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miércoles, 24 de febrero de 2021

_- El Hombre delgado, Dashiell Hammett,

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En El hombre delgado, la última novela de Dashiell Hammett, destaca un personaje infrecuente en el género negro, Nora Charles. Es la esposa del duro detective y el trato entre ellos parece ser entre iguales.

Nora ofrece una mezcla peculiar de lealtad y espíritu crítico, de inteligencia y compasión, de sensibilidad y súbita ingenuidad, de frivolidad social y generosidad, de radicalidad en los certeros juicios, de máxima apertura… A Lillian Hellman le explicó Hammett que había construido a Nora sobre su modelo, que Nora era ella. Ambos formaron una singular pareja durante treinta y un años, desde la juventud de ella hasta la muerte de él. La obra de Hellman (1905-1984), sus “comedias airadas” –una docena de obras de teatro y otros tantos guiones para películas–, supone un nudo tenso del arte dramático contemporáneo, vigente aún en variedad de adaptaciones y versiones. Sin embargo, su nombre, por esas cosas del periodismo y de la historia, quedó sobre todo vinculado a su declaración en 1952 ante el Comité de Actividades Antiamericanas, el órgano principal del macartismo y su caza de brujas.

De aquel trance, se retuvo en especial una frase de Hellman: “No puedo recortar mi conciencia para ajustarla a la moda de este año”. Pero hay alguna quizá más precisa: “La verdad lo convertía a uno en traidor como a menudo sucede en tiempos de canallas”. Y tituló Tiempo de canallas su relato de los hechos. Hechos que descubren una raíz de fascismo inscrita en el aparato de estado de las democracias: la persecución de la libertad de ideas, la promoción de las delaciones, la represión judicial, social y económica contra los disidentes… y todo ello en el país que entonces acuñaba orgulloso la etiqueta de cabeza del mundo libre. Repasar de vez en cuando aquel momento, junto a episodios europeos coetáneos y posteriores, valdría para conocer mejor el mundo que habitamos. Hellman, que no tuvo una militancia política como tal, fue, igual que muchos otros intelectuales y artistas, investigada, incluida en la lista negra, forzada a vender sus propiedades para sobrevivir, limitada en sus derechos y sus retribuciones, difamada, acosada. Y supo ver el momento clave que le tocaba, la oportunidad de dar un giro a la situación; por encima de las frases, eso definió su actitud: aceptó declarar sobre sí misma, responder a todas las preguntas, sin acogerse al derecho constitucional a no hacerlo (como era la práctica de quienes no cedían), con la única condición de no declarar sobre otros. Ese modo de asumir la propia dignidad y señalar el núcleo de la vergüenza desconcertó al Comité y obtuvo una sorprendente cascada de apoyos en la prensa hasta entonces enmudecida. Debía realizar una lectura en Nueva York a los pocos días, dentro de una ópera basada en un texto suyo, y la multitud asistente la aclamó, ante su perplejidad, como pocas veces se había visto.

Sin embargo, y aun valorando su posición cívica como merece, mi aprecio por Hellman siempre se ha debido a su obra. La leí con asiduidad a mediados, creo, de los ochenta, y la relectura de ahora ha revivido sin merma la intensidad y la emoción que recordaba. Y no ya sus notables piezas dramáticas, sino los volúmenes de sus memorias son los que encuentro excepcionales. En ellos –Una mujer inacabada, Pentimento, Tiempo de canallas, Quizás– está el friso vívido de una época cuya estela llega hasta aquí: las imágenes del Sur, donde nació y creció, de su economía sustentada en el racismo y de las formas de este en lo cotidiano, el mundo efervescente e industrial del Hollywood clásico, una extraña bohemia adinerada, los ríos de alcohol, los viajes emblemáticos a la guerra de España y al frente ruso de la segunda Guerra Mundial, la vida en la granja que pudo comprar con el éxito de The little foxes y que tuvo que vender al empezar los cincuenta; y los innúmeros personajes: Dorothy Parker, las memorables mujeres negras, su amiga Julia (que en el cine –Julia, 1970– fue Vanessa Redgrave), Eisenstein, el mafioso Costello, Samuel Goldwin y William Wyler, las cambiantes luces que recaen sobre Hemingway, Faulkner y Fitzgerald… Pero todo ello sería anecdótico si no se insertara en la trama de un inclemente y especialísimo autoanálisis: “mi padre dijo una vez que yo vivía dentro de un interrogante”.

