_- En su lúcido comentario de adiós al Reino Unido por el Brexit, Félix de Azúa celebra la victoria aliada sobre los nazis en la II Guerra Mundial destacando justamente los méritos de norteamericanos y anglosajones en general, “con la inestimable ayuda del invierno ruso...”.
Pero no fue el “invierno ruso”, sin más, sino el enorme sacrificio humano y militar soviético en la decisiva batalla de Stalingrado (verano 1942-febrero 1943), que consiguió frenar y rendir a la poderosa Wehrmacht causándole allí 740.000 muertos.
Como dice Eric Hobsbawm, tras Stalingrado “todo el mundo sabía que la derrota de Alemania era solo cuestión de tiempo”.
CARTAS A LA DIRECTORA. El País.
Javier Díaz Malledo.
Santa Cruz de Tenerife
PD.:
En los tiempos que corren, todo se revisa en favor de la derecha y extrema derecha, incluso nazi. Así las celebraciones del fin de la II G. M., y de la victoria se han desplazado a Normandía donde los rusos nunca estuvieron y se representa una narrativa lejos de toda la verdad. Ahora se olvida quienes vencieron al ejercito nazi, quienes lograron detener en su carrera llena de triunfos a la Wehrmacht, fueron los soviéticos en Stalingrado y a las puertas de Moscú. Ahí se rompió esa carrera victoriosa que parecía imparable. Los soviéticos la quebraron haciéndola detener y tomando a 750.000 prisioneros. No debemos olvidar la Historia pues corremos el riesgo de repetirla.
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domingo, 16 de febrero de 2020
_- La derrota de Hitler
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viernes, 13 de julio de 2018
Lo que deberíamos aprender de Auschwitz. El mundo necesita mantener viva la memoria del pasado y de tragedias como el Holocausto. Solo así podremos vencer la apatía que nos invade y superar nuestra incapacidad para enfrentarnos a las nuevas injusticias
Hace 73 años, el 27 de enero de 1945, el Ejército Rojo liberó a los 7.000 prisioneros que quedaban en el campo de concentración de Auschwitz. Justo antes de su huida, los alemanes habían hecho estallar las cámaras de gas y los crematorios que seguían operativos. Además, consiguieron trasladar a 100.000 prisioneros a Alemania para seguir empleándolos como mano de obra esclava. Quienes sobrevivieron en aquel campo fueron el resto de su vida el testimonio vivo de aquellos que perecieron.
Hoy, supervivientes de varios campos como Primo Levi, Elie Wiesel, Israel Gutman, Wladyslaw Bartoszewski, Simone Weil, Imre Kertész, y muchos más, no se encuentran entre los vivos. Nosotros, la generación de la posguerra, nos hemos ido quedando cada vez más solos a la hora de transmitir aquello. Parece que aún somos incapaces de gestionar de forma adecuada esa carga. No me refiero con esto a los datos de lo que sucedió, sino más bien a que en el mundo moderno vivimos cada vez más como si no hubiéramos aprendido mucho de la Shoah y de los campos.
Se suponía que el mundo iba a ser distinto después de la guerra. Se fundaron instituciones, como Naciones Unidas, para el diálogo y la cooperación a escala mundial. En Europa occidental se impulsó un proceso de unión de Estados, naciones y sociedades, lo que ahora se conoce como la Unión Europea. Se aceptaron nuevos marcos jurídicos para perseguir crímenes contra la humanidad, y Naciones Unidas hizo una definición del delito de genocidio. La función de las organizaciones no gubernamentales era apreciada y su expansión tras la guerra reforzó la influencia de la sociedad civil en las instituciones. Después del brutal conflicto armado, parecía que había que replantearse el mundo. Debido a la tragedia que supuso la pérdida de tantos civiles, esta guerra no se parecía a ninguna otra. Auschwitz se convirtió en su símbolo más claro.
Pero en aquel momento, poco después de 1945, no hubo suficiente valentía para intentar que se hiciera justicia de verdad. De los aproximadamente 77.000 miembros de las SS que trabajaron en los campos de concentración y de exterminio, solo 1.650 fueron castigados después de la guerra. Es más, ese castigo fue, en la mayoría de los casos, obvia e irritantemente insuficiente: unos cuantos años de cárcel, a menudo reducidos. Por tanto, a nadie debería extrañarle que haya quedado cierta sensación de impunidad
Hoy vemos que los esfuerzos realizados durante la posguerra —por muy legítimos y meditados que parezcan— no han soportado la prueba del tiempo. Somos incapaces de reaccionar con eficacia ante las nuevas manifestaciones de frenesí genocida. El hambre y la muerte que causan los enfrentamientos continuos entre diferentes grupos en África central no constituyen una prioridad para nuestros Gobiernos. El comercio de armas y la explotación de mano de obra crecen en las regiones más pobres del mundo. Naciones Unidas ha dejado de ser garantía de que siempre pueda haber algún tipo de esperanza en el mundo, mientras la apatía interna devora a la Unión Europea.
Al mismo tiempo, en nuestras democracias aumenta el populismo, el egoísmo nacional y nuevas formas de retórica del odio extremo. Las relaciones entre los pueblos han vuelto a militarizarse y esto profana nuestras calles y ciudades. ¿Realmente hemos cambiado tanto en las dos o tres últimas generaciones.
Antes de reunirnos, dentro de dos años, para conmemorar el 75º aniversario de la liberación de Auschwitz (el 27 de enero ha sido designado por la ONU como Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto), deberíamos hacernos varias preguntas para intentar que no se convierta en otro acto conmemorativo más, con las mismas palabras y las mismas frases repetidas, en forma de eslóganes conmovedores.
¿Qué le ocurre a nuestro mundo? ¿Qué nos ocurre a nosotros? ¿Hemos olvidado nuestro compromiso con la memoria? Si la esperanza es lo último que se pierde, ¿dónde debe arraigar si no es en la memoria? ¿Podemos atribuir a una falta de visión la superficialidad con la que impulsamos el bien? ¿La escasez de líderes políticos con sentido de Estado explica el auge de otras voces que no asumen sus propias responsabilidades? ¿Se han convertido los sondeos de opinión y los memes en las redes sociales en un dictado permanente de nuestras decisiones? ¿En verdad están dominados los mercados por aquellos que solo buscan su propio beneficio, sin querer darse cuenta de que también tienen que cumplir con deberes, por incómodos que estos resulten? ¿Podemos ignorar nuestra responsabilidad escudándonos en nuestra “incapacidad para hacer algo”, aunque se trate de las mayores tragedias?
Los esfuerzos de la posguerra no han soportado la prueba del tiempo. Somos incapaces de reaccionar ante nuevos genocidios
En una cultura que intenta vivir sin enfrentarse a la muerte, ¿queda lugar para la conmemoración de las víctimas? ¿La cacofonía que producen todas las historias personales e igualmente importantes —y a las que todo el mundo tiene derecho—aún contiene un mensaje moral liberador? ¿Es la satisfacción humana la mejor forma de medir el bien en este mundo?
Vistas las enormes disparidades que hay entre elsistema educativo y los retos a los que se debe enfrentar, ¿por qué somos incapaces de cambiarlo? ¿Está realmente justificada la proporción entre el número de clases de matemáticas frente a las de materias como la ética; frente a la enseñanza del buen uso de los medios de comunicación de masas; frente a la educación cívica y al conocimiento de las amenazas internas para la sociedad; frente al desarrollo de capacidades para formar parte de la sociedad civil? ¿Depende realmente tanto de las integrales la construcción de nuestro futuro? ¿Por qué se enseña la historia como si se tratara solo de un estudio seguro del pasado, sin ponerlo en relación con el mundo de hoy y con un futuro cada vez más inseguro?
No queremos abordar estas preguntas para poder así apartarlas, ridiculizarlas o desacreditarlas. Y da igual lo que ocurra en Congo, en Myanmar (antigua Birmania) o en el barrio de al lado. Lo cierto es que nuestros hijos —que son el futuro que importa— aprenden más sobre los sacrificios, la dignidad, la responsabilidad y los ideales con la nueva película de Star Wars que con nosotros o en el colegio.
La apatía nos invade, no porque no tengamos grandes sueños de futuro, sino porque hemos velado la imagen de nuestro pasado compartido y común, hasta del más cercano. Esta apatía es tan profunda que en la actualidad, quizá por primera vez en la historia de la humanidad, a la hora de evaluar el curso de los acontecimientos en tantos lugares, lejos y cerca de nosotros, nos resulta muy difícil distinguir entre lo que sigue constituyendo la paz y lo que ya se ha convertido en guerra.
La memoria y la responsabilidad ya no coinciden. Así es como nuestra civilización se ve privada ahora, por su propio deseo, de su experiencia pasada. ¿Vamos a dejar que Auschwitz forme parte de la historia? ¿O tal vez deberíamos pasar el tema al departamento de matemáticas?
Piotr M. A. Cywinski es historiador y director del Museo de Auschwitz-Birkenau.
