La Nuit Debout parisina ha cumplido un mes. Es el plazo en el que el 15-M madrileño nació, floreció y transformó su acampada inicial en otras manifestaciones. Un mes después de su arranque, el 31 de marzo en la plaza de la República, el movimiento parisino presenta claros signos de agotamiento. Si nunca tuvo un carácter masivo, en los últimos días solo algunos centenares de personas participan en el foro de la plaza de la República. No es solo la presión policial ni la acción disuasoria de los casseurs (literalmente, los rompedores) lo que contribuye al agotamiento, aunque la noche del uno de mayo bastó con que cuatro encapuchados rompieran un par de escaparates en la plaza, para que todos los congregados, totalmente ajenos a esas violencias, fueran desalojados por los gases de la policía.
A falta de base social el movimiento parece estar cociéndose, cada vez más, en la vieja salsa de un tradicional izquierdismo parisino, en el peor sentido, leninista, de la palabra. En su Enfermedad infantil, el revolucionario ruso definió el izquierdismo como un radicalismo que corta el vínculo con las masas e impide al movimiento social implantarse. Si en los primeros días se podía encontrar entre quienes tomaron la palabra en el ágora hasta a un joven votante de Sarkozy, que se declaraba apasionado por los debates, ahora ese sujeto ha desaparecido después de preguntarse por qué no se desmarca la plaza de los casseurs, fuerza verdaderamente disuasoria para la participación de cualquier persona que condena o no ve sentido político alguno en romper un escaparate o en tirarle botellas a la policía.
En la plaza los discursos tienden frecuentemente a una poesía enamorada de sí misma. La importancia del momento es loada continuamente. “¿Cual es el objetivo de Nuit Debout?”, se pregunta François Ruffin, el periodista de Amiens y autor del documental Merci patron, que fue el primero en proponer en febrero ocupar un lugar público. “¿Se trata de combatir la reforma laboral y su mundo, o de inventar una democracia pura en 2.500 metros cuadrados en el corazón del París de los burgueses-bohemios?”. Ruffin ha insistido desde el principio en resaltar la importancia del nexo con el mundo del trabajo. “Mi propósito era trasmitir la palabra de las cajeras de supermercado de provincias, a los parados de Forêt-en-Cabrésis y a las asistentas a domicilio de Poix-du-Nord, de toda una Francia periférica invisible y olvidada, y la paradoja es que la Nuit Debout aún los está ocultando más en beneficio de los de siempre”, dice. El movimiento necesita una victoria contra la ley laboral –contra la que ayer hubo una nueva manifestación, coincidiendo con el inicio de su discusión en la Asamblea Nacional– para demostrar la utilidad de su bella energía, dice Ruffin que se queja del “perfume antisindical” que se respira en la plaza; “los sindicatos no son suficientemente cool, ni jóvenes, ni nuevos”, dice.
En el sector izquierdista no es la ley laboral, sino la poesía del “ fin del trabajo asalariado” lo que se aplaude, los casseurs no son vistos como problema sino como sana legitimidad, independientemente del hecho de la alergia que suscitan en la mayoría fuera del recinto. Instalado en su realidad tribal, al izquierdismo verbal no le interesa gran cosa la vulgar mayoría popular.
Acogido con gritos de “¡Huelga general!”, el secretario general de la CGT, Philippe Martinez, ha explicado en la plaza que una huelga general no se improvisa a gritos sino que se decide en las empresas, algo que hay que currarse. La CGT apoya una huelga de ferroviarios que el 18 de mayo podría paralizar el transporte, pero este fin de semana la plaza se preparará para otra cosa: el Global Debout del 15 de mayo, con la perspectiva de un “movimiento social transnacional”.
Ciertamente no cambiará nada en Europa, ni en el mundo, sin un movimiento transnacional, “pero antes de convocar a esos míticos millones, ¿no habría que superar el millar de participantes en la plaza?”, dice un sindicalista escéptico.
Rafael Poch
La Vanguardia
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