_- Pedro Sánchez emula al Aznar de las Azores
A lo largo de su historia, el chavismo cometió tres delitos que han llevado a la actual situación.
El primero
ha sido una gestión catastrófica del país, su economía y su política, con la entronización de un nuevo clientelismo, una enorme corrupción y últimamente también represión. Si en Brasil hay que preguntarse qué se hizo mal para que la administración progresista diera paso a Bolsonaro, en Venezuela las preguntas son aún más candentes.
Durante muchas décadas los gobiernos de Venezuela fueron incapaces de diversificar el monocultivo petrolero como fuente de ingresos. Era más fácil importarlo todo. El país vivía en una cruda realidad iberoamericana (realidad que Filipinas representa de forma idéntica en Asia): el 80% de la población no contaba para nada. El resto, una oligarquía y una clase acomodada, se beneficiaba de aquella economía con centro en Miami. Cuando había problemas y la gente de los ranchos de aquel 80%, bajaba al centro a pedir lo suyo, los aplastaban, como cuando el caracazo de 1989 (una masacre que coincidió con Tiananmen y que a diferencia de esta no merece el menor recuerdo mediatico). El chavismo ha seguido con esto. No supo diversificar el monocultivo petrolero e introducir una nueva cultura productiva en Venezuela.
El segundo
El segundo delito es que con el chavismo la renta petrolera se repartió socialmente entre aquel 80%, novedad sin precedentes. Aquel pecado alarmó a la oligarquía americana (del Norte y del Sur), incluidos los sectores venezolanos que funcionaban bien con la economía miamicentrista, y convirtió en maldito al gobierno de Chávez. Era un mal ejemplo continental, por más que fuera mezclado con nuevos y colosales privilegios y escandalosas corruptelas burocráticas. Lo que ocurre ahora, el intento de apartar del gobierno a Maduro, existía ya como proyecto cuando el chavismo gozaba de la mayor popularidad. Es una línea que ya comenzó en 2002, cuando el gobierno de la república bolivariana gozaba de sus mayores apoyos y consensos internos, lo que no impidió que fuera objeto de una intentona golpista apoyada por Estados Unidos y la España del Aznarato. Las sanciones contra el chavismo comenzaron en 2004.
Esa intervención exterior, junto con el sabotaje interno y la baja (a la mitad) de los precios del petróleo, es decir la acción de Estados Unidos, y de la oposición, la “clase perjudicada/asustada” venezolana, contribuyeron al deterioro económico y acentuaron aún más, los desastres del gobierno. La situación fue empujando al chavismo hacia un estrechamiento de relaciones económicas con China y Cuba (hay otros, pero estos son los que cuentan) que compensara las pérdidas de su ineficacia.
El tercero
Llegamos así al tercer y capital pecado que explica la actual situación: no solo se cometió el delito de repartir renta petrolera entre los pobres, aunque fuera para dar lugar a un nuevo embrollo corrupto-clientelar, sino que las primeras reservas mundiales de crudo se pusieron en sintonía con la única potencia emergente a la que Estados Unidos toma en serio. Y encima ahí estaba Cuba, recibiendo un balón de oxígeno que ayuda a mantener su gallarda -y tan cara pagada- historia de dignidad continental. Cuba podría ser el segundo gran motivo imperial de la actual situación.
Para comprender la situación y el terrible escenario que se prepara, hay que distinguir lo que importa de lo que no. La “democracia” o el “debate constitucional” sobre quien es más legítimo Maduro o el títere gringo, no importan en absoluto. Tampoco importan los crímenes y abusos imputados a Maduro. Importa el petróleo. Venezuela tiene las mayores reservas de crudo. Así que, en términos internacionales, el objetivo de la actual intentona es cortar estos procesos: malos ejemplos sociales, por más que fallidos, e indisciplina geopolítica que dañan claramente al dictado imperial.
No a la guerra
El cambio de régimen en Venezuela debe ser, “el primer paso para establecer un nuevo orden en América Latina”, titulaba el 30 de enero un artículo del Wall Street Journal. Los siguientes pasos serán derrocar a los gobiernos de Cuba y Nicaragua, explicaba. Se trata de expulsar las influencias chinas, rusas e iraníes de la región, romper el vínculo establecido entre Venezuela y Cuba, y hacer caer sus dos gobiernos, explicaba ya en noviembre el consejero de seguridad, John Bolton.
