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miércoles, 6 de marzo de 2024

Una historia de amor en la mediana edad con un final explosivo. En su nueva novela, “Leaving”, Roxana Robinson reúne a una ex pareja. Uno de ellos está divorciado; el otro todavía está casado. ¿Ahora qué?

En su nueva novela, “Leaving”, Roxana Robinson reúne a una ex pareja. Uno de ellos está divorciado; el otro todavía está casado. ¿Ahora que?

Toda historia de amor necesita un obstáculo, alguien o algo que amenace con mantener separados a los amantes. ¿Qué obstáculos son adecuados para una historia de amor estadounidense contemporánea? El escritor de una historia de este tipo tal vez desee evitar la sobrecomunicación, la tolerancia (real o representada) y el hastío que disipan la tensión romántica. ¿Pueden los amantes todavía estar “desventurados”, condenados desde el principio a trabajar bajo una “estrella maligna”?

Pueden, dice Roxana Robinson, en su elegante historia de amor “Leaving”. (Robinson es autor de nueve obras de ficción anteriores, así como de una biografía de Georgia O'Keeffe).

Warren y Sarah, dos personas de 60 años que fueron pareja en su juventud, se cruzan durante la presentación de “Tosca”. Años atrás, Sarah había pensado en casarse con Warren, pero decidió que sería una elección imprudente como pareja. Las mismas cosas que lo hacen encantador una vez que reaparece a los 60 años (su entusiasmo, su intenso deseo de intimidad) asustaron a la joven Sarah y, en cambio, apostó por Rob. Resultó ser una elección equivocada y el matrimonio fue un fracaso. Cuando Warren y Sarah se encuentran en la ópera, tienen asuntos pendientes.

Los dos viven felices hasta este encuentro. Warren está casado, mientras que Sarah, madre de dos hijos mayores y divorciada desde hace mucho tiempo de Rob, está casada con su hogar en el bosque, su soledad y su perro excepcionalmente humano. Pero a medida que la narrativa avanza suavemente entre los dos puntos de vista, los vemos asombrarse y cambiarse el uno por el otro. El asunto que sigue es maduro, aunque sea destructivo. Sarah, producto de un entorno intensamente de clase alta, es una mujer comedida que habla con frases autoeditadas. Apreciamos su metaconocimiento de su posición. A una amiga que soportó la aventura de su propio marido, Sarah le señala: “Yo soy la otra mujer”.

Imagen La portada de "Leaving" es de color verde brillante, con un lirio tigrado descolorido visible a la izquierda del título, que aparece en letras minúsculas blancas.

Tampoco nos desagrada Janet, la esposa de Warren, pero no nos gustaría casarnos con ella. Ella es un poco tonta, demasiado literal y "tiene miedo de personas diferentes a ella". Por otro lado, ella no merece la duplicidad de Warren, quien intenta “ejecutar su matrimonio sin causar dolor”.

Todos los adultos del libro están representados con delicadeza. Años después de la aventura, Warren le escribe a su hija todavía furiosa: "He hecho algo para dañar nuestra relación, pero como sabes, he hecho todo lo que está en mi poder para expiar lo que he hecho". Expía, lo hace.

Resulta que es Kat, la hija adulta de Warren, quien es la antagonista de esta historia de amor. Cuando Kat se entera de que Warren ha decidido dejar a su madre por Sarah, le ruega: “Por favor, no lo hagas, papá. Aún no lo has hecho. No. Nos matarás. Matarás a nuestra familia”. El dolor de la hija pronto se endurece y se vuelve algo más severo. Finalmente, Kat establece sus condiciones: “Si te divorcias de mamá, yo me divorciaré de ti. Me divorciaré de ti por completo”. Lo que sigue puede poner a prueba la credulidad de algunos lectores y resultar incómodamente realista para otros. Vemos a Warren vacilar ante el exilio de su única hija. “Resultó que era más que nada un padre. Él fue el primero”.