Hoy, supervivientes de varios campos como Primo Levi, Elie Wiesel, Israel Gutman, Wladyslaw Bartoszewski, Simone Weil, Imre Kertész, y muchos más, no se encuentran entre los vivos. Nosotros, la generación de la posguerra, nos hemos ido quedando cada vez más solos a la hora de transmitir aquello. Parece que aún somos incapaces de gestionar de forma adecuada esa carga. No me refiero con esto a los datos de lo que sucedió, sino más bien a que en el mundo moderno vivimos cada vez más como si no hubiéramos aprendido mucho de la Shoah y de los campos.
Se suponía que el mundo iba a ser distinto después de la guerra. Se fundaron instituciones, como Naciones Unidas, para el diálogo y la cooperación a escala mundial. En Europa occidental se impulsó un proceso de unión de Estados, naciones y sociedades, lo que ahora se conoce como la Unión Europea. Se aceptaron nuevos marcos jurídicos para perseguir crímenes contra la humanidad, y Naciones Unidas hizo una definición del delito de genocidio. La función de las organizaciones no gubernamentales era apreciada y su expansión tras la guerra reforzó la influencia de la sociedad civil en las instituciones. Después del brutal conflicto armado, parecía que había que replantearse el mundo. Debido a la tragedia que supuso la pérdida de tantos civiles, esta guerra no se parecía a ninguna otra. Auschwitz se convirtió en su símbolo más claro.
Pero en aquel momento, poco después de 1945, no hubo suficiente valentía para intentar que se hiciera justicia de verdad. De los aproximadamente 77.000 miembros de las SS que trabajaron en los campos de concentración y de exterminio, solo 1.650 fueron castigados después de la guerra. Es más, ese castigo fue, en la mayoría de los casos, obvia e irritantemente insuficiente: unos cuantos años de cárcel, a menudo reducidos. Por tanto, a nadie debería extrañarle que haya quedado cierta sensación de impunidad
Hoy vemos que los esfuerzos realizados durante la posguerra —por muy legítimos y meditados que parezcan— no han soportado la prueba del tiempo. Somos incapaces de reaccionar con eficacia ante las nuevas manifestaciones de frenesí genocida. El hambre y la muerte que causan los enfrentamientos continuos entre diferentes grupos en África central no constituyen una prioridad para nuestros Gobiernos. El comercio de armas y la explotación de mano de obra crecen en las regiones más pobres del mundo. Naciones Unidas ha dejado de ser garantía de que siempre pueda haber algún tipo de esperanza en el mundo, mientras la apatía interna devora a la Unión Europea.
Al mismo tiempo, en nuestras democracias aumenta el populismo, el egoísmo nacional y nuevas formas de retórica del odio extremo. Las relaciones entre los pueblos han vuelto a militarizarse y esto profana nuestras calles y ciudades. ¿Realmente hemos cambiado tanto en las dos o tres últimas generaciones.
Antes de reunirnos, dentro de dos años, para conmemorar el 75º aniversario de la liberación de Auschwitz (el 27 de enero ha sido designado por la ONU como Día Internacional de Conmemoración en Memoria de las Víctimas del Holocausto), deberíamos hacernos varias preguntas para intentar que no se convierta en otro acto conmemorativo más, con las mismas palabras y las mismas frases repetidas, en forma de eslóganes conmovedores.
¿Qué le ocurre a nuestro mundo? ¿Qué nos ocurre a nosotros? ¿Hemos olvidado nuestro compromiso con la memoria? Si la esperanza es lo último que se pierde, ¿dónde debe arraigar si no es en la memoria? ¿Podemos atribuir a una falta de visión la superficialidad con la que impulsamos el bien? ¿La escasez de líderes políticos con sentido de Estado explica el auge de otras voces que no asumen sus propias responsabilidades? ¿Se han convertido los sondeos de opinión y los memes en las redes sociales en un dictado permanente de nuestras decisiones? ¿En verdad están dominados los mercados por aquellos que solo buscan su propio beneficio, sin querer darse cuenta de que también tienen que cumplir con deberes, por incómodos que estos resulten? ¿Podemos ignorar nuestra responsabilidad escudándonos en nuestra “incapacidad para hacer algo”, aunque se trate de las mayores tragedias?
Los esfuerzos de la posguerra no han soportado la prueba del tiempo. Somos incapaces de reaccionar ante nuevos genocidios
En una cultura que intenta vivir sin enfrentarse a la muerte, ¿queda lugar para la conmemoración de las víctimas? ¿La cacofonía que producen todas las historias personales e igualmente importantes —y a las que todo el mundo tiene derecho—aún contiene un mensaje moral liberador? ¿Es la satisfacción humana la mejor forma de medir el bien en este mundo?
Vistas las enormes disparidades que hay entre elsistema educativo y los retos a los que se debe enfrentar, ¿por qué somos incapaces de cambiarlo? ¿Está realmente justificada la proporción entre el número de clases de matemáticas frente a las de materias como la ética; frente a la enseñanza del buen uso de los medios de comunicación de masas; frente a la educación cívica y al conocimiento de las amenazas internas para la sociedad; frente al desarrollo de capacidades para formar parte de la sociedad civil? ¿Depende realmente tanto de las integrales la construcción de nuestro futuro? ¿Por qué se enseña la historia como si se tratara solo de un estudio seguro del pasado, sin ponerlo en relación con el mundo de hoy y con un futuro cada vez más inseguro?
No queremos abordar estas preguntas para poder así apartarlas, ridiculizarlas o desacreditarlas. Y da igual lo que ocurra en Congo, en Myanmar (antigua Birmania) o en el barrio de al lado. Lo cierto es que nuestros hijos —que son el futuro que importa— aprenden más sobre los sacrificios, la dignidad, la responsabilidad y los ideales con la nueva película de Star Wars que con nosotros o en el colegio.
La apatía nos invade, no porque no tengamos grandes sueños de futuro, sino porque hemos velado la imagen de nuestro pasado compartido y común, hasta del más cercano. Esta apatía es tan profunda que en la actualidad, quizá por primera vez en la historia de la humanidad, a la hora de evaluar el curso de los acontecimientos en tantos lugares, lejos y cerca de nosotros, nos resulta muy difícil distinguir entre lo que sigue constituyendo la paz y lo que ya se ha convertido en guerra.
La memoria y la responsabilidad ya no coinciden. Así es como nuestra civilización se ve privada ahora, por su propio deseo, de su experiencia pasada. ¿Vamos a dejar que Auschwitz forme parte de la historia? ¿O tal vez deberíamos pasar el tema al departamento de matemáticas?
Piotr M. A. Cywinski es historiador y director del Museo de Auschwitz-Birkenau.
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lunes, 12 de febrero de 2018
El terrible precio de Stalingrado. El papel de las mujeres fue decisivo en la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial, que tuvo lugar hace 75 años. Vasili Grossman comparó la destrucción de la ciudad con las ruinas de Pompeya.
Han pasado 75 años desde el final de la que seguramente fue la mayor batalla de la Segunda Guerra Mundial, 75 años desde el momento en el que los rusos, sus aliados y millones de personas de todo el mundo dieron un suspiro de alivio colectivo. Todos habían seguido las informaciones de Stalingrado con angustia y de forma compulsiva, habían perdido el ánimo cuando parecía que la suerte de la ciudad pendía de un hilo y se habían alegrado cuando llegaban buenas noticias. El aterrador e imparable avance de los Ejércitos de Hitler por toda Europa desde 1939 se había detenido. El precio fue la destrucción de una bella ciudad a orillas del Volga.
De camino hacia la ciudad sitiada, en agosto de 1942, el escritor Vasili Grossman, que más tarde ensalzaría la heroica lucha por la defensa de Stalingrado, notó repetidamente y con gran tristeza la carga tan inmensa que recaía sobre las mujeres. Con todos los hombres incorporados al Ejército, ellas tenían que arreglárselas como pudieran. Trabajaban en las fábricas, conducían tractores y criaban solas a sus hijos. No tenían a nadie en quien apoyarse. Las llamaban cada vez más para cubrir los huecos dejados por las terribles pérdidas del primer año de guerra. Empezaron a asumir funciones que habían sido masculinas. La espantosa catástrofe les endureció el corazón.
“¡Hurra, hurra, hurra! Los alemanes están totalmente destruidos, los prisioneros de guerra marchan en largas filas. Da asco verlos. Llenos de mocos, harapientos, congelados. ¡Son la escoria!”, escribió una joven de Stalingrado en su diario el 3 de febrero de 1943. Se refería a los soldados y oficiales del Sexto Ejército de la Wehrmacht, que se habían rendido el día anterior. Unos 100.000 prisioneros, de los que solo sobrevivió la mitad. Iban en fila e intentaban mantenerse cerca de los guardias o en el centro de la columna para estar más o menos a salvo de los civiles. Los alemanes capturados ofrecían una imagen patética: muertos de hambre, congelados y enfermos, envueltos en mantas para calentarse. Los guardias, en venganza por las atrocidades germanas, pegaban un tiro a los que no tenían fuerza suficiente para andar. Y las mujeres, los viejos y los niños del lugar se colocaban a los lados de la carretera para intentar quitarles las mantas, arrojarles piedras, empujarlos, darles patadas y escupirlos a la cara. Después de medio año de una batalla que se había cobrado más de un millón de vidas de soldados y civiles, no les quedaba compasión.