Por esos dos motivos, el delito social y el geopolítico, están preparando una gran violencia, cuyos mayores perjudicados serán las clases populares. Fundamentalmente se trata de lo mismo que vimos en Libia e Irak. El primer delito, el sufrimiento del pueblo, les importa una higa. Sería bueno que la oposición venezolana comprendiera esto antes de que sea demasiado tarde. Los precedentes avisan de que no se detendrán ante una guerra y que pondrán en marcha las mayores mentiras, por ejemplo citando “democracias y derechos humanos”. Tras el flagrante fracaso de Estados Unidos en el intento de cambio de régimen en Siria y los fiascos de Libia, los halcones de Washington parecen querer concentrarse de nuevo en América Latina. El Brasil de Bolsonaro ha sido su primer éxito.
Por todo eso, hay que ir desempolvando aquel “no a la guerra”, porque ya es más actual que nunca en Venezuela. No se trata de “defender a Maduro” como dirán los necios que miran el dedo que apunta a la Luna, sino de buscar una salida negociada que evite el baño de sangre que el Imperio del Caos quiere propiciar de nuevo.
P.S: La indignidad del PSOE
El gobierno español está siendo comparsa de esta fechoría: cómplice y vasallo del belicismo americano de siempre. Pedro Sánchez está emulando, con Donald Trump, al Aznar de las Azores que posó junto a Bush. Es así de claro. Lástima por el ministro Josep Borrell, raro personaje de talla que quedaba en el PSOE, ahora implicado en la peor indignidad. Hay dos cuestiones mayores, de principio, sin las cuales no puede construirse nada que valga la pena en el Siglo XXI. Dos cuestiones que definen y diferencian a la izquierda de la derecha: la oposición al belicismo imperial y al neoliberalismo. ¿Está Sánchez en alguna de las dos? Pésima noticia para el futuro de España y los mapas y alianzas que podrían impedir el regreso al gobierno de una derecha revitalizada por la quimera del estat catalá.
(Publicado en Ctxt, Rafael Poch)
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miércoles, 27 de febrero de 2019
domingo, 24 de febrero de 2019
La realidad que esconde la coalición de Trump por el cambio de régimen en Venezuela.
Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
El intento de Estados Unidos de derrocar a Maduro no tiene nada que ver con la democracia o los derechos humanos.
Al inicio de la década de los setenta, un puñado de sandinistas luchaba en las montañas de Nicaragua para derribar la brutal dictadura de 40 años de la familia Somoza, apoyada por Estados Unidos. Cuando en 1971 una gran erupción volcánica golpeó Nicaragua, los guerrilleros dijeron a los campesinos que Dios estaba castigándoles por no deshacerse de Somoza, tal y como narró posteriormente el sandinista Omar Cabezas.
Cuando los sandinistas triunfaron en 1979, Estados Unidos libró una sangrienta guerra para recuperar el país con una fuerza paramilitar terrorista llamada los Contras, que se dedicó a asesinar civiles. El presidente George H.W. Bush dejó claro durante la reelección de los sandinistas en 1990 que, aunque él no era Dios, continuaría castigando a los nicaragüenses con un embargo de armas y con la guerra si no se libraban de los sandinistas. Cansados de la guerra, la hiperinflación y el colapso económico, los nicaragüenses votaron a la oposición: los sandinistas perdieron.
En la actualidad, la Administración Trump está repitiendo la estrategia de castigo colectivo en Venezuela mediante un paralizante embargo financiero efectivo desde agosto de 2017 y, desde enero de este año, un embargo comercial. El embargo financiero ha impedido al gobierno utilizar medidas para acabar con la hiperinflación o lograr una recuperación económica, al paralizar la comercialización de miles de millones de dólares de producción petrolera. El embargo comercial se propone recortar alrededor del 60% de los ya magros ingresos de divisas, necesarios para comprar medicinas, alimentos, suministros médicos y otros bienes esenciales para la supervivencia de muchos venezolanos.