Las demandas de Kat son escandalosas y, sin embargo, hay algo de lógica en ellas. No estamos “casados” con nuestros hijos, pero estamos involucrados en algo profundamente contractual. Podemos situar culturalmente la posición de Warren como el resultado final del estado actual de la paternidad (algunos dirían que la paternidad es excesiva) que se ha convertido en la norma de muchas familias que cuentan con los medios y el tiempo para ello. Esta intimidad que tuvimos o intentamos tener con nuestros hijos tiene un precio y nos deja más desposeídos sin ellos. Un padre de este estilo no puede invocar retroactivamente imperativos sociales de antaño, cuando los niños eran culpables del deber y del contacto continuo.

En lo más profundo del libro, “Leaving” parece una remezcla de Westchester de “La dama del perro” de Chéjov, otra historia de adulterio con un enfrentamiento en el teatro. La narración de Robinson es clásica, página tras página de escenas que se mueven rápidamente y una escritura tan precisa como hileras de tierra labrada. Robinson reelabora musicalmente la frase corta, repitiendo y volviendo hasta que las palabras expresan su significado. Cuando era niña, Sarah “nunca había pasado mucho tiempo con niños; los encontró misteriosos. ¿De qué querían hablar? ¿Qué se les permitía decir a las mujeres? No estaba permitido el desacuerdo con su padre; no le gustó. No hagas una escena, decía su madre. ¿Qué estaba permitido decirles a los niños? Por momentos, la moderación de los personajes me pareció propia de otra época. Pero me relajé con las cadencias y perspicacias magistrales de Robinson. Después de leer “Leaving” y su novela sobre adicción de 2008, “Cost”, leí cualquier historia que tuviera para contar.

Tenía la esperanza, debido a mis tiernos sentimientos por todos los involucrados, que esta historia terminaría con las mismas garantías que la de Chéjov. Pero resulta que cuando Robinson dice "Tosca", quiere decir "Tosca". El final es un bombazo, eminentemente discutible. Esta ágil novela fascina. Robinson demuestra que los escritores todavía pueden evocar los silencios y las renuncias que frustran el deseo y que las estrellas aún se cruzan.

domingo, 1 de enero de 2017

Eliminada de mi propia historia de amor. Por SAGE CRUSER.

En la pantalla de inicio de mi computadora tengo una carpeta dentro de otra carpeta que se llama “No abrir” (como un mensaje para mí misma).
Y para mi gran sorpresa, la abrí hace poco.
Está llena de fotos maravillosas de mi ex y yo que había borrado de todos lados. Una llamó mi atención: una foto en blanco y negro de nosotros en un viaje que hicimos a la costa de Oregon para celebrar su cumpleaños hacía dos veranos, justo después de ir a la boda de mi madre en mi ciudad natal, Portland.

El cursor del ratón daba vueltas por la foto y di clic dos veces para agrandarla.
Con los codos sobre la arena, sonreíamos mientras su mano acariciaba mi antebrazo izquierdo, su cabello oscuro y sus ojos contrastaban con mis facciones claras. Mi puño derecho, casi oculto por la manga de mi sudadera negra, escondía la mitad de mi tímida sonrisa blanca.
Esa imagen había estado en todos lados: en Facebook (donde fue mi foto de perfil), en su oficina, en la pared de nuestra sala y en la mesa lateral de sus abuelos en Iowa. La habíamos tomado cuando ya llevábamos seis meses juntos, durante nuestra fase de “luna de miel”, y todo el mundo le gustó y nos dijo cosas como “es perfecta” o “ustedes hacen tan bonita pareja”.

Lo que no sabían era que nos había costado muchísimo trabajo tomarla. Habíamos activado el temporizador de la cámara, así que presionábamos el botón y corríamos a posar, tratando de que la instantánea se viera tan natural como fuera posible. Tomábamos una foto y luego analizábamos el resultado:
-“Parezco loca”.
-“Me veo viejo”.
-“La pose se ve forzada”.
-“¿Parece que mi ojo izquierdo se está derritiendo?”.

