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martes, 28 de noviembre de 2023

De los ceniceros a la taroterapia.

Este mundo inexplicable funciona gracias a las aplicaciones tecnológicas del conocimiento científico más avanzado, pero cada vez más personas exhiben con orgullo su recelo o su abierto desprecio a la ciencia.

La nueva vida municipal española abarca tareas inusitadas, algunas de ellas de máxima urgencia, como devolver al tráfico calles recién dedicadas al uso prioritario de los caminantes o reventar con excavadoras carriles-bici que atentaban contra la sagrada libertad de circular en coche. No hay límites para el activismo de concejales recién llegados a sus cargos. Uno de ellos, precisamente de Sanidad, ha salido a las calles de Valladolid a repartir 7.500 ceniceros, en una campaña patrocinada por una llamada Mesa del Tabaco, en cuya página web se explican los múltiples beneficios sociales y económicos de ese producto, que aporta 9.000 millones al año en impuestos, y del que, según dicen, viven 53.000 personas en España. Lástima que por el tabaco mueran tantas personas como las que viven de él y que el coste del tabaquismo y sus secuelas para el sistema sanitario sea el triple de los ingresos fiscales que produce. El concejal de Sanidad de Valladolid sonríe publicitariamente con sus ceniceros, flanqueado por unas azafatas, y es probable que además del humo del tabaco inhale y celebre con orgullo el de la gasolina, igual de beneficioso para la salud, según la prontitud con que los ayuntamientos gobernados por la derecha y la extrema derecha están eliminando las ya escasas limitaciones al tráfico privado en las ciudades. Las muertes por efecto de la contaminación del aire son todavía más numerosas en el mundo que las derivadas del tabaco, pero esas cifras, certificadas por organismos internacionales del máximo rigor, no afectan a los adalides de la derecha municipal española, que se ha afiliado al oscurantismo anticientífico de los extremistas republicanos en Estados Unidos, según contaba hace unos días Javier Salas en estas páginas.

“La ciencia oficial no lo explica todo”, aseguraban con misterio los expertos en ocultismo de nuestra ignorante juventud, los ufólogos y parapsicólogos y astrólogos que nos adivinaban el carácter según la conjunción de los astros en nuestro nacimiento y nos leían el porvenir en la palma de la mano. La ciencia oficial no explicaba que algunos aviones desaparecieran sin rastro en el triángulo de las Bermudas y que en ciertos bajorrelieves mayas, igual que en numerosos pasajes de la Biblia, se encontraran pruebas indudables de las visitas de naves extraterrestres. Algo fundamental permanecía oculto: cadáveres congelados de alienígenas en un laboratorio de Arizona; fotografías y documentos clasificados como de máximo secreto en los archivos del Pentágono. Javier Salas atribuye a la derecha la primacía del oscurantismo, pero hubo épocas no lejanas en las que la negación de la ciencia y del pensamiento racional eran fomentadas también por una confusa actitud alternativa, un rechazo contracultural de todo lo que pareciera establecido y ortodoxo. Hemos asistido, embarazosamente, a conatos de viajes astrales bajo los efectos del hachís y los letargos sinfónicos de Pink Floyd, y hemos tenido amigos que a la beata admiración de todo lo que pareciera artesanía originaria o misticismo tribal sumaban el estudio y la práctica del tarot.

Precisamente, el tarot es otra de las disciplinas que han merecido la protección de la derecha municipal española. Un organismo del Ayuntamiento de Alicante llamado Escuela de Talento Femenino estuvo ofreciendo hasta hace unos días un “taller de tarot para el éxito empresarial”, impartido por Almudena Polo, fundadora de Al(mu)Quimia Terapias Holísticas, y también, según sus propias palabras, “taroterapeuta y coach estratégico”. Me acuerdo de los escaparates con luces rosadas o rojizas y cortinajes prometedores de las adivinas echadoras de cartas en el Greenwich Village de Nueva York. Mujer de su tiempo, Almudena, o Al(mu)Quimia, atiende por WhatsApp o videollamada, pero esa distancia tecnológica no disminuye la eficacia de sus taroterapias: “Ahora podrás disfrutar de una experiencia más personalizada y cercana de nuestras lecturas”. Tristemente, un concejal de la oposición, empujado sin duda por el resentimiento de los perdedores, levantó la liebre sobre el taller para el éxito empresarial a través del tarot, y el Ayuntamiento de Alicante se ha visto obligado a cancelarlo.

Este es un mundo inexplicable que se ha levantado y funciona a cada momento y en cada aspecto de la vida gracias a las aplicaciones tecnológicas del conocimiento científico más avanzado, pero en el que cada vez más personas exhiben con orgullo su recelo o su abierto desprecio a la ciencia. No se fían del consejo de un médico o de la predicción de un meteorólogo, pero sí de las conjeturas de una adivina sobre el porvenir escrito en las estrellas, o en las líneas de la mano, o en las figuras de un mazo de naipes. Lamentamos con razón que el deterioro de la enseñanza de las humanidades y las ciencias entorpece el ejercicio de la racionalidad y el espíritu crítico, pero me temo que el problema más grave no es la ignorancia, sino la predisposición humana a no mirar las cosas tal como son si esa mirada contradice las creencias o incomoda la pura poltronería de quien no está dispuesto a saber ni a cambiar.

La razón es más frágil de lo que parece. La inteligencia no se extiende por igual en todas direcciones. Vemos en nosotros mismos que podemos ser en unas cosas lúcidos y juiciosos y en otras romos o desastrosamente impulsivos. Don Quijote es un hombre sosegado y sensato hasta el momento en el que se le mencionan los disparates de la caballería andante. Queremos pensar que la superstición y el fanatismo religioso son propios de personas ignorantes, pero sabemos de científicos que pasan sin esfuerzo del rigor experimental al rezo del rosario, y de ingenieros formados en las mejores universidades alemanas que en septiembre de 2001 se inmolaron a sí mismos en el nombre de Dios pilotando dos aviones llenos de pasajeros contra las Torres Gemelas. El conocimiento, a diferencia de la fe y de las lecturas de la tarotista Al (mu) Quimia, no puede ser “personalizado y cercano”: las constelaciones en el cielo nocturno no tratan de ti; la Historia, estudiada en serio, no le da a nadie alegrías patrióticas; cualquiera que prometa el paraíso, o el cumplimiento inminente de necesidades y deseos, está mintiendo y es peligroso; el talento no es gratuito ni instantáneo, ni depende de las ganas o de la voluntad, y ni siquiera está garantizado por el esfuerzo; no basta desear algo para poder alcanzarlo; no se puede tener todo, entre otras cosas porque, como indicó Isaiah Berlin, dos fines igualmente deseables y justos pueden a veces ser incompatibles entre sí.

Javier Salas cita en su reportaje estudios según los cuales, dice, “la cosmovisión derechista choca con el propio sistema científico”, pero yo tengo la impresión de que el mal está bastante más repartido. No hay extremismo político ni ceguera ideológica ni pasión narcisista individual o colectiva que estén dispuestos a aceptar los límites que la realidad, las leyes naturales y el sentido común imponen a su delirio. Teóricos universitarios de gran sofisticación y presunto progresismo aseguran que no existen hechos ni datos objetivos, sino tan solo figuraciones variables, “constructos culturales”, por usar la jerga depravada en la que trafican. Pero lo más peligroso del oscurantismo y de la sublevación contra la ciencia, del negacionismo climático, de la irresponsabilidad sobre el tabaco, no son unos botarates que regalan ceniceros por la calle o que promueven cursos de tarot para mujeres empresarias: el enemigo último y verdadero de la ciencia son los poderes económicos, poderes económicos, perfectamente adiestrados en el saber científico y en el dominio de la tecnología, que compran conciencias, financian campañas, corrompen a dirigentes políticos y siembran la ignorancia para seguir multiplicando beneficios inmensos a costa de volver inhabitable este mundo.


jueves, 20 de julio de 2023

La era de la vileza

Las redes sociales han universalizado la antigua grosería de la barra de bar y el muro del retrete. La rima cruel, la gracia, la consigna, ahora la repiten en público personas que ocupan cargos públicos y que están seguras de poseer una educación exquisita
La era de la vileza
ANTONIO MUÑOZ MOLINA

En los sedimentos acumulados en el fondo de un lago de Canadá un equipo de geólogos asegura haber encontrado la prueba de que en Tierra, hacia 1950, empezó la era del Antropoceno, marcada por las perturbaciones de la acción humana sobre el planeta. No es improbable que en un futuro próximo los historiadores sitúen en estas décadas recientes el comienzo definitivo y radical de una nueva época no geológica sino política y moral, y hasta psicológica, que me apresuro a bautizar por mi cuenta como la era de la vileza: aquella en la que habrán desaparecido todos los límites a la manipulación y a la mentira, y en los que la calumnia se difundirá con la desenvoltura de una sonrisa publicitaria y con la eficiencia multiplicadora del estercolero inmundo de la prensa sin escrúpulos y de las redes sociales.

En una fascinante indagación que retrocede milenios, los científicos han encontrado a profundidades distintas, bajo las aguas inmóviles del lago Crawford rastros de polen de maíz que atestiguan los primeros pasos de la agricultura en el continente americano, huellas de las emisiones de carbón en los comienzos de la Revolución Industrial, incluso partículas radiactivas de las primeras explosiones atómicas. Sería urgente alcanzar un grado parecido de precisión al documentar los orígenes, los primeros pasos inadvertidos, las rachas de avance devorador de esta nueva era de la vileza. Lo nuevo tarda en advertirse, incluso cuando se tiene ya delante de los ojos. Sin darnos cuenta llevamos mucho tiempo respirando la vileza sin darnos plena cuenta de su toxicidad, igual que todo el mundo recibía dosis dañinas de radiación ultravioleta antes de que unos científicos dieran la alarma sobre la destrucción acelerada de la capa de ozono.

Que los gases de la vileza ya han invadido sin remedio el aire de la vida pública española lo hemos sentido de golpe al escuchar por todas partes ese eslogan siniestro, “que te vote Txapote”, que provoca una reacción no ya moral sino física, como esa arcada que desata un olor a podrido. Es el tipo de gracia que se hace en un grupo de amigotes unidos por una recia carcajada española, cuando alguien advierte de que no va a ser “políticamente correcto” y cuenta a continuación un chiste de violaciones o de negros. La diferencia es que en la nueva era el chiste y la risotada desbordan el grupito confidencial y se hacen públicos sin pudor ni vergüenza, con chulería desafiante, con un clamor de chusma beoda en el calor tórrido de una plaza de toros. Las redes sociales han universalizado la antigua grosería de la barra de bar y el muro del retrete. La rima cruel, la gracia, la consigna, ahora la repiten en público personas que ocupan cargos públicos y que están seguras de poseer una educación exquisita, y se ve estampada en los laterales de un autobús electoral de un partido político ya agitado de antemano por una inminencia de victoria.