Con el propósito de fomentar un golpe militar, una rebelión popular o una guerra civil, la Administración Trump ha declarado que el castigo continuará hasta que caiga el gobierno actual. “Maduro debe irse”, volvió a afirmar el vicepresidente de EE.UU. Mike Pence a comienzos de marzo.
Todo esto es ilegal de acuerdo con numerosos tratados firmados por Estados Unidos, incluyendo la Carta de Naciones Unidas, la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) y otras leyes y convenciones internacionales. Para legitimar esta brutalidad –que probablemente ya ha causado miles de muertes al reducir el acceso de los venezolanos a bienes y servicios vitales–, la Administración Trump ha presentado las sanciones como fruto de un consenso de la “comunidad internacional”, lo mismo que hizo Bush cuando reunió a su “coalición de la voluntad” de 48 países para apoyar su desastrosa invasión de Irak en 2003.
Según esta narrativa, los gobiernos que han secundado a Estados Unidos (en su mayoría americanos y europeos) en el reconocimiento de un gobierno paralelo en Venezuela son “democráticos”; aquellos que no lo han hecho, o se han declarados contrarios al intento de derribar al actual gobierno, son “autoritarios”, con el ejemplo de Rusia, China y Turquía habitualmente mencionado en los informativos.
Echemos un vistazo a algunos de los gobiernos que han secundado a la Administración Trump en esta operación ilegal de cambio de régimen y que se han unido al embargo comercial al reconocer a Juan Guaidó como “presidente interino”. El aliado más importante y sólido de Trump en América Latina es el presidente ultraderechista de Brasil, Jair Bolsonaro, famoso por haber dicho a una congresista brasileña que no la violaba porque “no se lo merecía”, por diversas observaciones racistas y contra los homosexuales y por glorificar la violencia política. Irónicamente, dado que la principal justificación de Trump para impulsar el cambio de régimen en Venezuela es que la elección de Maduro fue ilegitima, el propio Bolsonaro accedió al poder en una elección de cuestionable legitimidad. Su principal oponente, el expresidente Lula da Silva –entonces el político más popular del país– fue encarcelado tras un juicio en el que no se presentó prueba material alguna del delito cometido. El veredicto se basó en el testimonio forzado de un testigo convicto de corrupción, cuyo recurso de clemencia fue suspendido hasta que cambió su testimonio para hacerlo coincidir con el del juez que llevaba la acusación. Dicho juez, Sérgio Moro, demostró en numerosas ocasiones una gran animadversión contra Lula –incluyendo la publicación de conversaciones grabadas ilegalmente entre Lula y la entonces presidente del país, Dilma Rousseff, su abogado, y su esposa e hijos. Después de que estas y otras irregularidades e ilegalidades aseguraron la condena de Lula, este fue inconstitucionalmente encarcelado antes de la elección. Tras la elección que el juez Sérgio Moro ayudó a ganar a Bolsonaro, dicho juez fue nombrado ministro de justicia.
Otros gobiernos latinoamericanos de la Coalición de la Voluntad de Trump deben favores a Washington por haberles ayudado a alcanzar el poder. El gobierno de Honduras del presidente Juan Orlando Hernández es probablemente el ejemplo más extremo. Su partido llegó al poder en 2009 con el derrocamiento del presidente democráticamente elegido, Mel Zelaya, gracias a un golpe militar. La Administración Obama, junto con los republicanos, contribuyó a legitimar el golpe y las “elecciones” que le sucedieron. Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado, escribió posteriormente en sus memorias cómo maniobró para evitar que el presidente democráticamente electo recuperara su cargo. En 2017, Hernández retuvo el poder robando descaradamente las elecciones: se limitó a alterar el número total de votos. Periodistas y observadores de todo el espectro político llegaron a esta inexorable conclusión. Incluso uno de los líderes más fanáticos de la coalición de la voluntad de Trump, el actual secretario general de la OEA, Luis Almagro, rechazó los resultados y pidió la convocatoria de nuevas elecciones. Evidentemente, nada pasó, porque el equipo de Trump aceptó los resultados.
