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miércoles, 24 de febrero de 2021

_- El Hombre delgado, Dashiell Hammett,

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En El hombre delgado, la última novela de Dashiell Hammett, destaca un personaje infrecuente en el género negro, Nora Charles. Es la esposa del duro detective y el trato entre ellos parece ser entre iguales.

Nora ofrece una mezcla peculiar de lealtad y espíritu crítico, de inteligencia y compasión, de sensibilidad y súbita ingenuidad, de frivolidad social y generosidad, de radicalidad en los certeros juicios, de máxima apertura… A Lillian Hellman le explicó Hammett que había construido a Nora sobre su modelo, que Nora era ella. Ambos formaron una singular pareja durante treinta y un años, desde la juventud de ella hasta la muerte de él. La obra de Hellman (1905-1984), sus “comedias airadas” –una docena de obras de teatro y otros tantos guiones para películas–, supone un nudo tenso del arte dramático contemporáneo, vigente aún en variedad de adaptaciones y versiones. Sin embargo, su nombre, por esas cosas del periodismo y de la historia, quedó sobre todo vinculado a su declaración en 1952 ante el Comité de Actividades Antiamericanas, el órgano principal del macartismo y su caza de brujas.

De aquel trance, se retuvo en especial una frase de Hellman: “No puedo recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año”. Pero hay alguna quizá más precisa: “La verdad lo convertía a uno en traidor como a menudo sucede en tiempos de canallas”. Y tituló Tiempo de canallas su relato de los hechos. Hechos que descubren una raíz de fascismo inscrita en el aparato de estado de las democracias: la persecución de la libertad de ideas, la promoción de las delaciones, la represión judicial, social y económica contra los disidentes… y todo ello en el país que entonces acuñaba orgulloso la etiqueta de cabeza del mundo libre. Repasar de vez en cuando aquel momento, junto a episodios europeos coetáneos y posteriores, valdría para conocer mejor el mundo que habitamos. Hellman, que no tuvo una militancia política como tal, fue, igual que muchos otros intelectuales y artistas, investigada, incluida en la lista negra, forzada a vender sus propiedades para sobrevivir, limitada en sus derechos y sus retribuciones, difamada, acosada. Y supo ver el momento clave que le tocaba, la oportunidad de dar un giro a la situación; por encima de las frases, eso definió su actitud: aceptó declarar sobre sí misma, responder a todas las preguntas, sin acogerse al derecho constitucional a no hacerlo (como era la práctica de quienes no cedían), con la única condición de no declarar sobre otros. Ese modo de asumir la propia dignidad y señalar el núcleo de la vergüenza desconcertó al Comité y obtuvo una sorprendente cascada de apoyos en la prensa hasta entonces enmudecida. Debía realizar una lectura en Nueva York a los pocos días, dentro de una ópera basada en un texto suyo, y la multitud asistente la aclamó, ante su perplejidad, como pocas veces se había visto.

Sin embargo, y aun valorando su posición cívica como merece, mi aprecio por Hellman siempre se ha debido a su obra. La leí con asiduidad a mediados, creo, de los ochenta, y la relectura de ahora ha revivido sin merma la intensidad y la emoción que recordaba. Y no ya sus notables piezas dramáticas, sino los volúmenes de sus memorias son los que encuentro excepcionales. En ellos –Una mujer inacabada, Pentimento, Tiempo de canallas, Quizás– está el friso vívido de una época cuya estela llega hasta aquí: las imágenes del Sur, donde nació y creció, de su economía sustentada en el racismo y de las formas de este en lo cotidiano, el mundo efervescente e industrial del Hollywood clásico, una extraña bohemia adinerada, los ríos de alcohol, los viajes emblemáticos a la guerra de España y al frente ruso de la segunda Guerra Mundial, la vida en la granja que pudo comprar con el éxito de The little foxes y que tuvo que vender al empezar los cincuenta; y los innúmeros personajes: Dorothy Parker, las memorables mujeres negras, su amiga Julia (que en el cine –Julia, 1970– fue Vanessa Redgrave), Eisenstein, el mafioso Costello, Samuel Goldwin y William Wyler, las cambiantes luces que recaen sobre Hemingway, Faulkner y Fitzgerald… Pero todo ello sería anecdótico si no se insertara en la trama de un inclemente y especialísimo autoanálisis: “mi padre dijo una vez que yo vivía dentro de un interrogante”.