El objetivo de la ofensiva alemana en Stalingrado era cortar las comunicaciones entre las regiones centrales de la Unión Soviética y el Cáucaso y establecer una cabeza de puente desde la que invadir la región y sus yacimientos de petróleo. El ataque duró desde mediados de julio hasta mediados de noviembre de 1942, y se paró a un precio terrible para la URSS. Mientras los soldados defendían la ciudad, los habitantes y cientos de miles de refugiados llegados de otras regiones quedaron abandonados a su suerte. Anna Aratskaya, que vivía en Stalingrado, escribió el 27 de septiembre: “Nuestra casa se ha quemado, igual que nuestra ropa, que habíamos enterrado en el patio. No tenemos ropa ni zapatos, no tenemos un techo bajo el que refugiarnos. ¿Cuándo terminará esta pesadilla?”.
La ciudad había quedado convertida en un “gigantesco campo de ruinas” por los bombardeos masivos de los alemanes, en particular el del 23 de agosto. Quedaban en pie algunas casas con las ventanas rotas, algunas paredes, o una chimenea. Numerosos soldados “que nunca más se levantarían yacían en los patios y en las calles, centenares de ellos, incluso miles, nadie los contaba. La gente vagaba entre las ruinas en busca de comida o de algo que pudiera servirles”. Vasili Grossman comparó esta ciudad espectral con Pompeya, pero con la diferencia de que en medio del caos quedaron almas vivientes, cientos de miles de ellas. Los civiles también lucharon brutalmente en Stalingrado, no por su país, sino por su propia vida y la de sus hijos.
Sin techo alguno, con las casas destruidas por las bombas o el fuego, no tenían más remedio que intentar encontrar hueco en un barco para atravesar el Volga. ¿Cuántos murieron en la orilla mientras esperaban la oportunidad de cruzar, cuántos se ahogaron en el río después de que un proyectil alcanzara su embarcación? Otros preferían no intentarlo. Se volvió habitual vivir en agujeros excavados en la pared de un barranco. Muchos lo hicieron en las orillas escarpadas del Volga, desde donde presenciaban las aterradoras escenas en el agua. A medida que avanzaban los alemanes, hasta que el frente llegó casi al río, la gente tuvo que abandonar también esos agujeros. ¿Cómo subsistieron durante los meses que duró la batalla? Muchos murieron por las balas de los francotiradores alemanes mientras intentaban hacerse con cereal quemado del silo destruido. Otros arriesgaron sus vidas para robarlo del Molino Gerhardt, protegido por soldados soviéticos. “Cuando se acabó el cereal, comimos barro”, recordaba un superviviente.
¿Tal vez el propio Stalin, o alguno de sus colaboradores, ordenó que se prohibiera la evacuación de civiles? ¿Existió verdaderamente esa orden o, como en tantos otros lugares, fue sencillamente que no había suficientes recursos para evacuar a la población porque el rápido avance alemán les pilló por sorpresa? Se dice que sí había una orden implícita de Stalin de mantener a los civiles en la ciudad para que los soldados, muchos de los cuales eran de allí, lucharan con más pasión para proteger a sus familias.
Es cierto que muchos soldados habían sido reclutados en la ciudad y sus alrededores poco antes de la batalla o incluso una vez empezada. A medida que se desarrollaban los combates, muchos adolescentes entraron a trabajar en las fábricas militares y se incorporaron, de forma oficial o extraoficial, al Ejército. Entre ellos había muchas chicas. Aunque todavía no tuvieran edad de alistarse, estaban deseando contribuir a la lucha y a acelerar el fin de la pesadilla. Además, el Ejército ofrecía ciertas esperanzas de mejor alimentación para unos civiles muertos de hambre.
Durante un par de semanas, Alexandra Mashkova vio cómo, cada madrugada a las cuatro, jóvenes reclutas subían la ladera desde el Volga, atravesaban el barranco en el que su familia había excavado su vivienda y desaparecían en dirección a Mamáyev Kurgán, una colina que domina Stalingrado. Le parecían asustados y muy jóvenes; en realidad, habían nacido en 1924 y tenían casi la misma edad que ella. La mayoría nunca regresó, pero a algunos sí los vio más tarde, heridos, volviendo a pie o a rastras. Poco a poco, las adolescentes empezaron a ayudar a esos soldados heridos, a vendarles las heridas o llevarlos en camillas improvisadas hasta el río. Alexandra, que tenía 17 años, se unió al departamento médico de una unidad militar y cruzó al otro lado del Volga. Aprendió deprisa, y pronto estaba ayudando al cirujano. Al principio pasaba mucho miedo cuando tenía que sostener a un soldado durante la operación “mientras le amputaban una pierna o le abrían un brazo hasta el hueso”, pero “una se acostumbra a todo”. Muy pronto, las jóvenes enfermeras comían sin preocuparse allí mismo, en el quirófano improvisado. “Teníamos un pedazo de pan en el bolsillo, así que nos limpiábamos la sangre de las manos en la bata blanca, sacábamos el pan y nos lo metíamos en la boca”.
La conductora Angelina Kolobushhenko supo que había eludido la muerte cuando unas fiebres tifoideas la apartaron del 1077º Regimiento Antiaéreo, formado casi exclusivamente por mujeres, la mayoría, adolescentes. Después de disparar contra los aviones que bombardeaban Stalingrado, las jóvenes debían volver los cañones contra los carros de combate que habían conseguido llegar hasta la fábrica de tractores de la ciudad. Murieron casi todas, incluidas las encargadas de los teléfonos, las cocineras y las enfermeras. Solo sobrevivieron unas pocas.
Cuando se curó del tifus, Angelina fue destinada a otro regimiento antiaéreo. Tenía un aspecto patético después de la enfermedad, fea y esquelética. Las otras chicas la despreciaron y se negaron a dormir en la misma zanja que ella. Decían que podía contagiarlas. Sin embargo, dos semanas después se había recuperado del todo, recibió un uniforme nuevo y, como no había ningún vehículo disponible para ella, empezó a entrenarse para manejar las armas propiamente dichas. Se sintió muy orgullosa cuando su unidad, la 5ª Batería, derribó un avión alemán. Las jóvenes fueron corriendo a la llanura para buscar a la tripulación del aparato, los encontraron y los detuvieron. Los tres alemanes eran muy jóvenes, uno alto y de rostro arrogante y otro más bajo y más agradable, pero Angelina se acordaba sobre todo del tercero, que tenía unas quemaduras terribles y dolores insoportables cuando le encontraron. Nunca olvidó sus grandes ojos azules llenos de sufrimiento.
Las conductoras del frente, siempre de un lado a otro, veían y oían muchas cosas. En noviembre empezó a parecer que la situación estaba cambiando. Había cada vez más prisioneros alemanes, y Angelina sentía lástima tanto por ellos como por los que había visto muertos de frío. Ella y sus camaradas tenían botas nuevas de fieltro y abrigos de piel de cordero. Le daban pena los prisioneros alemanes con sus finos abrigos y unos extraños zapatos de paja por encima de las botas, nada preparados para el crudo invierno ruso. Cuando se anunció que había un gran grupo de soldados alemanes rodeados, Angelina comprendió que no iban a sobrevivir mucho tiempo, con su ropa de verano, casi sin comida, en la ciudad destruida o en la estepa, sin lugar donde refugiarse ni madera para hacer fuego.
Dos contemporáneas de Angelina, las pilotos de combate Lilya Litvyak y Katya Budanova, volaban con su regimiento para impedir que los alemanes arrojasen provisiones a las tropas sitiadas. Las dos habían pilotado aviones deportivos y habían sido instructoras de vuelo antes de la guerra, pero aprendieron más en sus 10 meses en el Ejército que en toda su carrera anterior. Otro piloto recordaba la reacción del comandante del regimiento cuando llegaron cuatro mujeres con sus tripulaciones. “Me duele ver a una mujer luchando en la guerra. Me duele y me da vergüenza. ¿Cómo es posible que nosotros, los hombres, no hayamos podido evitar que hagáis un trabajo tan poco femenino?”. Las jóvenes tuvieron que demostrar su habilidad y su empeño. Klava Nechaeva, de 23 años, murió en su primera misión, después de convencer a su jefe de que la dejara participar en la batalla. Las dos audaces mujeres desafiaron a la muerte con numerosas misiones en el infierno de Stalingrado, y sobrevivieron a aquel invierno, pero ambas cayeron en agosto de 1943.
Cuando la batalla de Stalingrado llegó a su fin, cientos de miles de mujeres se habían incorporado al Ejército. El país había perdido a tantos hombres que a las autoridades no les quedó más remedio que utilizar a las mujeres en todas las funciones militares. No existen datos concretos sobre las mujeres que sirvieron, de modo que los cálculos varían mucho, desde medio millón hasta casi un millón. El frente se trasladó y las jóvenes que seguían vivas y con buena salud se trasladaron con él. Muchas de las mujeres a las que entrevisté siguieron luchando hasta el final de la guerra y estuvieron en Berlín para celebrar la victoria (muchos soldados estaban convencidos de que Berlín debía quedar reducido a ruinas como los alemanes habían dejado Stalingrado). Siguieron presenciando la muerte y el dolor y perdiendo a sus camaradas. Pero nunca volvieron a vivir una situación tan desesperada como en Stalingrado, nunca volvieron a sentir que les estaban clavando un cuchillo tan adentro que podían perder la guerra.
