jueves, 1 de junio de 2023

_- “Ser casero conlleva una responsabilidad social. Es algo que puede generar mucho sufrimiento a la gente”.

_- El periodista Sergio C. Fanjul desgrana en ‘La España invisible’ las causas de la pobreza y la desigualdad extremas en España y analiza el porqué del fin de la conciencia de clase obrera.

Ya cuando Sergio C. Fanjul (Oviedo, 42 años) era solo un niño que jugaba por las calles de su ciudad natal le resultaba especialmente incomprensible que hubiese gente pidiendo limosna. “¿Por qué unos tienen que hacer eso y otros no?”, se preguntaba. Ahora que, tras la pandemia, las cifras de gente en riesgo de exclusión grave en nuestro país son las más altas de Europa este periodista de EL PAÍS (licenciado en astrofísica) se ha propuesto contestar a aquella pregunta en La España invisible (Arpa), un ensayo en el que analiza las causas de la pobreza y desigualdad extremas. Y entre otras muchas cosas, con su trabajo ha descubierto por qué en su infancia aquella imagen le resultaba tan dolorosa: “A los niños la desigualdad no les parece lógica. La idea de la pobreza como algo inevitable se va legitimando a través de los años pero las personas nacen con resistencias naturales a estar contentas con eso”.

Pregunta. Ha hablado durante meses con gente que vive en la calle y con organizaciones que se dedican a ayudar y acoger a estas personas. ¿Qué ha aprendido de esa forma de vida que cree que todo el mundo debería saber?
Respuesta. Todo el mundo debería saber que vivir en la calle no es estar tirado a la bartola, tocándose las narices. Que, como me explicó Pedro Cabrera, uno de los sociólogos con más conocimiento sobre este tema en España, también hay que hacer méritos para vivir en la calle y que es muy complicado. Las personas sin hogar tienen que enfrentarse cada día, por ejemplo, a vivir sin un baño que no solo comporta que no te puedas asear ni tener cierta intimidad, sino que tampoco puedas hacer tus necesidades cuando quieras. Luego está el reto diario de “buscar el chupano”, que es encontrar un sitio ni muy oculto ni muy expuesto, para que no te molesten ni molestes pero a la vez que seas visible, para que si te atacan alguien lo vea y no te pase como a aquella señora a la que unos chicos quemaron en un cajero de Barcelona sin que nadie la socorriera.

P. Usted acaba de ser padre. ¿Se puede entrenar la empatía en los niños?
R. Yo tengo la sensación de que la paternidad en sí misma te hace más empático. Antes de ser padre me decían: “Cuando tengas un hijo, todos los niños serán el tuyo”. Y es un poco verdad. Ahora cada vez que veo a un niño desgraciado pienso: “Esa podría ser Candela”. Cuando ella nació mucha gente me preguntó si la iba criar en el barrio en el que vivía, Lavapiés, que aunque tiene una comunidad de padres muy unida no está especialmente diseñado para los niños; pero allí, cuando crezca, verá muchas realidades que no vería en otros sitios: para empezar, gente de otras culturas, de otros países y por otro lado, también problemas sociales como el sinhogarismo o la droga. Eso no me parece negativo. Al contrario. Tengo un amigo que es profesor en un colegio de élite y muchos de sus alumnos no han estado en contacto con personas pobres, personas sin hogar, ni siquiera con personas homosexuales. Creo que ahí está la clave de que a alguna gente le resulte tan complicado empatizar. Y por eso la segregación urbana también es un problema.

P. De hecho habla de cómo las ciudades ahora se diseñan para expulsar a los pobres. ¿Diría que Madrid es una ciudad con un urbanismo aporófobo?
R. Decididamente sí. En realidad es vecinófoba, porque no se lo pone fácil a ningún ciudadano que quiera sombra, agua, asientos, pocos ruidos, poca contaminación y por ende, es peor aún para las personas sin hogar, que son las que más se exponen a la arquitectura hostil: las superficies llenas de pinchos para que no te tumbes, las superficies inclinadas para lo mismo, los bancos antipobres, con brazos que impiden que se pueda dormir en ellos, y también el hostigamiento de la policía municipal, que es muy común. Es verdad que en las grandes ciudades hay comedores sociales y por tanto más oportunidades de conseguir alimento y por eso mucha gente pobre se junta en los centros urbanos.

P. ¿Y a esa línea de gestión aporófoba la llamaría simplemente “maldad”?
R. No creo que la gente que diseña las ciudades de esta forma lo haga pensando en dañar a los pobres. Simplemente, los pobres están fuera de la lógica del mercado y de la economía actual. No aportan, no compran ni venden. Las ciudades ahora no están pensadas para nuestro propio cuidado, sino para la producción y el consumo.

