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martes, 26 de marzo de 2024

Robert Sapolsky, neurocientífico: “La meritocracia es una justificación del sistema”.

En su último libro, ‘Decidido’, el investigador tira de biología para asegurar que el libre albedrío no existe, una idea que plantea dudas morales sobre los conceptos de culpa, castigo, mérito o esfuerzo.

Es uno de los grandes científicos del comportamiento, pero Robert Sapolsky (Nueva York, 66 años) no cree que tenga ningún mérito. No lo dice con modestia, sino con convicción. Este prolífico autor cree que el libre albedrío es una ilusión, que nuestras decisiones conscientes serían la consecuencia de procesos inconscientes del cerebro. Sapolsky pasó tres décadas estudiando babuinos salvajes en Kenia, pero ha acabado escribiendo libros de fama mundial sobre el comportamiento humano. Según su teoría, esta evolución estaba escrita y no tuvo una capacidad de elección real. En su nuevo libro, Decidido (Capitán Swing) desarrolla esta idea tirando de neurología, filosofía y sociología. No eres tú, no soy yo, es el determinismo. La frase, además, de suponer la mejor de las excusas, plantea dudas morales sobre los conceptos de culpa, castigo, mérito o esfuerzo. Le preguntamos por ellos en una conversación por vídeo llamada.

Pregunta. Sostiene que el libre albedrío no existe. ¿Cómo se forma entonces una acción concreta, una decisión sobre la que creemos tener el control?
Respuesta. Un comportamiento es el producto final de lo que sucedió en tu cerebro hace un segundo, de los estímulos ambientales, que condicionan a esas neuronas en tu cerebro para que hagan lo que hicieron hace un segundo. Y de las hormonas que tenías en el torrente sanguíneo esta mañana. Y de lo que te sucedió en los últimos meses. Es posible que tu cerebro haya cambiado su estructura durante tu adolescencia, tu infancia, o tu vida fetal. O por tus genes o por la cultura la que te has criado. Es la biología, sobre la cual no tenemos control, interactuando con el entorno, sobre el cual no tenemos control. Y cuando miras todas estas influencias, te das cuenta de que la neurobiología influye en tus decisiones, como lo hace la genética, la geocronología, y las ciencias sociales. No es que todas estas disciplinas sean diferentes, sino que se convierten en una sola disciplina.

P. Entonces, el que haya escrito un libro, el que esté dando una entrevista en este momento sobre este libro… ¿No ha dependido de su esfuerzo y voluntad?
R. Si piensas en que no existe libre albedrío, no tiene sentido culpar a la gente por sus errores o felicitarla por sus logros. Pero es increíblemente difícil pensar así. Escribir este libro supuso mucho trabajo, pero logré hacerlo y hay un ‘yo’ en todo este proceso que de alguna forma lo consiguió. Pero si realmente me detengo y lo analizo, entiendo que terminé el libro debido al tipo de persona que soy. Y que eso se debe a muchos acontecimientos que están fuera de mi control. Tengo que detenerme y repasar todos los acontecimientos, sobre los que no tuve control, que me hicieron ser el tipo de persona que soy en este momento. Se necesita mucho trabajo para hacerlo, y para refutar la creencia de que tú te ganaste lo que eres y otras personas no se lo ganaron.

P. Tanto que casi nadie lo hace. ¿Por qué el concepto de meritocracia está tan de moda?
R. La meritocracia es una justificación del sistema. Las personas que tienen más poder son las que tienen más motivos para amar y mantener esta idea. Podemos pensar que la meritocracia no tiene sentido. Pero, por otro lado, si tienes un tumor cerebral, querrás asegurarte de que te opere un gran médico, no una persona al azar. Hay que asegurarse de que los trabajos difíciles los realicen las personas más competentes. Pero eso no implica decirles que son mejores personas, que se merecen estar ahí, que se lo han ganado. El problema que tiene esta idea es que puede acabar con la motivación.

P. Y que puede generar frustración. No todo el mundo puede ser un gran médico.
R. Estados Unidos es un ejemplo muy evidente de esto, porque tenemos esta mitología cultural increíblemente arraigada, esta idea de que cualquiera, si trabaja duro, puede tener éxito. Cualquiera puede hacerse rico si está lo suficientemente motivado. Cualquier niño puede llegar a ser presidente. Y la realidad es que si naces en la pobreza, hay aproximadamente un 90% de posibilidades de que sigas en la pobreza cuando seas adulto. Y cada paso del camino explicará por qué es así. Tu barrio, tu educación… Sin embargo, tenemos un país donde toda la mitología se construye sobre la idea de que está en tu mano resolver cualquier problema, solo depende de ti. Porque, mira, aquí hay una persona entre un millón que lo consiguió. Es una versión realmente tóxica de la meritocracia, que causa una enorme cantidad de dolor.

P. Si no existe libre albedrío, ¿qué sucede con conceptos como la culpa y el castigo?
R. Si una persona es peligrosa, pero no es su culpa, tenemos que proteger a la gente de ella, pero haciendo el mínimo absoluto. Más que una cárcel, habría que ponerla en una especie de cuarentena. Si alguien es violento, hay que impedir que haga daño, pero eso no significa que sea su culpa.

P. Pone como ejemplo los casos de policías que disparan a sospechosos negros en Estados Unidos. Situaciones en las que el racismo social tiene más peso que conceptos como la culpa o la voluntad. Es una reflexión incómoda…
R. Sí, porque es mucho más fácil mirar a alguien que no tiene mucha educación y que no ha tenido mucho éxito en la vida y sentir empatía y decir que las circunstancias le hicieron ser quien es. Pero si tienes que mirar a un policía que acaba de disparar a un hombre desarmado simplemente por el color de su piel; porque en medio segundo pensó que esa persona que sostenía un teléfono, le estaba apuntando con un arma… Es mucho más difícil concluir que es el producto de lo que vivió.

P. ¿Cómo afecta el determinismo al amor? ¿Quizá decir “Sí, quiero” en una boda no es tan acertado como decir, “Sí, el destino ha querido”?
R. Este es otro campo donde el determinismo supone un desafío enorme. Si tienes la suerte de haberte enamorado y haber sido correspondido, esta idea tiene el potencial de convertir una cosa muy bonita en algo deprimente. ¿Y si mi matrimonio hubiera sucedido solo por los niveles de oxitocina que teníamos en nuestro cerebro? ¿Y si esta historia de amor se reduce a una cuestión de feromonas? ¿Qué pasa si estamos juntos solo porque nos criaron en contextos culturales similares? Es totalmente deprimente. Pero hay que aceptar que hay una estructura debajo de la superficie. Existe una biología mecanicista subyacente en algo tan lírico como el amor. Y bueno, si lo piensas bien, no debería ser deprimente, porque eso significa que has tenido el lujo de experimentarlo.

P. Pasó décadas trabajando con monos, ¿cómo terminó dedicándose a refutar el libre albedrío en los humanos?
R. El trabajo con babuinos que hice durante muchos años en África Oriental acabó siendo una pequeña parte de toda esta historia. Estudiamos la neurobiología del estrés, qué le hace el estrés al cerebro. El trabajo de campo intentaba relacionar el rango social de los babuinos con quién maneja bien el estrés y quién tenía mala presión arterial. Pasé 30 años pensando en nada más que eso. Y en los años posteriores, empecé a mirar hacia afuera y dije, “bueno, esta es solo una de las muchas pequeñas astillas”. Cuando las juntas todas puedes ver la complejidad de las máquinas biológicas que somos. Y concluyes que no. No hay libre albedrío.

jueves, 18 de noviembre de 2021

_- "No sabemos muy bien cómo la desigualdad se nos mete en los huesos y hace nuestra vida en común peor, pero tenemos la certeza de que es así"

 

  César Rendueles es un filósofo y sociólogo español. Es profesor en la Universidad Complutense de Madrid, España. 

 El filósofo y sociólogo español César Rendueles ha decidido arremeter contra un concepto que suele despertar simpatía: la igualdad de oportunidades.

Tan es así que Rendueles le ha dedicado un libro a criticar esa idea, que a su juicio tiende a preservar o incluso aumentar la desigualdad social.

"El problema de la igualdad de oportunidades es que es una reformulación de la meritocracia, que es siempre una forma de justificar los privilegios de las élites", explica Rendueles, que se define de izquierda, en una entrevista con BBC Mundo.

Lo que sigue es una síntesis del diálogo con este profesor de la Universidad Complutense de Madrid, cuyo más reciente libro es "Contra la igualdad de oportunidades: Un panfleto igualitarista" y que participa del Hay Festival Arequipa 2021. _______________________________________________________________________________

En su libro subraya que la igualdad es "una de las bases de nuestra vida en común". ¿Cómo es eso?

Sabemos que la falta de igualdad es la causa de una enorme cantidad de problemas sociales. Es algo que intuíamos pero que en las dos últimas décadas las investigaciones científicas han demostrado con muchísima precisión.

Las sociedades más desiguales —no aquellas en las que hay más pobreza en general— tienen menos esperanza de vida, más enfermedades mentales, delincuencia, problemas de abusos de estupefacientes, violencia escolar…

No sabemos muy bien cómo pasa, cómo la desigualdad se nos mete debajo de la piel en los huesos y hace nuestra vida en común peor, pero tenemos la certeza de que es así.

¿Cuán antiguo es el concepto de igualdad social?

La igualdad social ha sido la pauta generalizada de las sociedades humanas durante la mayor parte del tiempo que el Homo sapiens lleva sobre la Tierra.

La igualdad social en distintos grados, pero a unos niveles que hoy nos parecerían prácticamente revolucionarios, ha dominado las sociedades de cazadores y recolectores hasta la revolución neolítica.

Es en ese momento, hace unos 10.000 años, cuando empieza a aumentar paulatinamente la desigualdad. Y no ha dejado de crecer.

Los niveles estratosféricos de desigualdad económica que conocemos hoy no tienen parangón a lo largo de la historia. 

Según Rendueles, la desigualdad comenzó a aumentar paulatinamente a partir de la revolución neolítica.

;¿Y de dónde viene la idea de competencia, de ganadores y perdedores entre nosotros?

La meritocracia, la idea de que quienes tienen privilegios los tienen porque lo merecen y que eso es el fruto de una sana competición que ha colocado a cada cual en su lugar, es el ideal que han difundido las clases altas desde hace cientos, tal vez miles de años.

Lo novedoso de nuestro tiempo es que esa ideología meritocrática ya no es exclusiva de pequeños grupos sociales de élite, sino que se ha difundido al conjunto de la población.

En aquellas sociedades en que se ha dado un mayor crecimiento del mercado y de la desigualdad, más cree la gente en la meritocracia. Es curioso: un mecanismo de compensación ideológica, si se quiere decir así.

Desde una lógica de capitalismo liberal dirán que es a través del mayor esfuerzo o capacidad individual que se logra el progreso colectivo, y por lo tanto no está mal que alguien quiera ser exitoso y como consecuencia de eso gane más que otros. ¿Qué responde?

Que en esa afirmación, que parece de sentido común, en realidad hay dos afirmaciones mezcladas que no tienen nada que ver entre sí.

La primera es que el esfuerzo es importante. Estoy completamente de acuerdo y además hay que promocionar el esfuerzo de aquellos que tienen ciertos talentos escasos. Pero eso si se quiere es una defensa de la movilidad social horizontal.

Otra cosa completamente diferente es que haga falta premiar con ciertos beneficios económicos y mayor prestigio a ciertas ocupaciones frente a otras. Eso implica una visión caricaturesca de la gente con más talento.

Es como si pensáramos que los médicos o ingenieros fueran una especie de niños malcriados a los cuales hay que estar sobornando permanentemente para que cumplan con su obligación.

La realidad es que la gente tiende a cumplir con sus obligaciones cuando siente que su trabajo está bien valorado, es importante y tiene sentido. Y eso ocurre con todas las ocupaciones, no sólo con las más prestigiosas.

Durante la pandemia hemos visto que la valoración social de qué se considera importante muchas veces está equivocada. 