El eje de tal pregunta continua es lo que ella llama “mi carácter” –“tengo un carácter irascible, que se despierta en los momentos más insólitos por las razones más insólitas, y que, una vez despertado, se encuentra fuera de mi dominio”–, algo que percibe como lo más íntimo y que también se contempla desde un exterior, que se conoce muy bien pero no se llega a entender nunca, un pulso permanente tanto con el mundo como con la propia conciencia: “a los 16 años me rebelaba abiertamente contra casi todo. Sabía que las semillas de la rebelión eran dispersas y carentes de objetivo en una naturaleza con unas ansias locas de acabar con algo, lo que fuera, y encontrar algo distinto, y poseía suficiente sentido común para comprender que si era demasiado orgullosa, demasiado sensible y demasiado osada se debía a que era tímida y estaba asustada”. Y el núcleo de ese carácter se revela, como todo lo constitutivo, casi incomunicable. Aunque este constante salir de sí, y su correlato de querer saber, generan una forma de lengua privada que, en el cuerpo de la escritura, se vuelve pasión del lector.

La capacidad de indignación, el impulso negativo –dirigido a menudo contra sí misma– y violento, las oscuras e irrompibles fidelidades, el rechazo de la hipocresía y la falsedad, la sensación de que cada instante está vivo…, no sé si podrían componer un proyecto de vida, pero aparecen como su afirmación intransigente. Con su aguda percepción y su permanente malestar, estas memorias proponen el valeroso relato de la dificultad para alcanzar una verdadera madurez personal, y de los extraños vínculos con esa dificultad que mantiene la lucidez. La de comprender que la energía invertida en perseguir una verdad, en encontrar un sentido, quizá obedeciese a un mito que la distraía de sí misma y dejaba a la persona inacabada. Y saber mostrarlo.

Lillian Hellman consideraba que su “rebelión contra el sentimentalismo” era generacional y “había nacido de la aversión al fingimiento”. Y es cierto que este rechazo está también, por ejemplo, en Dorothy Parker –que fue su mejor amiga durante varias décadas–, por más que sus sutiles cuentos chejovianos fueran tan contenidos, de ira tan ensordecida. Lo que Hellman aporta es una capacidad especial para expresar los sentimientos como pensamientos, como formas de conciencia, dándoles a unos y otros una movilidad que solo se decanta en hechos, en objetos, en situaciones. El poder del detalle, un memorable arte del punctum, determina esta escritura, y permite decirlo todo sin nada explicitar. La vemos subir en Madrid a un piso recién bombardeado, retener todos los detalles de lo cotidiano interrumpido como si los absorbiera –un plato de ensalada, un libro en francés abierto, una tabla de planchar caída con una falda aún encima–, hundirse entre los cascotes de los pocos peldaños que quedaban en pie… Y conservar para toda la vida dos botellitas de porcelana con rosas pintadas, y el retrato de una muchacha, que recogió allí. Su escritura, su conciencia es indistinta de las cosas. Y permanecen activas en el papel hasta el límite. Pero esos viajes como sin red –así, la travesía de Siberia en un avión lentísimo, sin asientos ni calefacción, con una neumonía aguda, sin saber ruso– solo cobran peso por el mundo real que los atraviesa, la gente normal, la que no tiene nombre y lleva consigo sus enseres, sus afectos y su dolor. Eso es lo que opera el difícil tránsito entre la sociedad bohemia y la disensión, lo que proporciona la materia de una rebeldía incesante y sin programa.

