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sábado, 16 de enero de 2016

¿Qué es, qué era, qué debe ser el amor? Guillermo Rendueles Psiquiatra y figura histórica de la izquierda gijonesa. "El capitalismo trata como trastorno de personalidad lo que antes se consideraba lealtad, coherencia u honradez".

...¿Qué es, qué era, qué debe ser el amor?
¿El amor libre de los hippies y los anarquistas, el amor monógamo y eterno de los conservadores o un término medio entre ambas opciones?

Lo que es el amor sano y el insano se ve muy bien en los críos que juegan en el parque. Los que están seguros de que su madre, su padre o su cuidador los quieren juegan tranquilos sin miedo a perderse, mientras que los chavales inseguros están continuamente mirando para atrás a ver si el padre sigue allí, cuando no pegados a él sin jugar ni interaccionar con otros niños. El amor sano es el primero: el amor que te da seguridad. Lo que pasa en la posmodernidad, con ese modelo de mantenerse juntos mientras dure el sentimiento, es que el sentimiento no cambia a la vez en las dos personas, por lo que esa seguridad está siempre en entredicho. Yo he puesto en algún texto el ejemplo de Bertrand Russell, que estaba tan contento con una de sus mujeres hasta que en un paseo en bici se dio cuenta de que ya no sentía lo mismo por ella y, llorando, la abrazó y le dijo que se tenían que separar. Ese emotivismo extremo es la norma en el mundo de hoy.

Una de las teorías psicológicas más en boga es ésa que dice que el amor tiene fecha de caducidad: tres años y medio exactamente. Si te crees esas cosas, acabas autosugestionándote. Yo conozco parejas donde esa cosa ha sido hipertóxica, y que queriéndose mucho se han separado en cuanto se han dicho: «Ya no nos queremos como antes».

Estamos como los críos inseguros, mirando constantemente hacia atrás preguntándonos si le habrá cambiado el sentimiento a éste o a ésta y si nos va a dejar. Eso dificulta mucho la interacción. Igual que los niños no juegan si no tienen la seguridad de que la madre está ahí, en el amor sin una relación de afecto seguro es muy difícil que uno se aventure, a menos que la inseguridad se acabe asumiendo y pase como con otros críos que hay, que como están seguros de que la madre se ha pirado les da igual ocho que ochenta. Ésa es otra de las imágenes de la posmodernidad.

¿Cuál es el amor ideal? Pues un amor que te dé la seguridad de que no se va a romper de un momento a otro; un amor que aunque te pongas malo, aunque te arruines, aunque te despidan, va a seguir ahí, y al mismo tiempo lo suficientemente flexible para que sea sincero, para que no te obligue a simular esa estabilidad y esa serenidad. Y un amor en el que se asuma que el amor significa cosas distintas en cada etapa de la vida. En suma, un proyecto a largo plazo que, como todos los proyectos, pueda fracasar, pero que no esté sometido a una incertidumbre constante.

El mal es una opción voluntaria, no un problema psiquiátrico. Usted escribe bastante últimamente sobre lo que llama la psiquiatrización del mal.

Sí, esa teoría muy en boga de que el mal es algo psicológico, un impulso que puede afectar a cualquiera. Sus defensores suelen aludir a un experimento que hizo en 1961, justo después del juicio a Eichmann, un psicólogo de la Universidad de Yale, Stanley Milgram. En ese experimento, los participantes tenían que apretar un botón que provocaba una descarga eléctrica cada vez que otro participante fallaba una pregunta. Con cada error se incrementaba la intensidad de la descarga, y el experimentador incitaba a quienes debían aplicar las descargas a hacerlo con frases como: «Por favor, continúe», o «No tiene otra opción, debe continuar». Los estudiantes no sabían que las descargas eran falsas: quien las recibía en realidad estaba actuando y no sufría dolor ninguno. El caso es que, a pesar de que quienes recibían las descargas gritaban cada vez más, el 65% de los participantes llegó a infligir el dolor máximo y sólo el 35% paró antes de llegar a ese punto. Lo que no se suele contar es que años después alguien cogió la caja de ese experimento y se puso en contacto con los participantes y les preguntó cómo habían podido llegar a hacer aquel disparate. La inmensa mayoría se había reformado y decía: «Huy, gracias a aquello yo tomé conciencia de cómo era el hombre». Uno se había hecho asistente social, otro objetor de conciencia, etcétera. Eso demuestra que, sí, uno puede tener un momento de obediencia a la autoridad, pero luego eso puede transformarse radicalmente mediante la reflexión. Eso sería el bien: ser reflexivo frente a las propias acciones.