Así estuvimos hasta que nos dolieron los músculos de la cara de tanto reírnos y se fue el sol, pero con ayuda de una buena edición, la versión final lucía espontánea y natural. Y gracias al temporizador, logramos hacer que algunas personas no se dieran cuenta de que era una foto jactanciosa que habíamos tomado nosotros mismos.

Me encantaba contar la historia de cómo nos conocimos. Pero ya no, así que no lo haré. Lo que verdaderamente importa es esto: no me tomé en serio que justo el día antes de que comenzamos nuestra historia de amor, él acababa de terminar con su novia de mucho tiempo.

Yo solía reprimir pensamientos de que yo era el clavo que saca otro clavo o la novia sustituta mientras llegaba la de verdad. Seguí adelante, atraída por su guapura, inteligencia y educación. Me encantaba lo expresivo que era con las manos mientras hablaba.

A pesar de todo lo bueno, siempre sentí como si tuviera que probarle a todos que él y yo éramos felices y que nuestra relación era legítima; las redes sociales ayudaban. En Facebook, podía excluir lo negativo, un comentario despectivo por aquí, una mentira por allá, y mostrar no solo cómo quería que los demás nos vieran, sino cómo quería vernos.

Algunas veces él hacía comentarios sobre que creía que yo sería más feliz con alguien que no fuera tan “conservador” como él. Seamos justos: fui yo quien lo convenció de que se dejara crecer la barba, tratando, supongo, de acercarlo a la imagen del novio ideal que me había imaginado.

Casi exactamente un año después de la foto en blanco y negro que nos tomamos y para la que posamos horas, logramos capturar otra imagen de las que provocan envidia, y esta vez a color. La tomamos en la rueda de la fortuna en el malecón de Seattle. Viajamos en auto allá para su cumpleaños y nos quedamos con mi prima.

Habremos posado unas diez veces ante la cámara de mi prima para lograr la foto “perfecta”: el estrecho de Puget de fondo en sorprendentes tonos verde aguamarina, las colinas lejanas en el horizonte. Nuestras sonrisas generosas y blancas, y mi hombro acomodado con soltura en el hueco de su brazo.
Pensamos bien qué poner en su estado de Facebook para que sonara natural pero cálido, breve pero con sentimiento:
“¡Celebrando una magnífica semana de cumpleaños con Sage en el área de Seattle!”.
-“Te amo, McBug”, me susurró aquella noche antes de quedarnos dormidos.

Dos meses más tarde, poco después de habernos mudado a nuestro segundo departamento juntos, se levantó diciendo que le dolía el estómago.
-“¿Habrán sido las fajitas de anoche?”, pregunté entre bostezos, mientras me acurrucaba bajo la cobija blanca y mullida que él acababa de hacer a un lado.
Dejó escapar un suspiro y se sentó en la orilla de la cama, con la cabeza entre las manos. Yo sonreía como tonta con los ojos entrecerrados.
-“No”.
Levanté la cabeza. -“¿Qué pasa, cielo?”.
-“Yo… no me imagino nuestro futuro”.
Hice a un lado las cobijas. -“Espera. ¿Estamos hablando de lo que creo que estamos hablando?”.

Volteó a verme con los ojos tristes y los labios contraídos. Casi me sentí mal por él hasta que me di cuenta de que estaba terminando conmigo. Sus razones para terminar la relación eran vagas; decía que llevaba seis meses pensándolo.
-“¿Alguna vez me amaste?”, pregunté.
Hizo una pausa y después trató de balbucear una explicación, pero la pausa lo dijo todo.
Lloré a moco tendido en nuestra cama, traía puesta una camiseta que me quedaba grande, la cara se me había puesto roja y me atragantaba con mi propia saliva. Y así fue como todo acabó.