En este mordisco de realidad viene inevitablemente el tacto, el peso del tiempo. Es la sensación que se objetiva en lágrimas al descender sobre el aeropuerto de Moscú veintidós años después de la estancia durante la guerra. Lo irrecuperable no es solo lo que se vivió, sino quien lo vivió. El pasaje inicial de Pentimento recuerda el significado de este término técnico: “La antigua pintura al óleo, al correr del tiempo, en ocasiones pasa a ser transparente. Cuando esto sucede, es posible, en algunos cuadros, ver los trazos originales: aparecerá un árbol a través del vestido de una mujer, un niño abre paso a un perro, un barco grande ya no se ve en un mar abierto […]. Esto es cuanto quiero decir respecto a la gente en este libro. Ahora la pintura ha envejecido… y he querido ver lo que fue para mí una vez, lo que es para mí ahora”. Así, hay escritores –Elías Canetti, Lorenzo García Vega– que encuentran en las memorias el núcleo de su escritura, en vez de asumirlas como un género, de incorporar un marco y unas reglas; Lillian Hellman es de ellos, de quienes encienden la vida en su vida. No reconstruye una biografía, se mueve a saltos, atrás y adelante, con la implicación de una lógica personal en las historias y los personajes, sin cronología ni aparente estructura. En la evidencia de sus sentimientos-pensamiento, botellitas de porcelana. Con un habla propia, perceptible en su no cerrar el relato, en la arbitrariedad y potencia de las emociones que señalan la exterioridad de un sentido: “lo que jamás recordamos o jamás supimos de nosotros mismos suele ser lo más importante”. Y así desemboca en Quizás, donde persigue a un personaje fantasmagórico, una vieja amiga de huellas borradas, de la que a cada paso se va desmintiendo todo lo sabido y vivido: un dinámico ensayo sobre el desconcierto acerca de la memoria y de la propia realidad, narrando y suspendiendo en la indefinición, afirmando y negando a la par. Es un libro de 1980 y algo en él retrata también, con voz cristalina y mirada sabiamente borrosa, el temblor de la vejez.

Vuelve ahí el antiguo tema de la balanza, los pesos y contrapesos de los ritmos y necesidades de cada día, y también la imagen de sus platillos arrojados a la cuneta, oxidados. El cotejo entre el cambio de vida y el cambio de la vida, como dos pulsiones radicales y no sé si ajenas. Tan presente todo ello en la escritura de Hellman, me lleva a evocar aquella cápsula narrativa que Hammett escondió en medio de El halcón maltés. Un personaje está a punto de ser aplastado por un tablón que cae de pronto sobre la acera, y entonces reacciona abandonándolo de golpe todo: su familia, esposa e hijos, su trabajo, su ciudad, sus rutinas y seguridades. Y años después será encontrado en otra ciudad, haciendo de nuevo el mismo tipo de vida, con otra familia, otro trabajo, idénticas rutinas. Hammett publica la novela en 1929, pero dice que estos hechos habían ocurrido en 1922. A finales de este año, apareció “Qué bonita estampa”, un cuento de Dorothy Parker, cuyo protagonista –un empleado, con casa y jardín, mujer e hija– ha leído en una revista la historia de un hombre como él, de hábitos arraigados y exactos, a quien un día al poner el pie en el andén de la estación, bajando del cotidiano tren, se le oye decir: “¡Qué demonios!”, y se le ve marchar en dirección contraria, desaparecer. Mientras poda el jardín, el personaje de Parker no cesa de imaginar, con lujo de detalles, el momento en que él diría también: “¡Qué demonios!”. Tal vez Hammett y Parker vieron la misma revista, o Hammett leyó el cuento de ella. Pero igualmente pudieron imaginarlo por separado: las memorias de Lillian Hellman, tan próxima a los dos, están llenas de ese vértigo –“unas ansias locas de acabar con algo, lo que fuera, y encontrar algo distinto”–, de personajes que quiebran su trayectoria, que se niegan de pronto a sí mismos y para siempre, de papeles que nunca se dan por asumidos de manera definitiva. Cambiar la vida, el pensamiento de la rebeldía. Cambiar de vida, el sentimiento de sí.