P. Cuenta usted en el libro que el proceso por el que alguna gente de la parte baja de la clase media se despeña hacia la pobreza y decide tirar la toalla se denomina “desafiliación”. ¿Cuáles son los puntos de inflexión que llevan a una persona a dejar de intentar estar en el sistema?
R. Está muy estudiado que para acabar en una situación de sinhogarismo y pobreza extrema tiene que haber una concatenación de causas. Por ejemplo, uno puede perder el trabajo pero si tiene una red familiar o una casa en propiedad, puede aguantar y no caer en la calle. Pero si de repente uno se divorcia, no tiene familia, es alcohólico y pierde el trabajo, entonces, no hay red. Pero mucho ojo, porque también hay gente pobre que tiene casa y esa es la que más me costó encontrar porque no vas a un centro de día y los encuentras ahí. Esos pobres no están en albergues, no están en la calle. Son tus vecinos o los vecinos de los barrios más pobres y hacen una vida supuestamente normal, pero se alimentan mal, no pueden pagar las facturas y acumulan todas esas pobrezas a las que se pone nombre, de la energética a la infantil, y que constituyen la pobreza en sí misma.

P. Tras la pandemia han aparecido los llamados “nuevos pobres”, gente que estaba en el extremo bajo de la clase media que ha acabado descarrilando silenciosamente.
R. Sí, y que es curioso, pero se examinan como si fueran mejores que los “pobres de siempre” porque son víctimas de una injusticia: estas eran gentes de bien, eran gente productiva, eran gente que tenía un negocio, no eran vagos ni maleantes, pero por la mala suerte de la macroeconomía, pues de repente se van a pique. Son vistos mejor que cualquier otro pobre que tenga adicciones o que esté en la calle tirado con una raigambre de años.

P. Dice usted en el libro que tener un trabajo ya no significa necesariamente no ser pobre.
R. El fenómeno de los trabajadores pobres ha sido común en Estados Unidos pero en España es nuevo. Gente que tiene varios empleos y aún así no le llega para vivir. Por el contrario, está toda esa gente rica que defiende que lo es por meritocracia. Me parece mucho más honesta la gente rica que dice “soy rentista y por eso tengo dinero”. No tengo un problema con ellos, sino con el sistema. Si alguien ha heredado muchos pisos, pues mejor para él. Eso sí, que le crujan a impuestos. Quien posee pisos, inmuebles o terrenos tiene una responsabilidad social. No es una cosa como otra cualquiera: son cosas que generan mucho sufrimiento en la vida de la gente y no pueden basarse solo en la rentabilidad.

P. ¿Y cómo se educa al casero en la empatía?
R. Pues como cuando me preguntabas por los niños, creo que de nuevo es una cuestión de visibilidad. En parte por eso yo escribí este libro, para que la gente vea que la gente sufre mucho por la ideología que domina el mundo. Es como el tema de la sociedad low cost [bajo coste]: siempre que algo es low cost se está pagando con el sufrimiento de alguien.

P. ¿No es ingenuo pensar que la conciencia de la desgracia ajena despierta conciencias? La gente sigue pidiendo a Glovo, a pesar de que todo el mundo conoce la terrible precariedad de sus trabajadores.
R. Es muy curioso porque el CEO del Glovo es un chico con una pinta adorable. Antes los empresarios se presentaban con una chistera y un puro, parecían seres malvados. Ahora son chavales muy jóvenes, con pinta muy amable, a los que ves incapaces de hacer algo malo. Se produce una enorme disonancia cognitiva entre su imagen y el sufrimiento que crean.

P. En dos décadas en España la cantidad de gente que se considera de clase obrera ha pasado del 50 al 16 por ciento. ¿Por qué cree que ha pasado eso?
R. La clase obrera ha dejado de ser algo deseable. Nunca lo fue, pero antes había un orgullo de pertenecer a ella: aunque fuera la clase más desfavorecida, estaba preñada del futuro. Iba a hacer la revolución, se organizaba, tenía sus formas de resistencia, sus redes sociales, sus sindicatos, sus economatos, sus barrios. Al desaparecer ese orgullo, ya no tiene ese poder transformador, ya no es algo de lo que puedas estar orgulloso. Ahora, gracias a la cultura del esfuerzo y el emprendimiento, la gente en vez de pensar “soy clase obrera y estoy orgulloso”, piensa: “Soy pobre, pero algún día podré avanzar”. Estamos en un régimen de trabajo posfordista donde ya no hay grandes factorías y el trabajo se ha atomizado en pequeñas empresas, en autónomos. Cada uno va a lo suyo y los sindicatos están muy preocupados porque se han perdido esos lazos.

P. ¿Quizá sea un pensamiento anticuado por parte de los sindicatos? Hay minorías muy oprimidas que han conseguido unirse gracias a lo remoto y a las redes sociales.
R. No creo que sea imposible lograr una nueva organización a través de las redes sociales, de Internet o de las videollamadas. El fin de la conciencia de clase no solo tiene que ver con el fin de los grandes centros de trabajo, sino también con la ideología imperante.

P. ¿Y es necesario tener conciencia de clase para acabar con la pobreza?
R. Las nuevas luchas para acabar con las injusticias no tienen que pasar necesariamente por tener conciencia de clase obrera pero sí por la conciencia de los problemas.

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