Colombia aporta probablemente el líder más belicoso de la coalición, tras Bolsonaro. El presidente Iván Duque es discípulo del anterior presidente, Álvaro Uribe, que ahora ejerce el poder en la sombra. Comunicaciones diplomáticas de Estados Unidos publicadas el año pasado dan muestra de la preocupación general de las autoridades estadounidenses por los vínculos de Uribe con el narcotráfico. En la década de los noventa, la Agencia de Inteligencia de la Defensa estadounidense descubrió que Uribe “había llevado la colaboración con el cartel de Medellín a los más altos niveles de gobierno”. También se relaciona a Uribe con los escuadrones de la muerte de su país. El año pasado, dimitió como senador en mitad de una investigación criminal en curso. Uribe lleva tiempo apoyando el cambio de régimen en Venezuela propiciado por Estados Unidos. En 2009, numerosos gobiernos sudamericanos se opusieron y bloquearon sus planes para ampliar la presencia militar estadounidense en Colombia.
El presidente de Argentina Mauricio Macri, otro influyente miembro de la coalición perteneciente a la derecha dura, también debe favores a Washington. En junio, esta relación le ayudó a conseguir el mayor préstamo del FMI de la historia, 50.000 millones de dólares, que posteriormente aumentarían a 56.300 millones cuando la economía se comportó de un modo mucho peor de lo que el FMI había previsto al firmar el acuerdo. Estados Unidos había bloqueado los créditos de las instituciones multilaterales de préstamo, como el Banco Interamericano de Desarrollo, al gobierno de su predecesora y rival. Este hecho fue relevante porque Argentina estaba inmersa en problemas financieros hacia el final del mandato de la presidenta Cristina Fernández. De todas formas, su gobierno sufrió un golpe aún más fuerte por parte de un juez neoyorkino al que aparentemente movían cuestiones políticas, que retuvo más del 90% de los créditos a Argentina al dictaminar que no podían desembolsarse mientras el país no pagara las deudas que había contraído con ciertos fondos buitre de EE.UU. Todos estos problemas con Estados Unidos se resolvieron en cuanto Macri asumió el poder en 2015.
Los medios de comunicación a veces señalan al presidente Lenín Moreno de Ecuador para mostrar que hay cierta presencia del “centro-izquierda” en esta empresa ilegal y en cierto modo barbárica. Es verdad que Moreno fue elegido en 2017 con el apoyo del partido de izquierda Alianza País, del anterior presidente Rafael Correa. Pero en seguida dio un giro radical a su mandato y se alió con los oligarcas derechistas y utilizó medios extraconstitucionales para consolidar el poder. Actualmente intenta meter en la cárcel a su antecesor basándose en lo que parecen ser falsas acusaciones. Washington ha recompensado a Moreno con préstamos de instituciones multilaterales por valor de 10.000 millones de dólares, incluyendo 4.200 millones del FMI concedidos la semana pasada. Si 10.000 millones de dólares no parece gran cosa, pensemos que dicho préstamo expresado como porcentaje de la economía de Ecuador sería como si EE.UU. recibiese 1,9 billones. No sorprende pues que Moreno se haya unido a la coalición de Trump.
El presidente de Paraguay tiene también razones para agradecer al padrino estadounidense. Su partido, el Partido Colorado, gobernó el país durante 61 años consecutivos, la mayoría de ellos bajo la dictadura de Alfredo Stroessner. En 2008, un obispo de izquierdas, Fernando Lugo, ganó las elecciones contra todo pronóstico. Pero fue derribado mediante un golpe parlamentario en 2012, al que se opusieron casi todos los gobiernos sudamericanos. Una vez más, Washington maniobró con la OEA para legitimar el golpe. Así que, ahí tenemos a otro presidente sudamericano encantado de unirse a las maniobras gringas para poner un dirigente de derechas en Venezuela. Otro sujeto que se ha apuntado a esta coalición es el presidente chileno, Sebastián Piñera, un simpatizante de Pinochet que el año pasado nombró ministros a dos antiguos aliados del dictador respaldado por EE.UU.