El eje de tal pregunta continua es lo que ella llama “mi carácter” –“tengo un carácter irascible, que se despierta en los momentos más insólitos por las razones más insólitas, y que, una vez despertado, se encuentra fuera de mi dominio”–, algo que percibe como lo más íntimo y que también se contempla desde un exterior, que se conoce muy bien pero no se llega a entender nunca, un pulso permanente tanto con el mundo como con la propia conciencia: “a los 16 años me rebelaba abiertamente contra casi todo. Sabía que las semillas de la rebelión eran dispersas y carentes de objetivo en una naturaleza con unas ansias locas de acabar con algo, lo que fuera, y encontrar algo distinto, y poseía suficiente sentido común para comprender que si era demasiado orgullosa, demasiado sensible y demasiado osada se debía a que era tímida y estaba asustada”. Y el núcleo de ese carácter se revela, como todo lo constitutivo, casi incomunicable. Aunque este constante salir de sí, y su correlato de querer saber, generan una forma de lengua privada que, en el cuerpo de la escritura, se vuelve pasión del lector.

La capacidad de indignación, el impulso negativo –dirigido a menudo contra sí misma– y violento, las oscuras e irrompibles fidelidades, el rechazo de la hipocresía y la falsedad, la sensación de que cada instante está vivo…, no sé si podrían componer un proyecto de vida, pero aparecen como su afirmación intransigente. Con su aguda percepción y su permanente malestar, estas memorias proponen el valeroso relato de la dificultad para alcanzar una verdadera madurez personal, y de los extraños vínculos con esa dificultad que mantiene la lucidez. La de comprender que la energía invertida en perseguir una verdad, en encontrar un sentido, quizá obedeciese a un mito que la distraía de sí misma y dejaba a la persona inacabada. Y saber mostrarlo.

Lillian Hellman consideraba que su “rebelión contra el sentimentalismo” era generacional y “había nacido de la aversión al fingimiento”. Y es cierto que este rechazo está también, por ejemplo, en Dorothy Parker –que fue su mejor amiga durante varias décadas–, por más que sus sutiles cuentos chejovianos fueran tan contenidos, de ira tan ensordecida. Lo que Hellman aporta es una capacidad especial para expresar los sentimientos como pensamientos, como formas de conciencia, dándoles a unos y otros una movilidad que solo se decanta en hechos, en objetos, en situaciones. El poder del detalle, un memorable arte del punctum, determina esta escritura, y permite decirlo todo sin nada explicitar. La vemos subir en Madrid a un piso recién bombardeado, retener todos los detalles de lo cotidiano interrumpido como si los absorbiera –un plato de ensalada, un libro en francés abierto, una tabla de planchar caída con una falda aún encima–, hundirse entre los cascotes de los pocos peldaños que quedaban en pie… Y conservar para toda la vida dos botellitas de porcelana con rosas pintadas, y el retrato de una muchacha, que recogió allí. Su escritura, su conciencia es indistinta de las cosas. Y permanecen activas en el papel hasta el límite. Pero esos viajes como sin red –así, la travesía de Siberia en un avión lentísimo, sin asientos ni calefacción, con una neumonía aguda, sin saber ruso– solo cobran peso por el mundo real que los atraviesa, la gente normal, la que no tiene nombre y lleva consigo sus enseres, sus afectos y su dolor. Eso es lo que opera el difícil tránsito entre la sociedad bohemia y la disensión, lo que proporciona la materia de una rebeldía incesante y sin programa.

En este mordisco de realidad viene inevitablemente el tacto, el peso del tiempo. Es la sensación que se objetiva en lágrimas al descender sobre el aeropuerto de Moscú veintidós años después de la estancia durante la guerra. Lo irrecuperable no es solo lo que se vivió, sino quien lo vivió. El pasaje inicial de Pentimento recuerda el significado de este término técnico: “La antigua pintura al óleo, al correr del tiempo, en ocasiones pasa a ser transparente. Cuando esto sucede, es posible, en algunos cuadros, ver los trazos originales: aparecerá un árbol a través del vestido de una mujer, un niño abre paso a un perro, un barco grande ya no se ve en un mar abierto […]. Esto es cuanto quiero decir respecto a la gente en este libro. Ahora la pintura ha envejecido… y he querido ver lo que fue para mí una vez, lo que es para mí ahora”. Así, hay escritores –Elías Canetti, Lorenzo García Vega– que encuentran en las memorias el núcleo de su escritura, en vez de asumirlas como un género, de incorporar un marco y unas reglas; Lillian Hellman es de ellos, de quienes encienden la vida en su vida. No reconstruye una biografía, se mueve a saltos, atrás y adelante, con la implicación de una lógica personal en las historias y los personajes, sin cronología ni aparente estructura. En la evidencia de sus sentimientos-pensamiento, botellitas de porcelana. Con un habla propia, perceptible en su no cerrar el relato, en la arbitrariedad y potencia de las emociones que señalan la exterioridad de un sentido: “lo que jamás recordamos o jamás supimos de nosotros mismos suele ser lo más importante”. Y así desemboca en Quizás, donde persigue a un personaje fantasmagórico, una vieja amiga de huellas borradas, de la que a cada paso se va desmintiendo todo lo sabido y vivido: un dinámico ensayo sobre el desconcierto acerca de la memoria y de la propia realidad, narrando y suspendiendo en la indefinición, afirmando y negando a la par. Es un libro de 1980 y algo en él retrata también, con voz cristalina y mirada sabiamente borrosa, el temblor de la vejez.

