Recuerdo a Gabriel Celaya, de quien el 18 de marzo se conmemoró el centenario de su nacimiento, en la Feria del Libro de Madrid de 1977. Acompañado de su inseparable Amparitxu, firmaba libros en una de las casetas más concurridas. Acababa de publicar Itinerario poético, una antología preparada y prologada por él mismo y una larga fila de lectores, entre los que yo me encontraba, esperaba el turno para recibir su firma y su dedicatoria.
Era en los albores de la Transición, a muy pocos días de la celebración de las primeras elecciones democráticas después de cuarenta años de dictadura y Celaya -como Blas de Otero- venía acumulando, desde la década de los sesenta, una bien merecida fama de referente de la resistencia antifranquista y de la literatura comprometida.
Sus espléndidos poemas 'La poesía es un arma cargada de futuro' o 'España en marcha', de su libro Cantos iberos (1955), eran inseparables de un estado de conciencia colectiva claramente favorable a la ruptura, a la libertad y a la democracia.
En aquellos días (en aquellos años) las potencialidades movilizadoras, críticas de la poesía de Gabriel Celaya, aunque cuestionadas por el culturalismo novísimo, mantenían un significativo peso en el mundo cultural: eran los tiempos en que Bertolt Brecht compartía cartel en Madrid o Barcelona con los dramas de García Lorca, en que cada estreno de Buero Vallejo era un acontecimiento y en los que los sectores culturales implicados en el cambio combinaban las visitas a los salones de actos de los colegios mayores de la Universitaria (el flamenco, el jazz o el folk se alternaban con lecturas de los versos de Celaya, Otero, Gloria Fuertes, Ángela Figuera, de algunos poetas del 50 o de un Carlos Álvarez que acababa de publicar su memorable Aullido de licántropo) con la asistencia a manifestaciones o con la firma de manifiestos de toda índole.
Celaya, que fue candidato a senador por el PCE en Guipúzcoa en junio de 1977, atravesó la Transición en un discreto segundo plano, fue premio Nacional de las Letras en 1986 y alcanzó a ver el comienzo de la década de los noventa.
Sin embargo hoy, cuando se conmemora su centenario (nació el 18 de marzo de 1911), su presencia en los medios es infinitamente menor que la de otros grandes (y no tan grandes) escritores de nuestra lengua.
¿Se corresponde, ese vacío, con un descrédito de lo social en literatura y con la creciente presencia del yo, de la subjetividad y del apoliticismo? ¿Tiene que ver con la pérdida de sentido de una poesía comprometida en la realidad democrática española? Es probable que la razón de ese olvido se encuentre, a la vez, en la respuesta apuntada en ambos interrogantes. Sin embargo, su poesía alcanzó un nivel de calidad nada desdeñable, especialmente la que escribió a principios de los años sesenta: su tono conversacional y directo influiría en el tono que marcó la poesía de algunos autores posteriores.
En la obra de Ángel González, José Agustín Goytisolo o Jaime Gil de Biedma son visibles ecos de la dicción, el tono, la ironía y la atención a lo cotidiano del Gabriel Celaya de libros como Tranquilamente hablando (1947), Las cosas como son (1949) o Los poemas de Juan de Leceta (1961) -editado por Carlos Barral en la colección Collioure, por cierto-. Pero Gabriel Celaya no limitó su obra poética a esa perspectiva: fue un escritor inconforme también en el plano lingüístico, en el de la reflexión existencial, en el de la indagación metafísica. Son, a ese respecto, memorables algunos poemas de sus libros más tardíos Buenos días, buenas noches (1976) o El mundo abierto (1986).
