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miércoles, 4 de mayo de 2022

¿Las personas pueden cambiar?


Mi amigo Jarvis Masters entró a la Prisión Estatal de San Quintín en 1981 como un adolescente iracundo y culpable de varios cargos de robo a mano armada, pero luego, con la ayuda de una amiga del exterior, descubrió nuevas ideas y valores. Melody Ermachild Chavis, una investigadora que trabajaba en su caso, estaba dando sus primeros pasos en la práctica budista. Masters aceptó lo que ella le ofrecía y lo cambió. Se convirtió en un meditador devoto, luego en un renombrado practicante y pacificador budista tibetano.

Masters ha estado en San Quintín durante 41 años, la mayoría de ese tiempo ha estado en el corredor de la muerte por un crimen que, a partir de una revisión minuciosa del caso, muchas personas y yo creemos que no cometió (después de su encarcelamiento por robo a mano armada, lo condenaron por conspirar en el homicidio de un guardia de la cárcel y por afilar un arma que otros usaron para asesinarlo en 1985). En los años que han pasado desde su metamorfosis, a menudo ha apaciguado escenarios que podrían derivar en violencia y ha ofrecido consuelo y un oído de confianza para las penas de quienes lo rodean, tanto los guardias como otros presos.

Pero el sistema legal muestra poco interés en el argumento sólido a favor de su inocencia en cuanto a los cargos que se le imputan y solo parece considerarlo el hosco joven negro que encerró tantos años atrás. Desde hace tiempo, las cárceles han usado palabras como “correccional”, “reformatorio” y “penitenciaría” para sugerir que están comprometidas con cambiar a los presos, pero, en la era de las políticas de mano dura contra el crimen, el sistema carcelario se enfocó en castigar en vez de reformar. Hasta la fecha, el sistema parece mal equipado para reconocer cuando ocurren esas transformaciones, a menos que sea en una audiencia de libertad condicional, y la gente sentenciada a muerte no tiene derecho a una.

No son solo las cárceles y el sistema de justicia penal. Como sociedad, da la impresión de que estamos desprovistos de lo necesario para reconocer las transformaciones, al igual que carecemos de procesos formales —que no sean acuerdos monetarios— para que quienes han perjudicado a otras personas reparen daños como parte de su arrepentimiento o transformación.

La mayoría de nosotros ha cambiado con el tiempo, a menudo en incrementos tan lentos que no los reconocemos hasta que una situación nos pone cara a cara con algo que alguna vez creímos o aceptábamos y ahora ya no. Sin embargo, cuando se presentó el caso de Masters en una revisión de la Suprema Corte de California en 2016, pareció que los jueces no estuvieron dispuestos a tomarse en serio la evidencia acumulada para su exoneración ni tuvieron interés en saber en quién se había convertido.

En cambio, su decisión por escrito trajo a colación varias acusaciones de cosas que él había hecho de niño mientras estuvo en los sistemas de acogida temporal y justicia juvenil de California. Dio la impresión de que los jueces supusieron que este comportamiento de hace años fortalecía el argumento de que Masters merecía ser ejecutado por el estado y que el veredicto, en un juicio asombrosamente endeble, debía seguir vigente.

Sin importar qué haya hecho Masters en su infancia y juventud, para cuando tenía 6 años, también había experimentado hambre crónica, abandono extremo y violencia, y había visto cómo estuvieron a punto de matar a su madre a golpes. Después de su primera asignación tutelar exitosa, entró a una serie de hogares e instituciones donde fue sometido a una intensa violencia física y psicológica. Al principio, parecía haber sido un producto de esas circunstancias, pero luego construyó otras mejores. Desde el corredor de la muerte, ha creado un amplio círculo de amigos en el exterior, ha publicado dos libros, se ha vuelto un querido protegido de la maestra budista Pema Chodron, ha leído a fondo y ha tomado los hábitos de un lama tibetano.

