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miércoles, 10 de julio de 2024

Los crímenes del croata Pérez, avicultor nazi.

Vjekoslav Luburić, militar refugiado en la población valenciana de Carcaixent, fue asesinado hace 55 años.

Vjekoslav Luburić mintió ligeramente en 1963, cuando aseguró a la policía española que era avicultor. Sí fue totalmente sincero al subrayar su “adhesión a la Causa Nacional”, eufemismo de “dictadura franquista”. En su declaración para renovar su residencia en España con el nombre de Vicente Pérez García, olvidó mencionar otros detalles biográficos, como sus matanzas en Croacia durante la Segunda Guerra Mundial. Mañana, 20 de abril, se cumplen 55 años del asesinato de Luburić en Carcaixent.

Acabada la guerra mundial, España acogió a numerosos criminales nazis de diferentes nacionalidades. Como a tantos otros, el franquismo ofreció a Vjekoslav Luburić su protección, una identidad falsa y la oportunidad de rehacer su vida. Que hubiera asesinado a miles de personas inocentes en campos de concentración, cuando Croacia era un fiel aliado de la Alemania nazi, no fue obstáculo para facilitarle los papeles.

En los primeros años de su exilio, el exmilitar impulsó una granja de patos en Benigànim, en la comarca de la Vall d’Albaida. Pero en 1963, cuando declaró de nuevo ante la policía para renovar el permiso de residencia, la avicultura ya no era su principal actividad. En la década de los sesenta vivía en Carcaixent, donde gestionaba una imprenta que editaba propaganda anticomunista en serbocroata, en castellano y en otros idiomas. Su ocupación prioritaria no eran los patos, sino la lucha desde el exilio contra la dictadura comunista del mariscal Tito en Yugoslavia.

En un documento policial fechado el 4 de enero de 1963, los funcionarios anotaron que la “indudable adhesión a la Causa Nacional” de Luburić/Pérez estaba “plenamente garantizada por personal de solvencia moral y política”. Es decir, por fanáticos franquistas. Uno de estos avalistas era el padre Miguel Oltra, director del colegio que la orden franciscana poseía –y todavía gestiona– en la calle de Santa Ana de Carcaixent. La imprenta de Luburić se ubicó en la misma calle, y fue allí mismo donde, en 1969, y pese a la protección de las autoridades, el refugiado croata recibió un golpe en la nuca que acabó con su vida.

Hasta entonces, la vida de Luburić en España discurría con placidez. En 1953 se casó con una mujer vasca de convicciones católicas, tuvo dos hijas y dos hijos, pudo gestionar sus propios negocios y hasta fue nombrado presidente de honor de una Falla de Carcaixent, anécdota que ejemplifica su adaptación al país de acogida. Pero su abrupto final comenzó a gestarse en la primavera de 1968 con la llegada a su círculo íntimo de un joven de 22 años llamado Ilija Stanić. Un emigrante nacido cerca de Sarajevo, sin relación con la guerra mundial, excepto porque su padre, Jozo, continuó la lucha en el maquis hasta 1951. Ese año murió durante una refriega contra el ejército de Tito.

Vjekoslav Luburić siempre temió por su vida. Se lo repetía a sus amigos españoles, casi todos excombatientes de la División Azul. “Sé que un día vendrán a por mí. Abre bien los ojos”. Así se lo transmitió también a Stanić, que fue ganándose su confianza y que ejercía de secretario personal de Luburić. Ilija nunca levantó sospechas en el entorno privado del exgeneral, por mucho que la prensa de la época no dudó en afirmar, después del crimen, que el joven emigrante era, en realidad, un espía enviado por Tito.

A favor de la tesis del espionaje existen datos contundentes: a su regreso a Yugoslavia, Stanić gozó de privilegios. Además, el día elegido para el crimen pudo no ser casual. El 20 de abril es el aniversario del nacimiento de Hitler, que nazis de todo el planeta aprovechan para sus aquelarres. Los comunistas yugoslavos habrían decidido sumarse a la fiesta. A su manera, claro está.

