Mostrando entradas con la etiqueta músico. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta músico. Mostrar todas las entradas

jueves, 2 de septiembre de 2021

Muere Mikis Theodorakis, el compositor de "Zorba el griego" a quien Grecia tenía en su propio Olimpo

Puede que para buena parte del mundo hoy se haya anunciado la muerte del compositor de una canción universal: Zorba.

Pero a los griegos, en realidad, se les acaba de morir una divinidad.

Mijalis "Mikis" Theodorakis, fallecido este 2 de septiembre en Atenas a los 96 años, fue una de las figuras más importantes y emblemáticas de la Grecia contemporánea.

Y no sólo por su música.
Theodorakis también encarnó las luchas políticas y sociales que marcaron a su país y al mundo en el siglo XX.

Además de músico, Theodorakis fue parlamentario, ministro y activista.

Su apellido, que en una traducción libre podría ser regalito de Dios, lleva décadas impreso en la cabeza y el corazón de los griegos.

A ellos verdaderamente se les ha muerto un tesoro nacional.

Dos gigantes
Contar la vida de Mikis, como se le conocía popularmente, es relatar una odisea.

Nacido en julio de 1925 en la isla de Xíos (en español se pronuncia Jios), desde muy pequeño tuvo clara su vocación.

Theodorakis fue un coloso de la creación: su carrera abarca más de 1.000 piezas.

Aunque más tarde realizó estudios formales en París, aprendió a componer solo, escuchando música folclórica y bizantina, y a los 17 años dio su primer concierto.

Nunca más paró.
Ni cuando combatió en la Segunda Guerra Mundial y en la Guerra Civil que acto seguido desangró a Grecia, ni cuando fue perseguido, torturado y exiliado durante la Junta Militar que gobernó su país entre 1967 y 1974. Sus canciones fueron prohibidas y dos veces lo enterraron vivo.

Nada lo hizo sucumbir. Siempre, en toda circunstancia, fue una presencia imponente, exuberante, expresiva.

Parecía un volcán.
En YouTube hay un video fantástico de un concierto de 1995 en Munich, Alemania, en que Mikis comparte escenario con Anthony Quinn, el famoso actor de origen mexicano que en 1964 protagonizó la película "Zorba el griego", de Mijalis Kakoyiannis.

Theodorakis tenía 70 años y Quinn 80. Cantan, bailan, se besan, se abrazan, se elogian, pero sobre todo disfrutan.

Son dos gigantes que gozan como niños.

 

En 2017 circuló otro video que mostraba su grandeza. Aparece dirigiendo ya muy anciano, en silla de ruedas, con una pasión envidiable a un coro de mil personas de 30 ciudades que cantaban en su honor.

Hacia el final rompe en llanto de la emoción, mientras el público le grita maestro, enorme, eterno, el último de los grandes griegos.

Obra maestra
El legado de Mikis Theodorakis es contundente.

Entre cantatas, óperas, sinfonías, ballets, música de cámara, oratorios, películas y canciones populares, su carrera musical llegó a sumar más de mil piezas.

Puede que "Zorba el griego" sea la más conocida, pero no es necesariamente la más alabada.

Para muchos su obra maestra es la "Trilogía (o balada) Mauthausen".

En los años 60, Theodorakis grabó La balada de Mauthausen con el Servicio Griego del Servicio Mundial de la BBC.

Basada en la trágica experiencia del poeta griego Iakovos Kambanellis en el infame campo de concentración nazi, ha sido descrita como el trabajo musical más hermoso jamás compuesto sobre el Holocausto.

Muchas de las grandes composiciones de Theodorakis están, de hecho, inspiradas en la literatura: entre otras, les puso música a las palabras de sus compatriotas Giorgos Seferis y Odiseas Elytis, al "Romancero Gitano" del español Federico García Lorca y al "Canto General" del Premio Nobel chileno Pablo Neruda.

Son obras épicas, un buen reflejo de su ambición, de su compulsión por crear y mezclar. Lo clásico con lo popular, lo griego con lo universal, lo simple con lo grandioso.

Epitafio
La carrera musical de Mikis se desarrolló en paralelo a un intenso compromiso político.

Theodorakis.
Fundó partidos, fue parlamentario, ministro y militante comunista durante gran parte de su vida, aunque en 1989 fue candidato independiente por el partido de centroderecha Nueva Democracia, lo que le valió críticas de quienes lo consideraron un traidor.