Este lenguaje parco difícilmente transmite quién es mi amigo y cuánto nos reímos de todo y nada cuando logro agendar una cita a través del laberíntico sistema penitenciario o cuando él me llama por cobrar. Masters es un milagro de alegría gracias a la disciplina, una persona que ha encontrado una especie de tranquilidad y esperanza interior en una vida de encierro entre los californianos más violentos y en medio de los constantes gritos de furia que puedo escuchar cuando hablamos por teléfono. Sus tatuajes se han desvanecido, al igual que el joven que solía ser. Sin embargo, al sistema parece no interesarle la persona en la que se ha convertido, a pesar del sistema y no gracias a este.

Esta creencia en la inamovilidad de la naturaleza humana en vez de su fluidez o quizá en la culpa sin redención aparece en todas partes: no solo en el sistema jurídico formal que decide cuestiones de inocencia, culpabilidad y responsabilidad, sino también en la esfera social, en la cual reproducimos veredictos repletos de suposiciones poco analizadas sobre la naturaleza humana, así como prejuicios en contra y a favor de tipos particulares de personas y actos.

¿Eres quien solías ser? En concreto, ¿eres la persona que cometió ese error, que tenía esa opinión que ahora se considera reprobable o ignorante, que hizo daño hace años o décadas? A lo largo de las décadas, la mayoría de quienes pasamos a la madurez en el último siglo hemos cambiado nuestras cosmovisiones sobre la raza, el género, la sexualidad y otros temas clave. En particular, la década pasada se desarrolló como un seminario a la medida sobre estos temas para quienes decidieron prestar atención.

Sin embargo, a menudo hablamos y nos tratamos como si cada uno de nosotros fuera la suma de todas nuestras creencias y acciones pasadas, como si no se hubiera agregado, restado ni transformado nada. Por ejemplo, hace tiempo que la senadora estadounidense Elizabeth Warren repudió sus orígenes republicanos para convertirse en una de las principales voces progresistas del país. No obstante, en la campaña presidencial de 2020, le restregaron su pasado personas que lo consideraron una mancha imposible de limpiar o al menos información que podían convertir en un arma porque preferían a otros candidatos.

La izquierda tiene muchos abolicionistas de las cárceles y defiende la reinserción en la sociedad de quienes han cometido crímenes, pero esa generosidad no siempre se extiende a la gente que ha dicho algo que pudo considerarse aceptable en otra época, pero ahora ya no.

Los conservadores tienen su propia versión de esa insistencia en que una caída en desgracia es una caída eterna. Cuando el cardenal Timothy Dolan de Nueva York ofreció una homilía el año pasado sobre Dorothy Day, la activista por la justicia social que se convirtió al catolicismo y fundó el Movimiento del Trabajador Católico, consideró adecuado declarar: “Ella sería la primera en admitir su promiscuidad”. “Promiscua” parece una palabra dura e imprecisa, y una que insiste en ver sus primeros años como un fastidio que opaca cualquier aprecio hacia el heroísmo desinteresado de su vida posterior.

Tal vez parte del problema es la pasión por el pensamiento categórico o más bien por las categorías como una alternativa para el pensamiento. Algunas personas evolucionan y cambian de manera tan radical como las orugas que se convierten en mariposas. Algunas bien podrían estar talladas en granito, pues cargan a lo largo de toda su vida las mismas creencias y valores con los que comenzaron. Algunas mejoran, otras empeoran, algunas permanecen igual. Algunas cambian como resultado de cambios sociales, algunas por razones individuales y por medio de un esfuerzo individual. Reconocer esto implica considerar caso por caso y también reconocer que a veces no sabemos lo suficiente como para emitir un juicio.

A veces sí podemos hacerlo. Tomemos como ejemplo a Angela Davis. Su autobiografía, escrita cuando era una joven que acababa de salir de la cárcel en los años setenta tras ser absuelta de todos los cargos en su contra, acaba de ser reeditada. La descripción que hizo del tiempo que pasó en la cárcel de la ciudad de Nueva York es dura sobre las relaciones lésbicas de las que fue testigo ahí. “Yo era un producto de mi época”, dijo hace poco. “Y debo admitir que es muy inspirador reconocer cuán lejos hemos llegado, no solo por la manera en que hablamos sobre la sexualidad, sino también por cómo hablamos sobre el género y la manera en que siempre estamos desafiando las nociones binarias de género. Y todas estas transformaciones han ocurrido como consecuencia de la gente que ha dedicado su vida a luchar”.

