Es muy legítimo que tanto al Gobierno como a la ciudadanía, a las familias y al profesorado les preocupe saber con cierto grado de precisión si nuestros escolares han aprendido aquello que es exigible al finalizar determinado curso o al pasar de una etapa educativa a otra y si sus profesores han sabido cumplir con su deber. Este es el sentido, quiero suponer, que tiene la propuesta de la Ley Orgánica de Mejora de la Calidad de la Educación (LOMCE) de realizar cuatro exámenes externos a lo largo de la educación preuniversitaria: en tercero de primaria y al finalizar la educación primaria, la secundaria obligatoria y el bachillerato. Los dos últimos son, guste o no el término, reválidas ya que aquellos alumnos que no los aprobaren no obtendrían las respectivas titulaciones correspondientes a estas dos etapas.
Produce indignación que un alumno pueda pasar de curso en primaria y secundaria sin saber prácticamente nada de cuanto le sería exigible haber aprendido. Si bien es cierto que cabe la posibilidad de repetir curso, las leyes educativas —y en esto la LOMCE no es una excepción— establecen un tope al número de repeticiones de curso posibles en la etapa obligatoria. En todo caso, y esta es una cuestión en la que no entraré ahora, la efectividad de la repetición de curso es más que dudosa y de hecho no existe en sistemas educativos que superan por goleada al español. Las pruebas externas se convertirían en una garantía de que el alumnado que las aprobase tiene al menos los conocimientos mínimos sobre los que versaren tales evaluaciones.
La idea es que los incentivos y las sanciones derivados de las pruebas externas traerán consigo un mayor esfuerzo del profesorado, incrementarán la motivación del alumnado e intensificarán la implicación de los padres. La presión para obtener buenos resultados en estos exámenes hará que todo el mundo funcione mejor.
Es sabido que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones y, por desgracia, esto es lo que sucede con las pruebas externas. Por fortuna contamos con una amplia literatura científica en torno al debate sobre este tipo de exámenes en el caso de los Estados Unidos. Allí existen unas pruebas similares a las reválidas llamadas high-stakes, expresión que quiere decir que se trata de exámenes que tienen consecuencias importantes —como la obtención del título de secundaria— para quien los toma. También existen los low-stakes, exámenes —como por ejemplo los que realiza el PISA— que no inciden directamente sobre el futuro del alumno —ya que nada tienen que ver con su promoción académica—.
Hace ya algunas décadas Donald T. Campbell acuñó una famosa ley que lleva su nombre (también conocida como el principio de indeterminación de Heisenberg para las ciencias sociales) que viene a decir que cuanto más se usa un indicador para asignar o retirar recursos más se corrompe el proceso que intenta medir o corregir.
El principal inconveniente que plantea este tipo de pruebas es que el conjunto de la enseñanza se termina focalizando en los contenidos que en ellas se plantean (teaching to the test) a costa de otros igualmente necesarios. Esto entraría en contradicción con la demanda que desde la penosa redacción del preámbulo de la LOMCE se hace en pro del “aprendizaje de cosas distintas” (sic). Entre nosotros el examen de selectividad es un buen ejemplo de cómo reducir el segundo curso de bachillerato a una especie de academia preparatoria de esta prueba. Lo mismo cabría decir de las pruebas de “Conocimientos y Destrezas Indispensables” que realiza la Comunidad de Madrid a alumnos de 6º de primaria y 3º de la ESO, las cuales se centran en exclusiva en la competencia lectora y en conocimientos matemáticos obviando el resto de contenidos curriculares.
Las reválidas también modifican la forma de enseñar. Si el examen externo es de tipo test desaparecerá o menguará cuanto tenga que ver con el pensamiento creativo y la capacidad de elaborar ideas propias. Esto, una vez más, choca frontalmente con la pretensión del preámbulo de la LOMCE de “formar personas autónomas, críticas con pensamiento propio”.
Las investigaciones han puesto de manifiesto que con los high stakes los alumnos desarrollan menos motivación intrínseca y una menor disposición hacia el pensamiento crítico y que sus profesores controlan con mayor intensidad las experiencias de aprendizaje de sus estudiantes a costa del posible desarrollo de la autonomía intelectual de estos.
