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sábado, 6 de febrero de 2016

Cuando el paraíso era el infierno

Tal vez algún compañero del instituto le había hablado de un desierto donde había palmeras o puede que solo fuera una rebelde con demasiados sueños. Tenía 16 años aquella adolescente cuando levantó el vuelo una madrugada. Fue la madre a despertarla y encontró su cama vacía. La niña ha volado, le dijo la mujer al marido. No entendían nada. “¿Qué hemos hecho mal?”, se preguntó el hombre mirándose en el espejo del baño. Él regentaba un famoso despacho de abogados. Ella era psicóloga y había citado a varios pacientes esa mañana. La niña en una gasolinera de las afueras llevaba ya una hora suplicando a cualquier conductor que la llevara al sur.

Después de varias negativas, finalmente su plegaria fue atendida por un camionero, que la dejó en una ciudad con puerto de mar. En el muelle había un chico que también andaba extraviado y como los dos iban igualmente perdidos juntaron las mochilas y compartieron también el primer tatuaje, una serpiente, él enroscada en un brazo, ella alrededor del ombligo. Un caso entre mil en aquel tiempo.

Tuvieron que pasar algunos años y muchas caídas para que, de regreso a Madrid, el fotógrafo Alberto García Alix certificara con una imagen los estragos que en los cuerpos de estos fugitivos dejaron los vanos sueños. El estudio de este fotógrafo en la calle Atocha era el último apeadero de ese viaje de donde ya no se vuelve. García Alix (León, 1956) examinó de arriba abajo con mirada de forense a aquellos dos seres que pretendían convertirse en sus posibles criaturas, la córnea color fresa de los ojos, las venas del antebrazo, los fieros tatuajes que cubrían de tigres sus carnes macilentas, la pelambrera rapada con crestas de gallo, los garfios y cadenas como arreos de caballo. Les dijo: “No estáis todavía lo bastante muertos. Seguid vuestro viaje al Hades”. Aquella pareja que antaño fueron espléndidos retoños de una burguesía feliz abandonaron el estudio de García Alix y se adentraron por las calles de Malasaña, por los túneles de Azca, por los descampados de Entrevías para madurar un poco más.

Sin trampas A partir de 1975, mientras el dictador seguía agonizando sucesivamente en todas las esquinas, sonaban en los garitos y colmados del rollo las descargas de los Ramones, de Sex Pistols, de Dead Boys. El fotógrafo García Alix había convertido su leica en un arma de guerra y con ella comenzó a coleccionar los futuros cadáveres que iba a traer la libertad. No se permitió hacer trampas. El propio fotógrafo daba ejemplo de estar comprometido con sus propias criaturas; compartía con ellas las mismas camas deshechas, los mismos cubos de plástico para vomitar, el mismo sexo perforado, el mismo afán de cabalgar la moto hacia un horizonte de hormigón, la misma pócima del olvido, la dama pálida cuya calavera estaba coronada con diamantes o cualquier otra sustancia que introducida por los siete orificios del cuerpo y alguno más sirviera para expulsar la conciencia por las orejas. Alberto García Alix decía: “Tiro cuando siento miedo”. Solo disparaba si veía su propia vida reflejada en los seres que fotografiaba.

Eran aquellos días en que en este país al final de la dictadura, bajo un mismo pistoletazo de salida, galgos y caballos comenzaron a ladrar y relinchar juntos en una carrera hacia la nada por los túneles de la ciudad. A García Alix le excitaba disparar su cámara sobre los ojos melancólicos de los perros perdedores, sobre las violentas fauces erizadas de colmillos de perros sangrientos, sobre los perros que en brazos de mujeres maduras y desamparadas eran el último recipiente donde ellas arrojaban todo su amor. Por los sótanos de la contracultura discurrían las tribus urbanas en busca de abrevadero y García Alix era el inspector de alcantarillas que daba los certificados. Sabía que en aquel tiempo la imagen de una chica con minifalda de cuero camino de la panadería era más detonante que cualquier ensayo de sociología.

El exorcismo
Si fotografiaba seres al límite no era para buscar un exorcismo. Su cámara no emitía ningún juicio. Las cosas son así, decía. Paredes desconchadas, perros desolados, lavabos sucios, púgiles cubiertos de tatuajes bajo cremalleras con candados, macarras espatarrados, travestis y transexuales, adolescentes turbios y desafiantes con chupas de cuero duro, jeringuillas, vulvas y erecciones violentas, orgasmos sobre colchones infectos, preservativos anudados que encerraban millones de frustrados habitantes de este perro mundo, pero de pronto su estudio lo atravesaba un ángel con un halo poético. Hay un extraño poema fotográfico debajo de este arsenal humano que trajo a este país el envés de la democracia. En medio del nihilismo anarquista y la neurosis autodestructiva de la estética punk, el talento para captar la belleza entre la rebeldía y la soledad, convirtió a García Alix en protagonista de su propia leyenda. También su cuerpo era una frontera. En su piel lleva grabados todos sus deseos. El desamparo de los paraísos perdidos lo expresa en su autorretrato con la mirada melancólica de aquel tiempo en que emprendió viaje en perpetua fuga. García Alix es su propio modelo de cuero a bordo de la moto a doscientos con el pelo electrificado.

