Vjekoslav Luburić mintió ligeramente en 1963, cuando aseguró a la policía española que era avicultor. Sí fue totalmente sincero al subrayar su “adhesión a la Causa Nacional”, eufemismo de “dictadura franquista”. En su declaración para renovar su residencia en España con el nombre de Vicente Pérez García, olvidó mencionar otros detalles biográficos, como sus matanzas en Croacia durante la Segunda Guerra Mundial. Mañana, 20 de abril, se cumplen 55 años del asesinato de Luburić en Carcaixent.
Acabada la guerra mundial, España acogió a numerosos criminales nazis de diferentes nacionalidades. Como a tantos otros, el franquismo ofreció a Vjekoslav Luburić su protección, una identidad falsa y la oportunidad de rehacer su vida. Que hubiera asesinado a miles de personas inocentes en campos de concentración, cuando Croacia era un fiel aliado de la Alemania nazi, no fue obstáculo para facilitarle los papeles.
En los primeros años de su exilio, el exmilitar impulsó una granja de patos en Benigànim, en la comarca de la Vall d’Albaida. Pero en 1963, cuando declaró de nuevo ante la policía para renovar el permiso de residencia, la avicultura ya no era su principal actividad. En la década de los sesenta vivía en Carcaixent, donde gestionaba una imprenta que editaba propaganda anticomunista en serbocroata, en castellano y en otros idiomas. Su ocupación prioritaria no eran los patos, sino la lucha desde el exilio contra la dictadura comunista del mariscal Tito en Yugoslavia.
En un documento policial fechado el 4 de enero de 1963, los funcionarios anotaron que la “indudable adhesión a la Causa Nacional” de Luburić/Pérez estaba “plenamente garantizada por personal de solvencia moral y política”. Es decir, por fanáticos franquistas. Uno de estos avalistas era el padre Miguel Oltra, director del colegio que la orden franciscana poseía –y todavía gestiona– en la calle de Santa Ana de Carcaixent. La imprenta de Luburić se ubicó en la misma calle, y fue allí mismo donde, en 1969, y pese a la protección de las autoridades, el refugiado croata recibió un golpe en la nuca que acabó con su vida.
Hasta entonces, la vida de Luburić en España discurría con placidez. En 1953 se casó con una mujer vasca de convicciones católicas, tuvo dos hijas y dos hijos, pudo gestionar sus propios negocios y hasta fue nombrado presidente de honor de una Falla de Carcaixent, anécdota que ejemplifica su adaptación al país de acogida. Pero su abrupto final comenzó a gestarse en la primavera de 1968 con la llegada a su círculo íntimo de un joven de 22 años llamado Ilija Stanić. Un emigrante nacido cerca de Sarajevo, sin relación con la guerra mundial, excepto porque su padre, Jozo, continuó la lucha en el maquis hasta 1951. Ese año murió durante una refriega contra el ejército de Tito.
Vjekoslav Luburić siempre temió por su vida. Se lo repetía a sus amigos españoles, casi todos excombatientes de la División Azul. “Sé que un día vendrán a por mí. Abre bien los ojos”. Así se lo transmitió también a Stanić, que fue ganándose su confianza y que ejercía de secretario personal de Luburić. Ilija nunca levantó sospechas en el entorno privado del exgeneral, por mucho que la prensa de la época no dudó en afirmar, después del crimen, que el joven emigrante era, en realidad, un espía enviado por Tito.
A favor de la tesis del espionaje existen datos contundentes: a su regreso a Yugoslavia, Stanić gozó de privilegios. Además, el día elegido para el crimen pudo no ser casual. El 20 de abril es el aniversario del nacimiento de Hitler, que nazis de todo el planeta aprovechan para sus aquelarres. Los comunistas yugoslavos habrían decidido sumarse a la fiesta. A su manera, claro está.