Durante su primera campaña presidencial Obama apuntó a la necesidad de acometer cambios sustantivos en la ley conocida como No Child Left Behind (que ampara, pese a que no obliga a ello, todos estos exámenes externos de los que estamos hablando). Llegó a decir que los profesores dejarían de estar “abocados a dedicar el curso a preparar a los niños para rellenar círculos en test estandarizados” y reconoció que materias como la historia y el arte estaban siendo marginadas y que, en definitiva, niños y adolescentes no recibían una educación completa.
Además, estos exámenes dan lugar a prácticas fraudulentas –más de un director de centro escolar ha terminado en la cárcel- por parte de los centros con la intención de obtener los mejores resultados posibles.
El ministro de Educación, que también lo es de Deportes, se considera resultadista y no tiene empacho en afirmar –como lo hace el preámbulo de la LOMCE- que los exámenes externos elevan el nivel educativo y para ello, y en una prueba rotunda de pluralismo científico, invita en exclusiva a Madrid a Eric Hanushek (un economista de reconocido prestigio) para que nos dé su versión de un debate que sigue generando enormes controversias en la sociedad norteamericana. Se trata de una discusión tan agria como difícilmente comprensible en la que unos investigadores –todos ellos, eso sí, de reconocido prestigio- afirman que el nivel sube y otros mantienen lo contrario. Sin embargo, nada más y nada menos que el National Research Council (NRC) en su informe de 2011 Incentives and Test-Based Accountability in Education llegó a la conclusión de que los sistemas de rendición de cuentas eran ineficaces por lo que recomendaba que se dejaran de llevar a cabo ya que no hay datos que avalen que mejoren los resultados de los estudiantes que han de aprobar un examen para obtener el título de secundaria superior. En febrero de este año el Washington Post publicó un manifiesto firmado por más de ciento treinta investigadores y profesores de universidad en el que se recomendaba abandonar los high stakes.
En lo que sí parece haber consenso es en que los resultados son peores para los estudiantes de menor estatus socioecónomico. Los datos ponen de manifiesto que se incrementa el abandono escolar (que es de un 88% mayor en aquellos estados que exigen pasar exámenes externos para obtener el título de secundaria). Pese a todo, Estados Unidos no ha mejorado sus resultados en las pruebas PISA –algo que entre nosotros también preocupa y mucho-.
Son tantos y tan sumamente graves los problemas que plantean las pruebas externas que los mejores sistemas educativos deciden eliminarlas. A modo de ejemplo, para Australia su preocupación es la competencia no tanto con la cada vez más decrépita Europa como con los “tigres” asiáticos. En el interesantísimo informe Grattan se recoge una información valiosísima sobre qué ha sucedido con sus high stakes, los cuales tenían lugar al finalizar la primaria y la secundaria inferior y que determinaban el tipo de escuela al que irían los alumnos. Estos exámenes han desaparecido –al igual que en los sistemas educativos de sus competidores más próximos- y con ellos el énfasis en la mera adquisición repetitiva de conocimientos. Ahora se hacen exámenes del tipo low stake (algunos incluso han desaparecido con la loable intención de rebajar el nivel de estrés de los niños y niñas) cuyos resultados no se entregan a los estudiantes y básicamente sirven para que cada escuela pueda mejorar.
Nada hay que objetar a la existencia de una prueba que permita unificar los criterios de rendimiento de los estudiantes de secundaria. Una prueba de nivel que contemple destrezas genéricas como el modo en que se redacta, se razona, se procesa la información, etc. podría ser de gran utilidad. Pienso en concreto en el modelo de las Coalition Schools en los Estados Unidos en las que el título de educación secundaria se obtiene en pruebas públicas similares a las de nuestras tesis doctorales, ante tribunales constituidos por profesores del centro y por alguna persona nombrada por el propio estudiante. Se trataría de presentar en público investigaciones para cada una de las áreas de conocimiento.
Como se puede observar la LOMCE se adentra en terrenos plagados de puntos de vista contradictorios que requerirían un debate científico y político que hasta el momento se ha obviado vergonzosamente.
Rafael Feito es profesor de Sociología de la Universidad Complutense.
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