¿Tiene remedio esta sociedad histérica? ¿Es posible la utopía?
Yo no sé si es posible, pero me parece que vale la pena pelear por el cambio. Si no es posible en esta generación, que haya otra que coja el relevo. Yo veo la historia un poco así, como una carrera de relevos en los que cada generación continúe lo que la anterior ha dejado pendiente...

-El mandato capitalista es: "Sé gerente de ti mismo, empréndete a ti mismo" Si estoy en paro, sólo yo tengo que solucionarlo formándome más o buscando trabajo más concienzudamente.
-Y para buscarlo tengo que tener capital humano: idiomas, másteres, cursos…
-Y si eso me vuelve loco, me tomo la pastilla y listo.
-Eso es, sí (risas)...

Fuente: http://mas.asturias24.es/secciones/entrevistas-en-el-toma-3/noticias/el-capitalismo-trata-como-trastorno-de-personalidad-lo-que-antes-se-consideraba-lealtad-coherencia-u-honradez/1451271184

sábado, 9 de enero de 2016

La maldad sin eximente. Si algo suele caracterizar a los malvados es que son incorregiblemente vanidosos.

Cada vez que leo una crónica sobre la ingente cantidad de somníferos, ansiolíticos, antidepresivos, que ingiere la población española me siento acompañada. Eso rebaja esa penosa culpabilidad que tan bien conoce el insomne cuando cada noche deja la pastilla al lado del vaso de agua y a la hora, en la oscuridad, con la actividad neuronal totalmente desatada, resonando, por ejemplo, en su memoria, un Mackie Navaja interpretado por Bertín Osborne que escuchó esa tarde en un taxi, palpa la mesita para dar con el comprimido que calmará unos pensamientos obsesivos que le hacen sentir como el hámster que da vueltas en su ruedita.

Que esto sea un mal de muchos no cura el insomnio ni las neurosis, pero te hace sentir parte de una comunidad, y eso es bonito. Aunque este sentimiento consolador se esfuma cuando la misma prensa que informa de lo pastilleros que somos da cuenta de los medicamentos que tomaba el último asesino de la crónica de sucesos. La madre de Asunta tomaba Orfidal. El  piloto suicida tomaba serotonina. ¿Y? ¿De qué comunidad formamos parte ahora, de la de los hijos de puta que prefieren morir matando? Los psiquiatras se nos enfadan mucho, con razón. Llevan años explicando que asociar los trastornos mentales a la maldad es contribuir a la estigmatización de enfermos que tienden a infligirse dolor más que a causarlo.

Hay malos sin justificante del médico. No tantos como podríamos pensar, pero los hay: madres que matan para librarse de sus hijos, hijos que matan para quedarse con dinero de los padres, sacerdotes que predican la bondad y abusan de los débiles, hombres que maltratan a su mujer y son dóciles con el resto, jefes que humillan a sus subordinados, niños que acosan a otros niños hasta hundirles en la desesperación. Y no hay explicación psiquiátrica que ampare semejante maldad. Es muy posible que se pueda reformar el comportamiento cruel de un niño, pero la maldad en los adultos es rocosa y el cerebro menos flexible. Este ha sido uno de los temas del año: nos cuesta comprender que un malvado no es un enfermo mental.

El mejor ejemplo del hijoputa sin trastorno lo ofreció en 2015 una serie documental, The Jinx, que sin duda influirá en la manera en que los cineastas aborden un caso real. Cuenta la historia de  Robert Durst, un millonario neoyorquino sobre el que pesa la sospecha de haber asesinado en 1982 a su primera esposa, a una amiga en 2000, y un año después al vecino. El director, Jarecki, había realizado en 2010 una película de ficción, All Good Things, sobre este personaje que de vez en cuando aparecía en la prensa como sospechoso de crímenes sin resolver, pero nunca hubiera imaginado que el inspirador del filme, tras verse interpretado por Ryan Gosling, le llamaría para proponerle que filmara un documental contando la verdad. Y es que si algo suele caracterizar a los malvados es que son incorregiblemente vanidosos. La serie se basa en las veinte horas de conversación que el director y el millonario mantuvieron durante años. El espectador asiste fascinado al relato de Durst; su infancia de niño rico pero desamparado provocaría compasión si no fuera porque el viejo lo cuenta con una frialdad incontrolada que provoca el efecto contrario, da grima.