Aquella pareja de adolescentes que en los primeros años de la libertad viajaron al sur, de regreso a la ciudad atravesaron el Madrid de los años ochenta y ya batidos por el hormigón desolado del extrarradio se presentaron de nuevo a examen ante García Alix. A este artista solo le interesaban los ojos de aquellas criaturas, la melancólica soledad de su mirada para estar seguro de que ya eran replicantes urbanos. En efecto, ellos habían visto naves en llamas más allá de Orión en los túneles de Azca. “Vale, me dais miedo. Ya sois de los míos”. A su modo el disparo de la leica de García Alix era el rayo C en la puerta de Tannhäuser.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/01/24/actualidad/1453645883_848579.html

miércoles, 29 de julio de 2015

La Universitat de València expone hasta el 4 de septiembre las fotografías del médico canadiense Norman Bethune, entre la medicina solidaria y el antifascismo. Enric Llopis

“Me niego a rebelarme contra un mundo que genera crimen y corrupción”. Este propósito guió al médico canadiense Norman Bethune (1890-1939) durante toda la vida, en un recorrido altruista, incansable, desgarrador y presidido por una palmaria divisa política: el antifascismo. Después de participar en la primera guerra mundial como camillero de ambulancia, los ideales solidarios inspiraron su actividad en Montreal, donde atendía a la gente más pobre en los años posteriores a la “gran depresión”. Durante la guerra civil española, Norman Bethune se enroló como médico voluntario de las Brigadas Internacionales y creó el Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre. El objetivo fue salvar el máximo de vidas durante la conflagración. Al igual que en China. Allí trabajó como médico de campaña en el frente, donde prestó su apoyo entre 1938 y 1939 al Ejército Popular frente a la invasión japonesa. A los 49 años murió de septicemia en Hebei (China), en la humilde cabaña de un campesino.

Organizada por la Universitat de València, la exposición fotográfica “Norman Bethune. La huella solidaria” puede visitarse hasta el 4 de septiembre en el Palau Cerveró de esta ciudad. “La tuberculosis causa más muertos por la falta de dinero que por la de resistencia a la enfermedad; el pobre muere porque no puede pagarse la vida”. Entre 1928 y 1936 Norman Bethune ejerció como cirujano torácico en Montreal y llegó a ser un especialista reputado en el tratamiento de la tuberculosis. Los ideales le condujeron a España, tres meses después del alzamiento faccioso. Fumador empedernido, el hecho de cruzar el océano para participar en la guerra de 1936, le supuso una renuncia en la proyección profesional (Bethune ocupaba la jefatura de Servicio del Hospital Sacré-Coeur de Montreal). En la contienda española permaneció ocho meses que le marcaron durante toda la vida: “España es una herida en mi corazón. Una herida que nunca cicatrizará. El dolor permanecerá conmigo, recordándome siempre los casos que he visto”.

Por un lado Norman Bethune participó en los servicios médicos de las Brigadas Internacionales. Constituyó –y propuso al gobierno de la República tanto organizar como financiar- una unidad móvil de transfusión de sangre. “Las transfusiones móviles nunca se habían hecho antes en el mundo”, destaca la muestra de la Universitat de València. El objetivo era, en una primera fase, trasladar el plasma a los hospitales de Madrid, en una camioneta Ford de estructura muy sencilla: un frigorífico, un esterilizador y material médico. El proyecto, austero y efectivo, de la ambulancia móvil se complementó con un banco de sangre instalado en un piso de la calle Príncipe de Vergara (Madrid). Los periódicos exhortaban a la colaboración de los donantes. “Al amanecer, 2.000 personas abarrotaban la avenida”, apunta uno de los paneles. Después de surtir a los hospitales, el servicio de transfusión del médico canadiense amplió el horizonte y pasó a los frentes cercanos, como la Sierra de Guadarrama.