Pero especialmente fue un activista, un defensor vociferante de la libertad, el medio ambiente, los derechos humanos y de la infancia y un opositor acérrimo a la violencia y la guerra.

En la década de los 60 se convirtió en una figura sobresaliente en la escena internacional y fue, junto a la actriz y cantante Melina Mercuri, el símbolo de la resistencia a la dictadura en Grecia.

La lista de personalidades que lo recibieron y apoyaron en esa época es destacable e incluye a artistas como Dmitry Shostakovich, Leonard Bernstein y Arthur Miller y a políticos como Yasser Arafat, Francois Mitterand, Olof Palme y Salvador Allende.

Melina Mercuri fue junto a Theodorakis uno de los principales símbolos de la resistencia a la Junta Militar griega.

Su nombre daba y siguió dando la vuelta al mundo.
En 1964 los Beatles grabaron una versión de su canción Honeymoon (Luna de miel), en los 80 Moscú le dio el Premio Lenin de la Paz y en los 90 recibió el Premio Musical de la Unesco.

En 1994 realizó una gira humanitaria que lo llevó a varios países de Europa, Canadá y Estados Unidos dirigiendo una megaorquesta de 150 músicos y cantantes.

Cuando llegó a Washington, el Senado lo recibió con una resolución oficial en que lo honró y aplaudió "su excepcional talento artístico, su profundo amor por su país y su dedicada labor a favor de las grandes causas"...

https://www.bbc.com/mundo/noticias-37532467 

La fascinante historia de la amistad entre Mikis Theodorakis y Pablo Neruda que llevó al compositor griego a musicalizar el poemario "Canto General" aquí.

jueves, 31 de diciembre de 2020

El genio revolucionario de Ludwig van Beethoven

Por Simon Behrman

¿Por qué todavía escuchamos y –como se ve– escribimos sobre Ludwig van Beethoven? Dos siglos han pasado desde que se escribieron y se interpretaron sus composiciones por primera vez. Ni siquiera sus coetáneos más apreciados, como Joseph Haydn, Wolfgang Amadeus Mozart y Franz Schubert, han sido tan permanentemente populares, ni su música ha sido tan analizada y reinterpretada.

A diferencia de la obra de Gustav Mahler o Anton Bruckner, la de Beethoven nunca ha tenido que ser rescatada del olvido: continuamente ha sido una pieza fija en los programas de conciertos desde la época en que vivió. Su música era radical para su tiempo, e incluso hoy existen composiciones suyas, como la Grosse Fuge y algunos de los últimos cuartetos de cuerdas, que siguen siendo todo un reto para el intérprete y el público. Aun así, estas piezas tienen un puesto asegurado en el repertorio de los conciertos, mucho más que compositores modernistas como Arnold Schoenberg o Igor Stravinsky.

Ninguna otra música de un compositor clásico occidental suena tantas veces en actos públicos o en la propaganda política como la de Beethoven. Por ejemplo, una de sus obras más importantes y famosas, la Novena Sinfonía. Sindicatos obreros organizaban conciertos con esta música en Alemania tras la primera guerra mundial, y después, durante el Tercer Reich, para celebrar el cumpleaños de Hitler. El gobierno supremacista blanco de Rodesia adoptó la Oda a la alegría como su himno, como más recientemente lo hizo la Unión Europea. Leonard Bernstein dirigió una orquesta compuesta por músicos del este y del oeste de Alemania cuando la interpretó para conmemorar la caída del muro de Berlín.

Compositor de la modernidad
No es tan solo cuestión de que sus composiciones sean obras de arte interesantes y hermosas. Yo adoro la música de Haydn y Mozart, pero su universo sonoro nunca me hace sentir que estoy en cualquier otro lugar que no sea a finales del siglo XVIII. Escuchando muchas obras de Beethoven, hay momentos o pasajes enteros que se sienten modernos, concitando experiencias que permanecen inmediatas. Esto se debe al hecho de que Beethoven fue testigo de los espasmos del parto del mundo moderno. Consiguió expresar como ninguno de sus coetáneos el entusiasmo y el dinamismo de aquel periodo revolucionario, junto con sus contradicciones y sus momentos de desespero y derrota. Casi la vida entera de Beethoven estuvo marcada por la Revolución francesa y sus secuelas. Nacido en 1770, no contaba ni veinte años cuando en París la multitud asaltó la Bastilla. La revolución alcanzó su cénit con los jacobinos y entró en su fase reaccionaria siendo él veinteañero. Sus cartas de aquel periodo contienen muchas declaraciones de apoyo a la revolución, junto con la afirmación de su identificación como demócrata.