Sobre la desaparición de su esposa la policía pasó de puntillas y el pájaro siguió suelto. En 2000 se reabrió el caso y la mejor amiga del sospechoso, la escritora Susan Berman, fue asesinada en su domicilio. Probablemente, Durst sospechó que la policía quería interrogarla y acabó con ella antes de que le incriminara. Permaneció oculto durante meses en una pequeña localidad de Texas, solo charlaba con un vecino que le invitaba a ver la tele en casa. En una de estas sesiones televisivas, apareció de pronto en el telediario. Así es cómo el vecino descubrió la verdadera identidad de su extraño amigo. Según Durst, el tipo quiso sacar tajada del hallazgo, y eso desembocó en una pelea. Una bala (siempre hay una pistola) acabó en el corazón del vecino. Entonces, Durst hizo lo que cualquiera en su lugar: lo descuartizó y lo metió en bolsas de basura. El jurado lo encontró inocente del asesinato, por actuar en defensa propia. En cuanto al descuartizamiento, se encontró justificado dadas las circunstancias.

La vanidad perdió a Durst porque en el documental se fue de la lengua, y eso ha provocado que se encuentre de nuevo en manos de la justicia. Esto no es un spoiler. Hay gente en la actualidad que considera spoiler que digas que al final Luther King muere. El caso es que el director utilizó tramposamente los mecanismos de la ficción: administró la entrevista de tal manera que la escena clave se guardó para el final. Esto provocó críticas severas: ¿es lógico que un documentalista oculte lo que sabe para mantener el interés de la audiencia? Que se lo pregunten a Truman Capote, que hizo lo mismo. Lo que está claro es que nada da más miedo que un malvado interpretándose a sí mismo. No hay actor que esté a su altura.
Elvira Lindo.
http://elpais.com/elpais/2015/12/30/estilo/1451473827_286509.html

lunes, 5 de octubre de 2015

Las fronteras movedizas del mal. Los avances de la ciencia, Hitler y la globalización han replanteado los límites de la maldad. Varios libros analizan el cambio en uno de los grandes elementos de la literatura.

¿Cuándo entró el mal en Adi, como llamaba su madre a Hitler de niño? Aunque el mal no es un ente, ni un ser abstracto que se encarna en nadie, hay quienes se hacen esta pregunta cuando piensan en alguien considerado muy malo. La filosofía busca una explicación al origen de la maldad. La sociología y la ciencia también tratan de armar el rompecabezas que ha podido causarla. Pero donde la razón no alcanza entra la imaginación.

La verdad es que “el descrédito de la maldad es hoy absoluto. Ha llegado el momento de restaurar y restablecer el mal, teniendo siempre en cuenta los avances de la racionalidad y la ciencia”, reclama Salvador Giner, que publica Sociología del mal (Los Libros de La Catarata). Durante muchos siglos el hombre se debatió entre la bondad y la maldad en un mundo moralmente bipolar, recuerda el sociólogo. “No obstante”, agrega,“la llegada de la ciencia moderna fue socavando la noción de responsabilidad, y con ello la de la mala conducta y el daño intencional. Resultaba así que hasta el malvado era víctima de pasiones incontrolables, genes equivocados o ADN heredado. Se hizo imposible así una biología, una psicología y hasta una sociología del mal. La culpa se desvaneció: la ‘culpa’ de los males la tenía ahora el capitalismo, el instinto territorial innato, la psicopatología, y así sucesivamente”. A Giner esta deriva no le parece correcta y aboga por que “la filosofía moral y la teoría sociológica vuelvan a incorporar el mal a sus pesquisas, y a considerarlo con rigor. En un mundo presa del terrorismo, de los daños evitables y los horrores innecesarios, esa es hoy la tarea de la razón”.