Davis, quien desde hace tiempo tiene una pareja mujer, atribuye el crédito de su evolución individual a un proceso colectivo. Es una confesión audaz y también poco común, porque reconoce sus defectos pasados, además de admitir que los procesos sociales de gran envergadura cambiaron su manera de pensar. Muchas personas pasan por alto que son beneficiarias de procesos históricos y suponen que cambiaron como individuos. Ese instinto tiende a ir de la mano con una disposición a condenar a la gente que existió antes de que esos procesos cuestionaran viejas conjeturas y ofrecieran nuevas perspectivas y nuevos valores.

La cultura judía, como lo menciona mi amiga la rabina Danya Ruttenberg, tiene procesos claros para la redención y la reparación, en contraste con la corriente dominante de nuestra sociedad. El cristianismo le presta más atención al perdón de las víctimas y sus tradiciones de penitencia y confesión tienden a enfocarse en hacer las paces con Dios en vez de hacerlo con quienes fueron perjudicados. Hay algunos modelos nuevos —y uno de los principales es la justicia restaurativa—, pero, para que funcione cualquiera de ellos, debemos creer en la posibilidad de la transformación, y aceptar la incertidumbre que esto conlleva: la gente puede cambiar, algunas personas lo han hecho, algunas dicen falsamente que lo han hecho, algunas no quieren, algunas no pueden o recaerán. Afirmar que alguien no ha cambiado tal vez sea falso, pero quizá se siente más cercano a una certeza y sin duda requiere menos confianza.

En todos estos casos, me enfrento con la necesidad de una investigación y una flexibilidad. Sin duda, el primer criterio para determinar que algo es perdonable es si ya terminó, porque la persona dejó de hacer el daño que estaba perpetrando, renunció a los principios que produjeron ese daño, reparó o enmendó el daño o se volvió una persona diferente. El segundo es determinar si hay suficientes datos para decidir y quién debería decidir. La idea de que todo quede en manos de las personas que fueron dañadas de manera directa parece buena a primera vista, pero da pie a la confusión entre justicia y venganza en un tribunal. Además, quienes no se hayan visto afectados también deben decidir cómo responder ante quienes han realizado el daño, ya sea para contratarlos, votar por ellos, ser sus amigos, leer sus libros, ver sus películas o simplemente creerles. No obstante, más allá de los casos individuales, hay una necesidad de un enfoque de mayor envergadura: reconocer que la gente cambia, que la mayoría de nosotros lo ha hecho y lo hará, y que una buena parte de eso se debe a que, en esta era transformadora, a todos nos está llevando la corriente de un río de cambio.

Rebecca Solnit es la autora de Orwell’s Roses, su libro más reciente.

https://www.nytimes.com/es/2022/04/28/espanol/opinion/perdon-redencion.html

jueves, 13 de septiembre de 2018

Qué influye más en lo que somos, ¿la genética o la crianza? El conocido dilema, herencia-medio o genética-educación.



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El día que mis dos gemelos idénticos nacieron mediante una cesárea de emergencia, noté una diferencia en su comportamiento. El gemelo A, que se había visto presionado durante varias horas contra una pelvis inflexible, pasó la mayor parte de su primer día alerta y mirando a su alrededor, mientras que el gemelo B, quien se había librado de ese estrés prenatal, dormía plácidamente como un típico recién nacido.

Mi marido y yo hicimos lo mejor que pudimos para tratarlos igual, pero era un desafío sostener al gemelo A —lo llamábamos nuestro “bebé langosta”—, en tanto que el gemelo B se dejaba cargar fácilmente. A medida que los niños se desarrollaron, vimos otras diferencias. El gemelo B practicaba todas las metas ambulatorias —gatear, caminar, andar en bicicleta, patinar, etcétera—, mientras que su gemelo observaba y luego copiaba la habilidad una vez que el hermano la tenía dominada.