Sin embargo, para tratarse de un crimen organizado por los servicios secretos de un Estado bien consolidado, la técnica del asesinato y la huida del ejecutor dejan demasiados interrogantes. Ilija usó un arma poco sofisticada, una barra de hierro, inusual en los telefilms del género, donde se prefieren las pistolas semiautomáticas con silenciador; envolvió el cadáver en una manta y lo escondió debajo de la cama; huyó en dos taxis: primero hasta Valencia y a continuación hasta Barcelona; llegó a la frontera, que pasó ilegalmente a pie por sendas de montaña, donde sufrió una caída; y su rastro se perdió durante un mes, hasta que apareció en la frontera yugoslava, donde nadie lo esperaba y donde fue detenido. Un espía huyendo en taxi parece poco espía.
Ni la policía franquista ni la Interpol detuvieron jamás al autor del asesinato. Solo una investigación de este periodista consiguió localizarlo en Sarajevo en 2003. Ilija aseguró entonces que el crimen fue una consecuencia de las disputas entre grupos enfrentados de exiliados croatas. Sin participación alguna de los servicios secretos yugoslavos. Pero su versión incurría en contradicciones sospechosas.
La pista yugoslava detrás del crimen es razonable. La guerra sucia entre exiliados croatas en occidente y agentes secretos yugoslavos fue constante y sangrienta. Solo en territorio de la entonces Alemania Federal, entre 1960 y la caída del muro de Berlín 22 croatas fueron asesinados por espías llegados desde Yugoslavia o por delincuentes contratados por estos. Justo el año anterior al crimen de Carcaixent, en Múnich fueron asesinados en una misma operación tres exiliados croatas. Por su parte, pistoleros croatas liquidaron a diplomáticos yugoslavos, como el embajador en Estocolmo (1972), colocaron bombas en aviones comerciales o los secuestraron (a Barajas llegó uno de esos aviones).
Un informe de la policía franquista de 1969, rescatado ahora por José Luis Rodríguez, profesor de Historia en la Universidad Rey Juan Carlos, autor del libro Bajo el manto del Caudillo, indicaba: “El hecho [el asesinato de Luburić] puede ser similar al ocurrido en Múnich (Alemania) en el que también fueron eliminados tres croatas enemigos del régimen imperante en Yugoslavia. Se sospecha que uno de los encargados de dirigir las acciones de esos comandos comunistas es el vicecónsul de Yugoslavia en Marsella, fanático comunista, antiguo guerrillero, que mediante cursos nocturnos obtuvo un título universitario”.
En 2016, un tribunal alemán condenó a cadena perpetua a dos exespías de la antigua Yugoslavia por asesinar a un exiliado croata en 1983, Stjepan Đureković. En la sentencia condenatoria de Josip Perković, de 71 años, y Zdravko Mustac, de 74, los exespías que Croacia había aceptado finalmente extraditar, los jueces ofrecieron la cifra de 22 víctimas causadas por los servicios secretos yugoslavos en Alemania Federal en los años de la guerra sucia.
El expediente conservado en los archivos policiales de la antigua Yugoslavia afirma que Stanić trabajaba para Tito. Pero la declaración de Ilija ante la policía comunista, efectuada al regresar a su país tras el asesinato de Carcaixent, parece más bien una confesión hecha al dictado, igualmente llena de incongruencias. Como ejemplo, Stanić aseguró a la policía de su país, en mayo de 1969, que golpeó varias veces a Luburić en la cabeza y que también lo apuñaló. Por el contrario, el forense Gabriel Soler recordaba, en unas declaraciones de 2006, que solo hubo un impacto en el cráneo. Eso sí, un único golpe brutal.
El caso ha ido acumulando muchas versiones diferentes y contradictorias, por mucho que estén incorporadas como oficiales en los documentos de cada época. Pero casi todos los protagonistas mentían: para obtener dinero y privilegios, para desvincularse de crímenes terribles o, simplemente, para renovar permisos de residencia. No resulta fácil creer en la absoluta sinceridad de Luburić cuando manifestó una vocación tan prolongada por el exigente oficio de la avicultura.
Francesc Bayarri es autor del libro cita en Sarajevo (Montesinos).
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