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lunes, 12 de febrero de 2018

El terrible precio de Stalingrado. El papel de las mujeres fue decisivo en la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial, que tuvo lugar hace 75 años. Vasili Grossman comparó la destrucción de la ciudad con las ruinas de Pompeya.

Han pasado 75 años desde el final de la que seguramente fue la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial, 75 años desde el momento en el que los rusos, sus aliados y millones de personas de todo el mundo dieron un suspiro de alivio colectivo. Todos habían seguido las informaciones de Stalingrado con angustia y de forma compulsiva, habían perdido el ánimo cuando parecía que la suerte de la ciudad pendía de un hilo y se habían alegrado cuando llegaban buenas noticias. El aterrador e imparable avance de los Ejércitos de Hitler por toda Europa desde 1939 se había detenido. El precio fue la destrucción de una bella ciudad a orillas del Volga.

De camino hacia la ciudad sitiada, en agosto de 1942, el escritor Vasili Grossman, que más tarde ensalzaría la heroica lucha por la defensa de Stalingrado, notó repetidamente y con gran tristeza la carga tan inmensa que recaía sobre las mujeres. Con todos los hombres incorporados al Ejército, ellas tenían que arreglárselas como pudieran. Trabajaban en las fábricas, conducían tractores y criaban solas a sus hijos. No tenían a nadie en quien apoyarse. Las llamaban cada vez más para cubrir los huecos dejados por las terribles pérdidas del primer año de guerra. Empezaron a asumir funciones que habían sido masculinas. La espantosa catástrofe les endureció el corazón.

“¡Hurra, hurra, hurra! Los alemanes están totalmente destruidos, los prisioneros de guerra marchan en largas filas. Da asco verlos. Llenos de mocos, harapientos, congelados. ¡Son la escoria!”, escribió una joven de Stalingrado en su diario el 3 de febrero de 1943. Se refería a los soldados y oficiales del Sexto Ejército de la Wehrmacht, que se habían rendido el día anterior. Unos 100.000 prisioneros, de los que solo sobrevivió la mitad. Iban en fila e intentaban mantenerse cerca de los guardias o en el centro de la columna para estar más o menos a salvo de los civiles. Los alemanes capturados ofrecían una imagen patética: muertos de hambre, congelados y enfermos, envueltos en mantas para calentarse. Los guardias, en venganza por las atrocidades germanas, pegaban un tiro a los que no tenían fuerza suficiente para andar. Y las mujeres, los viejos y los niños del lugar se colocaban a los lados de la carretera para intentar quitarles las mantas, arrojarles piedras, empujarlos, darles patadas y escupirlos a la cara. Después de medio año de una batalla que se había cobrado más de un millón de vidas de soldados y civiles, no les quedaba compasión.

El objetivo de la ofensiva alemana en Stalingrado era cortar las comunicaciones entre las regiones centrales de la Unión Soviética y el Cáucaso y establecer una cabeza de puente desde la que invadir la región y sus yacimientos de petróleo. El ataque duró desde mediados de julio hasta mediados de noviembre de 1942, y se paró a un precio terrible para la URSS. Mientras los soldados defendían la ciudad, los habitantes y cientos de miles de refugiados llegados de otras regiones quedaron abandonados a su suerte. Anna Aratskaya, que vivía en Stalingrado, escribió el 27 de septiembre: “Nuestra casa se ha quemado, igual que nuestra ropa, que habíamos enterrado en el patio. No tenemos ropa ni zapatos, no tenemos un techo bajo el que refugiarnos. ¿Cuándo terminará esta pesadilla?”.

La ciudad había quedado convertida en un “gigantesco campo de ruinas” por los bombardeos masivos de los alemanes, en particular el del 23 de agosto. Quedaban en pie algunas casas con las ventanas rotas, algunas paredes, o una chimenea. Numerosos soldados “que nunca más se levantarían yacían en los patios y en las calles, centenares de ellos, incluso miles, nadie los contaba. La gente vagaba entre las ruinas en busca de comida o de algo que pudiera servirles”. Vasili Grossman comparó esta ciudad espectral con Pompeya, pero con la diferencia de que en medio del caos quedaron almas vivientes, cientos de miles de ellas. Los civiles también lucharon brutalmente en Stalingrado, no por su país, sino por su propia vida y la de sus hijos.