Aunque compartían todos los genes y crecieron con los mismos padres amorosos, estaba claro que había diferencias en esos niños que se habían visto influidas por otros factores de su entorno, tanto anteriores como posteriores a su nacimiento.

Desde hace siglos, filósofos y psicólogos han debatido sobre la importancia relativa de la naturaleza y la educación en el desarrollo de los niños; es un debate que ha tenido considerables efectos en las políticas públicas, algunos de ellos negativos.

Por ejemplo, el programa “Head Start” del Departamento estadounidense de Salud y Servicios Humanos fue diseñado para darles a los niños de entornos socioeconómicos desfavorecidos una ventaja académica. Sin embargo, quizá habría sido más eficiente enseñarles a sus cuidadores y tutores habilidades para ser padres y para criarlos, además de mostrarles cómo enriquecer el entorno del niño y resistirse a las malas influencias.

Los niños aprenden de lo que ven a su alrededor. Si lo que experimentan principalmente es violencia, abuso, asentismo escolar y ninguna expectativa de éxito, sus posibilidades de un futuro sano se ven comprometidas desde el comienzo. Como dijo Erik Engquist, colega periodista y quien fue el gemelo A: “Los genes definen tu potencial, pero es principalmente tu entorno lo que determina quién serás. Los pocos que escapan a las influencias negativas son un caso aparte”.

Si el potencial genético está ahí, el hecho de que un niño tenga en su vida al menos a un adulto amoroso que lo apoye puede marcar una gran diferencia en su desarrollo.

Estudios que han durado décadas sobre hermanos gemelos y mellizos —y en algunos casos trillizos— que fueron separados a una edad temprana y después criados en entornos sorprendentemente distintos dan cuenta de la importante interacción de la naturaleza y la crianza, y ayudan a explicar sus contribuciones relativas al desarrollo de los niños.

“Una dicotomía estricta entre los genes y el entorno ya no es pertinente; funcionan en sintonía”, dijo Nancy Segal, psicóloga de la Universidad Estatal de California, en Fullerton; Segal es melliza y ha dedicado su carrera al estudio de los gemelos, como un análisis famoso de familias de gemelos de Minnesota. Es autora de Born Together — Reared Apart: The Landmark Minnesota Twins Study (Nacidos juntos, criados aparte), publicado en 2012 por la Universidad de Harvard.

Los numerosos estudios de miles de pares de gemelos y de mellizos, criados tanto juntos como separados, han permitido evaluar los efectos relativos que tienen los genes y el entorno en una gran cantidad de características.

“Depende de cada rasgo específico”, comentó Segal, y la variación de los porcentajes depende de la característica en cuestión. “En una única persona no es posible calcular las contribuciones específicas de los genes y el entorno, pero a partir de una base demográfica podemos calcular en qué proporción las diferencias genéticas, de educación y ambiente explican las variaciones de una persona a otra”.

Los estudios de gemelos que han crecido separados han demostrado que, en general, la mitad de las diferencias en la personalidad y la religiosidad están determinadas por la genética. Mientras que para un rasgo como el cociente intelectual, la variación genética promedio es de 75 por ciento y solo el 25 por ciento se debe a la influencia del entorno.

Además, puede haber diferencias según el género en la influencia de la genética. Un estudio de 4000 pares de gemelos en Suecia descubrió que la genética tenía una mayor influencia en la orientación sexual en los gemelos que en las gemelas.

Pero, como lo observé en mis propios hijos y aprendí de estudios, para otras cuestiones el entorno sí es clave para determinar si el potencial genético se manifiesta. Por ejemplo, poder entonar la voz a la perfección es algo que usualmente se hereda —se cree que está vinculado a un solo gen—, pero si no hay una educación musical temprana es poco probable que este rasgo se manifieste.

El documental reciente Three Identical Strangers habla sobre trillizos idénticos separados al nacer entre los cuales hubo diferencias en la susceptibilidad a las enfermedades mentales: el que fue criado por un padre autoritario se vio más gravemente afectado que los otros dos, quienes tuvieron padres más cálidos y afectuosos.

