La izquierda acaba problematizando más las decenas de escuelas privadas segregadas por sexo que los centenares de centros públicos segregados por clase, nacionalidad y etnia.
Hace un par de años, durante el desfile de carnaval de la ciudad en la que vivo, me di cuenta de que había colegios en los que los españoles eran minoría y otros en los que apenas había inmigrantes. Meses después, yendo con mis hijos, me encontré a una de mis profesoras de la infancia. Y una de las cosas que me dijo fue que, cuando llegara el momento, evitara llevarlos a la escuela pública en la que ella fue maestra y yo alumna. Entre sus razones hubo una que me chocó, porque esa profesora mía era de izquierdas: que buena parte del alumnado era inmigrante y pobre, y los profesores no tenían recursos, ni materiales ni formativos, para gestionar algunas de las situaciones a las que esto daba lugar.
Informándome sobre planes digitales escolares, le puse cifras a lo que me contó: el que fue mi colegio tiene un 70% de alumnos de nacionalidad extranjera. Es un Colegio Internacional, pero no de esos a los que van los hijos de los ministros; los alumnos allí no tienen padres diplomáticos ni empresarios, sino albañiles y en paro.
Cuando se lo comenté a mis amigas se montó un buen debate. Una de ellas argumentaba que no pasaba nada porque existieran colegios como el que fue el nuestro, que los chavales tenían que saber “cómo era el mundo”, pero es que resulta que el mundo no es así. Al menos no en nuestro país, donde la inmigración no representa siquiera el 20% de la población y donde, aunque más del 33% de nuestros menores están en riesgo de pobreza, (aún) no son la mayoría. Que los colegios públicos no repliquen esta composición, sino en algunos casos la contraria solo puede significar una cosa: que se está segregando a los niños.
Otra comentó que no pasaba nada si el nivel educativo en esos centros era un poco peor porque había que atender necesidades que no eran académicas. Que las tablas y los ríos podían aprenderlos los críos en casa, pero que en la escuela aprenderían sobre convivencia y valores. Una perspectiva profundamente clasista, pues los hijos de las clases medias y de los obreros con formación y tiempo tienen quien les enseñe las tablas y los ríos, pero muchos de los alumnos de esas escuelas segregadas, no. La segregación es perjudicial, sobre todo y como casi todo, para los más pobres.
La Comunidad en la que vivo —Madrid— es la que más segrega a sus alumnos, no solo de España, sino de la OCDE. Pero casi nadie habla de ello en nuestras élites políticas y mediáticas. Ni siquiera se suele mencionar cuando se listan los achaques de la educación pública. Los hunos, porque no les importa que los servicios públicos se degraden y los hotros porque prefieren anteponer sus fetiches ideológicos (ya sean el multiculturalismo o la romantización del lumpen) a la realidad. El resultado es que la izquierda acaba problematizando más las decenas de colegios privados segregados por sexo que eligen los ricos que los centenares de colegios públicos segregados por clase, nacionalidad y etnia de los pobres sin elección.
Todos callan porque a los hunos les interesa que crezca la privada y los hotros no son capaces de abordar la segregación escolar de una manera que no sea llamando racista y clasista a todo aquel que plantee el fenómeno como problemático. Y así, hunos por hotros, la casa sin barrer. Total, como no es la suya. Porque la mayoría de los que, a derecha y a izquierda, niegan que sea un problema que los inmigrantes y los pobres estén sobrerrepresentados en algunas escuelas, resulta que nunca llevan a sus críos allí.
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