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jueves, 23 de febrero de 2017

Marx y la cuestión de la prostitución

Saliha Boussedra
http://traductorasparaaboliciondelaprostitucion.weebly.com

En oposición a las corrientes "regulacionistas" que defienden la prostitución como un trabajo legal y compatible con el pensamiento de Marx, el análisis de sus escritos revela que para él no existe emancipación posible en la actividad prostitucional.

El regulacionismo sostiene que la actividad ejercida por las prostitutas debe gozar de un reconocimiento oficial con el fin de conseguir su integración en el régimen general de la seguridad social, ya sea como trabajadoras asalariadas o como autónomas. Un sector de la corriente regulacionista reconoce que la prostitución no es la actividad idónea para la auto-realización personal, pero que tampoco es peor que el trabajo de una obrera.

Este razonamiento regulacionista conduce a pensar que la única diferencia entre ambas actividades es que una es legal y la otra no (1). Se recurre también al análisis marxista del trabajo asalariado para afirmar que la prostitución debe ser legalmente reconocida para que las mujeres que la ejercen puedan mejorar sus condiciones en el ejercicio de esa actividad.

Trabajo concreto, trabajo abstracto
El hecho de atribuir a Marx una posición regulacionista se basa en realidad en ciertas confusiones sobre la concepción marxista del trabajo. Para empezar, las corrientes regulacionistas pasan por alto no sólo la dimensión históricamente determinada del modo de producción capitalista, sino también el doble carácter del trabajo en ese modo de producción capitalista. Cuando Marx analiza el trabajo desde un punto de vista antropológico, vemos que es imposible separar la actividad productiva humana tanto de los individuos que la realizan como de los medios de trabajo (herramientas y materiales) como del producto de esa actividad.

Esta dimensión que define el "trabajo concreto" se da en todas la sociedades y en todas las épocas. Sin embargo, Marx nos revela una segunda dimensión del trabajo que es específica del modo de producción capitalista: el "trabajo abstracto". Esta dimensión reduce el trabajo a una mera producción de valor de cambio, independientemente de la actividad, de los medios de producción y de los productos concretos. Dado que el regulacionismo no tiene en cuenta estas distinciones, interpreta a su manera la noción de "trabajo abstracto" para considerar la prostitución como trabajo. El regulacionismo, desde un enfoque impregnado por el modo de producción capitalista, proyecta sobre ciertas relaciones sociales y humanas el punto de vista propio del capital.

Así, a través del concepto marxista de "trabajo abstracto" -aunque sin nombrarlo-, el regulacionismo promociona la mercantilización de una gran cantidad de actividades productivas humanas aún no acaparadas por el capital y reivindica una extensión legal del trabajo abstracto en la que poder incluir la actividad prostitucional, promoviendo ni más ni menos que el mercado regule y se haga cargo de la actividad sexual. En esta batalla, superar el reto del derecho y la legalidad constituye una etapa importante para el capital en su empeño por allanar el camino a esta forma de explotación.

Actividad sexual venal y trabajo abstracto
A propósito de la definición de trabajo abstracto, Marx escribió: «Si prescindimos del carácter determinado de la actividad productiva y, por tanto, del carácter útil del trabajo, vemos que éste queda reducido a un mero gasto de fuerza de trabajo humana. Aunque se trata de dos actividades productivas cualitativamente distintas, el trabajo textil y el de confección son ambos un gasto productivo del cerebro, los músculos, los nervios, las manos, etc., y en este sentido uno y otro son trabajo humano» (El Capital, Libro I).

En ese «etc» es donde el regulacionismo pretende incluir el sexo según la concepción marxista del trabajo abstracto. Una inclusión cuando menos osada. Si ese gran pensador del trabajo que es Marx hubiera tenido que integrar el uso mercantilizado de las partes íntimas del cuerpo, desde luego no lo habría dejado implícito en un «etc.». Abordando ya de manera específica la cuestión de la prostitución, constatamos que la actividad prostitucional -de todos los «trabajos humanos» de los que habla Marx- es la única y exclusiva actividad en la que lo que se vende es precisamente aquello que no se vende en ningún otro trabajo.