Los genetistas ahora saben que, aunque el ADN personal es básicamente inmutable, una amplia variedad de factores ambientales puede conferir lo que se conoce como diferencias epigenéticas. La epigenética define cuáles genes en el genoma de una persona pueden activarse o desactivarse. Se ha demostrado que factores como el ejercicio, el sueño, los traumas, el envejecimiento, el estrés, las enfermedades y la dieta tienen efectos epigenéticos, algunos de los cuales se pueden pasar a futuras generaciones.

Los investigadores están buscando formas de alterar deliberadamente la manifestación de los genes con la esperanza de descubrir cómo prevenir o tratar enfermedades con un fuerte componente genético, como la diabetes.

También puede haber cambios en el genoma de un gemelo idéntico cuando el cigoto se divide, lo que tiene como resultado un defecto en un gen específico, explicó Segal. En un par de gemelas idénticas, una puede experimentar un fenómeno llamado inactivación del cromosoma X. De las quintillizas Dionne, por ejemplo, dos eran daltónicas como resultado de dicho efecto genético.

Segal, quien también escribió Twin Misconceptions: False Beliefs, Fables, and Facts About Twins (Fábulas, falsas creencias y hechos sobre los gemelos), comentó que los estudios subrayan la importancia de mantener a los gemelos juntos cuando se les adopta.

Usó como ejemplo el documental de los trillizos. “Resintieron profundamente haber sido separados. Se perdieron años maravillosos que pudieron haber pasado juntos”*, dijo Segal. “Había un vínculo inmediato, un entendimiento mutuo, que se hizo evidente tan pronto como se encontraron”.

Jane Brody es columnista de salud personal, puesto que ha tenido desde 1976; ha escrito más de una decena de libros, incluyendo sus éxitos editoriales "Jane Brody’s Nutrition Book" y "Jane Brody’s Good Food Book".

https://www.nytimes.com/es/2018/08/22/naturaleza-crianza-gemelos/

* Es curioso como, en muchos centros educativos españoles, hay profesorado empeñado en separarlos, cuando no existen investigaciones que confirmen o aconsejen esta práctica como deseable y es evidente que para ellos, los gemelos o mellizos, la separación es una fuente de sufrimiento.
Más:
A propósito de la discusión herencia medio, un famoso fraude en psicología a favor de la herencia.
Cyril Burt, un ejemplo paradigmático de fraude cientifico.

lunes, 12 de diciembre de 2016

PSICOLOGÍA ¿Actuamos igual solos que en grupo?

Someterse a la opinión de la mayoría nos vuelve menos empáticos, menos inclinados a ayudar y mucho más obedientes, sean cuales sean los resultados de nuestras acciones.


SABER CÓMO piensa, siente y actúa alguien es una de las incógnitas más interesantes que podemos plantearnos, pero conocer cómo influye la presencia –real o imaginaria– de otras personas en nuestros sentimientos y actos puede ser aún más relevante y más difícil de entender. De esto se encarga la psicología social.

Algunos de los análisis realizados por esta disciplina han sido trágicamente famosos, como El experimento de la prisión de Stanford, conocido simplemente como El experimento. El estudio, llevado a cabo durante tan solo seis días, del 14 al 20 de agosto de 1971, consistió en mantener recluidos en una prisión simulada en los sótanos de un edificio de esta universidad a 24 estudiantes, todos varones, sanos y socialmente adaptados, de los cuales ninguno había mostrado tendencia ni hacia la agresividad ni hacia la sumisión.

El diseñador y líder del proyecto fue el profesor Philip Zimbardo, quien los dividió en dos grupos y adjudicó al azar el papel de preso o de guardián a cada uno de ellos, reservándose para él mismo el de superintendente. Tanto los participantes como el propio Zimbardo se adaptaron a sus funciones más allá de sus expectativas. Hubo abusos de autoridad y tortura psicológica por parte de los guardias, así como aceptación pasiva y sometimiento en el lado de los presos, incluso acoso entre ellos por propia iniciativa o por orden. Inmerso en su papel, Zimbardo solo fue capaz de darse cuenta del despropósito cuando se lo señaló una observadora externa, que lo calificó de monstruoso y anti­ético, la única que se atrevió a cuestionar su moralidad entre las personas que tuvieron acceso al experimento sin estar involucradas en él. Solo entonces el investigador recapacitó y puso fin al estudio ocho días antes de la fecha prevista para su conclusión.