Sin embargo, para tratarse de un crimen organizado por los servicios secretos de un Estado bien consolidado, la técnica del asesinato y la huida del ejecutor dejan demasiados interrogantes. Ilija usó un arma poco sofisticada, una barra de hierro, inusual en los telefilms del género, donde se prefieren las pistolas semiautomáticas con silenciador; envolvió el cadáver en una manta y lo escondió debajo de la cama; huyó en dos taxis: primero hasta Valencia y a continuación hasta Barcelona; llegó a la frontera, que pasó ilegalmente a pie por sendas de montaña, donde sufrió una caída; y su rastro se perdió durante un mes, hasta que apareció en la frontera yugoslava, donde nadie lo esperaba y donde fue detenido. Un espía huyendo en taxi parece poco espía.

Ni la policía franquista ni la Interpol detuvieron jamás al autor del asesinato. Solo una investigación de este periodista consiguió localizarlo en Sarajevo en 2003. Ilija aseguró entonces que el crimen fue una consecuencia de las disputas entre grupos enfrentados de exiliados croatas. Sin participación alguna de los servicios secretos yugoslavos. Pero su versión incurría en contradicciones sospechosas.

La pista yugoslava detrás del crimen es razonable. La guerra sucia entre exiliados croatas en occidente y agentes secretos yugoslavos fue constante y sangrienta. Solo en territorio de la entonces Alemania Federal, entre 1960 y la caída del muro de Berlín 22 croatas fueron asesinados por espías llegados desde Yugoslavia o por delincuentes contratados por estos. Justo el año anterior al crimen de Carcaixent, en Múnich fueron asesinados en una misma operación tres exiliados croatas. Por su parte, pistoleros croatas liquidaron a diplomáticos yugoslavos, como el embajador en Estocolmo (1972), colocaron bombas en aviones comerciales o los secuestraron (a Barajas llegó uno de esos aviones).

Un informe de la policía franquista de 1969, rescatado ahora por José Luis Rodríguez, profesor de Historia en la Universidad Rey Juan Carlos, autor del libro Bajo el manto del Caudillo, indicaba: “El hecho [el asesinato de Luburić] puede ser similar al ocurrido en Múnich (Alemania) en el que también fueron eliminados tres croatas enemigos del régimen imperante en Yugoslavia. Se sospecha que uno de los encargados de dirigir las acciones de esos comandos comunistas es el vicecónsul de Yugoslavia en Marsella, fanático comunista, antiguo guerrillero, que mediante cursos nocturnos obtuvo un título universitario”.

En 2016, un tribunal alemán condenó a cadena perpetua a dos exespías de la antigua Yugoslavia por asesinar a un exiliado croata en 1983, Stjepan Đureković. En la sentencia condenatoria de Josip Perković, de 71 años, y Zdravko Mustac, de 74, los exespías que Croacia había aceptado finalmente extraditar, los jueces ofrecieron la cifra de 22 víctimas causadas por los servicios secretos yugoslavos en Alemania Federal en los años de la guerra sucia.

El expediente conservado en los archivos policiales de la antigua Yugoslavia afirma que Stanić trabajaba para Tito. Pero la declaración de Ilija ante la policía comunista, efectuada al regresar a su país tras el asesinato de Carcaixent, parece más bien una confesión hecha al dictado, igualmente llena de incongruencias. Como ejemplo, Stanić aseguró a la policía de su país, en mayo de 1969, que golpeó varias veces a Luburić en la cabeza y que también lo apuñaló. Por el contrario, el forense Gabriel Soler recordaba, en unas declaraciones de 2006, que solo hubo un impacto en el cráneo. Eso sí, un único golpe brutal.

El caso ha ido acumulando muchas versiones diferentes y contradictorias, por mucho que estén incorporadas como oficiales en los documentos de cada época. Pero casi todos los protagonistas mentían: para obtener dinero y privilegios, para desvincularse de crímenes terribles o, simplemente, para renovar permisos de residencia. No resulta fácil creer en la absoluta sinceridad de Luburić cuando manifestó una vocación tan prolongada por el exigente oficio de la avicultura.

Francesc Bayarri es autor del libro cita en Sarajevo (Montesinos).

viernes, 30 de junio de 2017

El regreso del mariscal Paulus. El denostado comandante del Sexto Ejército nazi es noticia por la reedición de ‘Stalingrado y yo’.


Li Ch'uan: A estos hombres se les llama "locos criminales" ¿Qué pueden esperar sino la derrota?.