Cambiamos nuestras fotos de perfil a las dos horas de haber terminado. Él cambió nuestra tierna foto en una cafetería de Portland por una foto en la que aparecía solo, vestido de traje. Yo cambié la foto en blanco y negro de la playa por una donde aparecía en la cima de una montaña en Irlanda, con la mirada fija y una expresión que esperaba que dijera: -“Estoy en la cima del mundo, soy exitosa”.
Con cada “Me gusta” sentía como se reconstruía mi ego, pero la euforia se desvaneció cuando empaqueté mis cosas y me mudé al sótano de mi madre, que no estaba en la cima de nada.
Familiares y amigos no lo podían creer. Sentía un dolor agudo en el estómago cada vez que pensaba en él. Me quedaba contemplando el techo por horas. Me perdía entre la confusión y los sentimientos de traición y odio. Aun así, fantaseaba con la reconciliación y que todo volvería a ser como antes.

La semana siguiente, me enteré de que él había abierto una cuenta de citas en línea un día después de haber terminado conmigo. Su foto de perfil me dejó sin aliento: me había recortado de la foto de la rueda de fortuna, en la que solo habían quedado sus dientes blancos y ojos verdes brillando y el agua resplandeciente que hacía contraste con su cabello oscuro. Me había eliminado de mi propia fantasía.
Dos semanas después, tras la división de los bienes, del llanto, las arcadas sin vómito y de escuchar “Hello” de Adele hasta el cansancio, recibí una carta suya escrita a mano, junto con un paquete que tenía un brasier deportivo mío que había encontrado entre la ropa sucia. Era una “oportunidad para ventilar algunas cosas” que quería decir.

La carta daba la misma explicación vaga que me había dado antes y en ella confesaba que todavía no tenía “razones específicas”, era “solo un sentimiento”, y decía que todavía me extrañaba “mucho”.
Me pregunté qué podría contestarle, pero nunca le mandé nada. En cambio, corregí su ortografía y gramática con una pluma roja, lo cual me hizo sentir algo de satisfacción.
Quería que mi amor perfecto se viera como yo me había convencido de que se veía: las fotos, los estados de Facebook, la barba, el recuento de nuestra relación que había hilado en mi cabeza. Me había enamorado del hombre que quería que fuera y era la mujer que quería ser. Me había enamorado de lo que pensaba que podíamos ser juntos y no de lo que realmente éramos. Esta era una verdad difícil de aceptar.

Poco después de mi incursión en mi carpeta no tan escondida, me reuní con una vieja amiga a la que no había visto en año y medio. Nos fuimos un fin de semana a acampar a Cannon Beach, el mismo lugar donde había tomado la foto en blanco y negro hacía casi dos años.
Después de ponernos al día y encender una fogata, ella me confesó que había pasado por una separación muy similar a la mía con su novio, quien le había puesto fin a la relación de manera abrupta cuando ella pensaba que todo iba de maravilla. Pasaron un mes sin hablarse antes de reconciliarse cuando él le pidió que regresaran.
A ella le parecía asombroso que hubiésemos experimentado rupturas tan parecidas, pero que habían acabado de forma tan opuesta. Ella se regocijaba de su felicidad recién descubierta, y decía que se casaría con él si se lo pidiera.

Nos sentamos en silencio sobre la arena fría, al lado de la fogata que crujía, mientras yo observaba una cometa amarilla, cuya larga cola bailaba en el cielo sobre las escasas nubes de la tarde.
Ella rompió nuestro silencio con una pregunta: “Oye, ustedes podrían estar juntos de nuevo algún día. ¿Te gustaría?”.
La miré, después miré de nuevo la cometa y contesté: “No”.


http://www.nytimes.com/es/2016/10/27/eliminada-de-mi-propia-historia-de-amor/?smid=fb-espanol&smtyp=cur