La historia de las mujeres y hombres que llevan mucho tiempo ocultándose en el trabajo recuerda a la de Shoichi Yokoi, sargento del ejército imperial japonés que pasó casi 30 años escondido en la selva de Guam, archipiélago de las Marianas, una vez concluida la II Guerra Mundial. Yokoi decidió no rendirse hasta que recibiese la orden directa de un superior y se internó en la espesura, alimentándose de sapos, roedores y culebras y esforzándose por pasar desapercibido. Su plan, un acto de terca resistencia solitaria, funcionó. Nadie pudo encontrar al sargento Yokoi hasta que, un día de primavera de 1974, se hartó de esconderse.
Un artículo de Emily Stewart en la web estadounidense Vox alerta sobre la existencia de rezagados de las guerras corporativas contemporáneas que consiguen esconderse durante años en la espesura de sus propias empresas. Stewart los describe como “asalariados sin trabajo”. En España han trascendido casos extremos como el del funcionario valenciano Carles Recio, plusmarquista mundial en la disciplina de escurrir el bulto, que pasó toda una década acudiendo al trabajo solo para fichar a primera hora de la mañana sin que constase en todo ese tiempo la ejecución de ninguna tarea concreta.
En opinión de Stewart, “la pandemia, el teletrabajo, el proceso de automatización y externalización de cargas de trabajo y el desbarajuste organizativo que todo ello está generando en algunas empresas” son ahora mismo caldo de cultivo para la proliferación de una nueva hornada de sargentos Yokoi en el mundo laboral. La periodista considera que este tipo de resistentes pasivos y absentistas profesionales ha existido siempre, pero puede que ahora más que nunca. La mayoría de ellos empezaron practicando el escaqueo a tiempo parcial, pero con el tiempo han perfeccionado sus estrategias de indolencia y camuflaje hasta convertirse en una presencia ausente: acuden al trabajo, pero no trabajan.
Trabaja tú, que a mí me da la risa
Alison Green, autora del desopilante ensayo sobre desastres corporativos Ask A Manager: How to Navigate Clueless Coleagues, Lunch-Stealing Bosses and the Rest of Your Life At Work (Pregúntale a un directivo: cómo sobrevivir a colegas inútiles, jefes que te roban el almuerzo y el resto de tu vida en el trabajo), considera que la existencia de este tipo de perfiles laborales es un fenómeno “tan desconcertante como frecuente”. En la mayoría de las plantillas, las cargas de trabajo se distribuyen de manera poco eficiente y aún menos equitativa y lógica: “El reducto de profesionales más comprometidos y motivados asume el grueso de las tareas importantes, mientras una mayoría silenciosa capea el temporal tratando de hacer lo menos posible y un último grupo se las arregla para no hacer nada en absoluto”.
Cristian S., informático barcelonés de 43 años, pertenece, según confiesa, a ese tercer grupo, el de los “supervivientes tóxicos”, en palabras de Green. Cristian accede a hablar con ICON con la condición de que se preserve su anonimato. Reconoce, de entrada, que lleva más de cuatro años dedicándose a “perder el tiempo” y sin hacer ninguna contribución significativa a su empresa: “Digamos que cobro un sueldo y paso un mínimo de 40 horas semanales en mi oficina, pero no tengo trabajo desde que completé el rediseño de los servidores internos unos meses antes de la pandemia”.
Poco después, la compañía en la que trabaja fue absorbida por otra y los nuevos propietarios decidieron externalizar la asistencia informática: “A mí me retuvieron para hacerme cargo de la coordinación y la supervisión de ese servicio externo, pero la realidad es que no hay nada que supervisar ni coordinar, mis supuestos interlocutores no se ponen en contacto conmigo nunca y mis jefes no parecen saber que existo”.
En cuanto empezó el confinamiento, Cristian se instaló definitivamente en el nirvana de la inactividad bien retribuida. Pronto adquirió el hábito de abrir su cuenta de correo corporativo a primera hora de la mañana y pasar el resto del día sin hacer “absolutamente nada”: “En octubre de 2020, cuando me ordenaron que me reincorporase a la oficina tras dejar atrás un periodo de transición discrecional que alargué todo lo que pude, pensé que me despedirían casi de inmediato, en cuanto se diesen cuenta de que no tengo nada concreto que hacer”.