Así es como Estados Unidos logra sus apoyos, al menos en la actualidad. Hace unos años, cuando la mayor parte de la región estaba gobernada por gobiernos de izquierda o centro-izquierda, Trump no habría conseguido ni un solo apoyo para esta operación ilegal de cambio de régimen. El secretario de Estado de Obama, John Kerry, llegó a esa conclusión cuando en 2013 los opositores violentos se echaron a la calle en Venezuela para intentar derribar el primer mandato de Maduro. No hubo ninguna duda sobre el resultado de las elecciones y prácticamente todos los gobiernos del mundo las reconocieron. Kerry se encontró completamente aislado y Washington se rindió y tuvo que aceptar la elección de Maduro.
Luego tenemos a Europa, que por una serie de razones históricas casi nunca ha sido capaz de desarrollar una política exterior independiente de Estados Unidos. Esto es especialmente cierto para América Latina, donde se suele respetar la Doctrina Monroe, a la que se acogió descaradamente el Consejero de Seguridad Nacional John Bolton hace unos días. Dicho lo cual, hizo falta retorcer ligeramente el brazo del primer ministro español, Pedro Sánchez, que sorprendentemente se había opuesto hacía unos días a las sanciones de Trump contra Venezuela, incluso antes del embargo comercial y del reconocimiento de Guaidó en enero. Su ministro de exteriores, Josep Borrell, declaró a la prensa que el gobierno había recibido “presiones” de Washington. El gobierno socialista del PSOE de Sánchez también fue sometido a una gran presión por los grandes medios de comunicación españoles, que llevaban cierto tiempo en “modo cambio de régimen” ante las próximas elecciones generales que se celebrarán a finales de abril. España tiene una importancia clave a la hora de asegurar el apoyo europeo a esta empresa, ya que otros países, incluyendo a Alemania, suelen tomar en cuenta la opinión española en los temas relativos a su política latinoamericana.
Aunque el equipo de Trump gozara de una mayoría global –de la que carece, pues solo 50 países de 195 apoyan el cambio de régimen en Venezuela–, sus letales sanciones económicas, su robo de activos financieros, sus amenazas militares y otras acciones para derribar el gobierno no serían más legales o legítimas que la invasión de Irak de George W. Bush, o las múltiples iniciativas de cambio de régimen que se han producido en el hemisferio americano. Ello no sorprende a nadie, dado quién está al timón: el perenne defensor de los cambios de régimen, John Bolton, por ejemplo, o el enviado especial Elliott Abrams, que apoyó lo que posteriormente la ONU consideró un genocidio en Guatemala, así como las atrocidades promovidas por EE.UU. en El Salvador y Nicaragua en la década de los ochenta. La elección de quienes protagonizan el apoyo a esta iniciativa de cambio de régimen, ya sea en Washington o entre sus más próximos aliados, debería subrayar lo que es evidente: el intento de Estados Unidos de derrocar a Maduro no tiene nada que ver con la democracia o los derechos humanos.
Mack Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research, en Washington D.C. y presidente de Just Foreign Policy.
Fuente: https://newrepublic.com/article/153283/reality-behind-trumps-coalition-regime-change-venezuela
El presente artículo puede reproducirse libremente siempre que se respete su integridad y se mencione a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo.
El intento de Estados Unidos de derrocar a Maduro no tiene nada que ver con la democracia o los derechos humanos.
Al inicio de la década de los setenta, un puñado de sandinistas luchaba en las montañas de Nicaragua para derribar la brutal dictadura de 40 años de la familia Somoza, apoyada por Estados Unidos. Cuando en 1971 una gran erupción volcánica golpeó Nicaragua, los guerrilleros dijeron a los campesinos que Dios estaba castigándoles por no deshacerse de Somoza, tal y como narró posteriormente el sandinista Omar Cabezas.
Cuando los sandinistas triunfaron en 1979, Estados Unidos libró una sangrienta guerra para recuperar el país con una fuerza paramilitar terrorista llamada los Contras, que se dedicó a asesinar civiles. El presidente George H.W. Bush dejó claro durante la reelección de los sandinistas en 1990 que, aunque él no era Dios, continuaría castigando a los nicaragüenses con un embargo de armas y con la guerra si no se libraban de los sandinistas. Cansados de la guerra, la hiperinflación y el colapso económico, los nicaragüenses votaron a la oposición: los sandinistas perdieron.