Más aún la ambulancia desempeñó su función altruista en febrero de 1937, cuando colaboró en el auxilio de la población que huía de Málaga rumbo a Almería. El galeno y su colaborador, Hazen Sise, dejaron testimonio escrito y fotográfico de lo que la exposición titula como “el crimen de la carretera Málaga-Almería”. Pese a que Norman Bethune se marchó de España en junio de 1937, la huella de la tragedia le acompañaría siempre. Después de volver a Canadá y Estados Unidos, se embarcó en una gira para dar a conocer el servicio de transfusión sanguínea. Recolectó fondos para el proyecto. La muestra fotográfica, comisariada por Jesús Majada, incluye una frase que más bien representa toda una transición biográfica en Norman Bethune: “España y China están comprometidas en la misma lucha; me voy a China porque creo que es allí donde las necesidades son más urgentes y donde puedo ser más útil”.

El doctor canadiense dispuso en el país asiático de medios muy escasos, pero esto no obstó para que planificara la medicina del ejército y colaborara en la implantación del sistema de sanidad pública. Prueba del frenesí en que se convirtió la actividad médica (cirujano de campaña en el frente) es el siguiente testimonio: “El Hospital Central tiene ahora 350 camas, todas ellas ocupadas; debería ampliarse inmediatamente hasta 500; otro cirujano y yo hemos realizado 110 operaciones en 25 días; esta gente necesita todo; les adjunto una lista de sus medicinas en el almacén; lamentable ¿no? ¿Pueden enviarnos morfina, codeína, instrumental quirúrgico, salvarsán, carbasona…? Aquí hay demasiada disentería”. La labor humanitaria de Norman Bethune llenaba toda su existencia (muy solitaria), de hecho, sólo podía hablar en inglés con su intérprete. Salvar la vida de los malheridos y damnificados daba sentido a la vida del doctor. Entres sus pocos objetos personales, la máquina de escribir, con la que redactaba informes, directrices, cartas y libros. Sin desfallecer pedía ayuda médica.

La falta de equipamiento y material tuvo un desenlace fatal. El hecho de no contar con guantes de goma para las operaciones, agravó las consecuencias del corte de un dedo durante una operación de urgencia (octubre de 1939). La herida se infectó, extendió por el cuerpo y terminó con su vida el 12 de noviembre de 1939. La muestra de la Universitat de València incluye fotografía de estatuas levantadas en China a este médico occidental, que con la unidad médica móvil formada por ocho personas (un intérprete, el cocinero-ayudante Ho Tzu-Hsin y el personal médico) salvó la vida de muchos soldados.

Además de la exposición, la muestra incluye otras actividades como la proyección del documental “De Madrid al hielo”, del director hispano-canadiense Bruno Lázaro. Producido en 2011 y con una duración de 75 minutos, la película es una mezcla de tramas que finalmente se conectan. Por un lado el director, que con diez años (en 1968) emigra con su familia a Canadá. Otro punto argumental lo constituye un joven de Saskatchewan (provincia central de las Praderas de Canadá) que con otros jóvenes canadienses viajan a España para defender a la II República como voluntarios internacionalistas. De ese modo desafiaban el principio de “no intervención”. En el Batallón Mackenzie-Papineau canadiense (conocidos como Mac-Paps), se alistaron 1.448 miembros (un número considerable, en relación con la población total de Canadá, si se compara con otros países). El tercer nudo del filme es Jesús López Pacheco, novelista y poeta adscrito al realismo crítico, además de padre del director de la película. El escritor emigró a Canadá en 1968 como profesor universitario de la Western Ontario.

“De Madrid al hielo”, realmente un ensayo experimental-documental, se distancia de los documentales más convencionales al incluir elementos del cómic, la animación, el fotomontaje y superposiciones que sugieren técnicas vanguardistas. Uno de los hilos narradores de la película, en inglés con subtítulos en castellano, son las poesías de Jesús López Pacheco. Una de ellas, dedicada a Norman Bethune, completa el cuadrado argumental: “El canadiense más humano de nuestro tiempo/fue a España cuando España le gritaba al mundo/ “¡Venid a ver la sangre derramada!” “El canadiense más humano de nuestro tiempo/subió a un camión pequeño y recorrió los frentes/con botellas de sangre. Habiendo descubierto/que los versos del hombre pueden dar en el hombre,/fundó el Canadian Blood Transfusión Service,/Servicio Canadiense de Transfusión de Sangre”.

También aparece recitado en la película el poema de Jesús López Pacheco, “Sueño americano”, alumbrado en el exilio:
“Los envuelve una bruma de deseos/
insatisfechos, pero renovados siempre./
Son libres de comprar vendiendo el alma/
y, esclavos de sus pobres propiedades nunca suyas,/
no hacen la digestión jamás sin hipoteca./
El cráneo les horada, gota a gota, una secreta admiración por los canallas”.

A la dictadura franquista le escribe estos versos:
“A una época larga como un día sin pan/
a una larga plaga de miedos, silencios y dolores,/
a una charca de historias en la historia de España/
que ha de tener también historiadores”.