Lyuba Vinogradova es autora de ‘Las brujas de la noche’ y ‘Ángeles vengadores’ (ambos en Pasado & Presente). Los testimonios citados en este artículo proceden de entrevistas realizadas por la propia autora y del proyecto ‘Iremenber. Recuerdos de veteranos de la Segunda Guerra Mundial’ (www.iremember.ru).
https://elpais.com/cultura/2018/01/26/babelia/1516972221_680345.html
De camino hacia la ciudad sitiada, en agosto de 1942, el escritor Vasili Grossman, que más tarde ensalzaría la heroica lucha por la defensa de Stalingrado, notó repetidamente y con gran tristeza la carga tan inmensa que recaía sobre las mujeres. Con todos los hombres incorporados al Ejército, ellas tenían que arreglárselas como pudieran. Trabajaban en las fábricas, conducían tractores y criaban solas a sus hijos. No tenían a nadie en quien apoyarse. Las llamaban cada vez más para cubrir los huecos dejados por las terribles pérdidas del primer año de guerra. Empezaron a asumir funciones que habían sido masculinas. La espantosa catástrofe les endureció el corazón.
“¡Hurra, hurra, hurra! Los alemanes están totalmente destruidos, los prisioneros de guerra marchan en largas filas. Da asco verlos. Llenos de mocos, harapientos, congelados. ¡Son la escoria!”, escribió una joven de Stalingrado en su diario el 3 de febrero de 1943. Se refería a los soldados y oficiales del Sexto Ejército de la Wehrmacht, que se habían rendido el día anterior. Unos 100.000 prisioneros, de los que solo sobrevivió la mitad. Iban en fila e intentaban mantenerse cerca de los guardias o en el centro de la columna para estar más o menos a salvo de los civiles. Los alemanes capturados ofrecían una imagen patética: muertos de hambre, congelados y enfermos, envueltos en mantas para calentarse. Los guardias, en venganza por las atrocidades germanas, pegaban un tiro a los que no tenían fuerza suficiente para andar. Y las mujeres, los viejos y los niños del lugar se colocaban a los lados de la carretera para intentar quitarles las mantas, arrojarles piedras, empujarlos, darles patadas y escupirlos a la cara. Después de medio año de una batalla que se había cobrado más de un millón de vidas de soldados y civiles, no les quedaba compasión.
El objetivo de la ofensiva alemana en Stalingrado era cortar las comunicaciones entre las regiones centrales de la Unión Soviética y el Cáucaso y establecer una cabeza de puente desde la que invadir la región y sus yacimientos de petróleo. El ataque duró desde mediados de julio hasta mediados de noviembre de 1942, y se paró a un precio terrible para la URSS. Mientras los soldados defendían la ciudad, los habitantes y cientos de miles de refugiados llegados de otras regiones quedaron abandonados a su suerte. Anna Aratskaya, que vivía en Stalingrado, escribió el 27 de septiembre: “Nuestra casa se ha quemado, igual que nuestra ropa, que habíamos enterrado en el patio. No tenemos ropa ni zapatos, no tenemos un techo bajo el que refugiarnos. ¿Cuándo terminará esta pesadilla?”.
La ciudad había quedado convertida en un “gigantesco campo de ruinas” por los bombardeos masivos de los alemanes, en particular el del 23 de agosto. Quedaban en pie algunas casas con las ventanas rotas, algunas paredes, o una chimenea. Numerosos soldados “que nunca más se levantarían yacían en los patios y en las calles, centenares de ellos, incluso miles, nadie los contaba. La gente vagaba entre las ruinas en busca de comida o de algo que pudiera servirles”. Vasili Grossman comparó esta ciudad espectral con Pompeya, pero con la diferencia de que en medio del caos quedaron almas vivientes, cientos de miles de ellas. Los civiles también lucharon brutalmente en Stalingrado, no por su país, sino por su propia vida y la de sus hijos.
Sin techo alguno, con las casas destruidas por las bombas o el fuego, no tenían más remedio que intentar encontrar hueco en un barco para atravesar el Volga. ¿Cuántos murieron en la orilla mientras esperaban la oportunidad de cruzar, cuántos se ahogaron en el río después de que un proyectil alcanzara su embarcación? Otros preferían no intentarlo. Se volvió habitual vivir en agujeros excavados en la pared de un barranco. Muchos lo hicieron en las orillas escarpadas del Volga, desde donde presenciaban las aterradoras escenas en el agua. A medida que avanzaban los alemanes, hasta que el frente llegó casi al río, la gente tuvo que abandonar también esos agujeros. ¿Cómo subsistieron durante los meses que duró la batalla? Muchos murieron por las balas de los francotiradores alemanes mientras intentaban hacerse con cereal quemado del silo destruido. Otros arriesgaron sus vidas para robarlo del Molino Gerhardt, protegido por soldados soviéticos. “Cuando se acabó el cereal, comimos barro”, recordaba un superviviente.
¿Tal vez el propio Stalin, o alguno de sus colaboradores, ordenó que se prohibiera la evacuación de civiles? ¿Existió verdaderamente esa orden o, como en tantos otros lugares, fue sencillamente que no había suficientes recursos para evacuar a la población porque el rápido avance alemán les pilló por sorpresa? Se dice que sí había una orden implícita de Stalin de mantener a los civiles en la ciudad para que los soldados, muchos de los cuales eran de allí, lucharan con más pasión para proteger a sus familias.
Es cierto que muchos soldados habían sido reclutados en la ciudad y sus alrededores poco antes de la batalla o incluso una vez empezada. A medida que se desarrollaban los combates, muchos adolescentes entraron a trabajar en las fábricas militares y se incorporaron, de forma oficial o extraoficial, al Ejército. Entre ellos había muchas chicas. Aunque todavía no tuvieran edad de alistarse, estaban deseando contribuir a la lucha y a acelerar el fin de la pesadilla. Además, el Ejército ofrecía ciertas esperanzas de mejor alimentación para unos civiles muertos de hambre.
Durante un par de semanas, Alexandra Mashkova vio cómo, cada madrugada a las cuatro, jóvenes reclutas subían la ladera desde el Volga, atravesaban el barranco en el que su familia había excavado su vivienda y desaparecían en dirección a Mamáyev Kurgán, una colina que domina Stalingrado. Le parecían asustados y muy jóvenes; en realidad, habían nacido en 1924 y tenían casi la misma edad que ella. La mayoría nunca regresó, pero a algunos sí los vio más tarde, heridos, volviendo a pie o a rastras. Poco a poco, las adolescentes empezaron a ayudar a esos soldados heridos, a vendarles las heridas o llevarlos en camillas improvisadas hasta el río. Alexandra, que tenía 17 años, se unió al departamento médico de una unidad militar y cruzó al otro lado del Volga. Aprendió deprisa, y pronto estaba ayudando al cirujano. Al principio pasaba mucho miedo cuando tenía que sostener a un soldado durante la operación “mientras le amputaban una pierna o le abrían un brazo hasta el hueso”, pero “una se acostumbra a todo”. Muy pronto, las jóvenes enfermeras comían sin preocuparse allí mismo, en el quirófano improvisado. “Teníamos un pedazo de pan en el bolsillo, así que nos limpiábamos la sangre de las manos en la bata blanca, sacábamos el pan y nos lo metíamos en la boca”.
La conductora Angelina Kolobushhenko supo que había eludido la muerte cuando unas fiebres tifoideas la apartaron del 1077º Regimiento Antiaéreo, formado casi exclusivamente por mujeres, la mayoría, adolescentes. Después de disparar contra los aviones que bombardeaban Stalingrado, las jóvenes debían volver los cañones contra los carros de combate que habían conseguido llegar hasta la fábrica de tractores de la ciudad. Murieron casi todas, incluidas las encargadas de los teléfonos, las cocineras y las enfermeras. Solo sobrevivieron unas pocas.
Cuando se curó del tifus, Angelina fue destinada a otro regimiento antiaéreo. Tenía un aspecto patético después de la enfermedad, fea y esquelética. Las otras chicas la despreciaron y se negaron a dormir en la misma zanja que ella. Decían que podía contagiarlas. Sin embargo, dos semanas después se había recuperado del todo, recibió un uniforme nuevo y, como no había ningún vehículo disponible para ella, empezó a entrenarse para manejar las armas propiamente dichas. Se sintió muy orgullosa cuando su unidad, la 5ª Batería, derribó un avión alemán. Las jóvenes fueron corriendo a la llanura para buscar a la tripulación del aparato, los encontraron y los detuvieron. Los tres alemanes eran muy jóvenes, uno alto y de rostro arrogante y otro más bajo y más agradable, pero Angelina se acordaba sobre todo del tercero, que tenía unas quemaduras terribles y dolores insoportables cuando le encontraron. Nunca olvidó sus grandes ojos azules llenos de sufrimiento.