Damos prestigio o dinero a ocupaciones que socialmente son muy poco importantes o incluso negativas, como la especulación financiera. En cambio, ocupaciones vitales para el funcionamiento de la sociedad las infravaloramos o pagamos mal.

Era más importante la limpieza de los hospitales que la publicidad, por ejemplo.

Vimos también que gente con ocupaciones poco prestigiosas y mal pagadas se toman muy en serio esas labores, incluso arriesgando su vida.

Los transportistas, cajeros de supermercados o limpiadores de hospitales arriesgan su vida.

Distintos liberales también argumentan que el igualitarismo tiende a igualar hacia abajo, que nivelar las diferencias económicas quita estímulo a la búsqueda de superación individual. ¿No es así?

A veces sí es así, por supuesto. Esa es una de las prevenciones que tenía el propio Marx contra ciertas formas de socialismo. Hay un párrafo muy bonito de Marx en el que alerta de esta igualación hacia abajo de los talentos.

Pero lo cierto es que la competencia también hace eso muy a menudo: desperdicia una enorme cantidad de talento.

A veces pienso que lo peor de la desigualdad no es tanto los lujos repugnantes que proporcionamos a una pequeña élite, sino la cantidad de esfuerzo que se desperdicia por abajo.

Es algo que vemos muy bien en el ámbito del deporte: queremos que haya competencia, pero sabemos lo enormemente nociva que es la competencia extrema, cuando todos los esfuerzos deportivos están diseñados como si fueran un embudo para generar una pequeña élite de superatletas. Ese proceso impide que el deporte sea disfrutado por millones de personas. 

El filósofo Rendueles compara el reparto de oportunidades con el síndrome embudo que se genera en el deporte, con una competencia extrema que puede resultar nociva. 

¿Por qué ha decidido poner el punto central de su crítica en el concepto de igualdad de oportunidades?

Porque la igualdad de oportunidades es un lema que suena bien. ¿Quién va a estar en contra? De hecho, es un modelo irrenunciable en muchos procesos competitivos, como por ejemplo cuando tenemos que seleccionar para una beca o un puesto en la administración.

Pero cuando se difunde como único modelo de igualdad social esconde una trampa: supone renunciar a la igualdad real.

Porque lo que nos ofrece la igualdad de oportunidades es la promesa de que cada cual recibirá lo que se merece en función de sus méritos. Eso en primer lugar sabemos que es falso, que tanto el sistema educativo como el mercado de trabajo actual reproducen y amplían las desigualdades.

En segundo lugar, el igualitarismo profundo asociado a las tradiciones democráticas no es dar a cada cual lo que se merece, sino dar a cada uno lo que necesita para desarrollarse como persona.

El igualitarismo profundo democrático no es una especie de control antidoping antes de la competición social. Al revés, consiste en limitar los efectos más nocivos de esa competición.

El problema de la igualdad de oportunidades es que es una reformulación de la meritocracia, que es siempre una forma de justificar los privilegios de las élites.

Usted habla de una "igualdad real". Pero el concepto de igualdad de oportunidades surge de la premisa de que los humanos somos naturalmente desiguales y por lo tanto es necesario ajustar el punto de partida para que haya una competencia justa. ¿Qué hay de malo en eso?

No hay nada de malo allí donde creamos que deba haber competencia para regular nuestra vida común.

La cuestión es si queremos que la competencia domine nuestra vida social, convertir nuestras sociedades en una especie de partido de fútbol en el que sólo pueda haber ganadores y perdedores, desde la educación o cultura, al campo laboral. 

"Claro que no somos iguales al nacer. Precisamente por eso necesitamos una intervención política constante para generar igualdad, no como punto de partida sino de llegada". 

Yo tenía una profesora de griego en educación secundaria que no dejaba que nadie suspendiera. No porque regalara el aprobado sino porque repetía los exámenes tantas veces como hiciera falta hasta que conseguías aprobar. Nadie se quedaba atrás, con lagunas educativas. No todos sacaban la misma nota, pero todos acababan sabiendo lo que tenían que saber.

¿Qué pasa si decidimos que sólo en algunos ámbitos de nuestra vida social debería haber ganadores y perdedores? Que, por ejemplo, en el ámbito de la vivienda no debería haberlos y todos deberíamos tener una vivienda digna. O que en el ámbito de la alimentación no debería haber gente que come con lujos obscenos y gente que no tiene para comer.

Claro que no somos iguales al nacer. Precisamente por eso necesitamos una intervención política constante para generar igualdad, no como punto de partida sino de llegada.

América Latina es considerada la región más desigual del mundo, donde el 10% más rico concentra una porción de ingresos mayor que en otras regiones. ¿Qué ejemplo debería seguir para paliar estas diferencias?

Sabemos razonablemente bien cómo reducir esas diferencias extremas, porque es algo que ya ha ocurrido.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en muchos países se produjeron unas reducciones brutales de las desigualdades sociales en un plazo muy breve y además sin generar grandes fracturas sociales.

Uno de los elementos básicos de esos procesos es una transformación profunda de los impuestos: básicamente obligar a las grandes empresas a que empiecen a pagar impuestos. Lo mismo con las grandes fortunas. 

América Latina es considerada la región más desigual del mundo. 

Durante los años '50 se generalizaron en muchos países de Occidente —no en la Unión Soviética, ni sólo en países gobernados por la izquierda— tasas fiscales superiores al 90% para las rentas más elevadas.

Eso significa que a partir de cierto nivel de renta, que hoy vendría a ser aproximadamente de US$300.000, de cada dólar adicional el Estado se quedaba con 90 centavos.

Sin esa transformación fiscal no se pueden financiar los programas educativos, la sanidad pública ni los programas de viviendas.

Y para que eso ocurra también necesitamos recuperar la soberanía económica: no se pueden poner esas tasas fiscales si las empresas y las grandes fortunas pueden traicionar el país donde estaban asentadas y huir a paraísos fiscales.

Podría decirse que a menudo la derecha ha sacrificado la igualdad en nombre de la libertad económica, pero también la izquierda suele descuidar la libertad en busca de la igualdad. ¿Es posible lograr un equilibrio perfecto entre ambas?

Claro que no es posible encontrar un equilibrio perfecto entre igualdad y libertad. Son conceptos en tensión. Pero también es cierto que mantienen una relación tan compleja que tienden a confundirse.

La libertad, si no se dan ciertos niveles mínimos de igualdad, es pura ficción. Pero al mismo tiempo la igualdad sin libertad es el imperio de la mediocridad, de la homogeneidad. ¿Quién querría vivir en una sociedad así?

Tiendo a pensar que la igualdad es un valor mucho más transversal políticamente de lo que a veces creemos.

Ha habido momentos en los que tanto la izquierda como la derecha compartían ciertos valores de igualdad que hoy parecen casi revolucionarios. Nadie decía estar en contra de la igualdad. Y en parte creo que eso sigue vigente.

sábado, 6 de noviembre de 2021

«Los mileniales se han dado cuenta de que la meritocracia no existe y no importa lo duro que trabajes»


Anne Helen Petersen sabe a quién culpar de la epidemia del 'queme' y analiza en 'No puedo más' por qué este grupo social es la generación más cansada

Aunque es una de las reporteras más intuitivas y que mejor ha calado la sociología y la cultura de internet en los últimos 15 años, Anne Helen Petersen (Idaho, 39 años) todavía se sorprende, en conversación vía Zoom, de cómo explotó un texto suyo sobre por qué era incapaz de cumplir las tareas simples y sencillas de sus quehaceres, como llevar sus botas al zapatero, programar una cita con el dermatólogo o aspirar el coche. El ensayo Cómo los millennials se han convertido en la generación quemada, que publicó Buzzfeed en 2019, se leyó más de siete millones de veces en inglés, se tradujo a diferentes idiomas y cosechó otros millones de lecturas más. El texto ha acabado publicándose en una interesante versión extendida en el reciente No puedo (Capitán Swing, 2021), una exhaustiva investigación y análisis que pone contexto al cansancio generacional y ofrece claves, y muchos datos, para entender de qué hablamos cuando hablamos de generación quemada. De por qué las redes sociales son tan agotadoras, cómo desapareció el ocio de nuestras vidas, por qué la crianza de hijos es una carrera de obstáculos en este escenario de incertidumbres y de qué manera la cultura laboral se ha ido al garete, o como ella misma escribe en sus páginas, “antes, el trabajo era una mierda y era precario; ahora lo es más”.

Convertida en una de las periodistas más cotizadas de la plataforma de newsletters Substack, con Culture Study, su boletín semanal dedicado a su análisis sociocultural —The New Yorker filtró que su fichaje y contrato de exclusividad ha sido uno de los más caros junto al del periodista Matthew Yglesias­—, Petersen viene a decirnos que en esta epidemia del cansancio el culpable no eres tú, es el sistema. Y que si un texto sobre la incapacidad de cumplir pequeñas tareas de una treinteañera que vive en Montana ha resonado así por todo el planeta es por algo: “Creo que si el ensayo se hizo global y acabó en libro es por algo que nos afecta a todos sin importar de dónde somos: todos vivimos bajo las reglas del capitalismo”.

Esta no es la primera vez que la sociedad está cansada. Cuenta que el burnout se detectó por primera vez en 1974 y que esta ha sido una sensación cíclica frente a los cambios, desde el “cansancio melancólico del mundo” diagnosticado por Hipócrates a que en 1800 se hablase de la “neurastenia” que afligía a los arrollados “por el ritmo de la vida moderna”. ¿Por qué se siente distinta ahora?

Nuestros padres, abuelos y tatarabuelos pasaron penurias como la guerra, enfermedades, trabajo físico muy intenso y multitudes de factores que les llevan a decirnos: “No tienes ni idea de lo duro que fue esto, tú lo has tenido más fácil”. Aquí nadie niega que la vida lo sea ahora en muchos aspectos, pero también es más complicada. Hay muchos factores de presión sobre los individuos, como consumir noticias a todas horas o tener que representar nuestra vida todo el rato, no solo en el trabajo, sino también en las redes sociales. Sé que si le dices a tu abuelo: “Estoy agotado de cómo presentarme en Instagram”; él te dirá: “¿Pero qué clase de problema es ese?”. Esencialmente sí que es agotadora esa autorrepresentación a todas horas y concebirte en todo momento como una mercancía, en pensar cómo encaja tu valor/persona en el mercado.

Dice que somos la generación que derribó el mito de la meritocracia.
Creo que los mileniales se han dado cuenta de que no importa cuán duro trabajes y si has seguido el camino que debías, las cosas pueden cambiar muy rápido y serás reemplazado a no ser que provengas de una familia muy rica y poderosa. Puedes haber ido a los mejores colegios, habértelo currado muchísimo, conseguir un empleo y trabajar duro, pero eso no te garantiza éxito o estabilidad. Y esto tiene poco o nada que ver con el individuo y más con los sistemas que le han puesto en esa posición de vulnerabilidad.

Pero si lo critican, les llamarán quejicas o blandengues. En el libro incluye un tuit viral sobre esta guerra generacional: “Los baby boomers hicieron eso de dejar un solo trozo de papel higiénico en el rollo y fingir que no les tocaba cambiarlo, pero con toda una sociedad”.

A los mileniales nos acusan de ser unos mimados, de creernos especiales, pero esa afirmación borra de alguna forma cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Quién nos dijo que éramos especiales? ¿Quién nos construyó de esta forma? Si nuestros abuelos y padres nos dijeron que éramos tan especiales y válidos, ¿por qué yo no tengo esta vida tan única y perfecta que debería alcanzar después de haber hecho todo lo que precisamente me pidieron que hiciera? Entonces ahí vienen y te dicen: “Es que eres un malcriado”. Esto es parte del resentimiento que ahora socializamos. Nos criamos pensando que progresaríamos como nuestros abuelos y padres, pero los mecanismos que hacían robusta a la clase media se han debilitado o han sido erradicados. La metáfora del papel higiénico también podría aplicarse a la de la escalera: ellos subieron por una y cuando llegaron, la tiraron al suelo y ahora encima nos gritan: “¿Por qué no tienes fuerzas para saltar y llegar hasta aquí?”
Cree que ya nadie tiene tiempo libre ni hobbies si no se pueden capitalizar.
Aunque trabajemos en remoto, desde casa, siempre tenemos esa sensación de que deberíamos estar trabajando y que si, por ejemplo, desarrollamos una afición es porque no estamos trabajando lo suficiente.