Beethoven alcanzó la fama en toda Europa en el mismo periodo en que las tropas napoleónicas pusieron patas arriba el antiguo orden en todo el continente. Pero también vivió el declive de la revolución y la dura reacción. Tuvo dos grandes crisis artísticas y personales en su vida. La primera coincidió con la autocoronación de Napoleón como emperador, señal de que los ideales republicanos de la Revolución habían sido traicionados. La segunda se produjo tras la derrota final de Napoleón en 1815 y del triunfo de la reacción. La dinámica de cada una de estas dos crisis en el proceso revolucionario fue muy diferente, del mismo modo que la respuesta de Beethoven a las mismas. El compositor personificó la relación entre el artista y la dinámica de la revolución, y en este sentido marcó un camino por el que posteriormente transitaron otros, como Richard Wagner y Dmitri Shostakovich.

El periodo heroico
En 1802, Beethoven sufrió una crisis personal debido a su creciente sordera y su aguda soledad. La profundidad de su desesperación se refleja en una carta a sus hermanos, que ahora se conoce como el Testamento de Heiligenstadt. De alguna manera consiguió recuperarse de esta depresión, y la primera obra que compuso después fue la Tercera Sinfonía. Esta marcó la plena emergencia de lo que ha venido en llamarse la esencia del estilo heroico de Beethoven. Es difícil exagerar el grado en que esta pieza transformó la música occidental en su conjunto. Está concebida a una escala más amplia que nada de lo que le había precedido: el primer movimiento por sí solo es más largo que la mayoría de las sinfonías enteras del siglo XVIII.

La forma sinfónica desde siempre había tratado de la tensión y la lucha. Sin embargo, en esta sinfonía, estos aspectos están acentuados dramáticamente. En vez de una introducción suave, recibimos dos acordes abruptos y muy altos, que en palabras de Leonard Bernstein sacudieron la elegancia del siglo XVIII. El resto del movimiento refleja una constante propulsión, aunque a menudo es armónicamente inestable; una combinación que encontramos en todas sus obras de madurez.

Es sabido que Beethoven dedicó esta sinfonía a Napoleón y que después tachó la dedicatoria al enterarse de que Napoleón se había autocoronado emperador. El título que dio finalmente a la pieza fue la Eroica. Resulta asombroso que el compositor no expresara su salida de una profunda depresión de una forma introspectiva o puramente personal, como era común entre los compositores del Romanticismo en el siglo XIX, sino con la esperanza que encerraba la promesa de un cambio revolucionario en Europa. En el mundo académico se entiende a menudo que la fe de Beethoven en los ideales revolucionarios se apagó con la eliminación de la dedicatoria a Napoleón, pero esto no es cierto, ni mucho menos. Hay muchas referencias dispersas en sus cartas escritas a lo largo de toda su vida que indican que seguía creyendo en el fin del poder de la aristocracia y del clero.

En efecto, tan tarde como en 1822, cuando Beethoven recibió la noticia de la muerte de Napoleón, cuentan que dijo: “Ya he compuesto la música adecuada para esta catástrofe.” Es probable que se refería a la gran marcha fúnebre que constituye el segundo movimiento de la Eroica, aunque también es posible que estuviera pensando en el grandioso escenario de la misa que estaba escribiendo entonces, la Missa Solemnis. La prueba de la continuidad de las simpatías radicales de Beethoven aparece asimismo en muchas obras que produjo a lo largo de los años.

Revolución de la forma
En la década posterior a la Eroica, compuso una serie de otras obras maestras, incluidas las quinta, sexta y séptima sinfonías; su única ópera, Fidelio; varias grandes oberturas; los últimos tres conciertos para piano; y su Concierto para Violín, los cuartetos Razumovsky, la sonata Appassionata para piano y muchas otras. Todas estas piezas, de una manera u otra, revolucionaron las formas musicales. Las obras para orquesta sinfónica y Fidelio tematizan a menudo la lucha de la libertad frente a la opresión.