Las conductoras del frente, siempre de un lado a otro, veían y oían muchas cosas. En noviembre empezó a parecer que la situación estaba cambiando. Había cada vez más prisioneros alemanes, y Angelina sentía lástima tanto por ellos como por los que había visto muertos de frío. Ella y sus camaradas tenían botas nuevas de fieltro y abrigos de piel de cordero. Le daban pena los prisioneros alemanes con sus finos abrigos y unos extraños zapatos de paja por encima de las botas, nada preparados para el crudo invierno ruso. Cuando se anunció que había un gran grupo de soldados alemanes rodeados, Angelina comprendió que no iban a sobrevivir mucho tiempo, con su ropa de verano, casi sin comida, en la ciudad destruida o en la estepa, sin lugar donde refugiarse ni madera para hacer fuego.
Dos contemporáneas de Angelina, las pilotos de combate Lilya Litvyak y Katya Budanova, volaban con su regimiento para impedir que los alemanes arrojasen provisiones a las tropas sitiadas. Las dos habían pilotado aviones deportivos y habían sido instructoras de vuelo antes de la guerra, pero aprendieron más en sus 10 meses en el Ejército que en toda su carrera anterior. Otro piloto recordaba la reacción del comandante del regimiento cuando llegaron cuatro mujeres con sus tripulaciones. “Me duele ver a una mujer luchando en la guerra. Me duele y me da vergüenza. ¿Cómo es posible que nosotros, los hombres, no hayamos podido evitar que hagáis un trabajo tan poco femenino?”. Las jóvenes tuvieron que demostrar su habilidad y su empeño. Klava Nechaeva, de 23 años, murió en su primera misión, después de convencer a su jefe de que la dejara participar en la batalla. Las dos audaces mujeres desafiaron a la muerte con numerosas misiones en el infierno de Stalingrado, y sobrevivieron a aquel invierno, pero ambas cayeron en agosto de 1943.
Cuando la batalla de Stalingrado llegó a su fin, cientos de miles de mujeres se habían incorporado al Ejército. El país había perdido a tantos hombres que a las autoridades no les quedó más remedio que utilizar a las mujeres en todas las funciones militares. No existen datos concretos sobre las mujeres que sirvieron, de modo que los cálculos varían mucho, desde medio millón hasta casi un millón. El frente se trasladó y las jóvenes que seguían vivas y con buena salud se trasladaron con él. Muchas de las mujeres a las que entrevisté siguieron luchando hasta el final de la guerra y estuvieron en Berlín para celebrar la victoria (muchos soldados estaban convencidos de que Berlín debía quedar reducido a ruinas como los alemanes habían dejado Stalingrado). Siguieron presenciando la muerte y el dolor y perdiendo a sus camaradas. Pero nunca volvieron a vivir una situación tan desesperada como en Stalingrado, nunca volvieron a sentir que les estaban clavando un cuchillo tan adentro que podían perder la guerra.
Lyuba Vinogradova es autora de ‘Las brujas de la noche’ y ‘Ángeles vengadores’ (ambos en Pasado & Presente). Los testimonios citados en este artículo proceden de entrevistas realizadas por la propia autora y del proyecto ‘Iremenber. Recuerdos de veteranos de la Segunda Guerra Mundial’ (www.iremember.ru).
https://elpais.com/cultura/2018/01/26/babelia/1516972221_680345.html
miércoles, 14 de junio de 2017
_-Yevgueni Jaldéi, viendo al mariscal Zhúkov.
_-A las diez en punto de la mañana del veinticuatro de junio de 1945, dos jinetes aparecieron en la puerta de la Torre Spásskaya del Kremlin y entraron en la Plaza Roja de Moscú. Después, uno de ellos llegó a la esquina de la calle Kuibysheva: era el mariscal Gueorgui Zhúkov, que empezó a cabalgar al trote con su caballo blanco por los adoquines de la plaza, a lo largo de la fachada de los Almacenes GUM, que ostentaban las insignias de las repúblicas soviéticas, para pasar revista a las tropas, mientras sonaba la marcha de Glinka, Gloria a la patria, interpretada por mil quinientos músicos militares. Llovía, y el agua resbalaba por las viseras de las gorras de la tropa en aquel día gris y jubiloso. Entonces, el mariscal Konstantín Rokossovski, también a caballo, le dio la novedad a Zhúkov ante los almacenes populares engalanados con enseñas, mientras los soldados del Ejército Rojo observaban el paso marcial del jinete, orgullosos de la victoria sobre el nazismo, sabiendo que estaban protagonizando uno de los momentos más deslumbrantes de la historia. En aquel instante, un joven fotógrafo armado con su cámara Leica se hallaba al otro lado de la plaza, a la derecha del mausoleo de Lenin donde estaban los dirigentes soviéticos: era Yevgueni Jaldéi, que fotografió a Zhúkov cuando pasaba ante la catedral de San Basilio, y, unos segundos después, apretó de nuevo el obturador para captar la escena en que el mariscal, cuando ninguno de los cascos de su caballo tocaba los adoquines, sujetando las riendas y con los ojos puestos en la bandera roja que tapaba la fachada barroca del Museo de Historia, escuchaba el silencio expectante de la victoria, mientras el corcel árabe arañaba con las patas delanteras el aire de la Plaza Roja, ante la mirada de los soldados que habían aplastado a los nazis y liberado Berlín.
* * *
Veintiocho años atrás, ese joven que enfocó con su Leica a Zhúkov había nacido en Yúzovka, cerca del mar de Azov. Era un fotógrafo de guerra del Ejército Rojo, cuya más célebre fotografía ha recorrido el mundo desde hace décadas: es la bandera roja con la hoz y el martillo ondeando sobre el Reichstag alemán, en 1945. No menos famosa es su imagen de los doscientos soldados soviéticos arrojando otras tantas enseñas nazis ante el mausoleo de Lenin en la Plaza Roja durante el desfile de la victoria, esa mañana gris del 24 de junio de 1945. Jaldéi era un fotógrafo de esa generación de reporteros soviéticos que consiguieron imágenes que han pasado a la historia de la fotografía, y que contribuyeron a fijar la memoria de millones de personas sobre el siglo XX. Las imágenes de Jaldéi están a la altura de las impresionantes fotos de Boris Kudoyarov sobre el asedio nazi en Leningrado; de las escenas de guerra, de la vida cotidiana y de eventos deportivos, de Anatoli Garanin; de las imágenes de Yakov Jalip, discípulo de Ródchenko; o de las de Dmitri Baltermants, Gueorgui Zelma, Samari Gurari , Max Alpert, Aleksandr Ustinov, Mijaíl Trahman, y otros relevantes fotógrafos soviéticos que recorrieron con sus cámaras los frentes de batalla durante la Segunda Guerra Mundial.
Jaldéi era judío, nacido el 10 de marzo de 1917 en una pequeña ciudad, Yúzovka, que se había creado, para explotar las minas de carbón, en la segunda mitad del siglo XIX en el río Kalmius, en la estepa cercana al mar de Azov. La ciudad fue destruida con saña por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial, y rebautizada después como Donetsk. Fue un niño huérfano: el 13 de marzo de 1918, cuando ya se habían iniciado los primeros combates de la guerra civil impuesta a la revolución bolchevique, las Centurias Negras, un violento grupo antisemita partidario del zarismo que organizaba frecuentes pogromos contra judíos, atacaron la casa de la familia de Jaldéi, en Yúzovka. Jaldéi estaba en brazos de su madre: una bala la atravesó y se incrustó en el pecho del pequeño: durante toda su vida conservó una cicatriz de aquel trance. La tragedia atrapó a toda su familia: si en 1918 murieron su madre y su abuelo, durante la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial morirían también su padre y tres hermanas.
Yevgueni trabajó en un depósito de locomotoras, y se hizo fotógrafo autodidacta. En los años treinta, Jaldéi trabaja como fotógrafo en Ucrania, en diferentes medios, como Металлист (Metalúrgico), Социалистический Донбасс (El Donbás socialista), así como en Pressfoto y en la agencia Soyuzfoto de Moscú. En 1936, sin haber cumplido veinte años, se trasladó a Moscú, y entró a trabajar en la agencia TASS, viajando gracias a ello por el enorme país, por su Ucrania natal, por Bielorrusia, la Karelia contigua a Leningrado, y la lejana Yakutia, al oriente de Mongolia. En esos años, le influyen las fotografías que aparecen en la revista URSS en construcción (fundada por Máximo Gorki y que mostraba los grandes proyectos de edificación del Estado socialista, en la industria y en la agricultura, de la mano de fotógrafos como Arkadi Shaijet, Gueorgui Zelma, Semión Fridland, Gueorgui Petrusov, Borís Ignatóvich, Max Alpert). En la revista colaboraban también desde El Lissitzki, Sophie Lissitzky-Küppers, Aleksandr Ródchenko y Varvara Stepánova, hasta escritores como Aleksandr Fadéyev, Isaak Bábel, John Heartfield.