Vuelve ahí el antiguo tema de la balanza, los pesos y contrapesos de los ritmos y necesidades de cada día, y también la imagen de sus platillos arrojados a la cuneta, oxidados. El cotejo entre el cambio de vida y el cambio de la vida, como dos pulsiones radicales y no sé si ajenas. Tan presente todo ello en la escritura de Hellman, me lleva a evocar aquella cápsula narrativa que Hammett escondió en medio de El halcón maltés. Un personaje está a punto de ser aplastado por un tablón que cae de pronto sobre la acera, y entonces reacciona abandonándolo de golpe todo: su familia, esposa e hijos, su trabajo, su ciudad, sus rutinas y seguridades. Y años después será encontrado en otra ciudad, haciendo de nuevo el mismo tipo de vida, con otra familia, otro trabajo, idénticas rutinas. Hammett publica la novela en 1929, pero dice que estos hechos habían ocurrido en 1922. A finales de este año, apareció “Qué bonita estampa”, un cuento de Dorothy Parker, cuyo protagonista –un empleado, con casa y jardín, mujer e hija– ha leído en una revista la historia de un hombre como él, de hábitos arraigados y exactos, a quien un día al poner el pie en el andén de la estación, bajando del cotidiano tren, se le oye decir: “¡Qué demonios!”, y se le ve marchar en dirección contraria, desaparecer. Mientras poda el jardín, el personaje de Parker no cesa de imaginar, con lujo de detalles, el momento en que él diría también: “¡Qué demonios!”. Tal vez Hammett y Parker vieron la misma revista, o Hammett leyó el cuento de ella. Pero igualmente pudieron imaginarlo por separado: las memorias de Lillian Hellman, tan próxima a los dos, están llenas de ese vértigo –“unas ansias locas de acabar con algo, lo que fuera, y encontrar algo distinto”–, de personajes que quiebran su trayectoria, que se niegan de pronto a sí mismos y para siempre, de papeles que nunca se dan por asumidos de manera definitiva. Cambiar la vida, el pensamiento de la rebeldía. Cambiar de vida, el sentimiento de sí.

Lecturas.–
Lillian Hellman, Una mujer con atributos. Barcelona, Lumen, 2014. Incluye: Una mujer inacabada, traducción de Mireia Bofill (1979), y Pentimento, traducción de Marta Pessarrodona (1979).

–– Tiempo de canallas. Traducción de Rosario Ferré. México, Fondo de Cultura Económica, 1979.

–– Quizás. Un relato. Traducción de Felipe Garrido. México, Fondo de Cultura Económica, 1984.

–– La loba (The Little Foxes). Versión de Ernesto Caballero. Traducción de Ana Riera. Madrid, Centro Dramático Nacional, 2012.

--Dashiell Hammett, El hombre delgado. Traducción de Fernando Calleja. Madrid, Alianza, 1985(5ª).

–– El halcón maltés. Traducción de Fernando Calleja. Madrid, Alianza, 1985 (7ª).