Sin techo alguno, con las casas destruidas por las bombas o el fuego, no tenían más remedio que intentar encontrar hueco en un barco para atravesar el Volga. ¿Cuántos murieron en la orilla mientras esperaban la oportunidad de cruzar, cuántos se ahogaron en el río después de que un proyectil alcanzara su embarcación? Otros preferían no intentarlo. Se volvió habitual vivir en agujeros excavados en la pared de un barranco. Muchos lo hicieron en las orillas escarpadas del Volga, desde donde presenciaban las aterradoras escenas en el agua. A medida que avanzaban los alemanes, hasta que el frente llegó casi al río, la gente tuvo que abandonar también esos agujeros. ¿Cómo subsistieron durante los meses que duró la batalla? Muchos murieron por las balas de los francotiradores alemanes mientras intentaban hacerse con cereal quemado del silo destruido. Otros arriesgaron sus vidas para robarlo del Molino ­Gerhardt, protegido por soldados soviéticos. “Cuando se acabó el cereal, comimos barro”, recordaba un superviviente.

¿Tal vez el propio Stalin, o alguno de sus colaboradores, ordenó que se prohibiera la evacuación de civiles? ¿Existió verdaderamente esa orden o, como en tantos otros lugares, fue sencillamente que no había suficientes recursos para evacuar a la población porque el rápido avance alemán les pilló por sorpresa? Se dice que sí había una orden implícita de Stalin de mantener a los civiles en la ciudad para que los soldados, muchos de los cuales eran de allí, lucharan con más pasión para proteger a sus familias.

Es cierto que muchos soldados habían sido reclutados en la ciudad y sus alrededores poco antes de la batalla o incluso una vez empezada. A medida que se desarrollaban los combates, muchos adolescentes entraron a trabajar en las fábricas militares y se incorporaron, de forma oficial o extraoficial, al Ejército. Entre ellos había muchas chicas. Aunque todavía no tuvieran edad de alistarse, estaban deseando contribuir a la lucha y a acelerar el fin de la pesadilla. Además, el Ejército ofrecía ciertas esperanzas de mejor alimentación para unos civiles muertos de hambre.

Durante un par de semanas, Alexandra ­Mashkova vio cómo, cada madrugada a las cuatro, jóvenes reclutas subían la ladera desde el Volga, atravesaban el barranco en el que su familia había excavado su vivienda y desaparecían en dirección a Mamáyev Kurgán, una colina que domina Stalingrado. Le parecían asustados y muy jóvenes; en realidad, habían nacido en 1924 y tenían casi la misma edad que ella. La mayoría nunca regresó, pero a algunos sí los vio más tarde, heridos, volviendo a pie o a rastras. Poco a poco, las adolescentes empezaron a ayudar a esos soldados heridos, a vendarles las heridas o llevarlos en camillas improvisadas hasta el río. Alexandra, que tenía 17 años, se unió al departamento médico de una unidad militar y cruzó al otro lado del Volga. Aprendió deprisa, y pronto estaba ayudando al cirujano. Al principio pasaba mucho miedo cuando tenía que sostener a un soldado durante la operación “mientras le amputaban una pierna o le abrían un brazo hasta el hueso”, pero “una se acostumbra a todo”. Muy pronto, las jóvenes enfermeras comían sin preocuparse allí mismo, en el quirófano improvisado. “Teníamos un pedazo de pan en el bolsillo, así que nos limpiábamos la sangre de las manos en la bata blanca, sacábamos el pan y nos lo metíamos en la boca”.