Y no un rosario de especulaciones. Tras el paso de Adolfo Hitler por el mundo nada volvería a ser lo mismo. Todo lo concerniente al mal empezó una sigilosa relativización, se empequeñecieron las maldades pasadas y futuras; las fronteras del mal se hicieron más flexibles y móviles; la información de y sobre malos y maldades en un mundo hiperconectado parece impermeabilizar a la gente. Una huella que no deja de rastrear la literatura con personajes reales y ficticios. Un asomo a ese enigma se celebrará este fin de semana en las Conversaciones Literarias de Formentor: La novela más mala del mundo. Maldad, perfidia y espanto en la literatura.

La solución poética de la imaginación y de la literatura es una ventana ante la incapacidad de la razón para explicar el mal y la maldad en ciertas personas. Una aporía. Norman Mailer lo hizo con Hitler, en 2007. Fue la salida que encontró: novelar la infancia del führer y subir por el río de aquella vida en busca de desentrañar un misterio al que llamó El castillo en el bosque, a la sazón su último y póstumo libro. De sus páginas salieron más preguntas.

Jackie Cooper y Wallace Beery como Jim Hawkins y Long John Silver.
Esos interrogantes cobran vida en un momento en que las fronteras del mal y sus diferentes formas, explica la filósofa Amelia Valcárcel, “se han hecho más móviles en lo social. Más innovadoras en términos morales. Cosas que antes eran consideradas como malas ya no lo son, o empiezan a dejar de serlo. Un ejemplo es la homosexualidad, que hoy en varios países no es condenada y los Estados velan por la igualdad de derechos de las personas”. Valcárcel asegura que “no existe ninguna sociedad o cultura a lo largo de la historia que considere que el mal sea la norma. Los especialistas en él son las formas religiosas morales”.

¿Un invento o una banalidad?
“El mal no existe. La libertad tampoco. Dios tampoco. Las tres cosas están interre­lacionadas”, argumenta José Ovejero, novelista y autor del ensayo La ética de la crueldad. “Spinoza”, añade Ovejero, “escribió que los humanos se creen libres porque conocen sus actos, pero no las causas de estos. Y la neurociencia nos dice que nuestras decisiones están tomadas antes de que seamos conscientes de ellas. Nuestras decisiones no son tales: son resultado de la herencia genética y de la experiencia”. Así es que para Ovejero, “el mal es solo un invento tranquilizador: justifica nuestro odio y nuestro miedo”.

Pero es un tema que ha desvelado a los pensadores a lo largo de la historia. Cuando Immanuel Kant dijo que “el hombre es malo por naturaleza”, no se refería a que eso era lo que primaba en él, sino a que el mal es algo que se puede dar en el ser humano, no es sobrenatural. Recalca que el individuo se mueve entre su principal inclinación, hacer el bien y lo social para poder avanzar, y alguna pulsión opuesta. Es cuestión del libre albedrío. El mal no obra sobre sí mismo. Surge cuando en el acto normal de alguien al mirar alrededor y compararse con otros se antepone su amor propio al bien común.

Hannah Arendt abordó la cuestión desde otra esquina. Lo recordó el Nobel sudafricano J. M. Coetzee en su ensayo de la novela de Norman Mailer sobre Hitler: “La lección de Adolf Eichmann, nos enseña Arendt en la conclusión de Eichmann en Jerusalén, es la de ‘la temible, más allá de toda palabra y pensamiento, banalidad del mal”. Para Mailer, explica Coetzee, si la filósofa “tiene razón y el mal es banal, eso es infinitamente peor que la posibilidad opuesta de que el mal sea satánico”. Cuando Arendt escribió el libro, añade el Nobel, “se propuso mantener viva la paradoja de que si bien las acciones de Hitler y sus secuaces pueden superar nuestra capacidad de entendimiento, no hay en su concepción profundidad de pensamiento, ni grandeza de intenciones. Eichmann nunca fue consciente, en el pleno sentido filosófico, de lo que estaba haciendo”.
… Y llega la fascinación…

Lo que sí ha cambiado, insiste Amelia Valcárcel, es la metamorfosis que ha vivido el mal al haberse hecho más atractivo a algunos ojos: “Hay una tendencia hacia la fascinación por él. Esa cercanía aumenta desde el Romanticismo”. La literatura amplió su espectro y le dio otra carta de naturaleza. Todo eso, según Valcárcel, se afianza y diversifica en tiempos digitales que muestran un catálogo de maldades a un solo clic.

Crueldad, crimen, vileza, perfidia, daño, perversidad, injusticia, insidia o infamia son algunas formas de maldad cuyos conceptos y coordenadas se han alterado o suavizado.