Si las personas que trabajan «alquilan su cuerpo» al capitalista (con sus músculos, sus nervios, su cerebro, etc.), la mujer prostituida es la única que autoriza el acceso a las partes íntimas de su cuerpo, excluidas de la venta de la fuerza de trabajo del conjunto de trabajadores y trabajadoras de los que habla Marx.

La prostitución es por consiguiente la única actividad en la que el alquiler del cuerpo del individuo incluye una o varias partes del cuerpo cuyo acceso está formalmente prohibido en todos los otros trabajos. Vemos, pues, cómo la prostitución se aparta radicalmente y de manera específica del conjunto de «trabajos humanos» a los que se refiere Marx en el Libro I de El Capital.

Prostitución y lumpenproletariado
Además, el regulacionismo omite mencionar que Marx habló explícitamente de la prostitución. Si en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844 parece que Marx no dice nada sobre la cuestión de la prostitución, en otros textos posteriores sí que podemos extraer una posición constante de Marx relativa a esta cuestión. Ya sea en El 18 Brumario de Luis Bonaparte, en La lucha de clases en Francia o en el Libro I de El Capital, constatamos que la prostitución está sistemáticamente incluida en lo que Marx llama lumpenproletariado.

El lumpenproletariado, según Marx, está constituido por ese proletariado más empobrecido que no posee ya ni la fuerza de trabajo y por individuos desclasados que abandonaron la lucha de clases y dejaron de oponer resistencia.
Según Marx, es el enemigo histórico del proletariado, aunque en parte emane de él. El lumpenproletariado se compone generalmente de «una masa claramente desligada del proletariado industrial, una cantera de rateros y delincuentes de todas clases que viven de los despojos de la sociedad, individuos sin profesión fija, vagabundos, gente sin oficio ni beneficio, que difieren según el grado de cultura de la nación a la que pertenecen, pero que nunca reniegan de su carácter de lazzaroni (2)» (La lucha de clases en Francia, K. Marx).

Si las prostitutas forman parte o no de esta categoría de individuos, lo único que podemos decir aquí es que, por una parte, la prostitución no pertenece al registro de la definición «positiva» del trabajo, es decir, no constituye una autorrealización para el ser humano, y por otra parte, se manifiesta como algo «distinto» al proletariado. Tampoco pertenece a la definición «negativa» del trabajo tal como se da bajo la égida del capital (es decir, trabajo pagado por el capital). E incluso aunque Marx conoce formas de prostitución remuneradas por el capital y se puedan asimilar a «trabajo productivo» -como ocurre en los burdeles que Marx evoca a título de ejemplo en Teorías sobre la plusvalía-, no significa que la integre en el dominio del trabajo. Incluso cuando Marx se refiere al "sedimento más bajo" (3) y describe las capas más sometidas de trabajadoras y trabajadores en el Libro I de El Capital, no incluye en ellas la categoría de «prostituta».

A este respecto, conviene leer atentamente el siguiente extracto de La lucha de clases en Francia: «De la corte al oscuro café, tenía lugar la misma prostitución, el mismo descarado engaño, la misma sed de enriquecerse, pero no produciendo, sino haciéndose astutamente con la riqueza ya existente de otros». Marx invoca aquí una sed de enriquecimiento que no tiene nada que ver con la producción, sino con el robo, el engaño, etc., una sed compartida tanto por la alta burguesía como por el lumpenproletariado. Sin embargo, no se puede decir que la prostituta «robe» al cliente ni que el cliente «robe» a la prostituta. Entonces, ¿en qué se basa Marx para hacer esta clasificación?. Se pueden seguir varias pistas para interpretarlo.