Lecturas.–
Lillian Hellman, Una mujer con atributos. Barcelona, Lumen, 2014. Incluye: Una mujer inacabada, traducción de Mireia Bofill (1979), y Pentimento, traducción de Marta Pessarrodona (1979).

–– Tiempo de canallas. Traducción de Rosario Ferré. México, Fondo de Cultura Económica, 1979.

–– Quizás. Un relato. Traducción de Felipe Garrido. México, Fondo de Cultura Económica, 1984.

–– La loba (The Little Foxes). Versión de Ernesto Caballero. Traducción de Ana Riera. Madrid, Centro Dramático Nacional, 2012.

--Dashiell Hammett, El hombre delgado. Traducción de Fernando Calleja. Madrid, Alianza, 1985(5ª).

–– El halcón maltés. Traducción de Fernando Calleja. Madrid, Alianza, 1985 (7ª).

--Dorothy Parker, Narrativa completa. Traducción de Jordi Fibla, Celia Filipetto, Carmen Francí e Isabel Núñez. Barcelona, Debolsillo, Penguin Random House, 2011.

domingo, 4 de octubre de 2015

La escritura dentro de la vida. 'Una mujer con atributos' deslumbra por el retrato del dolor que generó el macarthismo.

 Lee las primeras páginas de 'Una mujer con atributos'

Pertenezco a una generación que aún era demasiado joven para disfrutar de la edición de Pentimento de Argos Vergara en 1979. Me acuerdo de que a mi madre le entusiasmó el libro. También por aquellos años estrenaron Julia (1977), la película de Fred Zinnemann protagonizada por Vanessa Redgrave y Jane Fonda, que se basa en uno de los capítulos más sobrecogedores de Pentimento: Lillian Hellman (Nueva Orleans, 1905- Martha's Vineyard, 1984) descubre al lector que el Holocausto no fue sólo una masacre de judíos, sino también de socialistas, comunistas y católicos disidentes. Para empezar y para que nadie se confunda con la posible ambigüedad de las reseñas (o de los reseñistas), diré que tras leer Una mujer con atributos, estas memorias que incluyen Una mujer inacabada y Pentimento, ya avanzado el siglo XXI, siento algo próximo a la fascinación. No me importa que el adjetivo sea inmoderado, porque mi deslumbramiento se asienta en muchas razones: el retrato de una época, el autorretrato de una mujer, pero sobre todo la capacidad de la autora para hablar de lo más importante como si no estuviera haciéndolo. El macartismo, clave temática, se aborda casi como un tabú y, en esa aproximación tangencial y a la vez intensa, medimos todo el dolor que causó a quien escribe esa vorágine represiva de delaciones y brutalidad ideológica. El macartismo siempre está presente, pero de manera esquinada: quedan a la vista las cicatrices, las marcas, los queloides. Algo parecido sucede con la monumental presencia de Dashiell Hammett, que incluso está cuando no está, y cuya muerte permea cada página de estas memorias exhaustiva, inevitable, rencorosamente. Hammett es héroe y borracho; compañero de vida; un enfermo y el más fuerte de los hombres; preso político; uno de esos misántropos de cuyo amor nos enorgullecemos porque no aman con facilidad y nos hacen sentirnos elegidos. Hammett es enunciador de sentencias memorables y mantiene con Lilly ese tipo de diálogos violentos y seductores que caracterizan la novela negra. Vida, escritura, escritura dentro de la vida. Hammett es el ojo que importa, mientras se vive, en su observación, microscópica o a distancia, de las evoluciones de Lilly. Lector de las acciones —obras, deriva política, afectos— de Lillian Hellman, pero imposible lector de sus memorias: la culpa la tiene el desgarro del encarcelamiento y la muerte.