Se han olvidado de mí
Pero no ocurrió. Le asignaron un despacho “en las catacumbas de la empresa”, en una planta subterránea que él describe como “la zona cero de los últimos despidos masivos, porque ahora mismo estoy rodeado de despachos vacíos, el compañero más cercano está a unos 20 metros”. Allí ha construido su castillo, al que se refiere como “Villa Soledad”, en recuerdo del refugio ártico de Superlópez. Reconoce que pasa las horas “fumando, paseando, tomando café, viendo películas y series, escuchando música” e incluso escondiéndose o dormitando en el cuarto de baño, uno de los rincones predilectos de su particular selva de Guam.
No se hace ilusiones: cree que lo “encontrarán” tarde o temprano. Y cuando eso ocurra, solo espera conseguir un despido en condiciones “dignas”, sin verse obligado a dar explicaciones ni recibir reproches: “Después de todo, la empresa, en especial mis teóricos supervisores directos, tiene al menos tanta culpa como yo”. No está orgulloso de su permanente huelga de brazos caídos, pero la atribuye “sobre todo” a la incompetencia y la falta de criterio de los nuevos propietarios. Se siente “arrinconado”, pero admite que su situación no responde a ningún tipo de medida de acoso laboral: “Sencillamente, se han olvidado de mí. Y yo he contribuido, por falta de motivación o por desánimo, a que ocurriese”.
A estas alturas, Cristian descarta por completo exponer su caso ante la directiva o el departamento de recursos humanos: “Tal vez hubiese tenido sentido dar un paso así hace tres años, pero si lo hiciese ahora, me vería obligado a responder a muchas preguntas incómodas y para las que no tengo respuesta satisfactoria. Es evidente que llevo mucho tiempo cobrando un sueldo bastante generoso por no hacer nada”.
Divorcio y ansiedad
Cristian añade, por si quedase alguna duda al respecto, que la suya no le parece una situación en absoluto envidiable. En este periodo de presencia ausente en su oficina, se ha divorciado (“aunque debo decir que nuestros problemas de convivencia en pareja ya venían de antes”) y sufre ataques de ansiedad cada vez más habituales. No hacer nada, sostiene, “pasa factura”. Pese a todo, se resiste a pedir bajas por salud, algo que en su situación resultaría perfectamente lógico. Según cuenta, ha desarrollado una especie de apego supersticioso a su despacho, su “pequeña poltrona”. En él se siente “protegido”. Aunque se ha planteado buscar trabajo, en realidad se siente incapaz de adaptarse a un nuevo entorno corporativo. Se ha acostumbrado a una vida que él mismo considera “absurda y vacía”.
Algo similar le está ocurriendo a Daniel M., de 59 años, cargo intermedio en una empresa de comunicación madrileña en la que lleva trabajando desde 1993. Daniel accedió a la escurridiza condición de asalariado sin trabajo como consecuencia de un pacto tácito: “Hace unos años estuve entre la terna de candidatos a un ascenso, pero la empresa acabó eligiendo a un recién llegado que se había acabado de formar conmigo y con el que no tengo ninguna sintonía personal ni laboral”. A los pocos meses, su nuevo jefe sugirió que Daniel fuese despedido o trasladado a otro departamento: “Pero el director de recursos humanos le dijo que aquello era inviable, que mi antigüedad y mi salario me daban derecho a una indemnización que la empresa no está dispuesta a asumir”.
Así comenzó un largo periodo al que Daniel se refiere, no sin amargura, como su “estancia en el balneario”: “A menos que acabemos llegando a un acuerdo que hoy parece muy improbable, me quedaré aquí hasta que me jubile. Me mortifica, claro que sí, que en una empresa en que casi todo está por hacer nadie quiera echar mano de mis conocimientos y mi experiencia. Pero mi rutina es muy plácida. Tengo un televisor en mi despacho, puedo pasarme las horas muertas leyendo la prensa deportiva y aún quedan compañeros de la vieja guardia con los que charlar, comer, desayunar y hasta merendar”.
Daniel atribuye su anómalo encaje en la estructura corporativa a la “falta de honestidad y de sentido común” de sus superiores. Él considera que deberían despedirlo e indemnizarlo como merece o volver a contar con sus servicios. Asegura que nunca se ha negado a hacer ninguna de las tareas (cada vez más esporádicas) que aún le asignan: “No soporto la condescendencia, que me traten como un mueble viejo, como si no fuese capaz de hacer mi trabajo, cuando la verdad es que me mantengo sano, informado e intelectualmente activo, y podría seguir haciendo una aportación valiosa si me lo pidiesen”. Por supuesto, descarta buscar nuevos horizontes profesionales: “No estoy dispuesto a perder este pulso. Tengo unos derechos adquiridos y voy a defenderlos. No saldré de aquí sin un buen cheque en el bolsillo. Además, ¿quién iba a contratarme, a estas alturas, en condiciones serias y dignas?”.