Es posible que para Marx la prostitución, como ocurre también con el crimen, sea el grado máximo al que el capital es capaz de reducir la vida humana. Si la prostitución, desde el punto de vista capitalista, puede ser equiparada a la actividad del criminal (del que Marx dice en Teorías sobre la plusvalía que es un «productor» en el sentido que da trabajo a personas del sector de la judicatura, de la cerrajería, de la criminología y del campo de la ciencia, etc.), ambas son actividades en las que el individuo ha aceptado aquello a lo que el capital quiere reducirlo, desposeyéndolo no sólo de las condiciones objetivas que le permiten llevar a cabo su actividad, como ocurre con el proletariado, sino también de todos los elementos que constituyen la base de su «humanidad».

El individuo del lumpenproletariado es, en cierto modo, quien «ha cedido» en su humanidad, quien ha abandonado la lucha y la resistencia en la actividad productiva, «esa tremenda y sin embargo fortalecedora escuela del trabajo» (La Sagrada Familia). Es esa persona que, dispuesta a vender todo de sí misma, se encuentra en «la situación del proletariado arruinado, el último grado en el que cae el proletario y la proletaria que han dejado de resistir a la presión de la burguesía» (La ideología alemana).

De ahí que podamos extraer que no existe, según Marx, ninguna perspectiva de emancipación en la actividad prostitucional y que más bien constituye una ruptura radical del vínculo que une el «organismo vivo» a su componente de resistencia y de «humanidad». Marx conoce perfectamente la violencia de las relaciones de dominación que se ejerce sobre las mujeres prostituidas. Escribe: «La prostitución es una relación que afecta no sólo a la prostituta, sino también al prostituyente, cuya ignominia es todavía mayor» (Manuscritos económicos y filosóficos de 1844). Si Marx sitúa la actividad prostitucional en el lumpenproletariado y no en el proletariado, no significa de ningún modo que condene a las prostitutas, sino al contrario, lo que condena son las actividades insalubres y perjudiciales para las mujeres, al tiempo que trata de que consigan la emancipación de la situación en la que se encuentran.

Una emancipación que irá unida a la abolición mundial de la prostitución, acompañada de medidas sociales y del pleno reconocimiento de las mujeres en el mundo social del trabajo. Y aunque los niños y las niñas formaban parte del proletariado en el siglo XIX, algunas sociedades han sabido resolverlo sin tener que pensar en darles más derechos laborales.

Eligieron, muy al contrario, apartarlos del mundo del trabajo. Prohibición del trabajo infantil y de los «trabajos nocivos para las mujeres» fue lo que Marx defendió en el transcurso de una entrevista para el periódico Chicago Tribune en diciembre de 1878. Si conseguimos abolir el trabajo infantil en el pasado sin reducir la cuestión a una mera ampliación de los «derechos sindicales» para los niños y las niñas, ya es hora de que nuestra sociedad y nuestras luchas consigan los mismos resultados con respecto a la prostitución.

Fuente: http://traductorasparaaboliciondelaprostitucion.weebly.com/blog/marx-y-la-cuestion-de-la-prostitucion

(1) N. de la T.: El ejercicio de la prostitución en España no es delito. Sí es sancionable si se practica en la vía pública.
(2) N. de la T.: Los lazzaroni eran individuos sin hogar que vivían de la mendicidad en Nápoles. Llamados así por el Hospital de San Lázaro que les servía de albergue. Este fue el sobrenombre que se dio en Italia al lumpenproletariado como sinónimo de desclasados. Los lazzaroni fueron utilizados en reiteradas ocasiones por los medios monárquico-reaccionarios en la lucha contra el pueblo.
(3) N. de la T.: Sedimento que se forma en algunos líquidos.

sábado, 12 de septiembre de 2015

¿Hay vida real y razón política más allá de la inteligencia emocional?

Las emociones parecen referirse a un ser humano inmaculado y natural, puro en sus esencias constitutivas, mientras que la inteligencia a secas o razón nos remiten a análisis fríos y pragmáticos que no toman en consideración los componentes de origen de cada individuo concreto. Más allá de las variadas interpretaciones psicológicas al uso, estas categorías convencionales, la inteligencia emocional y la fría razón, inciden en dos aspectos primordiales de la vida en sociedad: la ideología política y la manipulación informativa y publicitaria. Y, además, son artefactos creados a propósito, producciones académicas que pretenden marcar territorios científicos inapelables.