En la actualidad, la Administración Trump está repitiendo la estrategia de castigo colectivo en Venezuela mediante un paralizante embargo financiero efectivo desde agosto de 2017 y, desde enero de este año, un embargo comercial. El embargo financiero ha impedido al gobierno utilizar medidas para acabar con la hiperinflación o lograr una recuperación económica, al paralizar la comercialización de miles de millones de dólares de producción petrolera. El embargo comercial se propone recortar alrededor del 60% de los ya magros ingresos de divisas, necesarios para comprar medicinas, alimentos, suministros médicos y otros bienes esenciales para la supervivencia de muchos venezolanos.
Con el propósito de fomentar un golpe militar, una rebelión popular o una guerra civil, la Administración Trump ha declarado que el castigo continuará hasta que caiga el gobierno actual. “Maduro debe irse”, volvió a afirmar el vicepresidente de EE.UU. Mike Pence a comienzos de marzo.
Todo esto es ilegal de acuerdo con numerosos tratados firmados por Estados Unidos, incluyendo la Carta de Naciones Unidas, la Carta de la Organización de Estados Americanos (OEA) y otras leyes y convenciones internacionales. Para legitimar esta brutalidad –que probablemente ya ha causado miles de muertes al reducir el acceso de los venezolanos a bienes y servicios vitales–, la Administración Trump ha presentado las sanciones como fruto de un consenso de la “comunidad internacional”, lo mismo que hizo Bush cuando reunió a su “coalición de la voluntad” de 48 países para apoyar su desastrosa invasión de Irak en 2003.
Según esta narrativa, los gobiernos que han secundado a Estados Unidos (en su mayoría americanos y europeos) en el reconocimiento de un gobierno paralelo en Venezuela son “democráticos”; aquellos que no lo han hecho, o se han declarados contrarios al intento de derribar al actual gobierno, son “autoritarios”, con el ejemplo de Rusia, China y Turquía habitualmente mencionado en los informativos.
Echemos un vistazo a algunos de los gobiernos que han secundado a la Administración Trump en esta operación ilegal de cambio de régimen y que se han unido al embargo comercial al reconocer a Juan Guaidó como “presidente interino”. El aliado más importante y sólido de Trump en América Latina es el presidente ultraderechista de Brasil, Jair Bolsonaro, famoso por haber dicho a una congresista brasileña que no la violaba porque “no se lo merecía”, por diversas observaciones racistas y contra los homosexuales y por glorificar la violencia política. Irónicamente, dado que la principal justificación de Trump para impulsar el cambio de régimen en Venezuela es que la elección de Maduro fue ilegitima, el propio Bolsonaro accedió al poder en una elección de cuestionable legitimidad. Su principal oponente, el expresidente Lula da Silva –entonces el político más popular del país– fue encarcelado tras un juicio en el que no se presentó prueba material alguna del delito cometido. El veredicto se basó en el testimonio forzado de un testigo convicto de corrupción, cuyo recurso de clemencia fue suspendido hasta que cambió su testimonio para hacerlo coincidir con el del juez que llevaba la acusación. Dicho juez, Sérgio Moro, demostró en numerosas ocasiones una gran animadversión contra Lula –incluyendo la publicación de conversaciones grabadas ilegalmente entre Lula y la entonces presidente del país, Dilma Rousseff, su abogado, y su esposa e hijos. Después de que estas y otras irregularidades e ilegalidades aseguraron la condena de Lula, este fue inconstitucionalmente encarcelado antes de la elección. Tras la elección que el juez Sérgio Moro ayudó a ganar a Bolsonaro, dicho juez fue nombrado ministro de justicia.