Son los ecos nacidos en 1667 con El paraíso perdido, de John Milton. Los de “mal, se tú mi bien”. Ese libro es un punto de inflexión, analiza Rafael Argullol. El escritor y pensador recuerda que “el mal siempre ha estado presente en la literatura, desde Gilgamesh, pero hay un momento en que los escritores lo empezaron a hacer más visible”. La influencia de aquel paraíso se extendería por la Ilustración, y “con la llegada del Romanticismo aumentaría”. El ser humano miró dentro de sí, reconoció luz y descubrió oscuridad. Fue el hallazgo de los grises. Semillas del cambio del canon estético, ético y moral al que contribuyeron autores como el Marqués de Sade y Lord Byron. “Los malos no solo eran seres encarnados de malignidad. Tenían motivos y causas. Surgieron personajes magnéticos”. El autor de La atracción del abismo cita como ejemplo El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Allí, Kurtz es la representación de una persona que se pasa a las tinieblas, y Marlow, que va en su busca, sin darse cuenta, siente fascinación por él.

La imaginación como salida
Si la moral y la ética de los dioses griegos son más flexibles según sus intereses, el catolicismo predica el blanco y negro. Así, Caín es el primer malo sobre la faz de la Tierra, según la Biblia. ¿O fue Eva, tentada por la serpiente? El mal se esparce por la Tierra. Siglos después, san Juan narra en el Apocalipsis la llegada de un monstruo de siete cabezas que se encarnará en un niño como el anticristo. Es la venganza por la batalla librada en el origen de los tiempos cuando el ángel Luzbel se rebeló contra Dios, y, tras pelear con el arcángel, Miguel cayó a los infiernos, desde entonces siembra el mal.

Hasta allá va Norman Mailer en la historia de Hitler. Un ángel caído cuenta la historia de su libro, y de paso refleja las raíces de otros malos terrenales… Nerón, Atila, Torquemada, María I la Sanguinaria, Rasputín, Josef Stalin, Pol Pot, Idi Amin.

Clara Usón indagó en La hija del Este en un malo contemporáneo: Ratko Mladic, acusado de crímenes de guerra y genocidio por el asedio a Sarajevo, en la guerra de Bosnia, entre 1992 y 1996. Tras esa investigación y haberlo llevado a la literatura, Usón se pregunta: “¿Existe el Mal, así, con mayúsculas, o solo hay actos malos o buenos, y su maldad o bondad vendrá determinada por la moral, la religión y la cultura predominantes? Es la vieja disputa entre Platón y Aristóteles, entre nominalistas y universalistas, para los cuales el mal, el bien, la libertad, la patria, la fe no son palabras abstractas, sino realidades.

Quien está dispuesto a morir por la patria o la fe está dispuesto también a matar por ellas: Mladic es un ejemplo. Y también era un hombre honrado, un buen marido y un buen padre, un hombre muy religioso. Da que pensar”.

La literatura también se ha ocupado de malos “corrientes”. Truman Capote lo hizo en A sangre fría. Indagó en el atroz asesinato de la familia Clutter por parte de Perry Smith y Dick Hickock. Leila Guerriero ha rastreado la vida de varios criminales latinoamericanos al coordinar el libro de perfiles Los malos (Ediciones UDP), hecho bajo la pregunta ¿de qué está hecho un malo?

La periodista y escritora no piensa que “el mal duerma agazapado en cada persona y sea una circunstancia determinada la que lo despierte. Creer eso sería quitarle al malo toda responsabilidad sobre sus actos”. No duda en afirmar que hay una elección personal, “y en esa elección pesan diversas cosas: una convicción, una manera de ver el mundo, una circunstancia. Los malos nos interpelan como sociedad: ¿cómo es posible que en nuestras sociedades hayan prosperado tipos de esa naturaleza? Por otra parte, aunque el mal es diverso, preferimos pensar en el mal como arquetipo. Esa idea nos resulta tranquilizadora: si existiera una fórmula —si, por ejemplo, tuviéramos la certeza de que alguien que ha sufrido maltrato en la infancia resultará, sin dudas, un individuo malo— podríamos detectarlo. Mi sensación es que el mal está, muchas veces, en manos de gente perfectamente común”.