La gracia consiste en asociar al presidente del Gobierno y candidato socialista a un asesino etarra. Y para acompañarla, aunque sin decirla, con cazurrería y descaro, Alberto Núñez Feijóo invocó el aniversario de alguien que merecería al menos el respeto sagrado que se debe a los inocentes y a las víctimas. Un rasgo de la edad de la vileza es la repetición metódica del abuso, la injuria y la mentira. Al volverse habituales no pierden su veneno, pero cada vez provocan menos escándalo. Es posible que los primeros sedimentos de esta nueva época fueran sembrados por este personaje público, siempre más o menos en la sombra, Miguel Ángel Rodríguez, que según dicen asesoró a Feijóo antes del debate, y que hace 15 años usó por primera vez en público, en programas de televisión, a sabiendas de que lo hacía, la calumnia contra una persona del todo honorable. Los residuos de vilezas pasadas los olvida todo el mundo, salvo los que las sufrieron. En 2008, en plena campaña derechista para desacreditar la sanidad pública en Madrid, Miguel Ángel Rodríguez llamó reiteradamente nazi en varias tertulias de la televisión al doctor Luis Montes, antiguo coordinador de Urgencias del hospital de Leganés, acusándolo de haber abusado de las sedaciones de enfermos graves para acelerarles la muerte. El embustero sabe que a partir de un cierto grado la mentira tiene un efecto paralizador, como lo tiene siempre un acto de violencia súbita, un grito, una bofetada. Las mentiras de Miguel Ángel Rodríguez trastornaron la vida y la carrera de un hombre íntegro, que ya había sido objeto de una sostenida persecución política. Los tribunales confirmaron la inocencia del doctor Montes, y condenaron por un delito de injurias a Rodríguez. Ya no importaba nada. El daño estaba hecho. Había enfermos que se negaban a ser atendidos por el médico injuriado. Y el mentiroso y condenado por la justicia convirtió su indecencia en un mérito para su currículum, que ha vuelto a situarlo en lo más alto de la influencia política en España.

En el registro sedimentario de la era de la vileza resaltarán dos fechas aún más fundacionales, dos mentiras tan desvergonzadas como las de Miguel Ángel Rodríguez, pero de mucha mayor resonancia: en 2003, la mentira sobre las supuestas armas de destrucción masiva almacenadas en Irak por Sadam Husein; en 2004, la mentira del Gobierno de José María Aznar sobre los atentados del 11 de marzo en la estación de Atocha. Colin Powell, que tuvo que defender ante las Naciones Unidas una invasión basada en argumentos que él sabía embusteros, se arrepintió siempre de haber sido cómplice de una guerra que destruyó un país entero y provocó más de un millón de muertos. No sin hipocresía, Tony Blair expresó en 2016 “más dolor, remordimiento y disculpa de lo que puede creerse”, aunque siguiera defendiendo la guerra. Incluso George W. Bush habló del “mayor remordimiento de toda” su presidencia, justificándolo, no sin cinismo, en los errores de las agencias de espionaje. De aquel grupo de embusteros, el único que no ha dado muestra alguna de remordimiento ni pedido disculpas ha sido José María Aznar. Sin duda, el aprendizaje de la mentira durante la guerra de Irak le fue muy útil cuando él, su Gobierno y sus afines atribuyeron a ETA los muertos del 11 de marzo, y siguieron alimentando los bulos y sembrando dudas conspirativas sobre esa autoría durante mucho tiempo.

La vileza nos intoxica a todos con solo respirarla. Pero a quien más ofende es a quienes más sufrieron, a las víctimas de un terrorismo y del otro, a los inocentes que perdieron sus vidas y a los que quedaron dañados para siempre, los heridos, los supervivientes, las personas cercanas para las que el paso del tiempo no trae consuelo ni olvido. Para quienes recordamos los días trágicos de julio de hace veintiséis años en los que tuvo lugar el secuestro, la condena, la ejecución de Miguel Ángel Blanco, lo que ha quedado en la memoria es la pena y la ira ante el crimen y la emoción civil de aquellas multitudes que inundaron las plazas de toda España, mostrando con serena contundencia el asco hacia los asesinos y la solidaridad hacia los que sufrían. Hace falta mucha vileza para convertir la memoria de aquel hombre tan joven en un sórdido navajazo político, como hizo la otra noche Núñez Feijóo. Este verano de la nueva era son sus fieles enfervorecidos los que repiten festivamente a coro, esa rima infame que ensucia los oídos de cualquiera, pero sobre todo la boca que la dice. Estoy seguro de que sus residuos van a seguir durando mucho tiempo, infectándolo todo.