desaliento y a la irresponsabilidad. Pero en realidad somos nosotros quienes podemos salvarnos o hundirnos.

Dice Stephen Covey: “La clave es tomar la responsabilidad y la iniciativa, decidir de qué trata tu vida y priorizarla alrededor de las cosas más importantes”. Y ya sabemos que las cosas más importantes de la vida no son las cosas. Son las personas, que tienen por el hecho de serlo, una dignidad consustancial y unos derechos inalienables.

https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2020/05/23/la-hora-de-la-gente/