Se analizaba la presunta legitimidad de la conducta punitiva, restrictiva, hasta inmoral o agresiva de las personas cuando se les proporciona el apoyo social o institucional. La conclusión principal fue que la situación en la que se encuentra el individuo influye más en su comportamiento que su propia personalidad.

Estas conclusiones son compatibles con otro estudio realizado por Stanley Milgram en 1961 en la Universidad de Yale sobre el principio de obediencia a las figuras de autoridad. Milgram desarrolló un generador de descargas eléctricas con una serie de interruptores etiquetados con los términos “shock leve”, “shock moderado”, “peligro” y “shock severo”, más otros dos marcados con “XXX”. A un lado del interruptor se encontraba el maestro, una persona sana, común y sin tendencias criminales; al otro, un alumno que debía responder a una serie de preguntas. El maestro tenía el cometido de administrar una descarga aparentemente peligrosa al alumno cada vez que este fallaba en sus respuestas.

El alumno era cómplice del investigador y en realidad no sufría descarga alguna, pero las simulaba hasta mostrarse aparentemente agonizante. Si el maestro dudaba en algún momento, se le daba la orden de continuar. Y debía elegir entre obedecer o seguir los dictados de su conciencia. El 65% de los participantes aplicaron las descargas máximas. Prevaleció el deber de “obediencia a la autoridad” frente a los mandatos de la conciencia.

Según el Experimento de conformidad, realizado por el psicólogo estadounidense Solomon Asch en los años cincuenta del pasado siglo, la percepción propia de un individuo se ve influenciada por la de un grupo mayoritario, ya sea porque se siente presionado por la opinión de la mayoría o porque desconfía de su propia percepción. Sin duda, uno de los experimentos más interesantes en psicología social, muchas veces replicado, es el conocido como de la difusión de la responsabilidad o del espectador apático. Diseñado inicialmente por Darley y Latané en 1968, muestra que si nos hallamos a solas ante una persona que necesita ayuda, un 70% de la población le auxiliará o solicitará auxilio, pero si hay más personas alrededor, tan solo lo hará el 40%.

Muchos de estos estudios han sido controvertidos y considerados por algunos científicos como inmorales y abusivos. Si contextualizamos sus resultados, nos resultan sorprendentes, pero no están tan lejos los ejemplos históricos en los que multitudes se comportaron de ese modo “por obediencia debida”. Que los estudios de psicología social puedan mermar nuestra confianza en el futuro, en la humanidad o en ambas cosas es debatible, pero negarnos a conocer nuestra propia naturaleza es descorazonador. Como argumenta el neurocientífico Steven Pinker en su libro Los ángeles que llevamos dentro (Paidós), nos encontramos en el momento histórico en el que las muertes violentas y las agresiones son menos frecuentes. Por tanto, pensar “¿adónde vamos a llegar?” nunca será tan problemático como remontarnos a “de dónde venimos”.

Naturaleza ¿humana?

La gran mayoría de los estudios de psicología social que llegaron a estas conclusiones se realizaron en los llamados “países civilizados”.

También hay estudios sobre la generosidad o la empatía en poblaciones calificadas como “no civilizadas”, como los bosquimanos del Kalahari y tribus aisladas del Amazonas. Los resultados son muy diferentes, y no precisamente por la tendencia a la maldad de los supuestos salvajes. Estas sociedades son más pródigas en otras formas de generosidad y empatía.

Para saber si está en nuestra naturaleza ser abusadores, egoístas o maquiavélicos se deben definir estos conceptos, pues la condición humana no es absoluta.

http://elpaissemanal.elpais.com/confidencias/actuamos-igual-solos-grupo/