Irene Worth como Lady Macbeth.
Maldades cotidianas
El interés por conocer los entresijos del mal y sus formas y manifestaciones es tal, que la novela negra o policiaca vive un momento de esplendor. Acerca ese territorio a predios que recuerdan maldades más comunes. La infamia es una de ellas. La conoce el poeta y narrador Francisco Ferrer Lerín. La noveló en Familias como la mía: “La actividad principal del protagonista es considerada jurídicamente infamante, es la de esparcidor o expositor de cadáveres en el monte, como suministro complementario de comida a las grandes aves necrófagas y a otras especies amenazadas de extinción. Y así, la descripción en un libro de una actividad beneficiosa para el medio ambiente es catalogada como infamia de hecho”.

En un espacio más corriente y del que todos han sido por lo menos testigos circula la calumnia. “Según Dante, en un profundo foso del infierno gime el calumniador”, recuerda Basilio Baltasar, autor de Pastoral iraquí y director de la Fundación Santillana, organizadora de las Conversaciones de Formentor. Explica que “el asesino posee frialdad o cólera; el ladrón, una cierta intrepidez; los glotones, avaros y adúlteros calman su apetito con relativa modestia; pero el difamador necesita una gran imaginación narrativa. Como encarnación del mal, el calumniador no supera a los grandes criminales, pero la corrosión que produce es más perfecta: incesante, despiadada, impune. En el teatro del mundo, las dotes escénicas del difamador son muy influyentes”.

Como Yago, en Otelo, de William Shakespeare: “Señor, veo que sois juguete de la pasión, y ya me va pesando mi franqueza. ¿Queréis pruebas?”. Y su destino será como las preguntas del mal que van al mar de las respuestas perdidas.

En la lista negra
La Biblia es un vergel de malos. El mundo se abre con el asesinato de Abel a manos de Caín y se cierra con el anticristo liderando el Apocalipsis.

Shakespeare creó grandes malos, desde el Yago que susurra su veneno calumniador a Otelo hasta Lady Macbeth, que desliza el suyo para ayudar a que su marido sea rey.

En el mundo fantástico reina Sauron, que desata sus fuerzas oscuras en la Tierra Media de El señor de los anillos, de Tolkien. Magia negra es la que despliega Lord Voldemort en el colegio Hogwarts de Harry Potter, de Rowling.

Entre los malos incansables figuran el inspector Javert, que persigue a Jean Valjean, en Los miserables, de Victor Hugo, y un contemporáneo como Anton Chigurh, el psicópata asesino de No es país para viejos, de McCarthy.

Relaciones especiales con el mal son las de Kurtz en El corazón de las tinieblas, de Conrad, y la del músico Faustus y su pacto con el demonio en Doktor Faustus, de Thomas Mann.

Entre los malos más populares están el profesor Moriarty de la serie de Sherlok Holmes, de Conan Doyle; el tirano cerdo Napoleón de Rebelión en la granja, de George Orwell, y Mister Hyde, la personalidad criminal del Doctor Jekyll, de Stevenson.

Entre las bandas de violentos malvados porque sí figuran los cuatro amigos, encabezados por Alex, de La naranja mecánica, de Anthony Burgess.

http://cultura.elpais.com/cultura/2015/09/24/babelia/1443104690_168865.html

miércoles, 30 de septiembre de 2015

La maldad en los cuentos infantiles sirve de pedagogía

Mientras los niños saben reconocer el bien y el mal, y diferenciarlo, a través de los cuentos, los adultos parecen haber entrado en una infantilización con libros muy populares que no interpelan al lector en sus matices, sino que juzgan lo ya juzgado y señalan lo ya conocido como algo negativo, sin aportar nada al debate intelectual o moral. En parte, se debe a la alteración genética del virus de lo políticamente correcto.

Esa es una de las conclusiones destacadas por escritores y expertos tan distintos como Victoria Cirlot, Justo Navarro, Félix de Azúa o Marta Fernández en las Conversaciones de Formentor, celebradas este año bajo el lema La novela más mala del mundo. Maldad, perfidia y espanto en la historia de la literatura. Veinticinco autores y críticos literarios debatieron sobre este asunto durante el fin de semana en el cónclave organizado por la Fundación Santillana. La cita mallorquina arrancó el viernes con la entrega del Premio Formentor a Ricardo Piglia. La distinción la recogió Carlota Pedersen, nieta del escritor, enfermo en Argentina, en un acto que supuso también un homenaje al autor.