Fidelio es un ejemplo destacado de una ópera de rescate, un género estrechamente asociado a la Revolución francesa, con la típica temática del rescate de un héroe del encierro o la ejecución a manos de la tiranía. La ópera está basada en un guion de Jean-Nicolas Bouilly, quien había sido un destacado jurista en el gobierno republicano francés. Supuestamente basado en hechos reales, cuenta la historia de una mujer que se disfraza de hombre para ayudar a su marido, un preso político, a escapar de la cárcel. Las primeras representaciones de la ópera tuvieron lugar en Viena durante la ocupación por las fuerzas napoleónicas. De hecho, la turbulenta historia de esta ópera, cuyas primeras representaciones fueron un fracaso y que tuvo que ser revisada a fondo para futuras funciones, tal vez se explique en parte por el rechazo de sus aspectos políticos más radicales.

Beethoven no fue, ni mucho menos, el único compositor de su tiempo que celebró el advenimiento de la Revolución francesa y que expresó los ideales de esta en su música. En efecto, hubo coetáneos suyos que expresaron lo mismo de forma mucho más evidente. Por ejemplo, François-Joseph Gossec, Luigi Cherubini y Étienne Méhul escribieron canciones patrióticas y óperas que ensalzaban explícitamente el republicanismo. Pero si bien estos compositores celebraban intelectualmente lo nuevo, lo hacían en el estilo de lo antiguo, y esta es una de las razones de que sus obras no hayan sobrevivido al paso del tiempo.

En cambio, Beethoven expresó el dinamismo de su época no solo de forma superficial, con declaraciones de virtud revolucionaria, sino más bien desarrollando un estilo musical radicalmente nuevo, que reflejaba los nuevos tiempos. Hay pocas obras suyas en las que el elemento político resulte tan manifiesto: principalmente Fidelio, la Eroica y la Novena Sinfonía. Beethoven evocaba mundos sonoros que en su época resultaban revolucionarios. De hecho, transformaron radicalmente la música europea, de manera parecida a cómo el republicanismo estaba transformando la sociedad europea.

En parte lo logró gracias a un mayor sentido de la escala, no solo en términos de la longitud de las piezas, que requería arquitecturas musicales más complejas, sino también en términos del tamaño de la orquesta, la gama de instrumentos utilizados y la mejora de las habilidades técnicas de los músicos, más allá de lo que anteriormente se esperaba de ellos. Cuando un violinista se le quejó de la dificultad técnica de una de sus composiciones, cuentan que Beethoven contestó: “¡Qué me importa tu bazofia de violín!”

Desde el punto de vista estilístico, tendía a centrarse en temas nimios, a menudo triviales, que incansablemente recorren largas secuencias musicales, pero que circulan entre diferentes instrumentos y se transforman continuamente. Este estilo lo ejemplifica el primer movimiento de la Quinta Sinfonía, que comienza con uno de los motivos más famosos de toda la música. Casi todos los compases de este movimiento, que dura unos siete minutos, repite este motivo de alguna forma. De hecho, también aparece en el segundo movimiento, domina el tercero y de nuevo puede oírse en el movimiento final. Esto crea un sentido de unidad y de constante transformación a lo largo de toda la sinfonía, en vez de limitarse a una sucesión de movimientos deslavazados, apenas vinculados entre sí, que era típico de las sinfonías compuestas hasta entonces. Este es el planteamiento –la escala heroica, la grandiosa narrativa, el sentido de unidad de propósito y transformación radical en la música– que inauguró un periodo de fervor revolucionario.

La reacción y el periodo postrero
La segunda crisis de calado en la vida de Beethoven comenzó alrededor de 1813. Su hermano menor, Kaspar, murió de tuberculosis, y entonces él se enzarzó en una larga y desagradable batalla legal con la viuda de Kaspar en torno a la custodia de su hijo. Tras la sucesión de obras maestras de la década pasada, su producción musical se desplomó. La única obra de envergadura que completó durante este periodo fue una pieza que le encargaron para celebrar la victoria de Wellington sobre Napoleón en la batalla de Vitoria.