Dice que escuchar un podcast, leer un libro o ver una serie es trabajo no pagado.
Sí, forma parte de nuestra continua perfección del yo. Es genial que la gente quiera aprender y conocer más cosas, ser curiosa al fin y al cabo. Por ese motivo se han leído libros toda la vida, pero la diferencia con esta generación es que ahora todo este consumo también sirve para compartimentar marcadores que definen nuestra representación social. Tienes que decirlo alto, gritar: “Estoy escuchando este podcast”, tienes que representar tu nivel cultural. Muchas veces no lo escuchas porque te guste o porque te interese, sino porque básicamente son deberes.

¿El entusiasmo y la devoción por lo que hacemos se han instrumentalizado para explotarnos más?
Sí, especialmente en los entornos creativos, los que han definido a esta generación. En Estados Unidos existe esta idea de que todo lo que hagas, desde niño hasta tu vida adulta, tiene que servir para tu currículo. Tu vida se instrumentaliza, desde tus extraescolares a tus aficiones, para tener un futuro con éxito. Si no sirve para el currículo, no merece la pena. No hay espacio para la creatividad no monetizable. Es realmente terrorífico pensar que nuestra vida está concebida, desde pequeños, como un capital humano de inversión.

¿Quizá por eso esta generación se rebela contra el trabajo y se alivia con memes y contenidos que lo demonizan?
No somos la primera generación que lo hace, pero sí creo que somos una generación que está redescubriendo sus derechos laborales o para qué sirven los sindicatos. En Estados Unidos llevábamos 75 años de desapego sindical y de poca solidaridad laboral, pero este declive en nuestras condiciones ha propiciado mayor conciencia a favor de sindicarse. Hemos entendido, por ejemplo, que si los cuidadores de niños no tienen una paga digna, eso hará imposible que los padres vayan a trabajar porque no habrá cuidadores. Alguien acertó al decirme que estamos viviendo una especie de huelga informal contra el trabajo. No estará coordinada, pero definitivamente está pasando.

Pasó por un burnout sin ser consciente de él. Después de escribir este libro, mientras publicaba para más medios, enviando su newsletter semanalmente y preparando, a su vez, otro libro sobre la cultura del trabajo; sabiendo toda la teoría que sabe, ¿no se ha vuelto a quemar?
Ahora lo llevo mucho mejor, ya sé en el sitio en el que estoy. También me pongo barreras: ya no viajo por trabajo tanto como hacía antes. Poder asentarme en mi espacio me ayuda muchísimo.

Dice que ni la meditación ni una mascarilla de autocuidado nos salvará. ¿Qué lo hará?
¿Una reforma estructural del sistema? 
El capitalismo nos hace creer que las cosas son así. Pero no tiene por qué serlo. Usar menos Instagram y ponerte una crema puede aliviarte de cierta forma, pero debemos pensar en el trabajo de forma colectiva para conseguir el cambio.

Artículo actualizado el 26 octubre, 2021 | 12:56 h 

miércoles, 27 de octubre de 2021

PREMIADA POR EL ECSR. La mejor tesis del año es de este nazareno y muestra por qué la meritocracia no funciona

El sevillano Carlos Gil Hernández ha sido reconocido por el ECSR por un trabajo en el que expone por qué a los malos estudiantes de las clases altas nunca les va mal


Carlos Gil Hernández quería ser periodista, pero terminó de sociólogo. Nunca se lo habría planteado si no fuese porque, mientras cursaba Periodismo en la Universidad de Sevilla, las plazas para la asignatura de Fotoperiodismo se acabaron. La alternativa era Técnicas de Investigación Social, que impartía Ildefonso Marqués, uno de los grandes expertos españoles en clases sociales y movilidad. “Es una buena muestra de cómo el azar o las circunstancias que tú no eliges influyen en tu vida y tus decisiones”, explica década y media después Gil. “Creemos demasiado en otorgar responsabilidades individuales a nuestras elecciones”. Esa es la obsesión que ha movido a Gil en su investigación como sociólogo: la de intentar sacar a la luz los mecanismos invisibles de la sociedad. El ECSR (European Consortium for Sociological Research) acaba de premiar su tesis doctoral como la mejor del año: su título, ‘Cracking Meritocracy from the Starting Gate: Social Inequality in Skill Formation and School Choice’. El título hace referencia a los cajones de salida de las carreras de caballos: “Es una metáfora para explicar que en la carrera por el estatus socioeconómico, las clases aventajadas salen con unos cuantos metros de ventaja ya antes de nacer”. 

"En una sociedad ideal, los hijos de la élite podrían bajar de clase, pero no ocurre" “Mi tesis trata de responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo las familias de estatus socioeconómico alto evitan que sus hijos desciendan en la escalera social, aunque tengan una habilidad académica baja?”, explica Gil desde su casa en Dos Hermanas. Es una pregunta que lleva haciéndose décadas la sociología de la estratificación social. Si tan importante fuese el rendimiento académico, las habilidades y el esfuerzo (que solemos pensar que se trata de una decisión individual, meramente voluntaria), ¿por qué los estudiantes de clases más altas que rinden peor o se esfuerzan menos terminan notándolo menos que las bajas en su rendimiento y su estatus posterior, como han comprobado anteriores estudios? En primer lugar, explica el nazareno, las desigualdades ya surgen en los primeros años de vida. “La investigación muestra que las familias de clase social más alta consiguen realizar más inversiones culturales y económicas en la educación de sus hijos gracias a sus recursos, lo que da pie a que desarrollen esas habilidades que los profesores luego consideran mérito académico”. Incluso el esfuerzo, que suele considerarse una elección personal, se transmite culturalmente de manera distinta entre padres e hijos según su nivel socioeconómico.

Pero ¿Qué pasa con los niños de las clases aventajadas que no sacan buenas notas o no son muy hábiles cuando se hacen mayores? Una de las investigaciones realizadas por Gil con las encuestas en colegios alemanes muestra que no mucho. Claramente, menos que con los de clases más bajas. “El mecanismo que explica que sigan adelante son las aspiraciones de los padres, que quieren que lleguen como poco a su mismo estatus socioeconómico”, explica. “Si son hijos de profesionales liberales o ‘managers’, todo lo que no sea llegar a la universidad es un fracaso”. ¿Qué hacen, entonces? “Empujan”. 

La mayor desigualdad a la hora de acceder al Bachillerato o la universidad se concentra en los estudiantes con menor capacidad académica, y ahí es donde se activan otros mecanismos. “El cambio de escuela a otros centros donde los padres tengan más influencia, las tutorías privadas o simplemente matricularlos en un centro privado donde no les pidan nota”. Gil, además, comprobó cómo los profesores tienden a poner notas más altas a los estudiantes de clases más altas que sacan las mismas notas en PISA (un examen estandarizado y anónimo) y que se esfuerzan en clase al mismo nivel que alumnos más desaventajados: “Niños iguales en todo y con un nivel de competencias bajo a los que se les evalúa mejor si vienen de clases altas”. 

"La socialdemocracia ha aceptado desde los noventa esa concepción del mérito" 
Malas noticias para la meritocracia, porque estas observaciones muestran que la promesa de que cada cual obtendría un lugar en la sociedad acorde a sus habilidades no se cumple. “En una sociedad perfecta, los hijos de los que están en la cúspide social tendrían la posibilidad de bajar si no valen, pero eso nunca pasa”, añade Gil.

La batalla meritocrática
Podría parecer que durante los últimos años se ha producido una reacción frente a los discursos de la meritocracia, con libros como ‘La tiranía del mérito’, del Premio Príncipe de Asturias Michael J. Sandel. Sin embargo, el término 'meritocracia' es cada vez más popular, recuerda Gil. Jonathan Mijs mostró en un trabajo cómo la creencia en la meritocracia en las sociedades desarrolladas ha aumentado en las últimas décadas, especialmente desde los años noventa, y a pesar de que en ese mismo periodo de tiempo la desigualdad económica también se ha disparado. España es uno de los casos más agudos.

Otro de los estudios de Mijs señala que, paradójicamente, en los países con mayores desigualdades se tiende a creer aún más en la meritocracia. “Es curiosa esa distorsión cognitiva”, valora Gil. “La tesis es que las clases altas y las trabajadoras están tan lejos en términos de ingresos que ni siquiera son conscientes del nivel de desigualdad, y creen que es mucho más fácil llegar arriba”. Aunque algunas de las medidas tomadas por el Gobierno de izquierdas PSOE-Unidas Podemos sí cuestionen la idea actual de meritocracia, valora Gil, la mayor parte de la socialdemocracia “ha aceptado desde los noventa esa concepción del mérito y de la igualdad de oportunidades”. En esa época tuvo lugar el proceso que provocó que el número de universitarios en España se multiplicase entre los sesenta y los noventa. Y a pesar de que el acceso a la educación no ha cambiado, sí lo ha hecho la movilidad social. “El ascensor de bajada no funciona y el de subida se ha parado un poco, porque España es un país con menos empleos de alta cualificación, y si no se crean empleos de alta cualificación en cantidad ingente, es un juego de suma cero desde una perspectiva intergeneracional”, explica el sociólogo. “Si los hijos de los que están arriban no bajan y no se crean puestos arriba, los que están abajo tendrán complicado subir. Los puestos de las élites son limitados y, si no bajan ni aunque tengan una habilidad y un mérito bajo, la movilidad social no funciona. Es el melón que hay que abrir”. 

"La biología es más importante en las clases altas porque pueden explotar su potencial genético" 
El propio investigador es uno de los ejemplos de esa movilidad social que se ha ralentizado. Criado en una familia de auxiliares administrativos, ha sido el primero en cursar un doctorado. Fue la dificultad de desarrollar el trabajo que más le interesaba, “un periodismo más sesudo y de profundidad”, lo que le terminó llevando a la universidad y la investigación sociológica. “Eso me metió el gusanillo de la investigación en sociología y decidí hacer el máster en Investigación de la Pompeu Fabra y otro máster de Sociología en Tillburg (Holanda). A partir de ahí, echo la solicitud para la beca del Instituto Universitario de Florencia y tengo la suerte de que me cojan para hacer el doctorado”. Desde junio, trabaja para la Comisión Europea como investigador social.

¿Genes o ambiente?
Gil considera que hay unos cuantos factores para que su trabajo haya sido premiado. Uno suena modesto: un sesgo de selección que impide que haya tenido que competir con otras tesis que “seguro que también eran mejores”. Pero también “una reflexión teórica muy larga, que es algo que la sociología cuantitativa empírica ha dejado de lado en los últimos años, defendiendo una idea como es la del mérito que tiene implicaciones políticas muy potentes”. También su multidisciplinariedad, desde la formación de capital humano en la economía hasta la sociología de la estratificación social, los mecanismos de compensación, las teorías de la reproducción cultural de Pierre Bourdieu, la psicología del desarrollo, ‘behavioral genetics’ y la epidemiología. Pero hay algo que puede llamar la atención del lector: la utilización de los estudios de gemelos como diseño causal. A lo largo de todo el siglo XX, los estudios con gemelos univitelinos y bivitelinos se han utilizado en la genética conductual para intentar adivinar qué comportamientos son heredados genéticamente y cuáles son producto del ambiente. Pero Gil lo utiliza de manera un tanto distinta, para quitarse los factores genéticos de en medio y centrarse en lo ambiental. Por eso no resulta fácil responder de manera definitiva y concluyente a la pregunta de ‘nature versus nurture’, es decir, naturaleza versus crianza.

“Esa dicotomía que establecemos a la hora de valorar hasta dónde llega el mérito y las circunstancias personales en el estatus es una herramienta útil para los académicos o para establecer debates más filosóficos, pero la práctica es mucho más compleja y es una pregunta que nunca se va a poder resolver, porque hay mucha interacción entre genes y ambiente”, responde el investigador. 