Jaldéi, miembro del Partido Comunista de la Unión Soviética, trabajó casi siempre con una cámara Leica, para el diario Pravda y para la agencia TASS. La leyenda cuenta que esa máquina prodigiosa con la que capturó imágenes que han pasado a la historia la adquirió de segunda mano. Empezó con una cámara plegable Fotokor-1, la famosa Фотокор fabricada por la factoría GOMZ de Leningrado, captando la vida obrera en las fábricas soviéticas. No sólo fotografía obreros, también retrata personas relevantes de la vida cultural, como el compositor Dmitri Shostakóvich o Mstislav Rostropóvich, el célebre violonchelista que fue premio Lenin y acabó apoyando al corrupto Yeltsin. Ya después de la Segunda Guerra Mundial, Jaldéi tendría una enorme cámara Speed Grafic, de Graflex, dotada de un teleobjetivo de 400 mm, que le ofreció Robert Capa en Berlín.
A partir de 1936, trabaja en exclusiva para la agencia TASS, de donde será despedido en 1948: consideran que el éxito conseguido se le ha subido a la cabeza, y que, además, su formación cultural es muy precaria, aunque, en realidad, las causas son otras. Cuando Jaldéi vuelve a Moscú de un viaje, es convocado de inmediato a trabajar: se anuncia una importante comunicación del gobierno soviético a todo el país. A las doce de la mañana del 22 de junio de 1941, la voz del comisario del pueblo Molótov se escucha en todas las ciudades soviéticas: “ Hoy, a las cuatro de la mañana, sin presentar ninguna reclamación contra la Unión Soviética, sin declaración de guerra, las tropas alemanas han atacado a nuestro país”. Mientras los ciudadanos soviéticos contienen el aliento escuchando por los altavoces el discurso, Molótov cita las ciudades bombardeadas, Zhitomir, Kiev, Sebastopol, Kaunas y muchas otras, en Bielorrusia, Ucrania y en la Rusia europea. El comisario del pueblo termina diciendo: "Nuestra causa es justa. El enemigo será derrotado. La victoria nos pertenece." Cerca del Kremlin, en la calle Nikólskaya , Jaldéi toma una fotografía (El primer día de la guerra, que se hará célebre por su contenido dramatismo) de la gente detenida en la acera, escuchando a Molótov en el altoparlante, con gesto serio, concentrado, sabiendo que la vida iba a cambiar radicalmente, pero sin signo de miedo en sus rostros.
Junto con otros corresponsales de guerra soviéticos, Jaldéi marcha al frente. Llega a Múrmansk, que los nazis habían bombardeado con ferocidad: lanzaron trescientas cincuenta mil bombas incendiarias, destruyendo toda la ciudad. Jaldéi estará después en Sebastopol, en el asalto de Novorossiysk, en Kerch, verá la liberación de Yugoslavia, Rumania, Bulgaria, Austria, Hungría, asistirá a la ofensiva soviética contra los japoneses en Manchuria; y, finalmente, a la ocupación de Alemania: llega a Berlín cuando los combates no han cesado y los últimos destacamentos nazis defienden la cancillería y el Reichstag. La célebre imagen del soldado soviético encaramado en el Reichstag izando la bandera roja fue captada por Jaldéi apresuradamente, en esos días frenéticos donde todos intentaban esquivar a la muerte y muchos no lo conseguían. La anhelada paz está a punto de llegar, pero la guerra ha sido muy dura para los soviéticos, y para Jaldéi: su padre y tres de sus cuatro hermanas son asesinadas durante la guerra, cuando los nazis ocupan Donetsk.
Con el Ejército rojo entrando en Berlín, Jaldéi había sido convocado en Moscú por los responsables de la agencia TASS para viajar de inmediato a la capital alemana y fotografiar la liberación de la ciudad. Todo es tan precipitado que tiene que pedir a su compañero Gricha Lubinski, también judío, unos manteles rojos que utilizaba en las reuniones del partido comunista y del sindicato. Con esa tela, antes de volar a Berlín, Jaldéi pide a su tío sastre, Israel Solomonovich Kishitser , que le ayude a coser unas banderas rojas, puesto que no dispone de ninguna: pasan la noche en vela, zurciendo. Cuando llega a Berlín, los enfrentamientos siguen en las calles, las divisiones 150 y 171 del Ejército Rojo preparan el asalto al parlamento: todavía no lo han conquistado por completo cuando Jaldéi inspecciona el Reichstag en ruinas, donde se sigue combatiendo en su interior y en las calles aledañas, para localizar un lugar desde donde disparar su cámara. Quiere captar el edificio, un soldado con la bandera roja y las calles humeantes de Berlín. Consigue llegar a la terraza, y con un palo que encuentran en los escombros, ligan la enseña con la hoz y el martillo. La toma es peligrosa: la zona está llena de francotiradores nazis, y el soldado voluntario debe encaramarse a un precario ornamento de la azotea para ondear la bandera sobre las ruinas del III Reich, mientras otro lo sujeta por las piernas. Los soldados Melitón Kantaria, Mijaíl Egórov y Aleksei Berest habían izado ya la bandera roja sobre el Reichstag, pero no había ningún testimonio gráfico de ello, por lo que Jaldéi recrea después la escena fotografiando a Aleksei Kovaliev, que iza la bandera, junto a Leonid Gorichev y Abduljalim Ismailov. Para tomar esa imagen utiliza un rollo entero, mientras reciben disparos de los francotiradores nazis. Todas las imágenes que toma son similares, aunque hace una fotografía donde los dos soldados miran a quien hace ondear la bandera, inclinada ahora hacia el Reichstag y no hacia la calle. A su vez, la comandante Anna Nikúlina, con una tela roja que llevaba en su cazadora, arma la bandera soviética con alambre de telégrafo y la ata en el tejado de la Cancillería. Todavía quedaban ciento treinta y cuatro mil soldados nazis en la guarnición de Berlín, que se entregan prisioneros.
Jaldéi había conseguido coronar con éxito la misión; vuelve ese mismo día a Moscú, satisfecho. Sin embargo, el director de la agencia TASS, Nikolái Palgunov, descubre que uno de los soldados, el que sujeta por las piernas a Kovaliev, que iza la bandera, lleva un reloj en cada muñeca: en todas las guerras hay hurtos y merodeadores, pero la agencia no puede divulgar una imagen que daría una impresión equivocada del Ejército Rojo, por lo que Jaldéi raspa el negativo para que pueda publicarse. La imagen se publica en Ogoniok, el 13 de mayo de 1945, y consigue un impacto mundial.
Después, Jaldéi retorna a Berlín, donde capta imágenes de los tanques soviéticos, de la vida en la ciudad, los primeros paseos entre las ruinas, la trabajosa reorganización. Es enviado también a cubrir la derrota japonesa en Oriente, y a la conferencia de Postdam, donde fotografía la escena de los tres dirigentes aliados sentados, en agosto de 1945: Stalin son su casaca blanca, junto a Truman y Clement Atlee. Retrata también a Roosevelt, Churchill, Eisenhower. En octubre de 1946, cuando la Segunda Guerra Mundial ya era parte de la historia, Jaldéi fue designado representante soviético para documentar el proceso de Núremberg, donde sus fotografías sirvieron de prueba en el juicio. Capta entonces a Goering con los auriculares, apoyando la cabeza en su puño; y a los criminales de guerra nazis sentados delante de los soldados aliados tocados con cascos blancos.
Tras la guerra, es despedido de la agencia TASS por su condición de judío, aunque nunca le dijeron que esa era la causa. En enero de 1950, indignado, Jaldéi envía una carta al secretario del comité central y editor jefe de Pravda, Mijaíl Súslov, preguntando por su situación. Súslov, que no conoce a Jaldéi, pide un informe y descubre que el despido era por recomendación del KGB: son los meses de la campaña contra el cosmopolitismo. No acaban aquí sus problemas; rechazan a Jaldéi en otras publicaciones, aunque, finalmente, consigue trabajo en la revista sindical Клуб (Club), y, después, en 1957, en el diario Pravda, órgano central del Partido Comunista de la Unión Soviética, con el que viaja por todo el país durante quince años, fotografiando las industrias, las actividades culturales, mientras participa, según sus propias palabras “en la edificación del comunismo”. También trabajó para el periódico Sovetskaya Kultura (Cultura soviética) hasta su jubilación en los años setenta. Murió con ochenta años, tras haber podido ver sus fotografías expuestas en Berlín, París, Nueva York, San Francisco, además de en distintas ciudades soviéticas. El mismo año de su muerte, 1997, se estrenó el documental Евгений Халдей — фотограф эпохи Сталина (Yevgueni Jaldéi-fotógrafo de la época de Stalin), de Marc-Henri Wajnberg.