"Hay dos futuros; el futuro del deseo y el futuro del destino, y la razón humana nunca ha aprendido a separarlos". 
De El Mundo, el demonio y la carne. 1929

Pocos personajes hay en la II Guerra Mundial que caigan tan antipáticos como el mariscal Paulus, el hombre que rindió el Sexto Ejército alemán en Stalingrado y fue la cabeza visible de la derrota más simbólica (en realidad la más decisiva fue la de Kursk) de los nazis en la contienda. Los hay peores, claro, verdaderamente malvados y atroces –de Heydrich, por ejemplo, no dices que fuera antipático, y menos se lo hubieras soltado en su cara-, pero Friedrich Paulus destaca en la categoría de los desagradables.

Paulus, del que ahora se reedita Stalingrado y yo (La Esfera de los Libros), un libro fundamental y descatalogado desde hace años –en realidad no unas memorias sino un conjunto heterogéneo de textos y documentos compilados por Walter Goerlitz y prologados por Ernst Alexander Paulus, el hijo del mariscal (tuvo otro que murió en Anzio)-, fue siempre un tipo estirado, agrio, adusto, de nula empatía, indeciso, pretencioso y cargante, que además se creía la repanocha. Era de aquellos que en plena guerra mundial van por ahí medrando y preguntando qué hay de lo mío. Es verdad que era alto, guapo y elegante y eso engañaba. Pero no tenía para nada el carisma de Rommel, al que se parece en otras cosas como lo de perder batallas famosas y que Hitler le animara (en su caso sin éxito) a suicidarse.

Lo elevaron por encima de sus méritos y capacidades y ejerciendo el mando se mostró estricto, puntilloso, ordenancista pero a la vez vacilante, e incapaz de comprender y no digamos de compartir las penurias de sus soldados. Por supuesto jamás mostró -mientras luchaba- la más mínima compasión por el enemigo ni remordimientos por la guerra de aniquilación que Hitler libraba y de la que él era parte privilegiada del engranaje con sus pantalones de montar con raya roja, sus mapas y sus guantes de cabritilla. Le indignaban más los malos modales de Jodl que las Leyes de Nurenberg.

Era un snob como una casa. Es cierto que el detalle parece añadir poco al perfil negativo de alguien que comandaba un devastador ejército mecanizado de Hitler pero es que Paulus era verdaderamente repulsivo en ese aspecto y hasta coqueteaba con ese “von” de su apellido que no era para nada de recibo y con el que sin embargo se le conoce popularmente. En realidad la aristócrata era su mujer, la rumana Elena-Constance Rosetti Solescu, llamada Coca por su familia, descendiente de la más rancia nobleza de Moldavia y Valaquia y que eran amigos de los Cantacuceno (no me extrañaría que Elena hubiera conocido a Patrick Leigh Fermor durante las andanzas moldavas de este con la princesa Balasha). Su esposa (que soñaba con verlo en el puesto de Keitel) le allanó el camino al entonces joven alférez Paulus, de familia pequeñoburguesa de Hessen (y rechazado por ello en la Marina imperial) para ingresar en el gran mundo de la vieja Europa, pero también le puso el listón alto: ya que no tenía pedigrí propio debía labrarse una reputación y esas cosas suelen salir mal: igual que te lías en Nóos la lías en Stalingrado.

Allí demostró que ponerlo al frente del Sexto Ejército –sin haber tenido antes ni siquiera el mando de un regimiento- había sido una pifia, lo que, si bien se piensa fue una suerte para el mundo civilizado. En el momento crucial, cuando desobedeciendo las órdenes de Hitler pudo quizá haber salvado al menos una parte de sus fuerzas rompiendo el cerco y huyendo de aquel infierno a la derecha del Volga, se "jiñó"(1) literalmente (sufría de colerina, “el mal ruso”) y permaneció dudando, como acostumbraba. Hitler le nombró mariscal en los últimos momentos (el 30 de enero de 1943) confiando en que se suicidaría; sin embargo, Paulus prefirió entregarse a los soviéticos y quedar como un cobarde, pero un cobarde vivo. Esto, que sorprendió a los propios rusos, hasta nos podría inspirar simpatía –todo lo que sea hacer rabiar a Hitler...-, pero el flamante mariscal se desentendió de la espantosa suerte de sus hombres y pasó un cautiverio mucho más amable en el que hasta tuvo oportunidad de aprender a jugar al bridge (le enseñó el padre del dramaturgo catalán Pablo Ley, también prisionero). Mientras tanto, accedió a dejarse manipular por la propaganda soviética e hizo profesión de anti nazismo, lo que desde luego era más seguro en Moscú que en Berlín.