En Una mujer inacabada y Pentimento, Hellman construye una identidad de refilón, bajo la veladura, escribiendo sobre los muertos, pero sin dejarse llevar por lamentaciones elegiacas. Tampoco se deja llevar por la nostalgia ni por los tópicos sobre la feminidad ni sobre ciertos comportamientos literarios. Su enfoque de la infancia y del mecanismo del recuerdo se define por lo antisentimental: "… las frases que empiezan con me acuerdo duran demasiado para mi gusto…". La prosa —en relieve— no recurre a la excusa psicoanalítica: "… las historias de niñez rara vez son creíbles". La mujer es la mujer que se hace en un lugar lejano al ensimismamiento pese al tono convencionalmente introspectivo de las memorias. Hellman se perfila en sus raíces familiares, en sus amores sin romanticismo, en su actividad teatral, en lo que le pagan por sus trabajos y en sus convicciones políticas: la experiencia de nuestra Guerra Civil, las visitas a la URSS, su visión de una reblandecida clase obrera estadounidense y la militancia como pose estética por parte de las clases privilegiadas frente al reaccionarismo y el miedo de los que deben liberarse (más que ser liberados) son preocupaciones de Una mujer con atributos: Hellman, cosmopolitizada señorita del Sur, expresa la tensión y la lucha raciales a través de su vínculo de dependencia y resentimiento —calor y distancia— con sus criadas negras, Sophronia y Hellen.

Hay más vuelo literario, un imaginario poético más potente —la tortuga que no acaba de morir, Bethe desnuda al lado de las cuerdas de tender— en Pentimento, casi una colección de relatos, que en Una mujer inacabada. Puede que Pentimento se escriba en un registro más íntimo y simbólico, mientras que Una mujer inacabada sea una pieza más informativa: por allí desfilan Faulkner, Hemingway, Fitzgerald, Eisenstein, Norma Shearer, William Wyler o el genial Nathaniel West, una acumulación de nombres que hace vivir a los lectores un efecto Midnight in Paris, a lo Woody Allen: pese a las imposturas del mito y el valor publicitario de las iconografías, no cualquier tiempo pasado fue mejor… Una mujer inacabada es el marco que nos permite entender Pentimento. Una mujer inacabada habla de la corrupción de la utopía comunista y a la vez del anticomunismo que corrompió la idea de dignidad.

Ni la mirada ni las reflexiones de Hellman son vulgares. Tampoco su sentido del humor. Cuenta una anécdota de Jean Harlow; la mítica rubia le dice a su mayordomo: “Abra la ventana y deje entrar una menudencia de aire”. Sensacional. La frivolidad. El léxico como apariencia o simulacro. Un mundo y un lenguaje en los que, al fondo del lienzo descubrimos el perfil de una mujer que no escribe para pedir perdón —solo un poquito a su amiga Dorothy Parker—; de una hija única que se creía muy lista; de una dramaturga excelente… Hellman es un pentimento que paradójicamente no se arrepiente; sus textos, limpios, precisos y sutiles en su habilidad para pautar el tiempo de la narración, conforman la imprescindible veladura, la transparencia bajo la que se esconde el trazo original.

Una mujer con atributos. Lillian Hellman. Traducción de Mireia Bofill y Marta Pessarrodona. Lumen. Barcelona, 2014. 576 páginas. 24,90 euros (electrónico: 10,99 euros)
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/11/19/babelia/1416400703_201529.html

jueves, 30 de mayo de 2013

Dashiell Hammett en Wall Street

Manuel Fernández-Cuesta. eldiario.es

La lectura de Hammett, a la luz del estado de corrupción permanente, es más que un reconocimiento literario: es una manera directa, seca y salvaje, hard-boiled, de entender qué está ocurriendo.

“Me han contado que tanto el alcalde como el gobernador son de su propiedad: así que harán lo que usted les diga.”