Cada vez aparecen herramientas más complejas que permiten trazar el genoma de millones de personas y comprobar qué variantes genéticas están relacionadas con distintos rasgos o enfermedades, pero la sociología prefiere buscar explicaciones del ambiente o culturales. “Por motivos obvios: nazismo, eugenesia, etc.”. Sin embargo, Gil cita otras investigaciones que han encontrado algo interesante relacionado con la biología: en las familias más aventajadas, la biología es más importante a la hora de explicar las diferencias de estatus socioeconómico que en las de nivel más bajo. “La hipótesis es que tienen más recursos para explorar su potencial genético”, concluye. No es tan fácil separar lo biológico de lo ambiental, no es tan sencillo entender por qué la sociedad funciona como funciona. En ello está Gil. 

Fuente: El Confidencial. 

 * Las opiniones expresadas por el entrevistado Carlos Gil son de exclusiva responsabilidad personal, corresponden con su trabajo previo como investigador predoctoral en el Instituto Universitario Europeo, y no reflejan los puntos de vista de su actual empleador, la Comisión Europea.

En qué se equivocan los progresistas: el timo de la meritocracia. Michael J. Sandel

El mito de la meritocracia y a quién beneficia que sigamos creyendo en él. Héctor G. Barnés

viernes, 19 de febrero de 2021

Michael Sandel: "El primer problema de la meritocracia es que las oportunidades en realidad no son iguales para todos".


Michael J. Sandel. FUENTE DE LA IMAGEN, EPA,  

Michael J. Sandel ganó el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018. 

Michael Sandel (Mineápolis, 1953) es mucho más que un filósofo o un intelectual.

Muchos consideran que este profesor de Derecho de la Universidad de Harvard es algo así como una especie de estrella del rock de la filosofía.

Y la verdad es que las cifras de sus charlas y conferencias rozan las de los conciertos multitudinarios. Sandel ha llenado de seguidores la catedral de San Pablo en Londres, ha atiborrado de gente la emblemática Casa de la Ópera en Sídney, ha congregado a 14.000 personas en un estadio de Seúl…

Y eso por no hablar de sus cifras en internet. Sus clases magistrales se han visto decenas de millones de veces en YouTube y se han hecho absolutamente virales.

El último libro de Sandel lleva por título "La Tiranía de la Meritocracia" y en él analiza en profundidad ese concepto, tan de moda en los últimos años, según el cual todo el mundo debe disfrutar de las mismas oportunidades, lo que en teoría garantizaría que los que lleguen a lo alto habrían conseguido el éxito por sus propios métodos.

Sandel, sin embargo, arremete contra esa idea y las numerosas falacias que en su opinión esconde.

¿Qué tiene de malo la meritocracia?
En determinada manera, la meritocracia es un ideal atractivo porque promete que si todo el mundo tiene las mismas oportunidades, los ganadores merecen ganar. Pero la meritocracia tiene un lado oscuro. Hay dos problemas con la meritocracia.

Uno es que en realidad no estamos a la altura de los ideales meritocráticos que profesamos o proclamamos, porque las oportunidades no son realmente las mismas.

Los padres adinerados son capaces de transmitir sus privilegios a sus hijos, no dejándoles en herencia grandes propiedades sino dándoles ventajas educativas y culturales para ser admitidos en las universidades.

El curso "Justice", de Michael Sandel, ha sido uno de los más populares de los últimos 40 años en la Universidad de Harvard.

En su libro usted revela por ejemplo que la inmensa mayoría de los estudiantes de universidades tan prestigiosas como la de Princeton o Yale pertenecen a familias muy ricas…

Así es. De hecho, en las universidades de la denominada Ivy League (que incluye a las universidades de Brown, Columbia, Cornell, Dartmouth College, Harvard, Pensilvania, Princeton y Yale, algunas de las más prestigiosas de Estados Unidos) hay más estudiantes que pertenecen al 1% de las familias con más ingresos del país que al 60% con menos ingresos.

Así que el primer problema de la meritocracia es que las oportunidades en realidad no son iguales.

¿Y el segundo problema?
El segundo problema de la meritocracia tiene que ver con la actitud ante el éxito. La meritocracia alienta a que quienes tienen éxito crean que éste se debe a sus propios méritos y que, por tanto, merecen todas las recompensas que las sociedades de mercado otorgan a los ganadores.

Pero si los que tienen éxito creen que se lo han ganado con sus propios logros, también tienden a pensar que los que se han quedado atrás son responsables de estar así.

Así que el segundo problema de la meritocracia es un problema de actitud ante el éxito que lleva a dividir a las personas en ganadores y perdedores. La meritocracia crea arrogancia entre los ganadores y humillación hacia los que se han quedado atrás.

Y si la meritocracia es algo en realidad tan perverso, ¿por qué en las últimas décadas muchos políticos, sobre todo del centro-izquierda, la han abrazado?

Es una pregunta muy interesante. Durante las últimas décadas, los partidos de centro, de izquierdas y derechas han adoptado una versión neoliberal de la globalización que ha provocado un aumento de las desigualdades.

Y los partidos de centro-izquierda han respondido a estas desigualdades no buscando reducirlas directamente a través de políticas económicas, sino ofreciendo la promesa de que era posible ascender socialmente, lo que en mi libro llamo 'la retórica del ascenso'.

La idea es que si creamos igualdad de oportunidades, entonces no tenemos por qué preocuparnos mucho de la desigualdad porque la movilidad puede permitir a las personas ascender de trabajos con salarios estancados a otros mejores.

Los partidos de centro-izquierda han ofrecido la retórica del ascenso en lugar de responder directamente a la desigualdad.

En Seúl, Corea del Sur, Sandel dio una conferencia en un estadio ante 14.000 personas.

Por decirlo de otro modo: en lugar de encarar directamente la desigualdad ofrecieron el mensaje de que se podía conseguir la movilidad individual si se accedía a la educación superior, decían que para ganar en la economía global había que ir a la universidad y sacarse un título universitario, porque el dinero que uno iba a cobrar dependía de lo que había aprendido y estudiado, y que si uno se esforzaba podía lograrlo.

Todos esos lemas forman parte de la retórica del ascenso, y los partidos de centro-izquierda pensaron que era una forma inspiradora de alentar a las personas a mejorar su propia condición como individuos obteniendo un título universitario.

Y, de alguna manera, ese mensaje es inspirador, todo el mundo quiere creer que si trabaja duro, puede mejorar su condición.

Pero aunque puede ser de algún modo un mensaje inspirador, por otro lado es insultante, porque implica que si no has ido a la universidad y estás pasándolo mal en la nueva economía, la culpa de tu fracaso es sólo tuya. Y eso, insisto, es insultante para muchos trabajadores.

Lo que las élites, las élites políticas y meritocráticas olvidan, es que la mayoría de la gente no tiene un título universitario. En Estados Unidos y en Gran Bretaña, casi dos de cada tres personas no tienen un título universitario.

Es un error crear una economía en la que la condición para el éxito es un título universitario que la mayoría de la gente no tiene. Y eso vale también para Europa.

Y, de ese modo, los partidos de centro izquierda han perdido a muchos de los votantes de la clase trabajadora que tradicionalmente eran su base de apoyo. Lo hemos visto con el Partido Demócrata en Estados Unidos, con el Partido Laborista en Gran Bretaña, con los partidos socialdemócratas en Europa…

Esos partidos se han ido convirtiendo cada vez más en partidos de clases profesionales, de élites con formación universitaria, y han ido perdiendo apoyo entre los trabajadores sin educación universitaria.

¿Y a dónde se han ido esos votantes?
Esos votantes comenzaron a apoyar a políticos y a partidos populistas autoritarios, apoyaron a Donald Trump en Estados Unidos, el Brexit en Gran Bretaña y a partidos populistas autoritarios en Francia, en España y en otros países.

¿Qué tiene que ver exactamente la meritocracia con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca tras las elecciones de 2016 o con el auge de los populismos?

En las últimas décadas, se ha ido profundizando la división entre ganadores y perdedores, envenenando nuestra política y separándonos. Esa división tiene que ver en parte con las crecientes desigualdades de las últimas décadas.

En las universidades de la Ivy League hay más estudiantes que pertenecen al 1% de las familias con más ingresos del país que al 60% con menos ingresos.

Pero también se tiene que ver con cómo han cambiado las actitudes ante el éxito con el aumento de desigualdad.

Los que han llegado a la cima en la era de la globalización, llegaron a creer que su éxito era todo suyo porque lo habían ganado por sus propios méritos, y que los perdedores no tenían a nadie a quien culpar de su fracaso más que a ellos mismos.

Eso refleja la idea meritocrática, porque si las posibilidades son iguales para todos, los ganadores merecen sus ganancias.

A medida que estas actitudes se afianzaban, la arrogancia meritocrática llevó a los ganadores a creer que su éxito era el resultado de sus propios talentos y del trabajo duro, y llevó la desmoralización y la humillación a los perdedores.

Y una de las formas más potentes y poderosas de reaccionar contra eso es la acción violenta y populista contra las élites.

Muchos trabajadores sienten que las élites los desprecian, que no los respetan, no respetan el tipo de trabajo que hacen.

Y eso creó una ira y un resentimiento cada vez más profundos entre los trabajadores, que sabían que estaban trabajando duro pero recibiendo menos dinero, porque los salarios de los trabajadores están estancados desde hace cuatro décadas.

Los partidos populistas autoritarios apelan a los agravios de esas personas que sienten que este sistema los desprecia, un resentimiento que las actitudes meritocráticas hacia el éxito han alimentado.

La mayoría de las ganancias de la globalización fueron a parar al 20% más rico, y la mitad inferior de los trabajadores no recibió ninguna de esas ganancias, ninguna. Pero no fue sólo exclusión económica.

También ese sentido de humillación que surge al sentir que las élites te menosprecian, que consideran que tú eres el culpable de tu propio fracaso y que si ellos tienen éxito es porque se lo han ganado. Eso creó la ira y el resentimiento al que apelaron figuras populistas autoritarias como Donald Trump.

Donald Trump, efectivamente, siempre ha criticado a las élites. Pero, al mismo tiempo, se ve a sí mismo como el resultado de la meritocracia, como un hombre que se ha hecho a sí mismo. Es un poco contradictorio, ¿no cree?

Donald Trump ha sido un hombre de negocios que ha ganado mucho dinero. Pero la ira y el resentimiento no son contra aquellos que aspiran a tener riqueza y una posición social.

De ese modo, y a pesar de tener mucho dinero, Donald Trump expresaba el sentimiento de agravio contra las élites meritocráticas, porque él mismo a lo largo de su carrera empresarial siempre se ha sentido despreciado por las élites financieras, las élites profesionales y las élites intelectuales de Nueva York.

Las actitudes ante el éxito han cambiado con el aumento de desigualdad.
Y hay mucha verdad en eso, nunca fue aceptado ni respetado por las élites de Nueva York o las élites meritocráticas.

Por eso siempre sintió una profunda inseguridad, que procedía de sentirse menospreciado. Y paradójicamente eso le permitió, a pesar de ser un hombre rico, expresar el sentimiento de resentimiento que muchos trabajadores sentían por las élites meritocráticas.

Y si la meritocracia no es buena, si no funciona correctamente, ¿qué deberíamos hacer para lograr sociedades más igualitarias?

Creo que deberíamos concentrarnos menos en preparar a la gente para la competencia meritocrática y centrarnos más en la dignidad del trabajo.

Debemos impulsar medidas y políticas que hagan la vida mejor y más segura para los trabajadores, independientemente de cuáles sean sus logros y títulos académicos.

En el libro ofrezco varias formas en las que podríamos cambiar el discurso político hacia esa dirección. Y en ese sentido me parece muy interesante la elección de Joe Biden como presidente de EE.UU. tras derrotar a Donald Trump.