Tras la guerra participó en los Juicios de Nurenberg como testigo contra sus pares, los jefes de la Wehrmacht, se instaló en la Alemania del Este y allí murió en 1957, rodeado de los fantasmas mudos de todo su ejército.

(1) Nunca afirmaríamos eso, es claramente despreciar y, sobre todo, minusvalorar al Mariscal de campo y al ejército alemán para infravalorar la victoria del ejército soviético. No fue así, fueron vencidos a un coste muy elevado por un ejército que demostró ser mejor, el soviético, con mejores generales, mejores jefes, mejores oficiales, mejores suboficiales, mejores soldados, más espíritu de victoria, una mejor táctica y una más precisa estrategia. Y eso es lo que aún no se le quiere reconocer al ejército soviético, y así fue. Los alemanes habían tenido campañas victoriosas en todos los lugares, incluida Francia, vencida en un solo mes de combates. Eran temibles debido a esos éxitos, parecían invencibles, toda Europa estaba ocupada por la Wehrmacht y el ataque por sorpresa a la URSS así parecía confirmarlo al comienzo, por los enormes avances de su "guerra relámpago". Parecía que los alemanes no iban a ser detenidos nunca, un ejemplo de "ejército invencible". Después, y con enorme esfuerzo y millones de pérdidas de vidas de militares y civiles, todo cambió... El que parecía invencible ejército alemán fue vencido por el ejército rojo, el ejército soviético, al mando del mariscal Zhúkov. La II G. M., le costó a la URSS más de 26 millones de vidas humanas, muchos más millones de inválidos, una enorme destrucción, pues el ejército alemán llevó a cabo una guerra de exterminio, el objetivo era arrasar la URSS, convertirla en un campo de cultivo llenos de esclavos y enviar al fondo del olvido y de la Historia a los ideales de emancipación de la clase obrera, a la Revolución de Octubre. No debemos olvidar que Hitler fue puesto en el gobierno por el capitalismo alemán (1) con esa finalidad. Lo que hay que luchar y trabajar para que no ocurra nunca más una guerra así.

http://cultura.elpais.com/cultura/2017/03/07/actualidad/1488899937_575248.html

https://youtu.be/7heXZPl2hik

Libros sobre sobre la batalla de Stalingrado.
https://elpais.com/cultura/2018/01/26/babelia/1516975321_243692.html?rel=lom

(1) Ver, El Orden del día. Éric Vuillard.

miércoles, 22 de abril de 2015

Günter Grass, el dolor que emana la Historia. Algunas notas y reflexiones sobre la vida y obra del autor, entre decenas de títulos, de la renombrada novela ‘El tambor de hojalata’

Ante el deceso de Günter Grass (escultor, poeta, ensayista, dibujante, dramaturgo, narrador) el pasado 13 de abril, la “excusa” es buena –ya que la noticia mala– para (re)visitarlo o conocerlo. Sólido escritor, novelista de peso, ganador de los premios Nobel de literatura y Príncipe de Asturias de las Letras, autonominado “discípulo” de Alfred Döblin, con más de 30 títulos publicados, Grass es parte de la gran literatura europea del siglo XX que integran otros grandes como Hermann Hesse, Thomas Mann, Hermann Broch y Thomas Bernhard. Surgido de las cruentas experiencias del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, nacido en 1927 (en Danzig, actual Gdansk), Grass enfrentó nada menos que aquella famosa sentencia de Theodor Adorno, dura, pesimista, que hablaba de la imposibilidad de la poesía tras la inmensa muerte, producida a gran escala, industrialmente, perpetrada en Auschwitz y el sistema de campos.

Grass de joven estudió escultura y dibujo, e integró el Grupo 47, un colectivo de escritores que buscaba irrumpir en la (bucólica) situación cultural alemana, hija de la derrota en la guerra (la pax de los cementerios), el lastre de la ignominia moral (mundial) de haber “generado” a Hitler y al fascismo, y las tendencias autoritarias y moralistas en la República Federal de Alemania, emanadas del gobierno de Konrad Adenauer. Como explicó Grass en una entrevista publicada en 2010 en Der Spiegel: “El idioma alemán había sido dañado durante el período nazi. Pero nosotros, los autores jóvenes –incluyendo Martin Walser y Hans Magnus Enzensberger– no queríamos sentirnos constreñidos y nos negábamos a condenar el lenguaje. Como resultado, mi estilo rebosaba de la intención de querer desplegar todo lo que el lenguaje tenía para ofrecer”. Las vivencias bajo el nazismo y la guerra estarán presentes en toda la producción del artista, desde su primera novela especialmente, El tambor de hojalata, publicada en 1959 (luego llevada al cine y ganadora del Oscar a la mejor película –y también llevada a los tribunales, acusada de “pornógrafa” y “blasfema”–). Y, entre las siguientes, se destacan las dos más importantes y conocidas obras de los 70 y 80: El rodaballo y La ratesa (“novelas épicas”, en palabras del propio autor).

