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domingo, 23 de abril de 2023

Fagocitosis de los innovadores

Existe en las instituciones, no solo en las educativas aunque especialmente en ellas, un mecanismo al que me gusta denominar fagocitosis de los innovadores. El lector me dirá si lo ha detectado en la micropolítica de la organización en la que trabaja. Y también podrá pensar si se encuentra entre los verdugos o entre las víctimas.

Tomo la metáfora de la biología. La fagocitosis es un proceso por el cual ciertas células y organismos unicelulares capturan y digieren partículas extrañas. Una célula utiliza su membrana plasmática para engullir una partícula. El fagocito rodea y destruye las bacterias y elimina sustancias extrañas. El término proviene del griego phagein, comer y kytos, ‘célula’.

En las organizaciones hay individuos que engullen, que fagocitan, a quienes consideran personas nocivas para su tranquilidad. Los profesores innovadores hacen propuestas y tienen actitudes que dejan en evidencia a quien no quiere hacer nada. Para defenderse de la exigencia no pueden demostrar que la propuesta innovadora es mala o inútil. Resulta más fácil fagocitar a quien hace la propuesta.

Para destruir a los innovadores utilizan diversos cuchillos que tienen buen filo y resultan muy prácticos para acabar con el riesgo que supone la invitación al trabajo, al compromiso y a la ilusión.

Primer cuchillo: “tiene problemas afectivos”. El innovador (me refiero a hombres y a mujeres) no es que sea un buen profesional y por eso permanece mucho tiempo en la escuela. No. Es que está soltero, no tiene hijos o se está separando y no quiere llegar a su casa. Es una persona rara. El que fagocita le dice al innovador: todos somos raros, menos tú y yo. Incluso tú eres un poco raro.

Segundo cuchillo: “lo que quiere es sobresalir”. Como la propuesta de innovación no se va a pagar, como no se va a acreditar, el fagocitador atribuye al innovador motivos espurios: quiere adular a la inspección o a la dirección, quiere destacar, pretende llamar la atención, eso es lo que le gusta.

Tercer cuchillo: “es de Podemos”. El proceso de etiquetado es el mismo en todas las organizaciones aunque las etiquetas son distintas. En cada contexto funcionan unas u otras. Delo que se trata es de colgarle una que le desacredite.

Cuarto cuchillo: “es un joven (o un viejo) iluso”. Este cuchillo tiene dos filos. Me preocupa más el que pretende matar a los innovadores veteranos. Porque esos jóvenes fagocitadores me resultan patéticos. Ya están quemados y no han visto todavía el fuego. Me hace pensar en acusaciones inquietantes: ¿qué hacéis en la Facultad que salen jóvenes maestros con 22 años y parecería que tienen 122?

Quinto cuchillo: “quiere que le hagan un monumento en el patio”. O que le pongan su nombre a una calle o, como dicen en Argentina, que le den la tiza de oro. El móvil de la propuesta no es la innovación o el bien de los alumnos y de las alumnas sino la vanagloria.

Sexto cuchillo: “eso ya lo hicimos hace muchos años y no valió para nada”. Se invoca la experiencia con ánimo destructivo. Se dice que aquella iniciativa no solo no sirvió para nada sino que fue el origen de un serio conflicto que tardó años en resolverse. Mejor no hacer nada.

Séptimo cuchillo: “ese quiere heredar la escuela”. Acusan al innovador de ambicioso y de fatuo. En definitiva, eso que pretende conseguir no es posible alcanzarlo porque nadie se lo va a agradecer.

Y así podríamos seguir. He llegado a describir más de veinte cuchillos para eliminar a los innovadores, pata arrinconarlos, para desprestigiarlos, para no hacerles caso.

Comprendo que es un grave problema sufrir ataques por querer hacer mejor las cosas, por pretender transformar la realidad. No es que no le apoyen y le reconozcan el mérito al innovador, es que se lo hacen pagar caro. Le sucede al innovador lo que le pasó en la guerra a aquel soldado que cavó una trinchera tan larga que le declararon desertor.

En la cultura de las organizaciones se produce un hecho complementario al de la fagocitosis, que es el de elección de prototipos. Los fagocitadores se convierten en modelos porque no tienen problemas afectivos, no son de Podemos, no son jóvenes (o viejos) ilusos, no pretenden que les hagan un monumento en el patio, no quieren repetir una experiencia fracasada y no quieren heredar la escuela.

Creo que trae cuenta ser un docente innovador por una sencilla razón: va a ser más feliz, va a disfrutar más en la tarea.

Algunas veces me preguntan: ¿qué hacemos con los fagocitadores?, ¿los matamos nosotros? (Metafóricamente, se entiende), No hay que matar a nadie, hay que invitarles a participar en la fiesta del compromiso, del esfuerzo y de la innovación. Y en caso de que no se dejen seducir, siempre se puede seguir el consejo de Voltaire: no hay mayor venganza sobre nuestros enemigos que la de que nos vean felices.

Voy a contar una historia que muestra los intríngulis de este proceso

En una cartería de Valencia los carteros están repartiendo la correspondencia por sectores, bloques, calles y pisos. De pronto, uno de los carteros dice:

– Atención, compañeros, ¿qué hacemos con esta carta?
– ¿Por qué, le preguntan?
– Es que tiene una dirección sorprendente
– ¿Qué dirección es esa?
– La dirección dice: San Antonio de Padua. El cielo.
Uno de ellos pregunta:
¿Tiene remite?

Sí, aquí figura un nombre con sus apellidos y una dirección. Seguro que se trata de un niño que le escribe a San Antonio. Vamos a abrir la carta, a leerla y a contestar a ese niño. Le daremos una sorpresa y se pondrá muy contento.

El cartero abre la carta, la lee y descubre que quien escribe no es un niño, sino un adulto, que le dice a San Antonio que es un trabajador desempleado y que tiene un hijo enfermo. Necesita con urgencia que le mande cien euros porque tiene que comprarle unas medicinas y no tiene dinero ni otra forma de conseguirlo.

El cartero, que es una buena persona, dice que cien euros es una cantidad grande para uno solo pero que, como son muchos, les propone dejar una pequeña cantidad. El la recogerá y la enviará en un sobre a la dirección que figura en el remite.

Cuando acaba el trabajo ve que los compañeros han dejado setenta euros, él mira en su cartera y ve que tiene diez euros. Setenta y diez ochenta. Como el autor de la carta pide el dinero con urgencia, decide no esperar. Mete el dinero en un sobre, escribe la dirección que figura en el remite y, sin ningún comentario, le manda la carta al remitente.

Pasan dos meses y otro cartero lee en un sobre la dirección de marras: San Antonio de Padua. El cielo. Algunos no se acuerdan ya de la historia, pero alguien sugiere que va a ser aquel trabajador que al que enviaron el dinero. Y con seguridad les dará las gracias. Abren la carta. Y leen en voz alta:

Querido San Antonio: ya sabía yo que no me ibas a fallar. Te quiero dar las gracias por el dinero que me has mandado y que me permitió comprar las medicinas para mi hijo que, por cierto, se ha curado. Pero te voy a dar un consejo: cuando mandes dinero a tus devotos no se te ocurra volver a mandarlo a través de las oficinas de correos porque los muy ladrones me han robado veinte euros de los que tú me mandaste

El Adarve.