La conductora Angelina Kolo­bushhenko supo que había eludido la muerte cuando unas fiebres tifoideas la apartaron del 1077º Regimiento Antiaéreo, formado casi exclusivamente por mujeres, la mayoría, adolescentes. Después de disparar contra los aviones que bombardeaban Stalingrado, las jóvenes debían volver los cañones contra los carros de combate que habían conseguido llegar hasta la fábrica de tractores de la ciudad. Murieron casi todas, incluidas las encargadas de los teléfonos, las cocineras y las enfermeras. Solo sobrevivieron unas pocas.

Cuando se curó del tifus, Angelina fue destinada a otro regimiento antiaéreo. Tenía un aspecto patético después de la enfermedad, fea y esquelética. Las otras chicas la despreciaron y se negaron a dormir en la misma zanja que ella. Decían que podía contagiarlas. Sin embargo, dos semanas después se había recuperado del todo, recibió un uniforme nuevo y, como no había ningún vehículo disponible para ella, empezó a entrenarse para manejar las armas propiamente dichas. Se sintió muy orgullosa cuando su unidad, la 5ª Batería, derribó un avión alemán. Las jóvenes fueron corriendo a la llanura para buscar a la tripulación del aparato, los encontraron y los detuvieron. Los tres alemanes eran muy jóvenes, uno alto y de rostro arrogante y otro más bajo y más agradable, pero Angelina se acordaba sobre todo del tercero, que tenía unas quemaduras terribles y dolores insoportables cuando le encontraron. Nunca olvidó sus grandes ojos azules llenos de sufrimiento.

Las conductoras del frente, siempre de un lado a otro, veían y oían muchas cosas. En noviembre empezó a parecer que la situación estaba cambiando. Había cada vez más prisioneros alemanes, y Angelina sentía lástima tanto por ellos como por los que había visto muertos de frío. Ella y sus camaradas tenían botas nuevas de fieltro y abrigos de piel de cordero. Le daban pena los prisioneros alemanes con sus finos abrigos y unos extraños zapatos de paja por encima de las botas, nada preparados para el crudo invierno ruso. Cuando se anunció que había un gran grupo de soldados alemanes rodeados, Angelina comprendió que no iban a sobrevivir mucho tiempo, con su ropa de verano, casi sin comida, en la ciudad destruida o en la estepa, sin lugar donde refugiarse ni madera para hacer fuego.

Dos contemporáneas de Angelina, las pilotos de combate Lilya Litvyak y Katya Budanova, volaban con su regimiento para impedir que los alemanes arrojasen provisiones a las tropas sitiadas. Las dos habían pilotado aviones deportivos y habían sido instructoras de vuelo antes de la guerra, pero aprendieron más en sus 10 meses en el Ejército que en toda su carrera anterior. Otro piloto recordaba la reac­ción del comandante del regimiento cuando llegaron cuatro mujeres con sus tripulaciones. “Me duele ver a una mujer luchando en la guerra. Me duele y me da vergüenza. ¿Cómo es posible que nosotros, los hombres, no hayamos podido evitar que hagáis un trabajo tan poco femenino?”. Las jóvenes tuvieron que demostrar su habilidad y su empeño. Klava Nechaeva, de 23 años, murió en su primera misión, después de convencer a su jefe de que la dejara participar en la batalla. Las dos audaces mujeres desafiaron a la muerte con numerosas misiones en el infierno de Stalingrado, y sobrevivieron a aquel invierno, pero ambas cayeron en agosto de 1943.

Cuando la batalla de Stalingrado llegó a su fin, cientos de miles de mujeres se habían incorporado al Ejército. El país había perdido a tantos hombres que a las autoridades no les quedó más remedio que utilizar a las mujeres en todas las funciones militares. No existen datos concretos sobre las mujeres que sirvieron, de modo que los cálcu­los varían mucho, desde medio millón hasta casi un millón. El frente se trasladó y las jóvenes que seguían vivas y con buena salud se trasladaron con él. Muchas de las mujeres a las que entrevisté siguieron luchando hasta el final de la guerra y estuvieron en Berlín para celebrar la victoria (muchos soldados estaban convencidos de que Berlín debía quedar reducido a ruinas como los alemanes habían dejado Stalingrado). Siguieron presenciando la muerte y el dolor y perdiendo a sus camaradas. Pero nunca volvieron a vivir una situación tan desesperada como en Stalingrado, nunca volvieron a sentir que les estaban clavando un cuchillo tan adentro que podían perder la guerra.