--Dorothy Parker, Narrativa completa. Traducción de Jordi Fibla, Celia Filipetto, Carmen Francí e Isabel Núñez. Barcelona, Debolsillo, Penguin Random House, 2011.

domingo, 31 de enero de 2021

¡Eres un animal! Sobre perros y otros animales amigos del hombre,

Es curioso que utilicemos expresiones como “eres un animal”, “eres un cerdo, “eres un burro”, “eres una bestia”… para insultar, descalificar o despreciar a un ser humano, sin pensar que también nosotros somos animales, sin pensar, por otra parte, que ese animal no ha hecho nunca daño a nadie intencionadamente. Si observamos atentamente los comportamientos de personas y animales, el verdadero insulto sería decirle a un animal irracional: Eres una persona, eres un político, eres un catedrático, eres un periodista, eres una abogada, eres un juez…

Los animales se comportan con más espontaneidad, nobleza y autenticidad que los seres humanos. Con menos crueldad, desde luego. Con ninguna malicia. Ojalá nos comportásemos como ellos. Recuerdo un poema en el que se cuenta que algunos monos (el mono es un animal arborícola que habita sobre todo en los árboles genealógicos), viendo desde un árbol cómo los hombres se pelean y se matan entre sí, se niegan a aceptar que seres tan sanguinarios y crueles sean descendientes suyos. “Qué vergüenza para nuestra especie”, concluyen. Al fin al cabo, como dice Steinbeck, el hombre es el único animal de la creación que bebe sin tener sed, que come sin tener hambre y que habla sin tener nada que decir.

Los animales piensan, sueñan y sufren. Su dolor tiene las dimensiones del planeta. Los niños aplastan lagartijas para ver cómo se mueve el rabo de forma autónoma, una vez separado del resto del cuerpo, la familia abre las puertas del coche y abandona al perro a su suerte, los toreros clavan hierros punzantes en los lomos del toro y acaban matándolo entre vítores y olés, se organizan peleas de perros y de gallos para diversión y juego de los espectadores, los gastrónomos pelan vivos a algunos animales para que la vianda tenga más sabor, los cazadores degüellan vivas a las presas para que las pieles tengan más esplendor, los científicos experimentan en animales con genes y con virus, los ganaderos separan a las crías de sus madres, se sacrifican animales para fabricar abrigos de pieles, los vecinos del pueblo mantienen la costumbre de arrojar entre risas un burro o una cabra desde lo alto del campanario de la iglesia parroquial… ¿Por qué tanto dolor? ¿Por qué tanta crueldad? ¿Por qué tanta insensibilidad? ¿Por qué tantas trampas?

– “Vamos a pescar juntos”, le dijo el pescador a la mosca mientras la colocaba de cebo en el anzuelo.

Las personas admiran las grandes dotes de los animales pero saben que aun más admirable es la inteligencia humana, capaz de imaginar a un perro jugando al póker:

– Tu perro es muy listo, le dijo Aristóteles a Platón, ya que sabe jugar a las cartas.

– No es tan listo como parece, matizó Platón: siempre que le llegan buenas cartas, mueve el rabo.

Un mundo en el que los animales son maltratados no es un mundo habitable para los seres humanos. Porque esa crueldad que se ceba en seres indefensos muestra la dureza de nuestro corazón. Y de un corazón duro no pueden brotar sentimientos nobles y hermosos. “El hombre es un lobo para el hombre”, decimos. Con lo cual el hombre le da una patada al hombre en el trasero del lobo.

Un ornitólogo desconocido dijo : “Si los hombres no los apedrearan, hubiera sido pájaro. Mas si no los apedrearan, hubiera sido hombre”. Si fuéramos más amorosos, más cuidadosos, más amables con los animales, contribuiríamos a mejorar este mundo nuestro.

Mi amiga Lola Alcántara vota una y otra vez al PACMA (Partido Animalista contra el Maltrato Animal), partido político español que trabaja por los derechos de los animales, la defensa del medio ambiente y la justicia social. Lola tiene en su casa cinco perros y tres gatos, a los que quiere y cuida con desvelo. He visto su indignación ante la crueldad humana que sacrifica cada año más de 50000 galgos en España, esos perros de usar y tirar. Me ha explicado con pasión la necesidad de que la ley sea más severa con el maltrato de animales. Si todos fuésemos como Lola Alcántara, el mundo sería mucho mejor.

Mis abuelos paternos tenían un perro llamado Fiel (notable redundancia). Recuerdo que un verano pasó tres días sin aparecer por casa. Lo encontraron hambriento, sediento y extenuado, vigilando un saco de trigo que se había caído del carro en el que se transportaba la carga al silo. La vida por el cuidado de un bien del amo.

Los animales han sido una extraordinaria compañía en los meses de confinamiento. Al terminar el primero, se hizo célebre la burra Baldomera en la localidad malagueña de El Borge, sita en la Axarquía, a unos treinta kilómetros de la capital. El reencuentro con el amo, Ismael Fernández, después de dos meses de ausencia, fue tan emotivo, que la grabación del encuentro ha dado la vuelta al mundo. Conmueve escuchar los rebuznos de la burra y ver las lágrimas de su dueño.