Otros gobiernos latinoamericanos de la Coalición de la Voluntad de Trump deben favores a Washington por haberles ayudado a alcanzar el poder. El gobierno de Honduras del presidente Juan Orlando Hernández es probablemente el ejemplo más extremo. Su partido llegó al poder en 2009 con el derrocamiento del presidente democráticamente elegido, Mel Zelaya, gracias a un golpe militar. La Administración Obama, junto con los republicanos, contribuyó a legitimar el golpe y las “elecciones” que le sucedieron. Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado, escribió posteriormente en sus memorias cómo maniobró para evitar que el presidente democráticamente electo recuperara su cargo. En 2017, Hernández retuvo el poder robando descaradamente las elecciones: se limitó a alterar el número total de votos. Periodistas y observadores de todo el espectro político llegaron a esta inexorable conclusión. Incluso uno de los líderes más fanáticos de la coalición de la voluntad de Trump, el actual secretario general de la OEA, Luis Almagro, rechazó los resultados y pidió la convocatoria de nuevas elecciones. Evidentemente, nada pasó, porque el equipo de Trump aceptó los resultados.
Colombia aporta probablemente el líder más belicoso de la coalición, tras Bolsonaro. El presidente Iván Duque es discípulo del anterior presidente, Álvaro Uribe, que ahora ejerce el poder en la sombra. Comunicaciones diplomáticas de Estados Unidos publicadas el año pasado dan muestra de la preocupación general de las autoridades estadounidenses por los vínculos de Uribe con el narcotráfico. En la década de los noventa, la Agencia de Inteligencia de la Defensa estadounidense descubrió que Uribe “había llevado la colaboración con el cartel de Medellín a los más altos niveles de gobierno”. También se relaciona a Uribe con los escuadrones de la muerte de su país. El año pasado, dimitió como senador en mitad de una investigación criminal en curso. Uribe lleva tiempo apoyando el cambio de régimen en Venezuela propiciado por Estados Unidos. En 2009, numerosos gobiernos sudamericanos se opusieron y bloquearon sus planes para ampliar la presencia militar estadounidense en Colombia.
El presidente de Argentina Mauricio Macri, otro influyente miembro de la coalición perteneciente a la derecha dura, también debe favores a Washington. En junio, esta relación le ayudó a conseguir el mayor préstamo del FMI de la historia, 50.000 millones de dólares, que posteriormente aumentarían a 56.300 millones cuando la economía se comportó de un modo mucho peor de lo que el FMI había previsto al firmar el acuerdo. Estados Unidos había bloqueado los créditos de las instituciones multilaterales de préstamo, como el Banco Interamericano de Desarrollo, al gobierno de su predecesora y rival. Este hecho fue relevante porque Argentina estaba inmersa en problemas financieros hacia el final del mandato de la presidenta Cristina Fernández. De todas formas, su gobierno sufrió un golpe aún más fuerte por parte de un juez neoyorkino al que aparentemente movían cuestiones políticas, que retuvo más del 90% de los créditos a Argentina al dictaminar que no podían desembolsarse mientras el país no pagara las deudas que había contraído con ciertos fondos buitre de EE.UU. Todos estos problemas con Estados Unidos se resolvieron en cuanto Macri asumió el poder en 2015.
Los medios de comunicación a veces señalan al presidente Lenín Moreno de Ecuador para mostrar que hay cierta presencia del “centro-izquierda” en esta empresa ilegal y en cierto modo barbárica. Es verdad que Moreno fue elegido en 2017 con el apoyo del partido de izquierda Alianza País, del anterior presidente Rafael Correa. Pero en seguida dio un giro radical a su mandato y se alió con los oligarcas derechistas y utilizó medios extraconstitucionales para consolidar el poder. Actualmente intenta meter en la cárcel a su antecesor basándose en lo que parecen ser falsas acusaciones. Washington ha recompensado a Moreno con préstamos de instituciones multilaterales por valor de 10.000 millones de dólares, incluyendo 4.200 millones del FMI concedidos la semana pasada. Si 10.000 millones de dólares no parece gran cosa, pensemos que dicho préstamo expresado como porcentaje de la economía de Ecuador sería como si EE.UU. recibiese 1,9 billones. No sorprende pues que Moreno se haya unido a la coalición de Trump.