¿Poeta olvidado? Quién sabe. En todo caso, no es malo que hoy, a la luz del centenario, nos preguntemos qué fue de la poesía social y de los poetas sociales y cuánto de su proteína vive en la lírica del siglo XXI. Por lo que parece, Celaya todavía respira. No es difícil constatarlo: en Facebook se ha abierto una página que, al poco de ser creada, ya ha superado con creces el millar de seguidores. Tal vez los jóvenes habitantes de Internet estén marcando un camino. MANUEL RICO. El País, Babelia 02/04/2011 (Más aquí)
MOMENTOS FELICES
Cuando llueve y reviso mis papeles, y acabo
tirando todo al fuego: poemas incompletos,
pagarés no pagados, cartas de amigos muertos,
fotografías, besos guardados en un libro,
renuncio al peso muerto de mi terco pasado,
soy fúlgido, engrandezco justo en cuanto me niego,
y así atizo las llamas, y salto la fogata,
y apenas si comprendo lo que al hacerlo siento,
¿no es la felicidad lo que me exalta?
Cuando salgo a la calle silbando alegremente
—el pitillo en los labios, el alma disponible—
y les hablo a los niños o me voy con las nubes,
mayo apunta y la brisa lo va todo ensanchando,
las muchachas estrenan sus escotes, sus brazos
desnudos y morenos, sus ojos asombrados,
y ríen ni ellas saben por qué sobreabundando,
salpican la alegría que así tiembla reciente,
¿no es la felicidad lo que se siente?
Cuando llega un amigo, la casa está vacía,
pero mi amada saca jamón, anchoas, queso,
aceitunas, percebes, dos botellas de blanco,
y yo asisto al milagro —sé que todo es fiado—,
y no quiero pensar si podremos pagarlo;
y cuando sin medida bebemos y charlamos,
y el amigo es dichoso, cree que somos dichosos,
y lo somos quizá burlando así la muerte,
¿no es la felicidad lo que trasciende?
Cuando me he despertado, permanezco tendido
con el balcón abierto. Y amanece: las aves
trinan su algarabía pagana lindamente:
y debo levantarme pero no me levanto;
y veo, boca arriba, reflejada en el techo
la ondulación del mar y el iris de su nácar,
y sigo allí tendido, y nada importa nada,
¿no aniquilo así el tiempo? ¿No me salvo del miedo?
¿No es la felicidad lo que amanece?
Cuando voy al mercado, miro los abridores
y, apretando los dientes, las redondas cerezas,
los higos rezumantes, las ciruelas caídas
del árbol de la vida, con pecado sin duda
pues que tanto me tientan. Y pregunto su precio,
regateo, consigo por fin una rebaja,
mas terminado el juego, pago el doble y es poco,
y abre la vendedora sus ojos asombrados,
¿no es la felicidad lo que allí brota?
Cuando puedo decir: el día ha terminado.
Y con el día digo su trajín, su comercio,
la busca del dinero, la lucha de los muertos.
Y cuando así cansado, manchado, llego a casa,
me siento en la penumbra y enchufo el tocadiscos,
y acuden Kachaturian, o Mozart, o Vivaldi,
y la música reina, vuelvo a sentirme limpio,
sencillamente limpio y pese a todo, indemne,
¿no es la felicidad lo que me envuelve?
Cuando tras dar mil vueltas a mis preocupaciones,
me acuerdo de un amigo, voy a verle, me dice:
«Estaba justamente pensando en ir a verte».
Y hablamos largamente, no de mis sinsabores,
pues él, aunque quisiera, no podría ayudarme,
sino de cómo van las cosas en Jordania,
de un libro de Neruda, de su sastre, del viento,
y al marcharme me siento consolado y tranquilo,
¿no es la felicidad lo que me vence?
Abrir nuestras ventanas; sentir el aire nuevo;
pasar por un camino que huele a madreselvas;
beber con un amigo; charlar o bien callarse;
sentir que el sentimiento de los otros es nuestro;
mirarme en unos ojos que nos miran sin mancha,
¿no es esto ser feliz pese a la muerte?
Vencido y traicionado, ver casi con cinismo
que no pueden quitarme nada más y que aún vivo,
¿no es la felicidad que no se vende?
domingo, 3 de abril de 2011
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