Más peculiar resulta el caso de Clara G. y Carlos M., responsables, a sus 36 y 41 años, de un departamento “fantasma” de marketing estratégico (en una empresa financiera) a cuyos servicios no recurre nadie desde hace “más de dos años”. “Carlos y yo somos una especie de farmacia de guardia clandestina a la que ya no acude ningún enfermo, tal vez porque nos han trasladado a un callejón solitario y oscuro”, bromea Clara.
¿Cómo se ha llegado a esa situación? Carlos dice que de manera “gradual”, como les ocurre a “aquellas ranas a las que cuecen a fuego lento, subiendo poco a poco la temperatura de la sartén, y se quedan quietas hasta que las achicharran”. Clara y Carlos empezaron a percibir en el momento de reincorporarse a sus posiciones tras la pandemia que la directiva remozada de su empresa “no necesitaba realmente un departamento de marketing estratégico, pero quería conservarlo, por una absurda cuestión de prestigio corporativo”. Así que los exhortaron, de manera informal, a “pasar a la reserva”. Es decir, a mantenerse disponibles, pero sin llamar mucho la atención.
A ambos se les concedió permiso para llevar a cabo hasta el 80% de su jornada laboral desde casa. La única medida de supervisión activa a la que están sujetos, aparte de las reuniones presenciales de todo el equipo de marketing que suelen convocarse los martes y los miércoles, es la entrega de una serie de informes periódicos de la evolución de su área de negocio que son, según Clara, “un continuo dolor de cabeza, porque resulta francamente complicado explicar lo que haces cuando la realidad es que no haces nada”. “En el fondo, no deja de ser un trámite vacío de contenido”, añade Carlos, no sin cierta tristeza, “los receptores de esos informes son los primeros en saber que nuestra área de negocio no evoluciona en absoluto, porque ellos han decidido que así sea”.
Ambos asumen que acabarán siendo despedidos “tarde o temprano” y que nadie echará de menos su espectral departamento de marketing estratégico. En cierto sentido, lo están deseando. Como el sargento Yokoi, sienten que ha llegado el momento de dejar de esconderse. Clara, pese a todo, argumenta su postura con la serena resignación del que se sabe juzgado (y condenado) de antemano: “¿Cómo renuncias a un sueldo de más de 50.000 euros anuales solo porque tus jefes han decidido que no saben qué hacer contigo, pero, aun así, no quieren despedirte? Somos buenos profesionales, estamos perfectamente capacitados para proponer ideas que crearían valor. Pero para vender algo necesitas que alguien quiera comprártelo”.
Carlos reconoce que se ha “acomodado” a su anómala situación: “Me permite disfrutar de mi ocio, mis amigos, mi familia. Yo llevaba 15 años soportando unas cargas de trabajo extenuantes, porque mi carrera profesional siempre había sido la principal de mis prioridades. De alguna manera, necesitaba bajar el ritmo. Y las circunstancias me han permitido hacerlo mientras cobro una buena nómina”.
Para Emily Stewart, por anecdóticos que resulten casos como los citados, pueden interpretarse como síntomas de lo muy disfuncionales que son gran parte de las actuales estructuras corporativas: “Las empresas tienden a estructurarse de una manera innecesariamente compleja y eso crea los resquicios y las zonas de oscuridad en que se esconden los profesionales desmotivados, desaprensivos o, sencillamente, alérgicos al trabajo”. En los jardines descuidados suelen proliferar las plantas parásitas.
Lo más curioso tal vez sea que la escandalosa falta de productividad de los que han decidido no dar un palo al agua pase, en algunos casos, completamente inadvertida. Para Stewart, eso se debe a que “muchos de sus compañeros siguen las normas corporativas al pie de la letra y acaban desarrollando una actividad frenética, pero tan superflua y tan mal orientada que en el fondo apenas crea valor tangible”. En otras palabras, que es el ajetreo desordenado y estéril de gran parte de las plantillas lo que hace que la presencia ausente de unos pocos acabe pasando desapercibida. Algunos de los que sí trabajan lo hacen tan mal (o de manera tan mal orientada) que ni siquiera se nota la diferencia.
Daniel remata su intervención con una frase que exuda cinismo, tal vez no del todo voluntario: “Mis años de balneario con nómina han acabado siendo un perfecto entrenamiento para la jubilación. Cuando por fin me retire, me iré a hacer en mi casa exactamente lo mismo que hago ahora en la oficina”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario