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martes, 22 de agosto de 2023

La enorme tragedia de Oppenheimer

Robert Oppenheimer sitting at a table, speaking before a group of microphones.
Un día de la primavera de 1954, J. Robert Oppenheimer se encontró con Albert Einstein a la salida de sus oficinas en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton, Nueva Jersey. Oppenheimer era director del instituto desde 1947 y Einstein, miembro de la facultad desde que huyó de Alemania en 1933. Los dos hombres podían discutir sobre física cuántica —Einstein refunfuñaba que no creía que Dios jugara a los dados con el universo—, pero eran buenos amigos.

Oppenheimer aprovechó la ocasión para explicarle a Einstein que iba a ausentarse del instituto durante algunas semanas. Se estaba viendo obligado a defenderse en Washington, D. C., durante una audiencia secreta por acusaciones de que era un riesgo para la seguridad, y quizás incluso desleal. Einstein argumentó que Oppenheimer “no tenía ninguna obligación de someterse a la caza de brujas, que había servido bien a su país y que, si esta era la recompensa que [Estados Unidos] le ofrecía, debía darle la espalda”. Oppenheimer objetó y afirmó que no podía darle la espalda a Estados Unidos. “Amaba a su país”, dijo Verna Hobson, su secretaria, quien vio la conversación, “y ese amor era tan profundo como su amor por la ciencia”.

“Einstein no lo entiende”, le dijo Oppenheimer a Hobson. Pero mientras Einstein volvía a su despacho le dijo a su asistente, asintiendo en dirección a Oppenheimer: “Ahí va ese tonto”.

Einstein tenía razón. Oppenheimer se estaba sometiendo tontamente a un tribunal irregular en el que pronto fue despojado de su autorización de seguridad y humillado públicamente. Los cargos eran endebles pero, por una votación de dos a uno, el panel de seguridad de la Comisión de Energía Atómica consideró a Oppenheimer un ciudadano leal que, sin embargo, era un riesgo para la seguridad: “Consideramos que la conducta y asociación continuas de Oppenheimer han reflejado un grave desprecio por los requisitos del sistema de seguridad”. Al científico ya no se le confiarían los secretos de la nación. Celebrado en 1945 como el “padre de la bomba atómica”, nueve años más tarde se convertiría en la principal víctima célebre de la vorágine macartista.

Puede que Oppenheimer fuera ingenuo, pero hizo bien en luchar contra las acusaciones y en utilizar su influencia como uno de los científicos más destacados del país para hablar en contra de la carrera armamentista nuclear. En los meses y años anteriores a la audiencia de seguridad, Oppenheimer había criticado la decisión de construir una superbomba de hidrógeno. De manera sorprendente, había llegado a decir que la bomba de Hiroshima se utilizó “contra un enemigo en esencia derrotado”. La bomba atómica, advirtió, “es un arma para agresores, y los elementos de sorpresa y terror son tan intrínsecos a ella como los núcleos fisionables”. Estas disensiones francas respecto de la opinión predominante de la élite de seguridad nacional de Washington le trajeron enemigos políticos poderosos. Precisamente por eso se le acusaba de deslealtad.

Tengo la esperanza de que la nueva y asombrosa película de Christopher Nolan sobre el legado complejo de Oppenheimer inicie una conversación en el país no solo sobre nuestra relación existencial con las armas de destrucción masiva, sino también sobre la necesidad de que los científicos participen como intelectuales públicos en nuestra sociedad. La película de Nolan, que dura tres horas, es una apasionante historia de suspenso y misterio que profundiza en lo que Estados Unidos le hizo a su científico más famoso.

Tristemente, la historia de la vida de Oppenheimer es relevante para nuestros predicamentos políticos actuales. Oppenheimer fue destruido por un movimiento político caracterizado por demagogos ignorantes, antiintelectuales y xenófobos. Los cazadores de brujas de aquella época son los antepasados directos de nuestros actuales actores políticos de cierto estilo paranoico. Estoy pensando en Roy Cohn, el abogado principal del senador Joseph McCarthy, que intentó hacerle un citatorio a Oppenheimer en 1954, pero le advirtieron que hacerlo podría interferir con la inminente audiencia de seguridad en contra del científico. Sí, ese Roy Cohn, el que le enseñó al expresidente Donald Trump su descarado y totalmente delirante estilo de hacer política. Basta con recordar los comentarios del expresidente sobre la pandemia o el cambio climático, rebatidos por los hechos. Se trata de una visión del mundo que desprecia con orgullo la ciencia.

Después de que el científico más célebre de Estados Unidos fuera acusado falsamente y humillado en público, el caso Oppenheimer supuso una advertencia a todos los científicos para que no se presentaran en la arena política como intelectuales públicos. Esa fue la verdadera tragedia de Oppenheimer. Lo que le ocurrió también dañó nuestra capacidad como sociedad para debatir honestamente sobre la teoría científica, la base misma de nuestro mundo moderno.

La física cuántica ha transformado por completo nuestra comprensión del universo. Y esta ciencia también nos ha conducido a una revolución en la potencia informática e innovaciones biomédicas asombrosas para prolongar la vida humana. Sin embargo, demasiados de nuestros ciudadanos siguen desconfiando de los científicos y no comprenden la búsqueda científica, ni el ensayo y error inherentes a la comprobación de cualquier teoría frente a los hechos mediante la experimentación. Solo hay que ver lo que les ocurrió a nuestros funcionarios de salud pública durante la reciente pandemia.

Nos encontramos en el umbral de otra revolución tecnológica en la que la inteligencia artificial transformará nuestra forma de vivir y trabajar y, sin embargo, aún no tenemos el tipo de discurso civil e informado con sus innovadores que podría ayudarnos a tomar decisiones políticas acertadas sobre su regulación. Nuestros políticos deben escuchar más a innovadores tecnológicos como Sam Altman y a físicos cuánticos como Kip Thorne y Michio Kaku.

Oppenheimer intentaba con desesperación mantener ese tipo de conversación sobre las armas nucleares. Intentaba advertir a nuestros generales que no se trataba de armas para el campo de batalla, sino de armas de puro terror. Sin embargo, nuestros políticos optaron por silenciarlo; el resultado fue que pasamos la Guerra Fría enfrascados en una carrera armamentística costosa y peligrosa.

Hoy en día, las amenazas no tan veladas de Vladimir Putin de desplegar armas nucleares tácticas en la guerra de Ucrania son un duro recordatorio de que nunca podemos ser complacientes a la hora de convivir con las armas nucleares. Oppenheimer no lamentó lo que hizo en Los Álamos; comprendía que no se puede impedir que seres humanos curiosos descubran el mundo físico que les rodea. No se puede detener la búsqueda científica ni desinventar la bomba atómica. No obstante, Oppenheimer siempre creyó que los seres humanos podían aprender a regular estas tecnologías e integrarlas a una civilización sustentable y humana. Esperemos que tenga razón.

Kai Bird es director del Leon Levy Center for Biography y coautor junto con Martin J. Sherwin de American Prometheus: The Triumph and Tragedy of J. Robert Oppenheimer. Ahora está escribiendo la biografía de Roy Cohn.

domingo, 4 de octubre de 2015

La escritura dentro de la vida. 'Una mujer con atributos' deslumbra por el retrato del dolor que generó el macarthismo.

 Lee las primeras páginas de 'Una mujer con atributos'

Pertenezco a una generación que aún era demasiado joven para disfrutar de la edición de Pentimento de Argos Vergara en 1979. Me acuerdo de que a mi madre le entusiasmó el libro. También por aquellos años estrenaron Julia (1977), la película de Fred Zinnemann protagonizada por Vanessa Redgrave y Jane Fonda, que se basa en uno de los capítulos más sobrecogedores de Pentimento: Lillian Hellman (Nueva Orleans, 1905- Martha's Vineyard, 1984) descubre al lector que el Holocausto no fue sólo una masacre de judíos, sino también de socialistas, comunistas y católicos disidentes. Para empezar y para que nadie se confunda con la posible ambigüedad de las reseñas (o de los reseñistas), diré que tras leer Una mujer con atributos, estas memorias que incluyen Una mujer inacabada y Pentimento, ya avanzado el siglo XXI, siento algo próximo a la fascinación. No me importa que el adjetivo sea inmoderado, porque mi deslumbramiento se asienta en muchas razones: el retrato de una época, el autorretrato de una mujer, pero sobre todo la capacidad de la autora para hablar de lo más importante como si no estuviera haciéndolo. El macartismo, clave temática, se aborda casi como un tabú y, en esa aproximación tangencial y a la vez intensa, medimos todo el dolor que causó a quien escribe esa vorágine represiva de delaciones y brutalidad ideológica. El macartismo siempre está presente, pero de manera esquinada: quedan a la vista las cicatrices, las marcas, los queloides. Algo parecido sucede con la monumental presencia de Dashiell Hammett, que incluso está cuando no está, y cuya muerte permea cada página de estas memorias exhaustiva, inevitable, rencorosamente. Hammett es héroe y borracho; compañero de vida; un enfermo y el más fuerte de los hombres; preso político; uno de esos misántropos de cuyo amor nos enorgullecemos porque no aman con facilidad y nos hacen sentirnos elegidos. Hammett es enunciador de sentencias memorables y mantiene con Lilly ese tipo de diálogos violentos y seductores que caracterizan la novela negra. Vida, escritura, escritura dentro de la vida. Hammett es el ojo que importa, mientras se vive, en su observación, microscópica o a distancia, de las evoluciones de Lilly. Lector de las acciones —obras, deriva política, afectos— de Lillian Hellman, pero imposible lector de sus memorias: la culpa la tiene el desgarro del encarcelamiento y la muerte.

En Una mujer inacabada y Pentimento, Hellman construye una identidad de refilón, bajo la veladura, escribiendo sobre los muertos, pero sin dejarse llevar por lamentaciones elegiacas. Tampoco se deja llevar por la nostalgia ni por los tópicos sobre la feminidad ni sobre ciertos comportamientos literarios. Su enfoque de la infancia y del mecanismo del recuerdo se define por lo antisentimental: "… las frases que empiezan con me acuerdo duran demasiado para mi gusto…". La prosa —en relieve— no recurre a la excusa psicoanalítica: "… las historias de niñez rara vez son creíbles". La mujer es la mujer que se hace en un lugar lejano al ensimismamiento pese al tono convencionalmente introspectivo de las memorias. Hellman se perfila en sus raíces familiares, en sus amores sin romanticismo, en su actividad teatral, en lo que le pagan por sus trabajos y en sus convicciones políticas: la experiencia de nuestra Guerra Civil, las visitas a la URSS, su visión de una reblandecida clase obrera estadounidense y la militancia como pose estética por parte de las clases privilegiadas frente al reaccionarismo y el miedo de los que deben liberarse (más que ser liberados) son preocupaciones de Una mujer con atributos: Hellman, cosmopolitizada señorita del Sur, expresa la tensión y la lucha raciales a través de su vínculo de dependencia y resentimiento —calor y distancia— con sus criadas negras, Sophronia y Hellen.

Hay más vuelo literario, un imaginario poético más potente —la tortuga que no acaba de morir, Bethe desnuda al lado de las cuerdas de tender— en Pentimento, casi una colección de relatos, que en Una mujer inacabada. Puede que Pentimento se escriba en un registro más íntimo y simbólico, mientras que Una mujer inacabada sea una pieza más informativa: por allí desfilan Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Eisenstein, Norma Shearer, William Wyler o el genial Nathaniel West, una acumulación de nombres que hace vivir a los lectores un efecto Midnight in Paris, a lo Woody Allen: pese a las imposturas del mito y el valor publicitario de las iconografías, no cualquier tiempo pasado fue mejor… Una mujer inacabada es el marco que nos permite entender Pentimento. Una mujer inacabada habla de la corrupción de la utopía comunista y a la vez del anticomunismo que corrompió la idea de dignidad.

Ni la mirada ni las reflexiones de Hellman son vulgares. Tampoco su sentido del humor. Cuenta una anécdota de Jean Harlow; la mítica rubia le dice a su mayordomo: “Abra la ventana y deje entrar una menudencia de aire”. Sensacional. La frivolidad. El léxico como apariencia o simulacro. Un mundo y un lenguaje en los que, al fondo del lienzo descubrimos el perfil de una mujer que no escribe para pedir perdón —solo un poquito a su amiga Dorothy Parker—; de una hija única que se creía muy lista; de una dramaturga excelente… Hellman es un pentimento que paradójicamente no se arrepiente; sus textos, limpios, precisos y sutiles en su habilidad para pautar el tiempo de la narración, conforman la imprescindible veladura, la transparencia bajo la que se esconde el trazo original.

Una mujer con atributos. Lillian Hellman. Traducción de Mireia Bofill y Marta Pessarrodona. Lumen. Barcelona, 2014. 576 páginas. 24,90 euros (electrónico: 10,99 euros)
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/11/19/babelia/1416400703_201529.html

lunes, 8 de junio de 2015

Reseña del documental “Hollywood contra Franco”, de Oriol Porta. Cine, compromiso y “caza de brujas”

Enric Llopis

La guerra civil española supuso un aldabonazo para los artistas de Hollywood. Muchos participaron en mítines, financiaron ambulancias para la zona republicana y rechazaron las políticas de no-intervención del presidente Roosevelt. “La derrota de la España democrática dejó una herida abierta en los corazones liberales de Hollywood”, afirmó el realizador Fred Zinnemann, quien dirigió en 1964 una película sobre el último maqui español, Quico Sabaté (“Behold a pale Horse”). Desde el año 1940 más de 50 películas de Hollywood contenían referencias a la guerra civil española. El documental de Oriol Porta, “Hollywood contra Franco”, pone de manifiesto la imagen que de la guerra de 1936 difundió la factoría estadounidense: la que se correspondía con los intereses de la política norteamericana en cada coyuntura.

La película de 91 minutos, producida por Àrea de Televisió en colaboración con la Televisió de Catalunya, tiene como hilo conductor la biografía de Alvah Bessie (1905-1985), miembro de la Brigada Lincoln y voluntario en 1938 en la guerra contra el fascismo en España. Las palabras de este novelista, guionista y crítico de literatura (que descubrió el marxismo en los ratos libres para escribir) acompañan en “off” a fragmentos de películas de la época (“Arise, mi amor”, “Casablanca”, “Las nieves del Kilimanjaro”…), intercalados con el testimonio de la actriz Susan Sarandon, el historiador del Cine Román Gubern, Dan Bessie (hijo del protagonista); Arthur Laurents (autor de clásicos como “West Side Store”, miembro del Partido Comunista y señalado en las listas negras de Hollywood) o Walter Bernstein, autor y guionista que también sufrió la “caza de brujas”. El protagonista, Avah Bessie, militó durante 20 años en el Partido Comunista de los Estados Unidos y estuvo entre “los diez de Hollywood” que se negaron a testificar ante el Comité de Actividades Anti-americanas por sus afinidades políticas.

El conflicto de 1936 fue la primera guerra “moderna” cubierta por los medios de comunicación de masas. El cine permitía difundir por todo el mundo, y de manera casi inmediata, lo que sucedía en el estado español. El documental de Oriol Porta da cuenta de cómo en 1933 se funda el Sindicato de Actores de Cine en Estados Unidos, entre otras razones para enfrentarse a las situaciones de explotación laboral a las que les sometían los estudios. Román Gubern recuerda que los directores, actores y guionistas eran fundamentalmente partidarios de la República, mientas que la cúpula de Hollywood, muy conservadora, defendía posiciones cercanas al franquismo. Mientras Roosevelt se oponía a la venta de armas al gobierno legal, artistas e intelectuales pagaban material sanitario y participaban en protestas.

El documental “Tierra Española”, producido en 1937 por el director holandés Joris Ivens y con narración de Ernst Hemingway, tiene como objetivo desmentir las mentiras de la propaganda franquista. En el audiovisual pueden advertirse dos de las visiones –comunista y anarquista- integradas en el Frente Popular. Pese a que la primera proyección tuvo lugar en la Casa Blanca, ante Roosevelt y su esposa, éste no se echó atrás en su posición respecto a la II República. En 1938 William Dieterle realizó “Bloqueo”, película que pese a tener muchos problemas con la censura norteamericana, defendió la causa de la República. En Estados Unidos provocó una fuerte polémica: los grupos católicos y pro-fanquistas la boicotearon, pero el filme también sirvió para recaudar fondos y financiar ambulancias en la zona republicana. El argumento se centra en un campesino que rechaza abandonar la tierra para incorporarse a filas, e intenta convencer a una mujer de que su ideología representa la opresión.

Paramount se implicó en la producción de películas con un “mensaje” antifascista, por lo que la dictadura de Franco incluyó a la compañía en su “lista negra”. Por ejemplo en “Arise, mi amor” (1940), de Mitchell Leisen y con guión de Billy Wilder, se trata de advertir a las clases populares –en tono didáctico- de los peligros del fascismo. En esta película una periodista norteamericana defiende la República española al tiempo que el ejército nazi invade Polonia; de hecho ofrece ayuda a un norteamericano, que está a punto de sufrir la ejecución, y que combatía por la democracia en España. Los nexos entre la guerra española y la conflagración mundial también se visualizan en “Watch on the Rhine”, filme básicamente antinazi de 1943, producido por Warner Bros Picture y con guión de Dashiell Hammett.

En 1943 Paramount produjo una de las películas más conocidas y de mayor impacto, “Por quién doblan las campanas”, dirigida por Sam Wood e interpretada por Gary Cooper e Ingrid Bergman. Pese a que la diplomacia española logró varios cambios de guión, la película no se estrenó en España hasta 1978. A los exbrigadistas no les gustó, pues consideraban que se había primado la ficción sentimental a la suerte de los voluntarios y de la República. Mientras algunos periódicos hablaron de tergiversación de la realidad, Paramount valoró que fuese una película sin connotaciones políticas y de la dictadura franquista, que había frenado a la propaganda roja. Durante mucho tiempo el filme fue uno de los grandes canales por los que el público estadounidense conoció la guerra de 1936.

En los oscuros años 40, el departamento de Propaganda de la dictadura prohibía que se citara a artistas significadamente antifranquistas, como Chaplin, Paulette Goddard o Lewis Milestone. Los doblajes se aprovechaban para cambiar los diálogos, como ocurrió con Humphrey Bogart en Casablanca. El documental de Oriol Porta explica la pugna en estos términos: los guionistas de Hollywood trataban de subrayaban el compromiso republicano de los personajes (eran los “buenos” de la película), mientras la dictadura aplicaba la censura.

Después de la segunda guerra mundial, en plena guerra fría, el Macarthismo se encarnizó con directores, artistas y escritores. La “caza de brujas” también afectó a quienes habían mantenido alguna relación con la República española, una acción considerada “subversiva”, “antiamericana” e “inspirada por el comunismo”. Más que en las películas, las pesquisas se centraron en directores y actores, quien tenían que responder ante el Comité de Actividades Antinorteamericanas a preguntas como estas: “¿Está afiliado usted al gremio de los guionistas?”; o “¿Está usted afiliado al partido comunista?”. En las “listas negras” figuraban personajes tan conocidos como Bertolt Brecht, Howard Fast, Frank Capra o Charles Chaplin. “Si estabas en las listas no había trabajo, salvo alguno temporal”, afirma Alvah Bessie en “Hollywood contra Franco”. “Era una época de delatores y vencidos, en los que unos perdían la dignidad, otros el trabajo y algunos la vida; los guionistas nos teníamos que organizar para sobrevivir”, agrega.

El consulado español se dirigió asimismo a la 20th Century Fox para que introdujera cambios en el guión de “Las nieves del Kilimanjaro”, estrenada en 1952 a partir de un texto de Hemingway, con Gregory Peck y Ava Gardner en el reparto. La empresa accedió. Según Román Gubern, “la imagen de la guerra civil resultó aséptica, algo turbia y despojada de valores épicos”. “Ojalá pudiéramos volver a Detroit”, exclama un miliciano mientras combate en la trinchera. No es casualidad que la película, vaciada de carga ideológica, coincidiera con los Acuerdos entre Eisenhower y Franco para la instalación de las bases militares norteamericanas en España.

La década de los 60 destaca por los cineastas independientes que se lanzan a producir películas ambientadas en España. En 1964, Fred Zinnemann realiza “Caraquemada”, un filme centrado en la biografía de Quico Sabaté, uno de los últimos maquis anarquistas. Asesinado en 1960 por la guardia civil, traspasaba los Pirineos para llevar a cabo la “acción directa” en territorio español. Anthony Quinn interpreta a un sádico agente del cuerpo armado. La película no gustó a la dictadura franquista, de hecho, Fraga Iribarne prohibió el rodaje en España. Columbia Pictures, sancionada por el régimen, tuvo que grabar la película en el sur de Francia. 

En 1969 se estrenó “España otra vez”, dirigida por Jaime Camino. El realizador invitó a participar en la película a Alvah Bessie, quien 30 años después retornó a España. La película es un retrato de su experiencia vital. Se trata de un exbrigadista estadounidense que regresa a España (donde combatió en la Batalla del Ebro), en busca de un antiguo amor de guerra. Alvah Bessie se encuentra con un país vaciado de los ideales políticos por los que había peleado. El documental de Oriol Porta culmina en la explosión de creatividad de los años 70, vinculada con la oposición a la guerra de Vietnam. Hija de esos tiempos fue “Tal como éramos”, dirigida por Sydney Pollack en 1973, y protagonizada por Robert Redford y Barbara Streisand. En la película aparecen referencias a la guerra civil española, la segunda guerra mundial, el rol del Partido Comunista de Estados Unidos o la “caza de brujas”. De todo ello da cuenta, con esmero artesanal, este documental producido en 2008.