El presidente de Paraguay tiene también razones para agradecer al padrino estadounidense. Su partido, el Partido Colorado, gobernó el país durante 61 años consecutivos, la mayoría de ellos bajo la dictadura de Alfredo Stroessner. En 2008, un obispo de izquierdas, Fernando Lugo, ganó las elecciones contra todo pronóstico. Pero fue derribado mediante un golpe parlamentario en 2012, al que se opusieron casi todos los gobiernos sudamericanos. Una vez más, Washington maniobró con la OEA para legitimar el golpe. Así que, ahí tenemos a otro presidente sudamericano encantado de unirse a las maniobras gringas para poner un dirigente de derechas en Venezuela. Otro sujeto que se ha apuntado a esta coalición es el presidente chileno, Sebastián Piñera, un simpatizante de Pinochet que el año pasado nombró ministros a dos antiguos aliados del dictador respaldado por EE.UU.
Así es como Estados Unidos logra sus apoyos, al menos en la actualidad. Hace unos años, cuando la mayor parte de la región estaba gobernada por gobiernos de izquierda o centro-izquierda, Trump no habría conseguido ni un solo apoyo para esta operación ilegal de cambio de régimen. El secretario de Estado de Obama, John Kerry, llegó a esa conclusión cuando en 2013 los opositores violentos se echaron a la calle en Venezuela para intentar derribar el primer mandato de Maduro. No hubo ninguna duda sobre el resultado de las elecciones y prácticamente todos los gobiernos del mundo las reconocieron. Kerry se encontró completamente aislado y Washington se rindió y tuvo que aceptar la elección de Maduro.
Luego tenemos a Europa, que por una serie de razones históricas casi nunca ha sido capaz de desarrollar una política exterior independiente de Estados Unidos. Esto es especialmente cierto para América Latina, donde se suele respetar la Doctrina Monroe, a la que se acogió descaradamente el Consejero de Seguridad Nacional John Bolton hace unos días. Dicho lo cual, hizo falta retorcer ligeramente el brazo del primer ministro español, Pedro Sánchez, que sorprendentemente se había opuesto hacía unos días a las sanciones de Trump contra Venezuela, incluso antes del embargo comercial y del reconocimiento de Guaidó en enero. Su ministro de exteriores, Josep Borrell, declaró a la prensa que el gobierno había recibido “presiones” de Washington. El gobierno socialista del PSOE de Sánchez también fue sometido a una gran presión por los grandes medios de comunicación españoles, que llevaban cierto tiempo en “modo cambio de régimen” ante las próximas elecciones generales que se celebrarán a finales de abril. España tiene una importancia clave a la hora de asegurar el apoyo europeo a esta empresa, ya que otros países, incluyendo a Alemania, suelen tomar en cuenta la opinión española en los temas relativos a su política latinoamericana.
Aunque el equipo de Trump gozara de una mayoría global –de la que carece, pues solo 50 países de 195 apoyan el cambio de régimen en Venezuela–, sus letales sanciones económicas, su robo de activos financieros, sus amenazas militares y otras acciones para derribar el gobierno no serían más legales o legítimas que la invasión de Irak de George W. Bush, o las múltiples iniciativas de cambio de régimen que se han producido en el hemisferio americano. Ello no sorprende a nadie, dado quién está al timón: el perenne defensor de los cambios de régimen, John Bolton, por ejemplo, o el enviado especial Elliott Abrams, que apoyó lo que posteriormente la ONU consideró un genocidio en Guatemala, así como las atrocidades promovidas por EE.UU. en El Salvador y Nicaragua en la década de los ochenta. La elección de quienes protagonizan el apoyo a esta iniciativa de cambio de régimen, ya sea en Washington o entre sus más próximos aliados, debería subrayar lo que es evidente: el intento de Estados Unidos de derrocar a Maduro no tiene nada que ver con la democracia o los derechos humanos.
Mack Weisbrot es codirector del Center for Economic and Policy Research, en Washington D.C. y presidente de Just Foreign Policy.
Fuente: https://newrepublic.com/article/153283/reality-behind-trumps-coalition-regime-change-venezuela
El presente artículo puede reproducirse libremente siempre que se respete su integridad y se mencione a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente del mismo.
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