Yo suelo escribir bastante sobre la buena gente. Y no sólo escribo: pienso a menudo en ella. Cuando aprieta la zozobra, cuando abrir un periódico te araña el corazón, cuando te enteras de alguno de los horrores que suceden por el mundo, como la reciente matanza de niños cometida por los talibanes, consuela recordar que hay muchísimos individuos maravillosos que nunca salen en las noticias y a quienes no prestamos atención. Pero existen, de eso no tengo duda. Vivo en la certidumbre de que la mayoría de los humanos son razonablemente buenos.
Sin embargo, hoy me han entrado ganas de hablar de los malos. Y no de los completos monstruos, de los psicópatas, de los criminales, de los fanáticos; no hablo de la perversión monumental y sin paliativos de los talibanes, o de los que queman vivas a sus mujeres, o de los que ordenan torturar salvajemente a un preso, o de quienes, como Blasco, exconseller de Cooperación y Solidaridad de la Generalitat Valenciana, roban el dinero donado con generosa urgencia por los ciudadanos para socorrer a los damnificados del terremoto de Haití (esa también es una manera de matar). No. Me refiero a los malos insidiosos y mezquinos, a los malos mediocres pero feroces en su cobarde medianía. Y me temo que ese tipo de gente abunda más que el malvado monumental.
Un día llegué a casa de una amiga y encontré que su puerta había sido manchada con violentos brochazos de pintura verde chillón. Vive en una casa antigua del centro de Madrid, un edificio popular, con muchos vecinos, añosos y supuestamente afables en su mayoría. Pues bien: la presidenta de la comunidad, una mujer todavía joven, había mandado un escrito protestando por una nimiedad contra uno de los vecinos, con la intención de recoger firmas en su contra. Mi amiga, que no tenía nada que reprocharle a ese hombre, no firmó. Al día siguiente, todas las puertas de quienes se abstuvieron, que fueron unos cuantos, aparecieron marcadas con ese color verde vómito, como las puertas de los egipcios de la Biblia. En fin, hace falta ser muy vándalo, muy descerebrado y muy cobarde para actuar así. Y, además, hace falta ser malo.
Las comunidades de propietarios parecen fomentar estas furias locas, esta animosidad estúpida y dañina
Las comunidades de propietarios parecen fomentar estas furias locas, esta animosidad estúpida y dañina: no es el único caso que conozco de batallas campales entre vecinos. Y suceden cosas aún peores; de hecho, este artículo se me ocurrió tras leer un acongojante comentario que dejó en mi Facebook Gema Martínez González, a raíz de un texto mío de EL PAÍS en el que hablaba de los muchos ancianos discapacitados que no pueden salir de sus casas porque viven en pisos altos sin ascensor. Gema escribió: “Yo soy enfermera y voy a sus casas, les llamamos ancianos confinados porque podrían salir a la calle si tuvieran ascensor, pero quedan encerrados en sus pisos; y en mi barrio se da otra circunstancia, hay portales en los que la comunidad pone el ascensor con llave y el que no paga (porque no tiene dinero para hacerlo) no tiene llave, yo he ido a hacer visitas a un anciano y el vecino, al saber al piso que iba, ¡no me ha dejado subir con su llave!”. No me digan que no es el más perfecto y desnudo ejemplo de la crueldad imbécil: una comunidad entera coaligada para impedir que un pobre viejo pueda pisar la calle. Es decir, condenándolo a una cadena perpetua hasta la muerte, sin juicio, sin defensa y sin apelación. En verdad repugnante.
Me pregunto si todos esos vecinos serán igual de malos, o si habrá uno o dos energúmenos en la escalera empeñados en prohibirle el ascensor al anciano y los demás se limitarán a seguir la corriente dominante; y no por miedo a represalias concretas, sino por pereza y cobardía moral. Porque, pensándolo bien, ahora se me ocurre que la mayor parte de la gente quizá no sea buena, sino amorfa, volátil cual pluma en tormenta. Y que, por egoísmo y debilidad, se adapta a lo que haya. Quizá incluso la mayoría de los individuos prefirieran ser buenos; pero lo primero que escogen es no meterse en líos, sin saber que ése es el mayor lío posible, el error fatal que arruinará sus vidas, como explicó tan bien Martin Niemöller en su celebérrimo poema: “Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas, guardé silencio, porque yo no era comunista (ni socialdemócrata, ni sindicalista, ni judío…). Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar”. Por eso es tan importante el clima ético de un país, por eso son tan importantes los líderes de opinión, los modelos sociales, el ejemplo de los dirigentes, la moral pública: para fomentar la rectitud en el corazón de los tibios y minimizar la aparición de la gente mala, tonta y fea.
ROSA MONTERO 4 ENE 2015 -El País.
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viernes, 16 de enero de 2015
martes, 5 de noviembre de 2013
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