La colección que Stalin quiso quemar
Monet tenía 25 años cuando pintó la más atrevida de sus obras hasta aquel momento: un picnic sobre la hierba, tema moderno e impropio del arte en mayúsculas, que inmortalizó con el formato gigante que se solía reservar para las pinturas históricas. Gauguin regresó de Tahití sintiendo que su vida había cambiado para siempre, como también lo haría su arte. Pintó entonces un cuadro dominado por un rosa intenso e irrealista, con dos mujeres polinesias que no solo aparecían desnudas, sino también colocadas en la mitad derecha del cuadro, sin respetar las reglas más básicas del canon pictórico. Solo un par de años antes, Van Gogh sufrió una de sus crisis en Arlés, durante la que se mutiló la oreja. Un doctor acudió a curarle y, para agradecérselo, el holandés lo retrató en un cuadro que condensa la esencia del expresionismo. El médico, que respondía al nombre de Rey, lo encontró ridículo e inverosímil, y decidió abandonarlo en su desván, donde tuvo la misión de tapar un agujero en la pared.
Las tres obras tienen, por lo menos, dos cosas en común. En su tiempo generaron, en el mejor de los casos, la más absoluta indiferencia, antes de revolucionar las reglas de la figuración. Y las tres formaron parte de la colección de Sergei Shchukin, un empresario moscovita que se enriqueció gracias a la floreciente industria textil en la Rusia del siglo XIX. Más tarde, se convertiría también en uno de los coleccionistas de arte más visionarios de su tiempo y en uno de los primeros mecenas que impulsaron las vanguardias en la Francia de entresiglos. Sacudido por distintas tragedias personales y perseguido por los bolcheviques, Shchukin se exilió en París, donde murió en el anonimato en 1936. Años atrás, su colección había sido nacionalizada por Lenin tras la Revolución Rusa. Al llegar al poder, Stalin se planteó quemarla, considerándola un síntoma de decadencia burguesa, en las antípodas del dogma del realismo socialista. Finalmente, prefirió dividirla entre dos museos distintos –el Hermitage de San Petersburgo y el Pushkin de Moscú–, donde permaneció oculta en sus depósitos durante décadas.
Una muestra en la Fundación Louis Vuitton de París reúne ahora este impresionante conjunto por primera vez desde 1948. Muchos ya la consideran la exposición del año: unas 10.000 personas pasan a diario por este centro privado para descubrirla. Se espera que sean un millón antes de su cierre, previsto para el 20 de febrero. Titulada Iconos del arte moderno, la exposición reúne 130 cuadros de la colección Shchukin –sobre un total de 275–, incluyendo 29 obras de Picasso, 22 de Matisse, 12 de Gauguin, 8 de Cézanne y otras de Courbet, Derain, Pissarro o Rousseau. "La lista corta la respiración, igual que un paseo por sus salas. Casi tres años de negociaciones han sido necesarios para reunirlas en París. Es su tesoro nacional, como si España prestara todos sus Velázquez y el Guernica a la vez”, ironiza Jean-Paul Claverie, consejero del magnate Bernard Arnault, propietario de la marca Louis Vuitton, e ideólogo de esta fundación. La negociación, dice, llegó a pasar por el Eliseo y el Kremlin. “Se necesitaba un terreno neutro para reunir las obras, y ese lugar era París, la ciudad donde Shchukin las compró y luego se exilió”, añade.
Los descendientes de Shchukin, protagonistas de un contencioso histórico con el Estado ruso, se tuvieron que comprometer a no reclamar la devolución de los cuadros, como había ocurrido en el pasado. “Nos habían robado la colección y la memoria. Ahora, por lo menos, tenemos la memoria”, se resigna el nieto de Shchukin, André Delocque-Fourcaud, uno de los artífices de esta exposición. “Nunca hemos reclamado la propiedad de los cuadros. En vista de su valor, tienen que estar en un museo, como ya deseó mi abuelo en vida, puesto que pensaba donarlos a su ciudad. Solo exigimos que se reconozca quien fue Shchukin y que esta colección no sea desmembrada”, añade.
La muestra también funciona como un retrato in absentia del coleccionista ruso, quien empezó a coleccionar a los 44 años. Primero a los impresionistas, casi una convención social en su época, pero después también a artistas en plena ruptura con las tendencias dominantes, con los que se familiarizó gracias a Gertrude Stein y su familia, pioneros en el apego por las vanguardias. “Shchukin empezó coleccionando de manera decorativa, pero después se dirigió hacia el arte contemporáneo más radical y más audaz”, afirma la comisaria de la muestra, Anne Baldassari, exdirectora del Museo Picasso de París. En 1908, el empresario decidió abrir su residencia en el Palacio Trubetskoi de Moscú, cada domingo y de forma gratuita, para que los visitantes pudieran admirar su colección en paredes atiborradas de futuras obras maestras. “Y así, Shchukin creó el primer museo de arte contemporáneo del mundo”, suscribe la comisaria.
La muestra contrapone la colección original con una treintena de cuadros de pintores rusos como Malevich, Tatlin o Kliun, que no formaron parte de ella, pero que explican por qué, allá por 1915, los artistas moscovitas se pusieron a pintar rectángulos negros y abrazando así la abstracción de manera especialmente temprana. “Esos jóvenes pintores se reían de Shchukin y de sus intentos de teorizar sobre el arte. Para ellos, era solo un industrial burgués que no entendía nada. Pero, en tres o cuatro años, asimilaron el conjunto de las propuestas de los pintores franceses y entraron en un nuevo terreno. El suprematismo y el constructivismo aparecerán en ese diálogo con la colección”, asegura Baldassari.
‘BOOM’ DEL ARTE PRIVADO EN PARÍS
Que la exposición de la colección Shchukin tenga lugar en la fundación privada fundada por el magnate del lujo Bernard Arnault ha dejado en evidencia a los museos públicos en París, incapaces de asumir los costes faraónicos que ha supuesto la muestra, que Le Monde cifra entre 10 y 13 millones de euros. “El Centro Pompidou, por ejemplo, nunca habría podido sufragarla”, admite el nieto del coleccionista, André Delocque-Fourcaud. En 2015, la Fundación Vuitton ya impresionó al reunir dos cuadros supuestamente imprestables: El grito de Munch y La danza de Matisse. El éxito de este centro privado, que sedujo a 1.200.000 visitantes en su primer año de vida, es una prueba adicional de la reconfiguración del mapa museístico en París, hasta ahora dominado por la iniciativa pública. El millonario François Pinault, propietario de marcas como Saint Laurent y Balenciaga (y máximo rival del poder de Arnault), abrirá su propia fundación de arte en el barrio de Les Halles en 2018. Por su parte, las Galerías Lafayette estrenaron su patronato para el arte contemporáneo en 2013 y ultiman la sede de un museo privado proyectado por Rem Koolhas, que abrirá en el Marais parisino en 2017.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/12/04/actualidad/1480851639_977322.html?rel=lom
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miércoles, 14 de diciembre de 2016
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