Las manifestaciones en defensa de una sanidad pública han sido un clamor masivo en España. Las Mareas Blancas denuncian el programa de desmantelamiento de la sanidad pública, por parte de los gobiernos regionales conservadores y neoliberales, para convertir la salud en un negocio, en un nicho de mercado, rentable para empresas y fondos financieros.
Convertir la salud de las personas en una fuente de negocio, regida por el beneficio y el afán de lucro, quiebra el objetivo esencial de la salud pública: el bien común. Transforma un derecho esencial y básico en una mercancía a la se podrá acceder solo si se tiene tarjeta de pago, como ya pasa en algunos países.
Por eso exigen que se prohíba por ley privatizar la sanidad y eliminar los conciertos. Es decir, suprimir lo que eufemísticamente se denomina “colaboración público-privado” que, como denuncian, “es una auténtica parasitación de lo público a manos del lucro privado”.
¿Por qué en educación no existe este clamor? ¿Por qué la defensa de la educación pública no conlleva con igual intensidad la exigencia de la supresión de los conciertos educativos, es decir, dejar de financiar públicamente los centros privados? ¿Por qué gobiernos regionales, incluso socialdemócratas y social-liberales, impulsan y financian esta privatización educativa? ¿Por qué la ministra de Educación del PSOE, elegida para gestionar lo público, defiende a capa y espada los centros privados concertados?
Lo cierto es que somos una anomalía en Europa. En todos los demás países, según datos de la OCDE, la educación es fundamentalmente pública (89,2% en Educación Primaria y un 83% en Secundaria en la UE-28). Mientras que en España en algunas de las comunidades en las que han gobernado partidos conservadores el porcentaje de colegios privados entre los centros financiados públicamente supera ampliamente el 50%. Además, prácticamente toda la enseñanza privada se encuentra concertada. Y el 63% de este sector privado corresponde a centros de la Iglesia católica, con idearios acordes con la ideología ultraconservadora de la jerarquía católica española.
Estamos actualmente ante una grave disyuntiva. Dos proyectos sociales, ideológicos y políticos encarnan dos formas radicalmente diferentes de entender el ser humano, la sociedad y la educación.
El primero asienta sus raíces en un modelo económico y social capitalista, basado en el egoísmo competitivo y fundamentado en la ideología neoliberal. Para esta ideología, el bien común y el interés colectivo no tiene por qué ser la finalidad de la política educativa. Aboga por un mundo de competición descarnada, donde el mercado regule quién sobrevive en esta lucha permanente de todos contra todos y por que desaparezcan los mecanismos de protección del bien común. Parte del axioma, según el cual, las personas son responsables individualmente de su posible bienestar o malestar. Depende únicamente del mérito y del esfuerzo propio lo que se consigue en la vida. Solo los más aptos sobrevivirán, puesto que los débiles y pobres no han sabido o querido esforzarse lo suficiente para triunfar. La pobreza y la desigualdad son inevitables y, en todo caso, algo se puede paliar con misericordia, sean obras de caridad, fundaciones u ONG.
El segundo considera que el fundamento básico para la educación es procurar el bien común de todos y de todas y no el éxito de unos pocos. Este modelo aboga no solo por impulsar el saber, sino también por el desarrollo en valores y la formación de ciudadanía crítica y comprometida con la mejora de la sociedad en la que viven. Comprometido con el bien común, busca la mejora de todas las escuelas públicas, en vez de incitar a las familias a elegir y competir, como si fueran clientes en busca de oportunidades competitivas. Pretende garantizar el derecho esencial y básico de todos los niños y niñas a una educación pública y gratuita, a la vez que preserva los fines sociales de la educación, la cohesión social y la convivencia plural, en vez de la competición. En definitiva, entiende la educación como un bien común, en el que las familias participen, no como clientes, sino como copartícipes activas en la construcción social de una escuela beneficiosa para sus propios hijos, pero también para todos los hijos e hijas de los demás.
Tenemos que elegir de una vez por todas cuál es el modelo por el que debe optar en pleno siglo XXI un país democrático como España, que supuestamente aboga por defender los derechos humanos y el bien común. Sin olvidar que la educación, como la sanidad, tiene las competencias transferidas a las comunidades autónomas. Y es en ellas, de forma coordinada con el Estado, donde hemos de exigir que se tome una decisión que piense en el bien común de toda la sociedad.
Por eso, hemos de conseguir que lo que es un clamor social en la sanidad lo sea igualmente en la educación. No una reivindicación solamente de las mareas verdes por la educación pública, sino una exigencia de toda la sociedad. Impulsar un “giro pedagógico” que convierta la defensa de la educación pública en un pacto de Estado, que se vea reflejado en una ley educativa estable y consolidada, que responda al bien común y en leyes autonómicas que sean coherentes con ello. Donde se establezca como eje fundamental la supresión progresiva de la financiación pública de los centros privados concertados. Es decir, que en la educación pase como en la sanidad, dos derechos esenciales fundamentales: que se prohíba la privatización de lo común y su conversión en fuente de negocio para la especulación.
La financiación pública de centros privados, a través de la concertación educativa ha sido y es actualmente el mayor factor de segregación educativa de este país. No podemos seguir permitiendo que la desigualdad social y económica que impulsa el capitalismo y la ideología neoliberal se eduque, fundamente y consolide desde la infancia con una educación segregadora, basada en la competición y el éxito asegurado de los que con más capital cultural y económico parten, porque su familia les puede conseguir las posibilidades más competitivas. Debemos dejar de financiar entre todos la segregación social.
Además, la actual financiación pública de una doble red educativa (públicos y concertados) conduce al desmantelamiento del modelo de escuela pública, como un proyecto solidario de vertebración social, al estar infrafinanciándola para destinar nuestros impuestos a seguir alimentando la segregación.
Mientras tanto, no debe permitirse ni un solo concierto más para la educación privada en todas las comunidades autónomas, debe ejercerse una inspección rigurosa sobre el cumplimiento de los requisitos legales establecidos, deben regularse los idearios ideológicos que establecen los dueños de estos centros y debe suprimirse de inmediato la financiación a centros que practiquen cualquier tipo de discriminación o no aseguren la gratuidad.
Enrique Javier Díez Gutiérrez es profesor de la Facultad de Educación de la Universidad de León.
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