* * *
Jaldéi fue un magnífico fotógrafo, algunas de cuyas imágenes forman parte de la memoria colectiva y de la historia. Muchas, son poco conocidas, pero casi todas son singulares. Sus fotografías se utilizaron en la URSS en libros, enciclopedias, documentales, y en ell as están presentes obreros y generales del Ejército Rojo, trabajadoras, mineros y niños, francotiradoras y refugiados, metalúrgicos y campesinos, y los dirigentes del país, Stalin, Jrushchov, Brézhnev, Andrópov, Chernenko, Gorbachov, incluso el corrupto Yeltsin, ya al final de su vida. Siempre fue consciente de que su trabajo era una contribución más a la construcción del socialismo, como muestran sus fotografías de l obrero del Donbás que posa ante las chimeneas fabriles, en 1934; de la conductora de tractor que retrata en 1936; o la de Angelina Pasha conduciendo un tractor en 1936. Las más duras y conmovedoras imágenes las hizo durante la guerra: la escena de las fosas comunes de las siete mil personas asesinadas por los nazis en Crimea, en 1942; las decenas de cadáveres abandonados en las tapias de la cárcel de Rostov del Don, mientras dos mujeres intentaban encontrar supervivientes, donde los alemanes fusilaron a muchos civiles antes de abandonar la ciudad en marzo de 1943. Algunas de ellas son insoportables, como la que muestra el cadáver de Vitya Cherevichkin, con una paloma entre las manos; sólo tenía dieciséis años, pero fue fusilada por los alemanes porque escondía palomas en su casa: los nazis habían prohibido que se criaran esas aves para que no fueran utilizadas por los guerrilleros soviéticos en sus comunicaciones.
Muchas son notables: soldados soviéticos subiendo por los escalones del muelle de Gráfskaya, durante la batalla en Sebastopol, el 2 de mayo de 1944. El planeador alemán que se ha incrustado contra un edificio en la calle Attila, en Budapest, el 1 de marzo de 1945. La mujer que regresa a Múrmansk después del 18 de junio de 1942, el día más horrible de la historia de esa ciudad cuando sufrió un intenso bombardeo de la aviación alemana. El soldado que retira la svástica nazi de la puerta de entrada en la fábrica Voikova, en Kerch, Crimea. El risueño combatiente que, en la liberación de Bulgaria, sujeta su fusil con una mano y levanta la otra con el puño cerrado, mientras sonríe, ante una muchedumbre que también levanta el puño: son las unidades del Tercer Frente Ucraniano que habían liberado a Bulgaria, y los habitantes de la ciudad de Lovech saludan a los soldados soviéticos, el 1 de septiembre de 1944. Los habitantes de Omólitsa saludando al piloto Semion Boiko, el primer militar soviético en llegar a Yugoslavia, el 1 de octubre de 1944. El poeta y corresponsal de guerra soviético Yevgueni Dolmatovski, de origen judío, posando cerca de la puerta de Brandemburgo con la cabeza de una estatua de Hitler. La mirada resuelta de la joven francotiradora Lisa Mironova, en Novorossiysk, 1943. Y la de otra francotiradora, Elizaveta Mirónova, en la batalla por Málaya Zemla; tenía sólo diecinueve años, y murió unos días después de aparecer su fotografía, en septiembre de 1943. Las pilotos del 46º regimiento de aviación descansando cerca de un refugio: Irina Sebrova, que fue Héroe de la URSS, y Vera Bélik aparecen sentadas, junto a Nadezhda Popova que está de pie. Y la soldado María Shalneva, que dirige el tráfico entre las ruinas de Berlín, en la Alexanderplatz, y sonríe, aunque la guerra no haya terminado, el 1 de mayo de 1945. Y los soldados japoneses depositando sus armas tras la derrota de Japón en el Extremo Oriente, y la capitulación de las tropas del ejército nipón de Kwantung durante la batalla de Manchuria, el 20 de agosto de 1945. Sin olvidar la mirada aviesa de un asesino nazi, Hermann Goering, custodiado por dos militares, sentado en el proceso de Núremberg.
En las décadas de posguerra, Jaldéi haría también fotografías memorables: La de Fidel Castro, durante su visita al escritor soviético Borís Polevoi, a quien quería conocer, el 21 de octubre de 1963: Polevoi fue el cronista del horror de Auschwitz para los lectores de Pravda, y, además, era muy célebre por su libro Un hombre de verdad, la historia de Alekséi Marésiev, un excepcional piloto de guerra soviético que perdió las piernas en 1942 combatiendo contra los nazis y, pese a ello, siguió volando durante toda la guerra, derribando aviones de la Luftwaffe. También Serguéi Prokófiev se basó en la vida de Marésiev (y en el libro de Polevoi) para componer su ópera La historia de un hombre real. Otras muchas fotografías de Jaldéi son la crónica de la vida en la Unión Soviética: los ciudadanos que miran el nuevo edificio de la Universidad de Moscú en las colinas Lenin; el primer rompehielos soviético, reflejado en las gafas de un hombre que sonríe, en 1960; la larga fila, sobre la nieve, de ciudadanos que esperan para visitar el mausoleo de Lenin, a comienzos de la década de los sesenta; la obrera que sonríe en un barco pesquero en el Mar de Barents, en 1967. Y los recuerdos de una vida plena: muchos años después de la Segunda Guerra Mundial, Jaldéi buscó a la mujer que aparecía entre quienes escuchaban a Molótov en la calle Nikólskaya de Moscú, en su fotografía El primer día de la guerra: era Anna Trúshkina, que posa con sus insignias y medallas de la guerra, orgullosa y sonriente, el 1 de septiembre de 1981.
Ya anciano, Yevgueni Jaldéi no podía evitar emocionarse cuando evocaba el terrible destino de su familia asesinada por los nazis, y, mientras mostraba sus placas y sus imágenes, pasaban por sus ojos los días de la guerra en que él mismo aterrizaba sobre el barro en Bulgaria; las horas en que se jugó la vida para tomar la fotografía de la bandera roja sobre el Reichstag, los momentos terribles en que recogía con su cámara Leica las ruinas de Múrmansk o de Berlín; la angustia ante los ataúdes amontonados, y la sinagoga de Budapest llena de cadáveres; el rostro ensangrentado de Vitya Cherevichkin , la chica asesinada que tenía una paloma entre las manos; y seguía recordando el día en que, en el silencio expectante de la Plaza Roja, ante decenas de miles de veteranos, miraba al mariscal Zhúkov a caballo pasando revista al Ejército Rojo que derrotó al nazismo.
El viejo topo
http://club.foto.ru/classics/life/43/
Documental de Marc-Henri Wajnberg sobre Jaldéi:
https://www.youtube.com/watch?v=luJkSOs1tnc
Fuente:
http://www.elviejotopo.com/articulo/yevgueni-jaldei-viendo-al-mariscal-zhukov/
martes, 9 de mayo de 2017
_--El brindis de Rembrandt por la victoria del Ejército Rojo. La búsqueda, el hallazgo y la recuperación de los cuadros de la galería de Dresde por parte del ejército soviético en la II G. M.
_--Mikel Hernández
Mundo Obrero
Cuando la amenaza del fascismo se cierne de nuevo sobre los pueblos europeos, la conmemoración de su derrota el 9 de mayo de 1945 es un ejercicio de memoria y una hermosa lección para toda la humanidad.
La ciudad alemana de Dresde atestigua en el siglo XVIII la construcción de un edificio de estilo barroco al que dan en llamar el Zwinger. Destinado inicialmente a servir de invernadero y de marco fastuoso para los grandes festejos y celebraciones de la realeza sajona, es completado en el siglo XIX con nuevas construcciones que servirán para albergar la colección de pintura que los príncipes de Sajonia irían adquiriendo en el transcurso de los años. Una importante pinacoteca con obras de los grandes maestros de la pintura europea como Tiziano, Rubens, Rembrandt, Velázquez, Rafael… se encontrará entre los fondos de la Galería llegado el siglo XX.
A mediados del mes de febrero de 1945, en el curso de la II Guerra Mundial, sin ninguna necesidad de orden estratégico que lo justificara, 1500 aparatos de la aviación anglo-americana, en sucesivas oleadas, primero con bombas de demolición y posteriormente con fósforo vivo, redujeron Dresde a cenizas. Sorprende la sistemática saña con la que se llevó a cabo la operación sin ser la ciudad un centro de industrias bélicas ni de comunicaciones de importancia. La zona este, la parte nueva, en la que se asentaban algunos cuarteles y algunas fábricas, fue curiosamente la menos dañada. La parte oeste o zona antigua, la que concentraba la arquitectura histórica, separada de la anterior por la cinta del río, fue la más afectada. Iglesias, teatros, monumentos, lo que había dado a Dresde el sobrenombre de la “Florencia del Elba”, desaparecía junto a decenas de miles de habitantes, 300.000 personas, según algunos cálculos.
Meses después, la mañana del 8 de mayo de 1945, mientras las tropas del primer Frente [1] ucraniano al mando del mariscal soviético Iván Stepanovich Konev penetraban en Dresde a través de sus restos calcinados, en Karlshort, localidad al sureste de Berlín, se ultimaban los preparativos de la sala donde al filo de la media noche tendría lugar la firma del acta de rendición incondicional de Alemania. Minutos antes, anticipando la celebración a la rúbrica capituladora, soldados del Ejército Rojo, desde el Báltico hasta los Alpes austriacos, iluminarían el cielo con millones de balas trazadoras, simbolizando el triunfo de la luz sobre las tinieblas, el fin de la negra y oscura noche del fascismo.