Dashiell Hammett, Cosecha roja (1929)

El 10 de enero de 1961 moría, Hospital Lennox Hill, Nueva York, Samuel Dashiell Hammett, el escritor que, como dijo Raymond Chandler “restituyó el crimen a su lugar natural: la calle”. El expediente del FBI, veinticinco años bajo vigilancia, sospechoso de actividades antiamericanas según la Comisión McCarthy, es decir, comunista, tenía 278 páginas. Uno de los guionistas mejor pagados de Hollywood al final de los años 30, el creador de personajes como Sam Spade y Nick y Nora Charles, acabó endeudado, perseguido por la justicia y el alcohol, devorado por un cáncer de pulmón. La lectura de Hammett, a la luz del estado de corrupción permanente, es más que un reconocimiento literario: es una manera directa, seca y salvaje, hard-boiled, de entender qué está ocurriendo -mientras una banda de gangsters dispara sobre la nuca del Estado de bienestar- detrás de las cortinas, en el aterciopelado reservado de un restaurante, allí donde gestos y palabras se convierten en testaferros, paraísos fiscales, recalificaciones, ingeniería financiera, sobornos: política y economía.

Alejado de la novela policíaca (o de crímenes) convencional, ajeno a los salones de caoba, las copas de jerez y el primoroso arte de la deducción, la obra de Hammett, arqueólogo del incierto presente, patea la calle, se sumerge y bucea en ella, rastrea bares sin luz, callejones, hasta comprender lo oculto, aquello que no se debe saber, aquello de lo que no se puede hablar. Su silencio ético le llevará a la cárcel, seis meses, en 1951, al negarse a colaborar con unos interrogatorios abusivos, carentes de legitimidad. Figurar en “la lista negra” era una moderna y definitiva condena al ostracismo. Ser acusado, en el país de la libertad, de algo parecido a “desafección al régimen”, suponía exclusión social, laboral. Hammett ya no escribía.

Su última obra larga, El hombre delgado (1934), más allá de clasificaciones académicas y géneros narrativos, desvela lo arbitrario de la autoridad al tiempo que rompe, para siempre, los cristales del orden social. Todo tenemos -frente a la irrefrenable destrucción de lo social- algo de huidizos agentes de La Continental. Del mismo modo que el propio autor conservó siempre, sombrero, gomina, bigote y tabaco sin filtro, ese aire entre cínico y descreído de detective, en Baltimore, de la Agencia Pinkerton.

Resulta paradójico que Hammett, escritor cercano a la mirada realista de Faulkner, Steinbeck o Hemingway, miembro del Partido Comunista de EEUU y del Congreso de Derechos Civiles de Nueva York, antifascista en la década de los treinta, activista político desde que abandonó la escritura (quizá pensó que no podía decir más), fuera voluntario -no existe contradicción- en las dos guerras mundiales del siglo XX. Violentamente moral, ajeno a la idea del interés y el beneficio, su Sam Spade, interpretado por Humprhey Bogart en El halcón maltés (John Huston, 1941), contiene -por ejemplo- todos los matices psicológicos del que se sabe condenado, de antemano, por diferente.

En sus novelas y relatos, los diálogos rasgan el aire y la tensión narrativa golpea al lector; el ritmo, entre el sincopado ragtime y el lacónico jazz de Chicago, hace casi imposible respirar y las metáforas, afiladas garras, desvelan una acidez que brota de un estómago inundado de ginebra. Radical en su prosa, Hammett huye de la justicia poética que acompaña la derrota, pese al halo de prestigio, incomprensible, que conlleva. Veterano combatiente, su cuerpo reposa en el Cementerio Nacional de Arlington (Virginia), un cementerio militar pegado al Pentágono y escoltado por el río Potomac, junto al Memorial de Iwo Jima, la Tumba al soldado desconocido y los hermanos Kennedy. El destino parece una petaca de whisky olvidada en una gabardina: inútil.