Esta Sinfonía de la Batalla es, para decirlo sin rodeos, basura musical: bombástica, carente de desarrollo musical y apoyada en artilugios baratos como un novedoso órgano mecánico que permitía reproducir la barahúnda de la batalla. No contiene ni rastro de las ambigüedades ni de la inventiva que se escucha en otras piezas de su obra. A pesar de ello, le generó más ingresos que cualquier otra composición que produjo a lo largo de su vida. Tal vez uno de los logros menos ilustres de Beethoven sea el descubrimiento de que el entretenimiento barato resulta a menudo más rentable que el arte revolucionario bajo el capitalismo. Pero quizá este episodio es una prueba más de su profunda desmoralización personal y política.

Aunque Beethoven no hubiera producido ninguna obra significativa más durante los catorce años restantes de su vida, seguiría siendo considerado uno de los grandes de la música de Occidente. Sin embargo, cuando ya había sido una de esas personas nada frecuentes que transforman una vez su forma artística, pasó a ser un artista, aún menos frecuente, que lo hace una segunda vez. Su periodo postrero se ha convertido en un patrón para muchos artistas posteriores en diferentes campos, como un periodo en que un genio reconocido tiene la confianza y la capacidad para ampliar el horizonte de las posibilidades artísticas para las siguientes generaciones.

No hay muchas piezas significativas de este periodo. Aparte de una serie de composiciones menores, solo hay una sinfonía, cinco cuartetos de cuerdas, media docena de sonatas para piano y un arreglo de la Misa. Pero cada una de estas piezas sigue figurando, más de 200 años después, entre las más importantes de la historia de la música occidental. Los llamados últimos cuartetos tienen una profundidad emocional como nunca antes se había escuchado en esta forma y pocas veces igualada desde entonces. Donde esta cualidad se pone de manifiesto de manera más asombrosa es en el Cuarteto de cuerdas nº 13. El editor de Beethoven rechazó un movimiento de esta pieza con el argumento de que ponía en peligro su viabilidad comercial. Beethoven lo publicó entonces separadamente, como pieza suelta, llamada Grosse Fuge.

La Grosse Fuge desconcertó a críticos y al público por igual la primera vez que se interpretó, e incluso hoy sigue siendo un reto para las audiencias. Una fuga presenta como mínimo dos temas –sujeto y contrasujeto– y ha sido una forma muy utilizada por los compositores durante siglos. Sin embargo, en esta pieza la dinámica se lanza con una tensión tremenda y se mantiene, con tan solo una breve pausa, a lo largo de todo el desarrollo, de unos 15 minutos de duración. Stravinsky, el archimodernista del siglo XX, la calificó de pieza que sería “siempre actual”.

Para el mundo entero
Estas piezas, junto con la sonata Hammerklavier y la Missa Solemnis, sugieren que las adversidades personales y la desmoralización política habían llevado a Beethoven a volcarse casi completamente en su mundo interior, alejado de todo intento de compromiso dinámico con el mundo que le rodea, que marcó su periodo heroico en la primera década del siglo XIX. La narrativa al uso sostiene que el compositor había hecho las paces con la reacción política, o al menos que había dejado atrás el fervor revolucionario de su juventud. Sin embargo, su Novena Sinfonía, completada apenas tres años antes de su muerte, parece indicar justo lo contrario.

¿Qué hace que la Novena Sinfonía siga siendo tan convincente como obra de arte y como declaración política? Su obertura no se parece a nada que se hubiera escuchado hasta entonces en una obra para una gran orquesta. Los sonidos emergen de algún lugar misterioso y difuso, convocando gradualmente las fuerzas de la orquesta. Esta técnica de obertura de largo horizonte no se utilizará de nuevo hasta las sinfonías de Bruckner y Mahler, muchas décadas después. En medio de este movimiento aparece un pasaje cataclísmico en que la violencia y la ansiedad se expresan con una fuerza y disonancia que presagian la música de un siglo después, compuesta en la época de la primera guerra mundial y del colapso de los imperios europeos. La sinfonía nunca se recupera del todo de ese trauma hasta el clímax de la Oda a la alegría, más de media hora después.

Incluso entonces la conclusión triunfante no llega sin esfuerzo, con armonías inestables y un conjunto de variaciones que parecen buscar continuamente una victoria final. Los momentos postreros de la sinfonía, llenos de entusiasmo y definitivamente triunfantes, también transmiten un sentido de frenética desesperación. En pocas palabras, toda la sinfonía es una exploración musical de lucha, pero esta vez mucho más extrema y precaria que en la Eroica de veinte años atrás. En contraste con muchos de los románticos que vinieron después de Beethoven, la escala en que está escrita la música deja claro que no se trata meramente de la lucha de una persona solitaria, sino de una lucha que se desarrolla a una escala mucho mayor.