Lyuba Vinogradova es autora de ‘Las brujas de la noche’ y ‘Ángeles vengadores’ (ambos en Pasado &  Presente). Los testimonios citados en este artículo proceden de entrevistas realizadas por la propia autora y del proyecto ‘Iremenber. Recuerdos de veteranos de la Segunda Guerra Mundial’ (www.iremember.ru).

https://elpais.com/cultura/2018/01/26/babelia/1516972221_680345.html

viernes, 30 de junio de 2017

El regreso del mariscal Paulus. El denostado comandante del Sexto Ejército nazi es noticia por la reedición de ‘Stalingrado y yo’.


Li Ch'uan: A estos hombres se les llama "locos criminales" ¿Qué pueden esperar sino la derrota?.

"Hay dos futuros; el futuro del deseo y el futuro del destino, y la razón humana nunca ha aprendido a separarlos". 
De El Mundo, el demonio y la carne. 1929

Pocos personajes hay en la II Guerra Mundial que caigan tan antipáticos como el mariscal Paulus, el hombre que rindió el Sexto Ejército alemán en Stalingrado y fue la cabeza visible de la derrota más simbólica (en realidad la más decisiva fue la de Kursk) de los nazis en la contienda. Los hay peores, claro, verdaderamente malvados y atroces –de Heydrich, por ejemplo, no dices que fuera antipático, y menos se lo hubieras soltado en su cara-, pero Friedrich Paulus destaca en la categoría de los desagradables.

Paulus, del que ahora se reedita Stalingrado y yo (La Esfera de los Libros), un libro fundamental y descatalogado desde hace años –en realidad no unas memorias sino un conjunto heterogéneo de textos y documentos compilados por Walter Goerlitz y prologados por Ernst Alexander Paulus, el hijo del mariscal (tuvo otro que murió en Anzio)-, fue siempre un tipo estirado, agrio, adusto, de nula empatía, indeciso, pretencioso y cargante, que además se creía la repanocha. Era de aquellos que en plena guerra mundial van por ahí medrando y preguntando qué hay de lo mío. Es verdad que era alto, guapo y elegante y eso engañaba. Pero no tenía para nada el carisma de Rommel, al que se parece en otras cosas como lo de perder batallas famosas y que Hitler le animara (en su caso sin éxito) a suicidarse.

Lo elevaron por encima de sus méritos y capacidades y ejerciendo el mando se mostró estricto, puntilloso, ordenancista pero a la vez vacilante, e incapaz de comprender y no digamos de compartir las penurias de sus soldados. Por supuesto jamás mostró -mientras luchaba- la más mínima compasión por el enemigo ni remordimientos por la guerra de aniquilación que Hitler libraba y de la que él era parte privilegiada del engranaje con sus pantalones de montar con raya roja, sus mapas y sus guantes de cabritilla. Le indignaban más los malos modales de Jodl que las Leyes de Nurenberg.

Era un snob como una casa. Es cierto que el detalle parece añadir poco al perfil negativo de alguien que comandaba un devastador ejército mecanizado de Hitler pero es que Paulus era verdaderamente repulsivo en ese aspecto y hasta coqueteaba con ese “von” de su apellido que no era para nada de recibo y con el que sin embargo se le conoce popularmente. En realidad la aristócrata era su mujer, la rumana Elena-Constance Rosetti Solescu, llamada Coca por su familia, descendiente de la más rancia nobleza de Moldavia y Valaquia y que eran amigos de los Cantacuceno (no me extrañaría que Elena hubiera conocido a Patrick Leigh Fermor durante las andanzas moldavas de este con la princesa Balasha). Su esposa (que soñaba con verlo en el puesto de Keitel) le allanó el camino al entonces joven alférez Paulus, de familia pequeñoburguesa de Hessen (y rechazado por ello en la Marina imperial) para ingresar en el gran mundo de la vieja Europa, pero también le puso el listón alto: ya que no tenía pedigrí propio debía labrarse una reputación y esas cosas suelen salir mal: igual que te lías en Nóos la lías en Stalingrado.