Frente a la inicial tradición detectivesca (Poe, Conan Doyle, Chesterton, entre otros), trufada de elegancia discursiva, enigmas y agradable lectura, Hammett observará la realidad y los conflictos humanos desde otro sitio. Su punto de vista será ético, político, una mirada desgarrada y alternativa, descriptiva del desorden, que debería ser leída hoy como necesario contrapunto al erotismo light que nos invade, al culto a la extrema sensibilidad del “ego mutante” y a la banalidad que preside nuestra existencia. Los personajes serán esbozados con pinceladas descriptivas y diálogos que callan más de lo que expresan. Las escenas, encadenadas, se resolverán en dos frases o en una conversación entrecortada por un disparo.

Todo en Hammett está teñido de incredulidad e ironía. Tanto en las tramas y argumentos como en la resolución (o no resolución) de los hechos, Hammett muestra con claridad -Robespierre y Marx al fondo- que las condiciones materiales determinan el lugar desde el que se mira, cómo se piensa y qué se dice: el lugar de la libertad. La podredumbre moral de la sociedad (y sus consecuencias) será el tema de su (nuestro) tiempo. Hammett describirá, brochazos de verdad, la miseria que se pretende ocultar: el espacio del capitalismo.

Es fácil acceder a sus libros. Existen varias ediciones, muchas, con excelentes traducciones. He transportado dos volúmenes por varios países. Manejo, en este momento, la edición de Debate, Novelas y Relatos, Madrid, 1994, con notas introductorias de C. Bértolo, al que he usurpado, al límite del plagio, algunas de las ideas aquí expuestas. El halcón maltés, La llave de cristal, La maldición de los Dain o sus cuentos recogidos en Un hombre llamado Spade, Muerte y Cía o Ciudad de pesadilla, por citar solo algunos textos, arrojan un esperpéntico destello de neón sobre el sentido de las relaciones sociales y el submundo que acompaña las diferentes formas de explotación. Pese a que algunas palabras hayan perdido su sentido originario, pese a que el paso del tiempo haya alterado el contenido de los diccionarios hasta hacerlos irreconocibles, quede fijada aquí la siguiente afirmación: Hammett es un escritor materialista. Materialista y dialéctico. Un autor imprescindible para comprender el presente.

Comprometido (otro término desacreditado por el neoliberalismo) con la realidad y el tiempo que le tocó vivir, afín a los republicanos españoles durante la Guerra de España, Hammett, sentado ante la llamada Comisión McCarthy, preguntado sobre las actividades del Congreso de Derechos Civiles, sostuvo una posición parecida a la denominada “estrategia de ruptura”, teorizada años después, en la Argelia colonial, por el abogado Jacques Vergès. Como dijo ante las humillantes e ilegítimas preguntas, responder “suponía reconocer en primera instancia que el Estado tenía derecho a formular semejantes preguntas”. Esta responsabilidad moral, la determinación de su razón cívica, le costó, ya se ha dicho, la cárcel.

Considerada género menor, despreciada -durante muchos años- por la crítica, la novela negra, una variante ágil y directa del realismo social, se alza hoy, igual que lo hizo en los años 30, como la mejor manera, quizá la menos afectada, de contar los dobleces de la realidad. Políticos corruptos, el mercado -grandes corporaciones transnacionales- que determina, con decisiones tomadas en secretos consejos de administración, la vida y destino de millones de personas, los medios de comunicación, transmisores del pensamiento dominante, comprados a golpe de anuncio y subvenciones o jueces presionados por instancias jerárquicas superiores serían, en la actualidad, perfectos personajes. Las tramas posibles son conocidas, en Wall street y en cualquier rincón del mundo.

Detective de lo real, Dashiell Hammett (1894-1961) mostró, como pocos, las vísceras del sistema. Leer sus obras, frente al oscurantismo del presente eterno, no es una mera cuestión literaria. Es una forma más de resistencia y combate.

Fuente: http://www.eldiario.es/zonacritica/Dashiell-Hammett-Wall-Street_6_135846438.html