Biden es el primer candidato demócrata a la presidencia en 36 años sin un título de una prestigiosa universidad de la Ivy League, ¡el primer candidato demócrata en 36 años!

Eso muestra cómo durante las últimas cuatro décadas el Partido Demócrata ha sido un reflejo del dominio de las élites meritocráticas.

Y creo que parte del éxito de Biden reside precisamente en que al no provenir de la élite meritocrática, ha sido capaz de conectar de manera más efectiva con los votantes de la clase trabajadora. Durante la campaña electoral, por ejemplo, Biden habló de la necesidad de renovar la dignidad del trabajo.

Pero no me malinterprete: no digo que debamos abandonar el proyecto de igualdad de oportunidades. Ese es un proyecto muy importante, moral y políticamente.

El error es asumir que crear más igualdad de oportunidades es una respuesta suficiente a las enormes desigualdades de ingresos y riqueza que ha provocado la globalización neoliberal.

La pandemia de coronavirus ha revelado la importancia fundamental que tienen para la sociedad muchos trabajos que sin embargo están muy mal pagados. ¿Cree que eso puede ayudar a cambiar mentalidades?

Potencialmente, sí. Puede ayudar a que asumamos que el dinero que mucha gente recibe por su trabajo no es la verdadera medida de su contribución al bien común, una idea errónea y que debemos de cambiar.

La experiencia de la pandemia proporciona una posible apertura para un debate público sobre lo que realmente es una contribución valiosa al bien común, más allá del veredicto del mercado laboral.

Aquellos de nosotros que tenemos el lujo de poder trabajar desde casa nos hemos dado cuenta de lo mucho que dependemos de algunos trabajadores a los que a menudo pasamos por alto.

No se trata sólo de aquellos que trabajan heroicamente en los hospitales cuidando a los pacientes de Covid, sino también de los trabajadores de reparto, los empleados en almacenes, el personal de supermercados, los conductores de camiones, los proveedores de atención médica a domicilio, los cuidadores de niños… Ninguno de esos trabajos es de los mejor pagados.

Y, sin embargo, ahora reconocemos a los que los hacen como trabajadores esenciales, como trabajadores clave. Así que la experiencia de la pandemia podría ser el comienzo de un debate público amplio sobre cómo reconocer la importancia del trabajo y las contribuciones a la sociedad que esas personas hacen.

Depende de nosotros, es una pregunta abierta. Pero creo que la experiencia de la pandemia ha puesto de relieve las desigualdades que existen en nuestras sociedades y la importante contribución de quienes sin embargo no obtienen las mayores recompensas por parte del mercado.

¿Considera entonces que esos trabajadores esenciales deberían estar mejor pagados?

Sí. Creo que se les debería pagar mejor como medida de emergencia durante esta pandemia. Pero también creo que deberían recibir en general un mejor salario, incluso cuando superemos la pandemia.

Reconocer el importante papel de los trabajadores esenciales durante esta pandemia debería impulsarnos a establecer un salario digno para todos los trabajadores.

Y también deberíamos proporcionar permisos pagados por enfermedad a todos los trabajadores durante la pandemia, porque muchos de esos trabajadores están poniendo en riesgo su salud al realizar el trabajo que hacen, mientras que el resto de nosotros podemos proteger nuestra salud quedándonos en casa.

Se les debería proporcionar un salario digno, permisos por enfermedad remunerados y otras medidas para mostrar el reconocimiento de la sociedad a la importancia de su contribución.

Un estudio de la New Economic Foundation de 2009 revela que algunos de los trabajos mejor pagados son socialmente muy destructivos, son trabajos que no aportan nada al bien común…

Así es, y de eso me ocupo en el capítulo 7 de "La Tiranía de la Meritocracia". ¿Por qué ganan por ejemplo tanto dinero los muy generosamente pagados ejecutivos de la industria financiera de Wall Street?

A veces asumimos que las transacciones financieras especulativas son algo de vital importancia para la economía y la sociedad.

Pero los estudios han demostrado, y cito algunos de esos estudios en el libro, que más allá de cierto punto, la ingeniería financiera compleja y la especulación no sólo no contribuyen a la productividad de la economía sino que en realidad es un lastre para la productividad, algo que daña a la economía real.

Y si eso es así, entonces recompensar a esos ejecutivos financieros pagándolos generosamente no es consistente con cómo se pagan las contribuciones verdaderamente valiosas a la economía y el bien común.

¿Y qué propone?
Propongo un cambio en la estructura tributaria. Sugiero que consideremos establecer un impuesto a las transacciones financieras especulativas y a la actividad financiera especulativa, que gravemos esa actividad y usemos el dinero recaudado para reducir el impuesto sobre el trabajo que en Estados Unidos pagan los trabajadores ordinarios.

El mensaje de mi libro es abrir un amplio debate público sobre lo que se considera una contribución verdaderamente valiosa a la economía y al bien común, y revisar nuestra política fiscal y otras políticas del mercado laboral para que éstas den mayor reconocimiento y respeto a aquellos que hacen contribuciones valiosas y que actualmente están mal pagados y poco reconocidos.

Muchos padres, ya sean ricos o pobres, inculcan a sus hijos que si se esfuerzan y trabajan duro lograrán las metas que se propongan, un mensaje muy meritocrático. ¿Es peligroso decirles eso?

Sí y no, depende. Por supuesto, que los padres animen a sus hijos a estudiar y trabajar mucho es una cosa buena que da a los jóvenes la inspiración y la motivación para esforzarse.

Eso es algo positivo, pero hasta cierto punto. Los padres deben tener cuidado y combinar ese mensaje con otro, deben animar a sus hijos a trabajar duro, pero no sólo para que puedan obtener un trabajo que les permita ganar mucho dinero, también debemos fomentar en nuestros hijos el amor por el aprendizaje en sí mismo.

No debemos convertir la educación sólo en un instrumento de progreso económico, porque eso privará a nuestros hijos del amor por el aprender por el placer de aprender.

Y otro aspecto importante que debemos inculcarles es que si tienen éxito el día de mañana será en parte gracias a su propio esfuerzo, pero en parte gracias también a sus maestros, a su comunidad, a su país, a los tiempos en que viven, a las circunstancias, a las ventajas de las que hayan podido disfrutar...

Enseñar a nuestros hijos que su éxito sólo es resultado de su propio esfuerzo podría hacerles olvidar que están en deuda con los demás, incluida su comunidad. Debemos criar niños que tengan un sentido de gratitud y humildad cuando tengan éxito.

http://www.neweconomics.org/

domingo, 11 de octubre de 2020

_- Entrevista al profesor de sociología César Rendueles «La meritocracia es un sistema de legitimación de los privilegios heredados»

_- El profesor de sociología de la Universidad Complutense de Madrid rompe en su libro con los mitos de la supuesta igualdad de oportunidades ya que la meritocracia «no sirve para incrementar la movilidad social, al contrario, bloquea esa posibilidad para la mayoría»

Si hay un discurso recurrente en la derecha es su apuesta encendida por la meritocracia. Como respuesta vehemente en la que define la meritocracia como una fórmula propuesta por las élites para perpetuar sus privilegios, y como defensor de la necesidad de la centralidad de las políticas igualitaristas en una sociedad democrática digna, César Rendueles (Girona, 1975), profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, ha escrito Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista (Editorial Seix Barral), un libro donde tumba el mito de la igualdad de oportunidades y reivindica que «los países donde hay más movilidad social, que más se aproximan a ese ideal de que cada uno logre dedicarse a lo que se le da mejor, son los países más igualitaristas».

Ante la abducción del ideal de libertad por parte de los sectores más reaccionarios, Rendueles aboga por que la izquierda «reaccione y reivindique la libertad como un valor, que además se retroalimenta positivamente con la igualdad» y por que las fuerzas progresistas hagan un defensa intensa de la institucionalidad frente a la posición de la derecha, que solo busca «vaciar las instituciones para después de destruirlas pedir que las sustituya la empresa privada o sus chiringuitos».

¿Cómo interpreta las medidas que se han tomado en las zonas sanitarias del sur de Madrid?, quizás no haya una situación más clara que ejemplifique que esa supuesta igualdad de oportunidades es una mentira dependiendo de donde vivas.

El desarrollo de la pandemia ha colocado una especie de lente de aumento sobre dinámicas sociales que ya estaban en marcha. En particular, ha intensificado las desigualdades sociales de ciudades ya muy estratificadas, como Madrid. La COVID-19 ha convertido procesos más o menos inerciales e invisibles, de los que normalmente no éramos conscientes, en una guerra abierta.

El barrio de Salamanca y, en general, las élites económicas y sociales madrileñas salieron a la calle en mayo para lanzar un mensaje muy claro a la presidenta de la Comunidad de Madrid. Isabel Díaz Ayuso ha aceptado ese mandato y está actuando en consecuencia. Esto hace que las desigualdades que ya existían resulten más manifiestas, más visibles.

Durante la pandemia una serie de trabajos como cajero o reponedora en un supermercado fueron considerados como esenciales, pero las condiciones económicas de este tipo de empleos siguen siendo absolutamente precarias. Hay un reconocimiento, pero está claro que tratar de llegar a una igualdad material es un objetivo político a largo plazo como usted plantea en su libro.

La pandemia ha mostrado con mucha nitidez el valor social negativo o positivo de algunos trabajos. Enseguida vimos que algunos empleos muy mal remunerados y poco prestigiosos eran realmente imprescindibles para nuestra vida. Desde el trabajo de los reponedores al personal de limpieza de hospitales. En esos trabajos nos va la vida y, sin embargo, están mal pagados y son poco apreciados.

Al principio del confinamiento creo que sí vivimos una cierta revalorización colectiva de esos trabajos pero fue algo fugaz y sobre todo expresivo: se plasmó en aplausos y mensajes de agradecimiento. Que un cambio así penetre en nuestra estructura social es complicado, no basta con sonrisas. Implica que algunos grupos sociales bastante amplios, no sólo una pequeña minoría de superricos, asumamos –hablo en primera persona– cambios y sacrificios para permitir que los que peor están mejoren su situación. Es imprescindible que los millonarios empiecen a pagar impuestos dignos de tal nombre, pero también el 20% o 30% de la sociedad española que mejor vivimos tenemos que asumir costes. Esto es políticamente complicado y muy difícil de vender en un programa electoral.

Es su libro tumba el mito de la meritocracia como un ejemplo de igualdad y deja entrever que la igualdad de oportunidades no deja de ser una falacia. ¿Cómo se lo explicaría a alguien de derechas?

Me gusta esta pregunta porque escribí este libro pensando en un lector de derechas, no tanto en un lector de izquierdas. Creo que mucha gente conservadora o de derechas no es tanto que rechace el igualitarismo como que le preocupa que ese proyecto sea incompatible con los valores asociados a la responsabilidad y el esfuerzo. Me parece un punto importante. Los valores relacionados con las obligaciones son imprescindibles para un proyecto igualitarista y desde la izquierda no siempre hemos sabido integrarlos en nuestro discurso. Lo que respondería a esas personas es que la meritocracia les está dando gato por liebre. No es un sistema de recompensa del esfuerzo sino de legitimación de los privilegios heredados. En España se puede predecir con bastante exactitud los resultados académicos de un niño sencillamente conociendo su código postal. La meritocracia no sirve para incrementar la movilidad social, al contrario, bloquea esa posibilidad para la mayoría.

De hecho, sabemos que los países donde hay más movilidad social, que más se aproximan a ese ideal de que cada uno logre dedicarse a lo que se le da mejor, son los países más igualitaristas. La manera más sencilla de promover que la hija de un fontanero llegue a ser ingeniera es que los fontaneros y las ingenieras ganen lo mismo. De esa manera sí que se fomenta la movilidad social.

Ahora el discurso neoliberal está tratando de imponer que hay que elegir entre igualdad y libertad, que son conceptos incompatibles y que la igualdad es un freno a la libertad.