Grass combina sutil y agudamente –y al mismo tiempo con esa “exuberancia” o “abundancia” de lenguaje– experiencias de la historia con el día a día, con la vida cotidiana de sus personajes (en sus “modos” y mentalidades), logrando obras a un tiempo sensibles y asombrosas. Ahí está por ejemplo Mi siglo (1999), colección de pequeñas “viñetas literarias”, una por cada año del siglo XX (recordar por ejemplo “1908”, con el niño sobre los hombros de su padre ante un discurso de Liebknecht). Junto a esto, la fábula, la alegoría y el recurso a “lo fantástico” en varios de sus libros (a la manera de Rabelais, de los hermanos Grimm y otros) no le quitan rigor sino que suman creatividad a esta narrativa que tiene su núcleo viviente en los grandes dramas históricos. Por todo esto, por ser una voz original y potente, y por la temática específica que trató, terminó ocupando un lugar (entre la llamada opinión pública) donde, además de su arte, su “conciencia moral” o “ética” jugaba un rol, tenía un peso (de época), como tantos otros escritores y/o filósofos a lo largo del siglo XX, desde Sartre y Camus a Saramago; desde García Márquez y Juan Gelman al fallecido el mismo día que Grass, Eduardo Galeano. En la tradición de lo que se conoció como “intelectual comprometido”, Grass fue militante afiliado (del Partido Socialdemócrata) mucho tiempo, dio discursos y debates, escribió y habló para la prensa y demás medios, y articuló diversas relaciones con el mundo de la política y los sindicatos.

Pero a todo esto hay que sumar otra dimensión de su obra: la abiertamente autobiográfica. Desde Pelando la cebolla (2006) a los siguientes títulos (La caja de los deseos, De Alemania a Alemania –sus diarios sobre el proceso de reunificación del este y oeste germanos en 1990– y el tomo sobre los hermanos Grimm, todavía inédito en castellano), el escritor repasa su vida, volviendo a la experiencia de la regimentación nazi. Desde que se publicó Pelando la cebolla, con la narración detallada de cómo el autor fue parte, en su infancia y juventud (desde los 11 años), del sistema de reclutamiento de las Juventudes Hitleristas, que luego lo llevaría a integrar las Waffen-SS hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, la polémica se transformó en una acusación de ocultamiento (hubo incluso quienes pidieron que se le retirara el premio Nobel), agravada por una (supuesta) hipocresía de haber sido (casi) lo mismo que otros políticos y personajes públicos, que fueron objeto de crítica y condena por Grass: un exmilitante nazi. Aunque no es cierto tal “ocultamiento” (varias veces el escritor admitió o comentó sus vivencias de adolescente –esto está publicado en revistas e incluso en las solapas de sus libros; ver la primera edición de La ratesa, Madrid, Alfaguara, 1988, por ejemplo–), Grass no entró en combate, terminó huyendo –y compartió un momento con otro recluta, un tal Joseph Ratzinger– y, siendo herido, terminó prisionero del Ejército norteamericano. Luego trabajador minero por un tiempo, Grass con su primer libro demostró preocupación por resituarse y mostrar ese pasado reciente silencioso (silenciado por vergüenza, social y masivamente); a fin de cuentas, Óskar Matzerath, el protagonista de El tambor de hojalata, aunque fue inspirado por un niño que Grass vio a comienzos de los ‘50, alegre con su juguete, es él mismo: la mezcla de fantasía y violencia, de niñez y manu militari, el redoble del tambor como un constante llamado de atención (y alusión) al régimen del Tercer Reich; esa historia que se cuenta (además de los gritos destructores de vidrios de este singular niño que no quiso crecer más, en una sutil referencia a la tristemente célebre “noche de los cristales rotos”) es parte de ese temprano proceso de catarsis del artista, con ese batir el parche ante las atrocidades del régimen nazi. (Otra cuestión es la ligada a la “elaboración” personal, a lo largo del tiempo, de su propia individualidad como parte integrante del sistema nazi –y su tardío relato autobiográfico–, en donde no tuvo sin embargo ninguna responsabilidad, ni política ni efectiva, por muerte alguna.) Esa “mancha”, esa experiencia juvenil (al parecer no muy entusiasta ni convencida), de la que él mismo dijo ser luego plenamente consciente, no empaña ni anula –ni en parte ni en todo, a juicio de quien escribe– el conjunto de su obra, ni sus compromisos con los problemas de su época.