Por violentos que sean
Los escritores reivindicaron el papel de los cuentos tradicionales infantiles, por muy violentos que resulten, donde se aprecia la lucha del bien y del mal de manera arquetípica, dice Navarro. Los niños “tienen que ponerle cara al mal y esos relatos cumplen una función legislativa: enseñan acciones que tienen castigo o recompensa. Tienen un valor pedagógico y de persuasión sobre los valores dignos de ser asumidos”. Lamenta Navarro el desdén que, a veces, se hace de dicha función. “Los cuentos infantiles son como la ley, aunque evolucionan y se adaptan”.

Ese dualismo entre el bien y el mal ayuda a comprender, desde pequeños, las dos caras de la vida, asegura Cirlot, experta en la cultura y literatura medievales y en el simbolismo. “Todo está en la estructura de la mente. Cada cultura da una explicación al mal y las maldades y la entienden a su manera. En el cerebro están los fenómenos arquetipales”, añade. “No hay que esconderle a los niños esas historias, cuyas atrocidades las pensamos así los adultos. Ellos tienen claro que están en el mundo de la fantasía. El símbolo acoge toda la maldad y toda la bondad. No es excluyente. El mito no es moral”.

Más allá de ese territorio va Félix de Azúa. El narrador y experto en arte opina que “a los niños hay que educarlos en la maldad y el mal” (?). En esa educación, aclara, hay que hacerles ver que ese comportamiento malvado es producto de la “estupidez, cobardía, falta de recursos y debilidad extrema en una persona”. Ello forma parte del proceso de aprendizaje, según Marta Fernández: “Hay que enseñar el mal, para ver dónde está y reconocerlo”.

A diferencia de los niños, los adultos han abandonado la educación moral, lamenta De Azúa. Es “una arrogancia moral, sobre todo de los políticos, pero debido en parte a que la gente se ha desentendido del tema y ha delegado esa función a ellos, que señalan y etiquetan lo que es bueno y es malo”.

Parte de ese enmascaramiento se aprecia en la literatura más popular, que juega con el cliché y no dialoga con el lector, advierte Justo Navarro. Para el poeta y narrador, muchos libros incluyen juicios ya dictados y evitan los del lector: “La literatura debe plantear, también, cuestiones morales, éticas; si los personajes lo han hecho bien o no, y donde el juez, de existir, debe ser el lector y no el escritor. Un buen libro hace preguntas”.

Cirlot tercia que “la ficción permite explorar la conducta humana. No se trata de plantar verdades inamovibles”. El ser humano se horroriza ante la maldad porque “en el fondo hay una duda sobre la creación. Todo sale de que la gente cree que el mundo es una prisión. Es la pulsión destructora la que crea la gran revuelta”. Frente a esa pulsión, recuerda que la filósofa Simone Weil decía: “No hay que destruir, sino descrear”.
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/09/27/actualidad/1443376461_498871.html?rel=lom

El cuento conecta con los más pequeños: Aquí.
Déjame contarte un cuento.

jueves, 24 de abril de 2014

Los mejores y los peores. Los peores se hacen fuertes cuando los mejores carecen de convencimiento

Leí hace poco dos viejos versos de Yeats que me parecieron verdaderos, en la medida relativa en que cualquier afirmación lo puede ser: “Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de apasionada intensidad”. Si me parecieron tan “verdaderos” es porque, hasta cierto punto, y con excepciones, definen la historia de la humanidad, y desde luego la de nuestro país. De lo que no cabe duda, en todo caso, es de que los indiscutibles “peores” del pasado siglo triunfaron más que nada por su vehemencia, por su exageración y dogmatismo, por su griterío ensordecedor, por su extremismo simplificador y chillón. Los nazis, los stalinistas, los fascistas italianos, los maoístas chinos o exportados al Perú, todos estuvieron poseídos de indudable ardor. No hablemos de las fuerzas que acabaron imponiéndose en España durante la Guerra Civil y relegando a los “mejores” a la condición de meros espectadores horrorizados, o de exiliados prematuros, o de leales al bando de la República –por ser el único legal– parcialmente a su pesar, es decir, por decencia pero sin convicción. Ésta, en cambio, les sobró a los franquistas, que encima contaron con la bendición de la Iglesia Católica, o aún es más, con su exaltación justificadora de las matanzas. Y si interviene el elemento religioso, entonces el fanatismo, el entusiasmo aniquilador, se agudizan y pierden todo posible freno. Mucho me temo que esa ha sido una de las principales funciones de las religiones: encender mechas, ofrecer coartadas, prometer dichas ultraterrenas a los asesinos por vocación.