Las palabras de Friedrich Schiller que aparecen en el final lo ponen todavía más claro, con las declaraciones de “Todos los humanos serán hermanos” y “¡Abrazaos, millones de criaturas! ¡Que un beso una al mundo entero!” Estos sentimientos también estaban en flagrante contradicción con un periodo que vio la restauración de la monarquía en Francia y la represión del movimiento republicano en toda Europa.

Un icono nada pretencioso
Beethoven murió en marzo de 1827. Se calcula que nada menos que 30.000 personas asistieron al cortejo fúnebre en Viena, una ciudad que en aquel entonces tenía apenas 250.000 habitantes. Muy poco después comenzó la deificación. Monumentos como el erigido en 1845 en Bonn, la ciudad en que nació, o la escultura de Max Klinger para la famosa exposición de 1902 del movimiento secesionista, lo presentan a modo de un gran líder político o un dios de la Antigüedad.

Muchos años después de su muerte, a comienzos del siglo XX, los compositores todavía estaban luchando por zafarse de su sombra. El nombre y la imagen de Beethoven han acabado representando mucho más que su vida y su música: se han convertido en un avatar de la propia tradición clásica de Occidente. Cuando Chuck Berry quiso significar la llegada iconoclasta del rock ‘n’ roll, no tituló su exitoso disco Roll Over Bach.

Sin embargo, Beethoven fue en vida un menesteroso, y ocasionalmente una especie de embaucador cuando llegaban a publicarse sus obras y se organizaban conciertos con su música. Fue el primer gran compositor que apareció en retratos con una peluca de pelo erizado y que logró vivir como músico independiente durante toda su carrera, y no al servicio de la iglesia o de una familia aristocrática.

El mayor problema con la imagen prometeica de Beethoven es que en realidad tuvo que luchar mucho para producir sus obras maestras. De sus cartas y del testimonio de sus numerosas amistades se desprende que era una persona nada pretenciosa. Esto también se transluce en su música, que a menudo se define por su estilo heroico, pero que también nos interpela en un plano muy humano. Buena parte de su música expresa un tiempo de combate entre la esperanza de un cambio progresista radical y las fuerzas de la reacción. Este era el mundo de Beethoven, y de muchas maneras es también el nuestro.

Texto original en inglés: https://www.jacobinmag.com/2020/12/ludwig-van-beethoven-250-birthday

Traducción de Viento Sur
* Simon Behrman es profesor de Derecho en la Universidad de Londres y estudioso de la música clásica. Es autor de Shostakovich: Socialism, Stalin & Symphonies. Artículo publicado en Jacobin, 17-12-2020: https://www.jacobinmag.com/

domingo, 26 de noviembre de 2017

Antonio José vuelve a la vida 81 años después. Se estrena la versión musical completa de la ópera que compuso el músico burgalés, fusilado en 1936.

La ciudad de Burgos ha logrado abrir por fin este domingo una caja de música que llevaba cerrada 81 años. La Orquesta Sinfónica de Burgos y un coro formado por integrantes de distintas corales de la ciudad han estrenado en versión instrumental y vocal completa, ante 1.371 espectadores que han llenado el nuevo Auditorio, la ópera El mozo de mulas, compuesta por Antonio José, el músico burgalés fusilado en 1936 a la edad de 33 años por los sublevados contra la República. Ha quedado saldada así una deuda histórica.

La desidia de las instituciones había mantenido hasta ahora en silencio esta magna composición lírica en tres actos. Antonio José trabajó en ella durante años hasta que fue encarcelado en el penal de la ciudad sin acusación concreta, sin juicio, y condenado a muerte sin sentencia.

Los nudos en la garganta y las lágrimas de muchos de los espectadores han acompañado a la emotiva interpretación, dirigida por el titular de la orquesta, Javier Castro. Una ovación de seis minutos con vítores a la soprano burgalesa Alicia Amo, al tenor canario Francisco Corujo y a la mezzosoprano Raquel Rodríguez, también nacida en Burgos, han dado paso a una impresionante interpretación como propina del Himno a Castilla, obra también de Antonio José, que gran parte del público ha escuchado puesto en pie.