La derecha y, sobre todo, la ultraderecha se han vuelto actores políticos muy dinámicos. En la última década han reformulado sus posiciones para encontrar nuevos nichos discursivos. Uno de los giros más sorprendentes es que la gente más conservadora y reaccionaria está consiguiendo monopolizar el discurso de la defensa de la libertad, lo cual es manifiestamente absurdo y contradictorio, pero en términos de proyección pública están teniendo éxito. Tenemos que reaccionar y reivindicar la libertad como un valor progresista, como un valor netamente de izquierdas que además se retroalimenta positivamente con la igualdad.

La libertad que defiende la derecha es muy limitada, es la libertad del ‘déjame hacer lo que quiera’, del ‘no me diga cuánto vino puedo beber’ de Aznar. La igualdad nos ayuda a entender que la libertad es algo complejo que tenemos que ir descubriendo con la ayuda de los demás, nos ayuda a descubrir en qué consiste ser libres. La igualdad nos permite entender que ser libres no consiste sólo en esa cosa tan infantil de satisfacer nuestros deseos inmediatos lo antes posible sino también en descubrir dimensiones más ricas de nuestra subjetividad compartida.

Es sorprendente que la gente más conservadora y reaccionaria está consiguiendo monopolizar el discurso de la defensa de la libertad, lo cual es manifiestamente absurdo y contradictorio

¿Podría poner un ejemplo?
Creo que es evidente en el caso de la igualdad de género. Los hombres que intentan vivir vidas igualitarista con las mujeres no tienen menos libertad que los que quieren conservar sus privilegios. Creo que vivir en libertad con nuestros iguales nos permite acceder a una libertad enriquecida, más plena de la de quienes necesitan de subalternos.

Usted asegura en el libro que «las bases de nuestra servidumbre voluntaria al mercado es que parece extrapolítico, ajeno al control o la intervención de nadie y, por tanto, también insustituible». Pero la realidad es que todos conocemos los nombres y apellidos de los grandes empresarios, los nombres de las empresas, cómo funcionan los lobbys, qué partidos defienden determinadas políticas, etc.

Bueno, es verdad que el mito del mercado anónimo e invisible como una especie de engranaje social en el que ninguna instancia o ningún grupo de interés tiene ningún protagonismo, sino que es fruto de un equilibrio espontáneo, es una leyenda completamente lisérgica. La realidad es que todos los procesos de mercantilización han sido impulsados, a menudo violentamente, por el Estado y por grupos sociales muy concretos. Hay intereses con apellidos que contaminan permanentemente las relaciones mercantiles, muy especialmente en España, donde una importante parte de las élites económicas son estrictamente parasitarias, se dedican a vampirizar lo público y son incapaces de desarrollar un proyecto propio.
En España hay una importante parte de las élites económicas que son estrictamente parasitarias, se dedican a vampirizar lo público y son incapaces de desarrollar un proyecto propio

También señala en su libro que «solo para revertir los efectos de la revolución neoliberal y volver al punto de partida de los años 60 necesitaríamos medidas económicas igualitaristas que hoy nos parecen casi utópicas». ¿Cuáles serían esas medidas? Al definirlas como utópicas, ¿No las estamos convirtiendo en imposibles?

Son medidas que se manejan habitualmente en el debate político y sociológico de izquierdas como una reforma fiscal agresiva, cambios en el mercado de trabajo que restauren derechos perdidos, políticas de restauración y ampliación del Estado de Bienestar como la renta básica… Pero incluso con medidas de ese tipo, muy ambiciosas desde la perspectiva actual, se tardarían mucho años en volver al escenario anterior a la revolución neoliberal. Es un diagnóstico de Anthony B. Atkinson, y resulta bastante desazonador.

A pesar de todo, no soy pesimista. Hay una lección que deberíamos aprender de los neoliberales: plantando la semilla del cambio se generan procesos de retroalimentación positiva que hacen que los cambios se vayan acelerando progresivamente. De hecho, la propia velocidad del proceso mercantilización nos da idea de que a veces las transformaciones históricas son posibles y son muy rápidas.

Portada del último libro de César Rendueles. Seix Barral.

Qué cree que les ocurrió a los sindicatos durante la revolución neoliberal. No supieron hablar a las nuevas generaciones en un momento determinado, falló el discurso… Lo pregunto porque usted coloca como una pieza fundamental para alcanzar la igualdad el trabajo sindical y la negociación colectiva.

Por un lado, el modelo keynesiano afrontaba una crisis real, era un sistema que hacía aguas. Las derechas supieron encontrar un proyecto capaz de interpelar a un grupo social heterogéneo, que ilusionó a la gente y logró transformar las subjetividades y la cultura política vigente hasta entonces. En cambio, desde la izquierda compitieron distintos proyectos, no se logró construir una alternativa con un respaldo social amplio.

En España, como en otros países, la resistencia más importante al proyecto de mercantilización vino de los sindicatos. Los grupos políticos a la izquierda del PSOE no tenían capacidad de movilización para resistir el tsunami neoliberal. Y lo que ocurrió fue, sencillamente, que los sindicatos fueron derrotados. Fue un proceso global, ocurrió en casi todo el mundo a finales de los 80 y principios de los 90. Pero es de justicia reconocer que los sindicatos los intentaron, tal vez no con toda la firmeza que algunos pedíamos, pero fueron la única oposición real que hubo en esos años.

Con la revolución neoliberal que vino después hemos vivido en una especie de experimento de laboratorio diseñado para que el trabajo sindical sea prácticamente imposible, excepto para unos pocos trabajadores con contratos estables. Todo nuestro reglamento laboral está diseñado para que el sindicalismo no sea difícil, sino imposible.

Todo nuestro reglamento laboral está diseñado para que el sindicalismo no sea difícil, sino imposible

En el siglo XXI, ¿tiene sentido mantener un discurso como la lucha de clases o habría que conformarse con tratar de explicar por qué el impuesto de sucesiones es justo y abogar por medidas de este calado?

Tiene sentido hablar de lucha de clases porque es una manera de recoger conflictos esenciales de nuestro tiempo, conflictos que vertebran nuestras sociedades, que no son episódicos ni sectoriales. Por eso es una herramienta analítica irrenunciable. Dicho esto, a veces este tipo de terminología se convierte en una bandera identitaria. Hay conflicto de clases en nuestro país, pero también es cierto que las clases sociales en España son complejas. Hay un conflicto entre el 99% y el 1% más rico de la sociedad, pero también hay otros conflictos entre el 30% mejor situado económicamente y el 70% restante. Es decir, que hay toda una serie de conflictos adicionales a ese gran enfrentamiento entre los superpoderosos y todos los demás. Esa idea de la lucha de clases como un objeto muy simple, muy fácil de entender, oculta otros conflictos.

En su libro escribe que «lo que nos compromete con la emancipación son las responsabilidades compartidas que estamos dispuestos a asumir colectivamente» y, posteriormente apunta que «el igualitarismo es incompatible con la competición generalizada, incluso si es una competición de intereses virtuosos». ¿Cuál es su opinión sobre las luchas dentro de la izquierda con movimientos como el feminismo o la reivindicación LGTBI?

Las luchas faccionales son una enfermedad de la izquierda de hace dos siglos. La izquierda se ha dedicado siempre a darse de bofetadas en organizaciones que cabrían en un locutorio telefónico. Es nuestra enfermedad política porque somos incapaces de tratarnos con generosidad política y saber dirimir lo importante de lo accesorio. Otra cuestión diferente es la sospecha sobre aquellos movimientos que en las últimas décadas han hecho reivindicaciones que no formaban parte mejor del patrimonio político de la izquierda más tradicional. Echar la culpa a esos movimientos de la fragmentación de la izquierda es absurdo. Esos movimientos que han sido llamados identitarios han enriquecido a la izquierda porque ayudan a entender justamente que la igualdad es un proyecto complejo, que la igualdad es un proyecto no consiste en dar lo mismo a todo el mundo, sino en dar a cada uno lo que necesita, lo que requiere para su pleno desarrollo individual y colectivo.

La tesis de que hace 100 o 150 años los movimientos emancipatorios eran un gran bloque sociológico homogéneo es una leyenda urbana. Selina Todd, en su libro El Pueblo, da un dato divertido y muy revelador: en la Inglaterra de principios de siglo XX, el grupo laboral más numeroso era el servicio doméstico. Y era una fuente de conflictividad inmensa para las clases burguesas, porque era como tener al enemigo literalmente en casa. El sujeto de la lucha de clases no eran sólo los mineros y trabajadores siderúrgicos sino también, tal vez sobre todo, las criadas. Y lo mismo se podría decir de los migrantes u otros colectivos.

Me ha llamado la atención que señale en su libro que la sociedad de mercado «es esencialmente desinstuticionalizada» y que «el rasgo más característico del capitalismo contemporáneo, al menos en Occidente, no es su anticomunitarismo sino su rechazo al institucionalismo». Sin embargo, en España vemos como los principales poderes económicos, los grandes empresarios, son los principales defensores de determinadas instituciones como la monarquía.

Claro, porque hacen una defensa de las instituciones muy tramposa y nihilista. Para empezar, no todas las instituciones merecen ser conservadas. Hay algunas, como la esclavitud o la monarquía, que son irreformables y deberíamos deshacernos de ellas cuanto antes. Hay otras instituciones como las educativas, sanitarias o judiciales que merece la pena conservar y reformar.

A veces desde la izquierda nos centramos en esa tarea crítica, en lo que nos gustaría mejorar de esas instituciones. Me parece razonable. Pero también deberíamos hacer valer que somos sus auténticos defensores. En cambio, la supuesta defensa de la institucionalidad por parte de la derecha es básicamente retórica: lo que hacen es vaciar las instituciones para después de destruirlas pedir que las sustituya la empresa privada o sus chiringuitos.

@rodrigopdl

Fuente: https://www.eldiario.es/economia/cesar-rendueles-meritocracia-sistema-legitimacion-privilegios-heredados_128_6260346.html

martes, 29 de septiembre de 2020

CONTRA LA IGUALDAD DE OPORTUNIDADES' Las trampas de la meritocracia

César Rendueles denuncia las estrategias que, en nombre de la libertad individual, perpetúan la desigualdad y sus derivados: del fracaso escolar a la violencia social 

FRANCESC ARROYO 19 SEP 2020

La Revolución Francesa proponía libertad, igualdad, fraternidad. Todo al mismo tiempo. Luego, la historia ha conocido momentos en los que teóricos de la política y políticos en la práctica enfatizaban un elemento u otro; incluso sugerían que algunas limitaciones no sobraban. Unas veces se pretendía limitar la libertad, otras la igualdad y casi siempre ambas. No pocos liberales sostienen que las desigualdades sociales no son sino consecuencia del uso que los individuos hacen de su libertad, de modo que es innecesaria una política correctora de la desigualdad. Una cosa queda clara: proclamar un derecho no es llevarlo a la práctica. Todo Occidente se declara igualitario. Pero ahí están los datos sobre las crecientes desigualdades entre ciudadanos. El libro de César Rendueles, que él mismo asume que tiene tono y voluntad panfletaria, es decir, de soflama para incitar a la acción, es una defensa de los valores igualitarios con el objetivo de lograr “una sociedad ilustrada, libre y fraterna”.

Ése es el punto de llegada (la cita recoge las últimas palabras del volumen); éste el de partida: “La igualdad no es la condición para nada, sino un fin en sí misma porque es una de las bases de nuestra vida en común”. Rendueles analiza las ventajas (políticas y morales) de la igualdad y, sobre todo, los inconvenientes de la desigualdad, porque, sostiene, “la desigualdad destruye el tipo de vínculos sociales que nos resultan imprescindibles en cualquier proyecto de vida buena”. La desigualdad se impone (desde el Neolítico, dice) porque los poderosos han encontrado el medio para imponerla. Y cuenta con vigorosos propagandistas que fingen defender un proyecto igualitario. A lo sumo admiten cambios paulatinos. Replica Rendueles que la paciencia es un don que solo pueden permitirse los que tienen tiempo, no los que carecen de todo.