En un estanque del Monasterio de El Escorial hay un precioso cisne blanco que se acerca con rapidez al jardinero Raúl, cada vez que este aparece en la orilla. Es hermoso ver cómo interactúan en una relación cómplice, a través de gestos y sonidos.

Nosotros tenemos una pequeña perra llamada Miluca. Su nombre recoge la primera sílaba de los nombres de cada uno de los moradores de la casa: Miguel, Lourdes y Carla. Es lista, cariñosa y disciplinada. Miluca nos humaniza, nos une, nos hace más sensibles, nos hace mejores. Carla dice:

Una de las cosas más valiosas que habéis hecho por mí es comprar a Miluca.

¿Cómo no emocionarse ante la mirada insondable de un perro el día que ha muerto su amo?, ¿cómo no asombrarse ante la tristeza de una larga ausencia, como le sucedió a Miluca cuando Carla asistió a un curso de quince días en Alemania?

Los animales forman parte de nuestro mundo y de nuestra cultura. Nunca podremos olvidar al loro de Flaubert, al cuervo de Poe, al cisne de Saint Säens, al albatros de Baudelaire, a las moscas de Sartre, a la ballena de Herman Melville, al águila de Tenysson, al escarabajo de Kafka, al mastín de Baskeville…

Los humanos hemos escrito innumerables fábulas protagonizadas por animales de las que, didácticamente, extraemos moralejas, pero conocemos muy poco sobre su mundo interior. No debemos olvidar que de todo lo que ocurre en el mundo solo tenemos visiones humanas. No nos solemos acercar a los animales con respeto, con ternura, con curiosidad. Recuerdo haber leído con emoción el hermoso libro del etólogo y premio Nobel Konrad Lorenz, titulado “El anillo del rey Salomón”. Con qué finura, con qué rigor, con qué interés observa, estudia y describe las costumbres y las emociones de los animales.

¿Cómo nos ven los animales a nosotros?, ¿Cómo nos observan y nos interpretan? Bien pudiera suceder que los gorriones se rieran de nosotros al ver un espantapájaros. Es una señal inequívoca de que allí hay comida para ellos.

No me gusta volcar sobre los animales visiones antropomórficas. No me gustan esas películas en las que los animales hablan como si fueran humanos. Les atribuimos gratuitamente nuestras cualidades: el gallo es arrogante, el lobo es rapaz, el camaleón es hipócrita, el león es valiente, la hormiga es trabajadora, la cigarra es holgazana, la hiena es cruel (por cierto, la hiena duerme al raso, se alimenta de carroña y hace el amor una vez al años, ¿de qué diablos se ríe?).

También tiene aquí presencia la educación. En la escuela y en la casa. De forma coherente y coordinada. A una amiga de mi hija le mandaron del colegio una carta porque había aplastado cruelmente una lagartija en el patio. No sabían que en la casa de la niña había una sala con animales disecados, piezas de caza mayor de su padre.

Los animales: magníficos compañeros de viaje. Lord Byron escribió sobre la tumba de su perro: “Aquí yacen los restos de un ser que poseyó la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y la belleza sin la vanidad”. Es probable que el tamaño de la lápida no diera para más. 

sábado, 16 de enero de 2016

¿Qué es, qué era, qué debe ser el amor? Guillermo Rendueles Psiquiatra y figura histórica de la izquierda gijonesa. "El capitalismo trata como trastorno de personalidad lo que antes se consideraba lealtad, coherencia u honradez".

...¿Qué es, qué era, qué debe ser el amor?
¿El amor libre de los hippies y los anarquistas, el amor monógamo y eterno de los conservadores o un término medio entre ambas opciones?

Lo que es el amor sano y el insano se ve muy bien en los críos que juegan en el parque. Los que están seguros de que su madre, su padre o su cuidador los quieren juegan tranquilos sin miedo a perderse, mientras que los chavales inseguros están continuamente mirando para atrás a ver si el padre sigue allí, cuando no pegados a él sin jugar ni interaccionar con otros niños. El amor sano es el primero: el amor que te da seguridad. Lo que pasa en la posmodernidad, con ese modelo de mantenerse juntos mientras dure el sentimiento, es que el sentimiento no cambia a la vez en las dos personas, por lo que esa seguridad está siempre en entredicho. Yo he puesto en algún texto el ejemplo de Bertrand Russell, que estaba tan contento con una de sus mujeres hasta que en un paseo en bici se dio cuenta de que ya no sentía lo mismo por ella y, llorando, la abrazó y le dijo que se tenían que separar. Ese emotivismo extremo es la norma en el mundo de hoy.