Nada tiene por qué cambiar, y en este siglo XXI los peores siguen rebosando intensidad y amparándose en la religión. Puede ser la religión distorsionada, como en el caso de talibanes y yihadistas, que, lejos de menguar, se extienden como la pólvora; o bien sucedáneos de aquélla, en forma de nacionalismos las más de las veces. Proliferan en Europa, y van ganando adeptos, los movimientos y partidos xenófobos y racistas, los que demonizan a los inmigrantes –legales o no, tanto les da–, los que claman “Grecia para los griegos”, “Francia para los franceses”, “España para los españoles” o “Cataluña para los catalanes de verdad”. En este último lugar hay una señora mandona y ensoberbecida, que preside la llamada Asamblea Nacional Catalana, que sin duda está poseída por la vehemencia más apasionada. En virtud de ella, y no de otra cosa, se permite dictar “hojas de ruta” a los representantes políticos surgidos de elecciones democráticas, mientras que a ella nadie la ha votado jamás. Los peores se hacen fuertes cuando los mejores carecen de convencimiento. Cuando éstos se amedrentan y desisten. Cuando temen verse “sobrepasados” o repudiados. Cuando deciden que razonar, argumentar y pactar ya no sirve de nada. Ese “ya” es lo más peligroso que existe. Señala el momento en que los inteligentes arrojan la toalla, en que se resignan a no ser escuchados, en que se persuaden de que sólo el vocerío vale para hacerse oír, y de que, por tanto, una de dos: o hacen literalmente mutis por el foro o se suben a la grupa del simplismo y el estruendo, del blanco o negro, del conmigo o contra mí, de los patriotas y los antipatriotas, o, como sufrimos aquí a lo largo de cuarenta años, de los españoles y los antiespañoles.

¿Por qué los mejores carecen a menudo de convicción, si los asiste la razón, tienen un desarrollado sentido de la justicia y son tolerantes con lo tolerable, procuran entender al contrario y atienden a los argumentos de sus adversarios? Precisamente por todo eso, he ahí la contradicción. Los mejores siempre dudan algo, siempre se paran a pensar, no se sienten en posesión de la verdad, no son simplistas ni radicales, no tienen una sola meta entre ceja y ceja, les repugna el oxímoron “guerra santa”, por no mencionar “sagrada misión” y otras sandeces por el estilo. Desde mi punto de vista uno nunca debería prestar atención a los llenos de apasionada vehemencia. Es más, ésta es para mí motivo de desconfianza y sospecha, y, abundando en los versos de Yeats, suele enmascarar a los peores, a los más dañinos y autoritarios, a los que hacen abstracción de las personas y se muestran siempre dispuestos a sacrificarlas en nombre de la Causa, o del Progreso, o del Proyecto, o de la Nación, tanto da. Son los que olvidan que todos tenemos solamente una vida, y que ninguna puede arruinarse por un abstracto Bien Futuro. A estas alturas deberíamos saber todos que el futuro es una entelequia, que no se puede configurar ni tan siquiera imaginar. Sólo importan los que están aquí, y también algo los que estuvieron, sólo sea porque sus huellas sí se pueden reconocer. A menudo las de los mejores están escondidas, como dice esta otra cita de la novelista del XIX George Eliot: “Que el bien aumente en el mundo depende en parte de actos no históricos; y que ni a vosotros ni a mí nos haya ido tan mal en el mundo como podría habernos ido, se debe, en buena medida, a todas las personas que vivieron con lealtad una vida anónima y descansan en tumbas que nadie visita”. Es cierto, muchos de los mejores pasan calladamente o hablando en susurros, jamás gritan ni vociferan, porque no están llenos de apasionada intensidad. Pero ay de nosotros si no existieran, si no hubieran existido siempre; si sus tumbas que nadie visita no alfombraran la tierra discreta, la única que de verdad nos sostiene.
Fuente:  20 ABR 2014 - El País Semanal. elpaissemanal@elpais.es