La desigualdad aumenta desde los setenta y se acrecienta con la crisis de 2008. En España las propiedades de las 20 personas más ricas suman tanto como las de las 15 millones más pobres. Y las políticas redistributivas no se estilan. Al contrario. Medidas fiscales que se aplicaban en Estados Unidos y otros países occidentales en los años posteriores a la II Guerra Mundial serían hoy catalogadas de bolcheviques. Los partidos “hegemónicos” hablan poco de igualdad. Como mucho propugnan la igualdad de oportunidades o se “indignan moralmente” por las desigualdades extremas, tal vez porque se dirigen, fundamentalmente, a una difusa clase media. La aceptación de la desigualdad social se ha generalizado tanto entre los académicos como en las políticas públicas y empieza a consolidarse como cosmovisión de la mayoría. Sólo a veces se quiebra esta tendencia: señala Rendueles la perplejidad que produce ver, como efecto de la pandemia, a entusiastas liberales reclamando la intervención del Estado. Una reclamación coyuntural; la actitud más frecuente es exaltar los merecidos logros individuales.

Las trampas de la meritocracia
Aunque el libro analiza la renta básica, la evolución de los partidos o la noción de clase media, destaca el capítulo dedicado al sistema educativo, que su autor ve como fuente de desigualdad y factor de consolidación de las diferencias de partida. En España el 56% de estudiantes hijos de profesionales de clase media-alta con notas malas alcanzan la educación posobligatoria. Este porcentaje se reduce al 20% entre los hijos de trabajadores. “Una democracia igualitaria es simplemente inconcebible sin las posibilidades de ilustración”, dice Rendueles, aunque hoy la educación promete igualdad pero reproduce las desigualdades heredadas. A ello colabora una escuela concertada subvencionada establecida en zonas ricas. La pública queda para las más pobres. Una concertada con un sistema de admisión que envía al 85% de los hijos de inmigrantes a la pública. La escuela concertada es, afirma, la base de los privilegios de familias ricas sobrerrepresentadas en los mecanismos de formación de opinión pública.

El sistema no corrige la desigualdad, la reproduce, aunque los estudios muestren que “la desigualdad genera más violencia, más cárcel, menos asociacionismo, más fracaso escolar, embarazos adolescentes y menos movilidad social”. Impone la idea de que los ricos deben sus éxitos al mérito y no a la suerte ni a la herencia, de modo que están justificadas las diferencias salariales. Y de pronto, “la pandemia nos hace descubrir trabajos mal pagados muy importantes” que hasta ahora eran considerados alienantes cuando no “trabajos de mierda”, susceptibles de ser robotizados. Robotización que “a menudo consiste en tratar a los seres humanos como si fueran robots”. Eso sí, en nombre del desarrollo y de la patria, pese a que “las élites globales se han emancipado, su patria es el paraíso fiscal más cercano”.

Entre los discursos igualitarios recupera el mito platónico del reparto de bienes entre los animales, incluido el hombre. Su resumen, correcto en lo general, resulta impreciso en los detalles. Sobre todo, al traducir un tanto forzadamente por “justicia” el bien concedido al hombre: la areté politiké, que es más bien “virtud política” o “sentido de la convivencia”. Es un asunto menor y no afecta a la coherencia de un discurso que, contra tantos, defiende que la igualdad debe ser el eje central de las políticas emancipatorias, además de un “objetivo político a largo plazo que requerirá una férrea voluntad colectiva”. Porque, sostiene Rendueles, “la igualdad no es el fin del camino, sino el camino mismo”.

miércoles, 7 de febrero de 2018

_- Qué es el “educacionismo”, la sutil forma de discriminación que nos marca desde niños. Melissa Hogenboom, BBC Future

_- El "educacionismo" sostiene que las personas con más educación tienen sesgos implícitos hacia quienes reciben menos educación


La primera vez que Lance Fusarelli puso un pie en un campus universitario, se sintió rodeado de gente que parecía saber más que él sobre sociedad, urbanismo y "todo lo que era diferente".

Él atribuye esas diferencias a su educación. No creció en la pobreza, sino en un pueblo de clase trabajadora de una pequeña zona rural de Pensilvania, Estados Unidos, pero fue el primero de su familia en ir a la universidad.

Su madre se quedó embarazada y tuvo que abandonar la escuela, y su padre trabajó en una mina de carbón desde la adolescencia. Vivió en un entorno en el que pocos estudiaban más allá de la secundaria.

Fusarelli cuenta ahora con una buena educación y es profesor y director de programas de posgrado en la Universidad Estatal de Carolina del Norte.

De vez en cuando, recuerda cómo se sintió en aquellos primeros días, cuando un compañero corrigió de manera inocente su gramática imperfecta: "No pretendía ser ofensivo, éramos buenos amigos, simplemente creció en un ambiente diferente".

Aunque Fusarelli ascendió en el mundo académico a pesar de su pasado, sus experiencias ponen de relieve la división social que existe en la educación.

Quienes tienen menos educación debido a su desventaja social sufren un sutil, pero profundo sesgo.
Un estudio publicado recientemente en el Journal of Experimental Social Psychology (Revista de Psicología Social Experimental) llamó a ese fenómeno "educacionismo" y, por primera vez, halló evidencias inequívocas de lo que Fusarelli y muchos otros llevaban tiempo sospechando: las personas que reciben más educación tienen sesgos implícitos hacia quienes reciben menos.

Y eso tiene consecuencias desafortunadas e indeseadas, que a menudo provienen de la brecha entre ricos y pobres.

"El racismo de la inteligencia"
Es un problema de "nivel social" que crea una división significativa. "Necesita ser abordado", explica Toon Kuppens, de la Universidad de Groningen, Países Bajos.

La idea de que la gente tiene prejuicios hacia quienes recibieron menos educación no es nueva.

En los 80, el sociólogo francés Pierre Bourdieu lo llamó el "racismo de la inteligencia... de la clase dominante", la cual serviría para justificar su posición en la sociedad.

Bourdieu dijo que el sistema educativo fue inventado por las clases dominantes.

La educación también sirve para dividir a la sociedad de muchas maneras. Los niveles educativos más altos están vinculados a mejores ingresos, salud, bienestar y empleo.

El estatus educativo también revela divisiones políticas. Aquellos que tienen calificaciones más bajas, fueron más favorables a la hora de votar que Reino Unido abandonara la Unión Europea, por ejemplo.

 Pese a todo, raramente se confronta el tema, dice Kuppens, aunque existen numerosos estudios sobre prejuicios por género, etnia y edad.

Kuppens y sus colegas hicieron una serie de experimentos. Preguntaron a varias personas cómo se sentían hacia otras, pero también les hicieron preguntas indirectas sobre los trabajos y la formación académica de varios individuos.

Los resultados fueron claros: las personas con un mayor nivel educativo son mejor aceptadas por todos, y además no son "inherentemente más tolerantes" hacia los menos educados, como normalmente se cree, dice Kuppens.

Es más, según el especialista, una de las razones por las que existe sesgo es que el nivel educativo se percibe como algo que la gente puede controlar.

La tiranía de la meritocracia
Los bajos niveles educativos están ligados a la pobreza .Quienes provienen de entornos pobres, rápidamente quedan por detrás de sus compañeros de colegio y muy pocos van a la universidad.

Y está cada vez más claro que hay razones complejas detrás de este fenómeno.

Jennifer Sheehy-Skeffington, de la London School of Economics, Reino Unido, dice que la falta de recursos es "psicológicamente restrictiva".

También sostiene que hay una sensación de estigma y vergüenza que crea una baja autoestima, un patrón que, asegura, es más probable que ocurra en ideologías meritocráticas, donde los logros de los individuos son vistos en base a su inteligencia y trabajo duro.

La pobreza afecta incluso a la toma de decisiones.
"Las habilidades cognitivas que se necesitan para tomar buenas decisiones financieras no están fácilmente disponibles cuando uno se enfrenta el estrés de darse cuenta de que lo está haciendo peor que otros", dice Sheehy-Skeffington.

Eso no significa que los procesos mentales se bloqueen, sino que los individuos se enfocan más en las amenazas del presente que en concentrarse en esa tarea.

En su análisis sobre la psicología de la pobreza, Sheehy-Skeffington descubrió que aquellos con pocos ingresos tienen una menor sensación de control sobre su futuro: "Si piensas que no puedes controlar tu futuro, tiene sentido invertir la poca energía o dinero que tengas en mejorar la situación actual".

Este tipo de trabajos revelan un ciclo difícil de romper.
El buen rendimiento mental se ve afectado cuando enfrentamos dificultades financieras, y cuando existen esas dificultades, la capacidad para planificar el futuro y tomar decisiones importantes también se ve afectada negativamente.

Y eso se refleja en el sistema educativo; quienes viven enfocados en el presente tienen menos incentivos para tener un buen desempeño en la escuela o pensar en educación superior.

Pero un equipo de investigadores fue más allá, argumentando que el sistema educativo está "motivado para mantener el status quo", donde los hijos de padres con alto nivel educativo van a la universidad, y los hijos de quienes recibieron menos educación ingresan a cursos de formación profesional y otros certificados de aprendizaje.

Esto fue mostrado en un estudio de 2017 liderado por el psicólogo Fabrizio Butera, de la Universidad de Lausana, en Suiza. Su equipo demostró que los "examinadores" puntuaban menos a individuos cuando les decían que el alumno provenía de un entorno menos privilegiado.

"Perpetuar el status quo es una forma de mantener el privilegio de esas clases", dice Butera.

"Daños ocultos" y posibles soluciones
Incluso si los individuos de una clase trabajadora llegan a la educación superior, a menudo tienen que "descartar partes originales de su identidad para poder moverse socialmente", explica Erica Southgate, de la Universidad de Newcastle, en Australia.

La investigadora ha estudiado los estigmas a los que se enfrentan los individuos que se convierten en los primeros de su familia en estudiar educación superior, y descubrió que en materias como medicina prevalece la presunción, por parte de los alumnos, de que todos provienen de un entorno social similar.

"No se trata tanto del estigma evidente, sino de los daños ocultos de la clase social que siguen emergiendo".

Pero entonces, ¿qué podría romper la brecha educativa?
Las formas de calificar pueden ser determinantes. El equipo de Butera demostró que entregar a los niños los resultados de los exámenes reduce la motivación.

Y sin puntajes calificados, se reduce también la comparación social, que a menudo afecta al rendimiento, de acuerdo con el trabajo de Sheehy-Skeffington.

Si se aportan comentarios detallados sobre cómo mejorar, en lugar de dar simples notas, uno puede "enfocarse en la evaluación como una herramienta de educación" y no de selección, explica Butera.

En otras palabras, los niños aprenden a ampliar sus conocimientos, en lugar de aprender a superar los exámenes.

"Una solución viable es crear un entorno en donde la evaluación forme parte del proceso de aprendizaje", señala Butera. "Esto parece reducir las desigualdades de género y clase social, y promover una cultura de solidaridad y cooperación".

Para Fusarelli, lo más importante es que tanto padres como profesores esperen lo mejor de los niños a una edad temprana para reforzar la idea de que "pueden hacerlo y ser exitosos".

Pero los sesgos del sistema educativo no van a desaparecer de un día para otro. Es más, la mayoría de nosotros ni siquiera nos daremos cuenta de que existen.

La actitud meritocrática de que quienes trabajan duro tendrán éxito sigue siendo dominante, a pesar de las pruebas que demuestran que hay muchos factores que exceden al control de las personas que pueden obstaculizar su potencial.

Y, por desgracia, son aquellos que están mejor educados —y quienes deberían ser sensibles con la discriminación— quienes pueden beneficiarse —a menudo sin ser conscientes de ello— de la misma desigualdad que contribuyen a crear.

http://www.bbc.com/mundo/vert-fut-42654382
Los alumnos pobres repiten cuatro veces más que los de familias con más recursos.

https://elpais.com/sociedad/2019/12/04/actualidad/1575482923_262875.html

sábado, 17 de junio de 2017

_-"La pobreza es un estado mental": desigualdad y el mito de la meritocracia.