Allí demostró que ponerlo al frente del Sexto Ejército –sin haber tenido antes ni siquiera el mando de un regimiento- había sido una pifia, lo que, si bien se piensa fue una suerte para el mundo civilizado. En el momento crucial, cuando desobedeciendo las órdenes de Hitler pudo quizá haber salvado al menos una parte de sus fuerzas rompiendo el cerco y huyendo de aquel infierno a la derecha del Volga, se "jiñó"(1) literalmente (sufría de colerina, “el mal ruso”) y permaneció dudando, como acostumbraba. Hitler le nombró mariscal en los últimos momentos (el 30 de enero de 1943) confiando en que se suicidaría; sin embargo, Paulus prefirió entregarse a los soviéticos y quedar como un cobarde, pero un cobarde vivo. Esto, que sorprendió a los propios rusos, hasta nos podría inspirar simpatía –todo lo que sea hacer rabiar a Hitler...-, pero el flamante mariscal se desentendió de la espantosa suerte de sus hombres y pasó un cautiverio mucho más amable en el que hasta tuvo oportunidad de aprender a jugar al bridge (le enseñó el padre del dramaturgo catalán Pablo Ley, también prisionero). Mientras tanto, accedió a dejarse manipular por la propaganda soviética e hizo profesión de anti nazismo, lo que desde luego era más seguro en Moscú que en Berlín.

Tras la guerra participó en los Juicios de Nurenberg como testigo contra sus pares, los jefes de la Wehrmacht, se instaló en la Alemania del Este y allí murió en 1957, rodeado de los fantasmas mudos de todo su ejército.

(1) Nunca afirmaríamos eso, es claramente despreciar y, sobre todo, minusvalorar al Mariscal de campo y al ejército alemán para infravalorar la victoria del ejército soviético. No fue así, fueron vencidos a un coste muy elevado por un ejército que demostró ser mejor, el soviético, con mejores generales, mejores jefes, mejores oficiales, mejores suboficiales, mejores soldados, más espíritu de victoria, una mejor táctica y una más precisa estrategia. Y eso es lo que aún no se le quiere reconocer al ejército soviético, y así fue. Los alemanes habían tenido campañas victoriosas en todos los lugares, incluida Francia, vencida en un solo mes de combates. Eran temibles debido a esos éxitos, parecían invencibles, toda Europa estaba ocupada por la Wehrmacht y el ataque por sorpresa a la URSS así parecía confirmarlo al comienzo, por los enormes avances de su "guerra relámpago". Parecía que los alemanes no iban a ser detenidos nunca, un ejemplo de "ejército invencible". Después, y con enorme esfuerzo y millones de pérdidas de vidas de militares y civiles, todo cambió... El que parecía invencible ejército alemán fue vencido por el ejército rojo, el ejército soviético, al mando del mariscal Zhúkov. La II G. M., le costó a la URSS más de 26 millones de vidas humanas, muchos más millones de inválidos, una enorme destrucción, pues el ejército alemán llevó a cabo una guerra de exterminio, el objetivo era arrasar la URSS, convertirla en un campo de cultivo llenos de esclavos y enviar al fondo del olvido y de la Historia a los ideales de emancipación de la clase obrera, a la Revolución de Octubre. No debemos olvidar que Hitler fue puesto en el gobierno por el capitalismo alemán (1) con esa finalidad. Lo que hay que luchar y trabajar para que no ocurra nunca más una guerra así.

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/03/07/actualidad/1488899937_575248.html

https://youtu.be/7heXZPl2hik

Libros sobre sobre la batalla de Stalingrado.
https://elpais.com/cultura/2018/01/26/babelia/1516975321_243692.html?rel=lom

(1) Ver, El Orden del día. Éric Vuillard.