Grass, tras el episodio de 1953, el levantamiento popular y la oleada de huelgas de los obreros berlineses (orientales) contra la burocracia estalinista –un potencial peligro de “revolución política”– terminaría respondiendo críticamente a la pasiva actitud de Bertolt Brecht ante esos hechos con su obra dramática Los plebeyos ensayan la rebelión, escrita en 1964. Siendo un socialista moderado (del SPD, el Partido Socialdemócrata), Grass nunca ahorró críticas, incluso dentro del propio partido del que formaba parte (aunque devolvió el carnet a comienzos de los ‘90), y se pronunció ante cada coyuntura histórica o hecho relevante de la política mundial: desde la “reunificación alemana” (a la que él se opuso y fue crítico, viendo en la restauración capitalista un futuro ciclo de neoliberalismo y pobreza para el Este) y la guerra en Yugoslavia (donde tuvo una posición errada, avalando la acción de la OTAN y el Vaticano), pasando por la guerra de Irak y Afganistán y la política de Bush y Cía. (criticadas), la situación de los inmigrantes encarcelados y deportados en Alemania, hasta el penoso papel de Angela Merkel ante el affaire de escuchas y espionaje y la crisis económica internacional (¡Grecia!). Entre sus últimos planteos y preocupaciones el que más trascendió fue uno en 2012, cuando se publicó (y tradujo de inmediato para todo el mundo –aunque en Argentina extrañamente, o tal vez no tanto, no se le prestó la menor atención a la polémica–) el poema en prosa “Lo que debe ser dicho”. Allí criticaba al Estado de Israel, por su violencia y militarismo, y alertaba del peligro nuclear que representaba (y representa).

Las preocupaciones de Grass consistieron en defender la tradición y recuperar la historia; los trabajadores y sus organizaciones sindicales, sus grandes referentes (Bebel, Liebknecht) fueron siempre tratados. Hizo este planteo: “Los mismos partidos socialistas o socialdemócratas se han creído la tesis de que con la caída del comunismo no queda ya lugar para el socialismo en este mundo; y perdieron toda confianza en el movimiento obrero, que por cierto existe desde mucho antes que el comunismo. Cuando uno abandona su tradición, se entrega a la nada. En Alemania, por ejemplo, apenas si hubo intentos de organizar a los desocupados. Hace años que trato de convencer a los sindicatos de que no pueden representar a los trabajadores mientras tienen trabajo, y abandonarlos cuando son excluidos del mundo laboral. Tenemos que ofrecer resistencia al neoliberalismo global. […] Hay que decir las cosas como son. Y dudo que podamos dejarlas libradas exclusivamente a lo intelectual”.

La vida y la política, la ética y la estética, el análisis, la teoría y la práctica, eran inseparables para él.
Permanentemente contemporáneo, vivaz y atento, crítico, artista de cruces y fusiones (entre prosa y lírica, entre escritura y dibujo), Grass representa con su arte los signos que aluden (a) y recorren las catástrofes del siglo XX (como en la Trilogía de Danzig: El tambor de hojalata, El gato y el ratón y Años de perro). Él sostuvo: “la historia no se puede dar por concluida. Porque nos alcanza... No se trata de un mea culpa continuo, sino de la conversión del sentimiento de culpa en sentido de la responsabilidad”. Ante la destrucción sufrida y las perspectivas del abismo (que se mantienen, acechan y actúan) Grass rescató la tradición y, haciendo sonar persistentemente su tambor, nos contó historias, muchas, con el objetivo de rememorar ese dolor y no olvidar.
Fuente original:

http://www.laizquierdadiario.com/Gunter-Grass-el-dolor-que-emana-la-Historia