_-José María Agüera Lorente

«La injusticia siempre exige justificaciones y argucias; las causas justas mucho menos»
(Robert Trivers: La insensatez de los necios) 

 Oigo la escueta noticia a través de la radio: Ben Carson, el secretario de vivienda estadounidense, afirma que la pobreza es «un estado mental». Busco en internet qué hay tras lo que aparece en forma de titular en varios medios digitales. Así me entero de que el señor Carson, neurocirujano de oficio, fue el primer afroamericano en ser nombrado jefe de neurocirugía pediátrica en el Centro Infantil Johns Hopkins de Baltimore.

Negro, es decir, hombre perteneciente a una minoría que, atendiendo a los datos estadísticos de toda índole, es el grupo de la ciudadanía que más sufre la pobreza en un país de por sí con un importante índice de desigualdad; para ponerlo en cifras, el índice de Gini, que cuantifica la desigualdad en los Estados, se situó en la república norteamericana en 0,48 puntos según informe de 2015 , siendo en España de 0,33 puntos y del entorno de 0,25 en los países nórdicos, los de menor desigualdad del mundo dado que el máximo lo marca el 1. Pero como ciudadano de la desfavorecida minoría negra el secretario Carson es un magnífico exponente del american dream, igual que el personaje que interpreta Will Smith –antaño irreverente príncipe de Bel Air– en la película titulada En busca de la felicidad, en la que un desgraciado padre cambia su situación de patético loser por la de ejecutivo triunfador merced a su «mentalidad ganadora», la que precisamente el exneurocirujano ahora miembro de la administración Trump propugna que han de inculcar los padres a sus hijos. Por eso, seguramente y dicho sea de paso, en nuestro sistema educativo postLOMCE se haya considerado conveniente la implantación de una asignatura denominada «Cultura emprendedora y empresarial» con el fin de inculcar en nuestros jóvenes el «espíritu emprendedor» y promover el «autoempleo».

De modo que la pobreza –según cabe inferir de este planteamiento– es, principalmente, el efecto natural de un modo de afrontar los retos de la vida desde el derrotismo, actitud que bien pudo ser herencia de unos padres que fallaron a sus hijos a la hora de dotarles del sano espíritu emprendedor que les insuflara la fuerza moral del triunfador. O expresado en versión corta: si eres pobre, tú te lo buscas por cultivar el espíritu perdedor; ya que, como dicta la ética capitalista, el que trabaja, innova y emprende, siempre recibe su merecido premio.

Si la estructura social del Antiguo Régimen legitimaba las desigualdades entre los integrantes de los diversos estamentos mediante el discurso religioso, el cual hacía del designio divino el fundamento moral del orden establecido, en el caso de nuestro actual statu quo, que tiene en las desigualdades económicas el elemento decisivo que marca las diferencias sociales, habrá que buscar su legitimación no ya en la dimensión trascendente, que no es válida en una cultura secularizada, sino en la inmanente de la propia responsabilidad individual, muy acorde con la concepción liberal de la democracia, que es la preeminente. Así la aristocracia viene a ser reemplazada por la meritocracia. Es el mérito ahora y no la superioridad del linaje el que da razón de la riqueza material que viene a ser moralmente aprobada, puesto que ha sido ganada en buena lid por el individuo en un contexto de competición en igualdad de condiciones. En consecuencia, la desigualdad resultante del enriquecimiento de unos y el empobrecimiento de otros no tiene por qué ser objeto de corrección, puesto que en nada contradice el canon de la ética capitalista. Meritocracia y aristocracia comparten el núcleo legitimador, que no es otro que la virtud (areté en griego), lo que otorga valor a algo o alguien (meritum en latín); y en el que se sustenta una jerarquía moralmente justa.

Considero que este constructo ideológico de la meritocracia es parte primordial de la ética de los trabajadores de las democracias modernas; y permite explicar en parte la casi inexistente resistencia y hasta resignación que caracteriza la actitud mayoritaria de la ciudadanía ante el crecimiento de la desigualdad económica y social. Cuando el ciudadano no trabaja, o tiene un trabajo indigno, cuando no logra darse a sí mismo la vida a la que el sistema le dicta que ha de aspirar como ideal, le ahoga la vergüenza del loser, del perdedor que no ha hecho méritos suficientes para obtener los favores del capital (yo lo he visto en personas de carne y hueso que conozco; apelo a la experiencia del lector). Aquí, como señala certeramente el filósofo Byung-Chul Han, descansa una parte principal de la estabilidad del orden establecido, que ha logrado en más de los que creemos hacer de su persona amo y esclavo a partes iguales; o dicho de otro modo, ha convertido al individuo en empresario empleador de sí mismo. No cabe, pues, la crítica a la sociedad, pues sólo uno es culpable de su propio fracaso.

La meritocracia va camino de convertirse, si no lo es ya, en una de esas creencias de las que hablaba José Ortega y Gasset hace casi un siglo en su ensayo titulado Creer y pensar; es decir, en una de esa clase de ideas que conforman el estrato más profundo de nuestro pensamiento, de las que no somos conscientes, pero con las que contamos sin más para hacer nuestras vidas, de tal modo que bien se puede decir que constituyen el continente de nuestras acciones. No vivimos con tales creencias, sino que estamos en ellas.

Hagamos méritos, entonces, y el sistema nos otorgará sus bendiciones. Seamos mejores, hagámoslo mejor que los otros, como dicta la regla dorada de la competición, y tendremos lo que nos merecemos. Y los que tienen más y son, en consecuencia más, es porque se han hecho merecedores de ello. Son mejores que los otros. Este sería el cuadro de la denominada por el economista francés Thomas Piketty «sociedad hipermeritocrática», un invento dice él de los Estados Unidos armado a lo largo de las últimas décadas con el fin de justificar la magnitud creciente de la desigualdad. Ésta va camino de alcanzar las cotas de concentración de riqueza extremas en las sociedades del Antiguo Régimen y en la Europa de la Bella Época (con típicamente el 90% de la riqueza total para el decil superior y el 50% para el percentil superior en sí mismo). Es el reparto según el modelo de la «sociedad hiperpatrimonial» o «sociedad de rentistas». Sólo que en este imperio del libre mercado global en el que nos hallamos instalados en nuestros días y que camina firme año tras año hacia el mayor crecimiento de la desigualdad el modelo es de una «sociedad de superestrellas» o una «sociedad de superejecutivos».

En cualquier caso los ganadores de semejante sociedad justifican la jerarquía que la estructura por el valor del mérito. Ahora bien, éste no es objetivo ni absoluto. Es muy difícilmente cuantificable y varía a lo largo del tiempo. Fijémonos por un momento en el salario de los altos ejecutivos, que no ha hecho más que crecer de forma exagerada en las últimas décadas, aumentando la brecha con respecto a los asalariados con menos sueldo de las empresas. ¿Cómo evaluar con objetividad su productividad marginal? ¿Cómo se mide la productividad individual cuando se forma parte de un equipo, de una estructura, de una empresa? Sus ganancias dependen más de las normas sociales vigentes entre ellos y los accionistas, así como de la tolerancia de los trabajadores de bajo nivel salarial y de la sociedad en su conjunto, para lo cual la batalla ideológica es decisiva. Como precisa el mismo Piketty: «Estas normas sociales dependen principalmente de los sistemas de creencias respecto a la contribución de unos y otros en la producción de las empresas y en el crecimiento del país. Teniendo en cuenta las enormes incertidumbres a este respecto no sorprende que estas percepciones varíen respecto a las épocas y a los países, y dependen de cada historia nacional particular. El punto importante es que, teniendo en cuenta lo que son estas normas en un país determinado, es difícil que una empresa particular se oponga a ellas». (A este respecto, el visionado de la película titulada El capital del incisivo director Costa-Gavras hará las delicias del lector con sensibilidad masoquista.)

La creencia, no obstante, del pensamiento liberal, que impregna la atmósfera mental que respira la ciudadanía, es que las notables diferencias en las retribuciones reflejan una desigualdad en el talento y la ejecución, necesaria para incentivar y alentar el trabajo duro, así como el reconocimiento del mayor esfuerzo, responsabilidad y estrés que conlleva el desempeño de los altos cargos. Este cuadro legitimador se resiente, sin embargo, cuando uno se entera de la ineptitud e incompetencia de muchos altos directivos, los cuales, empero, no dejan de cobrar sus escandalosas indemnizaciones, pensiones y bonus (¿necesitamos evocar la figura de nuestro ínclito Rodrigo Rato como referencia?). A ello hay que añadir que en el mundo real la productividad no es mero resultado del talento y esfuerzo de los individuos, sino del sistema socioeconómico en el que se desenvuelven.

El heterodoxo economista Ha-Joon Chang, profesor de Economía Política del Desarrollo en Cambridge, plasma meridianamente lo mucho que de mito tiene la meritocracia en este párrafo extraído de su libro 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo: «Esa idea tan extendida de que la única manera de que todas las personas reciban un salario correcto, y por lo tanto justo, pasa por que los mercados sigan su curso, es un mito; un mito del que habrá que olvidarse, comprendiendo lo que tiene de político el mercado y de colectiva la productividad individual, si pretendemos construir una sociedad más justa, en la que se decida cómo retribuir a las personas tomando en cuenta como se lo merecen la herencia de la historia y los actos colectivos, no solo el talento y el esfuerzo individual.»

Hay quien percibe, incluso, un proceso de secesión que pone en peligro la integridad del sistema democrático asociado a la legitimación meritocrática de la creciente desigualdad en la posesión de la riqueza. Los muy ricos constituirían ya un grupo de personas que han adquirido pautas de comportamiento e idiosincrasia exclusivas, resultantes en gran medida de identificar sus riquezas y las posiciones conquistadas en las últimas tres décadas con lo que conciben como su talento y su mérito singulares. Entienden que alcanzar las más altas cimas de la opulencia conlleva unos determinados derechos, que en realidad son privilegios, y que hacen todo lo posible por asegurar y acrecentar, segregándose del común de los mortales al mantenerse a salvo de los riesgos vitales e incertidumbre que no hacen más que aumentar en un mundo dominado por el omnipotente y veleidoso capital financiero. Es la tesis mantenida por los profesores Antonio Ariño y Juan Romero en su libro de hace un año titulado, precisamente, La secesión de los ricos, donde advierten, en efecto, del quebranto que se causa al fundamento mismo de la democracia cuando la ideología del mérito socava –como hemos apuntado más arriba– los principios políticos de la justicia y la igualdad legitimando la concesión de un poder tan desmesurado a determinados grupos.

La empatía social se resiente cuando no hay reconocimiento de la afinidad en la vulnerabilidad, que es el requisito casi indispensable según la filósofa norteamericana Martha C. Nussbaum para que los seres humanos se compadezcan. La meritocracia contribuye a reforzar el punto de vista desde el cual contemplamos a los perdedores del sistema como objetos distantes cuyas experiencias no tienen nada que ver con la vida propia. Su desdicha –pobreza, paro, exclusión social, pérdida de estatus...– es percibida no como algo inmerecido; es decir, la creencia es que la persona de la que se trate, de algún modo, ha provocado su propio sufrimiento. Las desigualdades devienen justas al asumir como evidencia irrefutable un terreno social en el que todos los individuos compiten en presunta igualdad de condiciones, ya que pueden recibir la educación que necesitan y son juzgados al margen de la colectividad en la que crecen. La socialización afirma la individualidad y sus virtudes, de forma que el triunfo y el fracaso se convierten en resultados de la actuación personal, incluida la pobreza, claro está, que es la consecuencia natural de la conducta de quienes no han sabido aprovechar las oportunidades que la vida y una sociedad abierta les ha brindado.

Es menester una buena dosis de autoengaño para no caer en la cuenta de las consecuencias políticas que todo esto acarrea, y que tienen que ver con la deslegitimación del estado de bienestar. El mito de la meritocracia es un barreno en el pilar de la solidaridad, uno de los que sustenta dicho estado de bienestar, cuyo presupuesto es que las desigualdades no son producto exclusivo de las acciones de los individuos que forman parte de él, o sea, que hay factores en la dimensión colectiva que objetivamente perjudican a unos y favorecen a otros al margen de sus méritos personales.