Aunque la guerra estaba tocando a su fin, algunas de las unidades que habían accedido a Dresde esa mañana y con los motores aún calientes de los tanques, viraban hacia el sur en dirección a Praga, donde los últimos reductos de resistencia del general de la Werchmacht Ferdinand Schörner se negaban a capitular, con la esperanza de ganar tiempo y hacerlo ante los norteamericanos; y en la misma Dresde aún esperaba su desenlace un importante acontecimiento, la localización del patrimonio artístico desaparecido de la Galería. ¿Dónde se encontraba ahora, qué había sido de ese valiosísimo legado?
La Madona Sixtina pintada por Rafael.
“No voy a atribuirme ninguna iniciativa especial en las búsquedas de la Galería de Dresde –dice Iván S. Konev en sus Memorias [2] - pero cuanta atención pude dedicar a este asunto… se la presté. El pintor Leonid Naumovich Rabínovich, teniente al mando de la brigada de recuperación, al cual le subordiné para las pesquisas un comando especial y le agregué personas experimentadas de los organismos de información que pudieran serle útiles, empeñó energía e ingenio, desenmarañando la madeja y ensanchando el campo de sus investigaciones…”
Rabínovich, con el sobrenombre de Leonid Volinski y bajo el título Siete días [3] , nos ofrece no solo el relato detallado y preciso de aquella búsqueda, destacando los valores y las cualidades morales de aquellos sencillos combatientes, en un declarado homenaje a los soldados y oficiales del batallón que devolvieron a la cultura el tesoro pictórico de Dresde, sino también ilustrados comentarios sobre las obras halladas y sus autores, desplegando gran amplitud de conocimientos histórico-artísticos, gran respeto por la herencia cultural del pasado y un profundo humanismo.
Cuando aquella soleada mañana del 8 de mayo de 1945 la brigada accedió por vez primera a la explanada del Zwinger , no encontró más que un montón de ruinas calcinadas. Nada se había salvado de aquella bella edificación pese a que, “con su perfil tan característico –dice Volinski- no podía ofrecer duda a quienes estaban sentados junto a los visores de bombardeo de las fortalezas volantes”.
El 24 de enero de 1945 -nos pone en antecedentes nuestro autor- después del inicio de la gran ofensiva de invierno del Ejército Soviético, los museos de Dresde habían aparecido con el letrero de Cerrado y los funcionarios habían sido alejados; por la noche, destacamentos de las Waffen-SS acordonaban los barrios aledaños y llegaban grandes camiones. Confusamente se hablaba de la "Operación M', dislocación secreta de los valores culturales, cuyo propósito final quedaba a la espera del desarrollo ulterior de los acontecimientos militares. Tal vez el gran “portazo” si las cosas se ponían excesivamente feas, como había anunciado el Ministro Goebbles; o un desenlace con tintes apocalípticos a tono con el anunciado por Mutschmann, el Gauleiter [4] de Sajonia: “los rusos encontrarán aquí la muerte, el hambre y las ratas”.
Las primeras indagaciones para la búsqueda y localización de los cuadros –nos narra Volinski-, conducen al grupo a la Academia de las Artes de Dresde, en lo alto de una colina sobre la ciudad. En la oquedad tapiada y minada con explosivos de sus sótanos y dentro de un escritorio de oficina repleto de fichas de archivo, oculto en el fondo de uno de sus cajones, hallan el dibujo a mano con el trazo de una serie de puntos acompañados de sus correspondientes iniciales. “Sobrepuesto al mapa de campaña, la larga y sinuosa cinta negra representada en el dibujo parecía asemejarse al curso del río y los puntos destacados con iniciales, lugares de localización”, relata.
Siguiendo el “mapa mudo” y a 32 km al sur de Dresde, dan con el primer escondite: la hendidura rocosa de una antigua cantera abandonada y el hallazgo de más de doscientos cuadros, algunos dentro de un vagón de ferrocarril de mercancías y otros tirados a lo largo de las paredes pétreas del socavón. De entre ellos, Autorretrato con Saskia de Rembrandt, “donde la joven esposa sentada sobre las rodillas del pintor, vueltos sus rostros felices hacia nosotros –quiere interpretar Volinski- desde el fondo de los siglos alzan su copa para saludar la victoria de la luz sobre las tinieblas"; El rapto de Ganímedes (Rembrandt); La Venus dormida (Giorgione); Inés arrodillada (José Ribera); Diana volviendo de la caza (Rubens) y numerosos cuadros de los conocidos como holandeses menores, contemporáneos de Rembrandt, pintados sobre madera, "deteriorados por la humedad en este sepulcro de piedra", se lamenta nuestro héroe.
Envuelta en un cajón de madera adherido a las paredes del vagón hallaron también la considerada como la joya de la Galería de Dresde, La Madonna Sixtina . Pintada por Rafael en el siglo XVI, había presidido el altar mayor de la capilla del monasterio benedictino de San Sixto en Piacenza (Italia) durante más de doscientos años hasta que en 1754 fue vendida a la Galería para paliar la penuria de los monjes.
Al relato de su hallazgo y de la admiración artística que causa en los presentes, se suma el comentario de Volinski sobre la singularidad de la obra, comentario que cobra significación al calor del momento histórico que se está viviendo de derrota del fascismo: “De todas las madonnas pintadas por Rafael solo dos nos miran directamente, y no tienen su mirada ensimismada hacia el niño…como si el autor la estuviera invitando a echar una ojeada al vasto mundo. La mirada de La Madonna Sixtina está saturada de confianza en el porvenir…, dirigida a todos y cada uno…, confianza que constituye el secreto de su imperecedero encanto”.
En días posteriores, la búsqueda, siguiendo el recorrido de los puntos señalados en el “mapa mudo”, les conducirá a los “escondites” de diversos lugares de la región de Dresde con condiciones de almacenamiento igual de dañinas y perjudiciales para la conservación de los cuadros que en la primera localización y con un acceso en algunos casos minado con explosivos: el desván caldeado y sofocante de las torres del castillo de Weesenstein cercano a la localidad de Pirna; la fría y oscura casamata de la fortaleza de Königstein; el galpón de madera de una granja abandonada en la aldea de Barnitz; el castillo semiderruido de la localidad de Döbeln; una antigua cantera de cal, cercana a la localidad de Marienberg, sobre cuyas paredes chorreantes de agua o tirados por el suelo se hallaban montones y montones de cuadros…
En estos nuevos escondites se encontraron cuadros, muchos de ellos deteriorados, como el retrato de Juan Mateos , Intendente de caza del rey, pintado por Velázquez; también de Velázquez un retrato del Conde Olivares, distinto del que se halla en el Museo del Prado de Madrid; lienzos de Giuseppe María Crespi, Guido Reni, Aníbal Carracci, Carlo Dolci, Luca Giordano, Rubens, Jan Vermeer, El cristo de la moneda de Tiziano; obras de pintores al pastel como el alemán Anton Rafael Mengs, el francés Maurice Quentin de La Tour, también las pinturas al pastel de una de las primeras mujeres artistas, la veneciana Rosalba Carriera o el suizo Jean-Etienne Liotard y su célebre cuadro La Chocolatera, una obra muy querida de la Galería; La Bethsabé de Rubens, obras de Van Dyck, de Hans Holbein, de Antonio Alleri llamado el Correggio, y un largo etcétera.
Además de Rabínovich, tuvo especial protagonismo en la recuperación de la Galería la especialista en arte Natalia Ivanovna Sokolova [5]. Descrita por el mariscal Konev como una mujer enérgica, esta especialista en restauración de cuadros se incorporó al equipo de búsqueda y posteriormente, junto con el resto de especialistas en restauración, acompañaría el convoy de 28 vagones que por vía férrea transportarían 1240 obras a Moscú, donde durante diez años se sometieron a un trabajo de restauración. Tras la conclusión de esta tarea, se organizó en la capital soviética una exposición de despedida y en 1955 fueron entregados a la República Democrática Alemana. Nombrada ciudadana de honor de la ciudad de Dresde, acudía todos los años a visitar la Galería. La tarea de Sokolova fue siempre la lucha incesante a favor de la cultura y el arte al servicio de la paz.
Similar consideración le merecía a Volinski-Rabínovich el papel del arte y la cultura, cuando al rememorar en su relato el momento del primer hallazgo, declaró: “Nunca he percibido con mayor fuerza y claridad el valor universal del arte como factor aglutinante de la humanidad en un solo todo como en aquella hora, cuando con las linternas en la mano, nos inclinábamos sobre los cuadros en el sombrío y lóbrego sótano”.
Cuando la amenaza del fascismo se cierne de nuevo sobre los pueblos europeos, la conmemoración de su derrota el 9 de mayo de 1945 es un ejercicio de memoria y una hermosa lección para toda la humanidad.
Notas:
1. Frente es un tipo de agrupación militar compuesto por un grupo de Ejércitos, constituido cada uno a su vez por cuerpos de ejército y estos a su vez por divisiones, etc.
2. El año 45, Mariscal Iván S. Konev. Editorial Progreso. Moscú
3. Siete días, Leonid Volinski. Editorial Arte y Literatura. Ciudad de La Habana, 1989
4. Jefe de zona en el Partido Nazi.
5. http://goo.gl/p0pcEx
Fuente: http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=7010
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