Una de las teorías psicológicas más en boga es ésa que dice que el amor tiene fecha de caducidad: tres años y medio exactamente. Si te crees esas cosas, acabas autosugestionándote. Yo conozco parejas donde esa cosa ha sido hipertóxica, y que queriéndose mucho se han separado en cuanto se han dicho: «Ya no nos queremos como antes».

Estamos como los críos inseguros, mirando constantemente hacia atrás preguntándonos si le habrá cambiado el sentimiento a éste o a ésta y si nos va a dejar. Eso dificulta mucho la interacción. Igual que los niños no juegan si no tienen la seguridad de que la madre está ahí, en el amor sin una relación de afecto seguro es muy difícil que uno se aventure, a menos que la inseguridad se acabe asumiendo y pase como con otros críos que hay, que como están seguros de que la madre se ha pirado les da igual ocho que ochenta. Ésa es otra de las imágenes de la posmodernidad.

¿Cuál es el amor ideal? Pues un amor que te dé la seguridad de que no se va a romper de un momento a otro; un amor que aunque te pongas malo, aunque te arruines, aunque te despidan, va a seguir ahí, y al mismo tiempo lo suficientemente flexible para que sea sincero, para que no te obligue a simular esa estabilidad y esa serenidad. Y un amor en el que se asuma que el amor significa cosas distintas en cada etapa de la vida. En suma, un proyecto a largo plazo que, como todos los proyectos, pueda fracasar, pero que no esté sometido a una incertidumbre constante.

El mal es una opción voluntaria, no un problema psiquiátrico. Usted escribe bastante últimamente sobre lo que llama la psiquiatrización del mal.

Sí, esa teoría muy en boga de que el mal es algo psicológico, un impulso que puede afectar a cualquiera. Sus defensores suelen aludir a un experimento que hizo en 1961, justo después del juicio a Eichmann, un psicólogo de la Universidad de Yale, Stanley Milgram. En ese experimento, los participantes tenían que apretar un botón que provocaba una descarga eléctrica cada vez que otro participante fallaba una pregunta. Con cada error se incrementaba la intensidad de la descarga, y el experimentador incitaba a quienes debían aplicar las descargas a hacerlo con frases como: «Por favor, continúe», o «No tiene otra opción, debe continuar». Los estudiantes no sabían que las descargas eran falsas: quien las recibía en realidad estaba actuando y no sufría dolor ninguno. El caso es que, a pesar de que quienes recibían las descargas gritaban cada vez más, el 65% de los participantes llegó a infligir el dolor máximo y sólo el 35% paró antes de llegar a ese punto. Lo que no se suele contar es que años después alguien cogió la caja de ese experimento y se puso en contacto con los participantes y les preguntó cómo habían podido llegar a hacer aquel disparate. La inmensa mayoría se había reformado y decía: «Huy, gracias a aquello yo tomé conciencia de cómo era el hombre». Uno se había hecho asistente social, otro objetor de conciencia, etcétera. Eso demuestra que, sí, uno puede tener un momento de obediencia a la autoridad, pero luego eso puede transformarse radicalmente mediante la reflexión. Eso sería el bien: ser reflexivo frente a las propias acciones.

¿Tiene remedio esta sociedad histérica? ¿Es posible la utopía?
Yo no sé si es posible, pero me parece que vale la pena pelear por el cambio. Si no es posible en esta generación, que haya otra que coja el relevo. Yo veo la historia un poco así, como una carrera de relevos en los que cada generación continúe lo que la anterior ha dejado pendiente...

-El mandato capitalista es: "Sé gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo" Si estoy en paro, sólo yo tengo que solucionarlo formándome más o buscando trabajo más concienzudamente.
-Y para buscarlo tengo que tener capital humano: idiomas, másteres, cursos…
-Y si eso me vuelve loco, me tomo la pastilla y listo.
-Eso es, sí (risas)...

Fuente: http://mas.asturias24.es/secciones/entrevistas-en-el-toma-3/noticias/el-capitalismo-trata-como-trastorno-de-personalidad-lo-que-antes-se-consideraba-lealtad-coherencia-u-honradez/1451271184