Algunos fragmentos de El mozo de mulas se habían interpretado años atrás en distintos lugares de España y del mundo (por ejemplo, a cargo de la Filarmónica de Dresde en 2010, en un concierto celebrado en Múnich), pero nunca se mostró entera la obra, inacabada por culpa de las balas que asesinaron a su autor. En efecto, Antonio José no alcanzó a completar unos 35 minutos de orquestación en el segundo acto, que dura unos 70 minutos; y la Junta de Castilla y León encargó ese trabajo en 1986 al también burgalés Alejandro Yagüe —fallecido el pasado agosto—, que logró terminar la ópera basándose en la reducción para piano —que sí estaba completa— y en un conocimiento profundo del autor y de sus creaciones.

Antonio José había ofrecido al piano a los burgaleses los primeros pasajes de esa ópera el 18 de julio de 1936 en el Teatro Principal de Burgos, horas antes de que se conociera en la ciudad la noticia de la sublevación militar.

Tras su fusilamiento en octubre de ese año, la figura de este compositor —de quien Maurice Ravel dijo que llegaría a ser el gran músico español del siglo XX—, quedó arrinconada; y su figura olvidada hasta que se recuperó durante la Transición, gracias sobre todo a la labor de investigación y biográfica del musicólogo burgalés Miguel Ángel Palacios (sin relación familiar con el compositor).

Antonio José Martínez Palacios nació en Burgos, estudió en París, dirigió el Orfeón Burgalés, compuso el Himno a Castilla y más de 150 obras para orquesta, coros, piano, guitarra, sextetos…, impartió clases de música en su ciudad y también durante cuatro años en Málaga; fue miembro correspondiente de la Academia de Bellas Artes y obtuvo el premio nacional de música en 1932 por su recopilación de 178 piezas populares burgalesas (trabajo que no fue conocido por el gran público hasta que lo presentó en 1979 el grupo burgalés de música tradicional Orégano, y que no se editó hasta un año después).

Las composiciones del joven Antonio José fueron interpretadas en Madrid por notables orquestas, se conocían y se publicaban en Francia y eran estudiadas en universidades norteamericanas. Algunas de ellas las interpretó el pianista Arthur Rubinstein, y el guitarrista Regino Sainz de la Maza (que fue quien estrenó el Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo) llevaba en su repertorio varias de las piezas parra guitarra.

Antonio José se sintió siempre muy vinculado a su tierra, y eso lo muestran algunos de los títulos de sus obras: Sonata castellana, Sinfonía castellana, Danzas castellanas, Danzas burgalesas, Cinco coros castellanos...O las Evocaciones dedicadas al pintor burgalés Marceliano Santamaría. Y, por supuesto, el Himno a Castilla. Pero también compuso una Sonata gallega.

Siempre le acompañaron a Antonio José las críticas favorables y el éxito, también cuando sus obras se estrenaban, por ejemplo, en el teatro Monumental de Madrid, con él al frente de la orquesta. Y con apenas 30 años de edad.

El prestigioso crítico Andrés Ruiz Tarazona escribió en 1981 que las Danzas burgalesas para piano eran dignas de ponerse junto a las mejores Danzas españolas de Granados.

Su Cancionero (Colección de cantos populares burgaleses) supuso una gran sorpresa cuando se conoció, ya en la democracia; entre otros factores porque no se trataba de una recopilación de canciones mojigatas o censurado como algunas de las que le precedieron y algunas de las que le sucedieron, elaboradas por curas y personas de orden, o luego por la Sección Femenina de la Falange. Incluía sin problema canciones picarescas y desvergonzadas, respetando notarialmente lo que el pueblo cantaba. Gran parte de ese cancionero fue grabada y difundida por el sello Guimbarda en 1981, con interpretación del grupo Orégano.

Sin embargo, sigue pendiente la representación escénica de su ópera, basada en un pasaje de El Quijote y cuyo libreto original para diez personajes es obra del leonés Manuel F. Fernández Núñez y del salmantino Lope Mateo.

Y también continúa sin resolverse una tarea más difícil: aún se desconoce dónde reposan los restos de Antonio José; y también los de su hermano Julio, maestro de Pradoluengo y colaborador del Diario de Burgos, fusilado en 1936 como otros 22 maestros de la provincia.

https://elpais.com/cultura/2017/11/13/actualidad/1510572914_942919.html