Emocional y frío son adjetivos modifican respectivamente las sustancias inherentes a inteligencia y razón. A la primera de forma positiva y a la segunda de manera sesgada en favor del concepto emocional. En el mundo actual prevalece la idea popular de que el único modo de realizarse en la vida pasa por sentir plenamente las emociones que salen a nuestro encuentro. Racionalizar el conflicto buscando las relaciones entre las cosas, los determinantes y condicionantes históricos y las causas y los efectos de las situaciones sociales, económicas y políticas tiene mala prensa: es cosa diabólica de materialistas sin alma ni corazón.

Se viene hablando repetidamente de inteligencia emocional desde las postrimerías del siglo XX, siendo su uso casi general desde entonces. Incluso, de utilización coloquial, aunque es la herramienta favorita en los departamentos de recursos humanos y en el medio publicitario.

Definir las emociones resulta harto complejo. Muchas veces pasiones, sentimientos y emociones se confunden en una mezcolanza indistinguible tanto para profanos como para expertos en la materia. Da igual, lo importante es contar con una maquinaria física y mental que pueda ser susceptible de emocionarse con arreglo a las pautas invisibles de la cultura dominante y los estímulos inducidos por la sociedad de consumo. Ahí radica el éxito fulgurante de la inteligencia emocional.

Es sabido que el miedo, la ira, la alegría, la tristeza, el entusiasmo, el aburrimiento y la angustia (no se agota aquí el baúl de las emociones) son respuestas casi automáticas que nos visitan a todos sin excepción en momentos de especial relevancia de nuestro acontecer cotidiano. Se dice que cuando una emoción es racionalizada, si aprueba conforme al análisis concienzudo de la razón, se transforma en sentimiento, una segunda piel psicológica que da sentido a nuestra personalidad única o carácter específico.

Puede colegirse de lo dicho que la emoción es inconsciente, al tiempo que el sentimiento entra dentro de los dominios de la plena razón que digiere y otorga sentido propio a las tensiones y conflictos del ser humano histórico y social. Todo ello es perfectamente conocido por las industrias capitalistas de la producción, el consumo, el ocio y el entretenimiento y de la elaboración cultural de iconos y símbolos mediáticos.

La realidad es lo que ofrece resistencia al viaje de los seres humanos por la vida. El trabajo es la realidad sustantiva del asalariado y la masa trabajadora del empresario capitalista, siendo la emoción el medio intangible que procura dulcificar y esconder ese conflicto clásico de los sistemas capitalistas trastocando con sutileza la realidad del trabajador para hacerla aceptable y asumible por él, a la vez que de ese cambio ideológico extrae un rendimiento extraordinario el empresario de turno. Esto es, la clase trabajadora se conforma como un sujeto-objeto desde perspectivas antagónicas.

Por ende, la realidad modificada a través de las emociones opera en dos ámbitos complementarios que se necesitan imperiosamente: sobre el objeto de lo real y sobre el sujeto trabajador, obligando a una relación más sublimada, o mágica, y tolerable para el régimen capitalista.

En el terreno laboral, la aplicación sistemática de la inteligencia emocional pretende un aumento de la productividad laboral, que los trabajadores crean en uno mismo, relanzar una autoestima narcisista y motivar una competitividad salvaje edulcorada con el subterfugio de las capacidades simpáticas que emanan de la emoción prístina, virgen y pura. La magnificación del yo hasta extremos insospechados permite solapar las relaciones sociales y los condicionantes y determinantes que prevalecen en el trabajo capitalista.

Éxito o fracaso, maniqueísmo capitalista

Ese yo pletórico de individualismo esencialista solo cuenta con capacidades o habilidades para sentir la fugacidad del éxito o el fracaso puntual, pero mientras está imbuido de ese sentimiento tan volcánico todos nos vivimos como los ases indestructibles del mejor de los mundos posibles. La contrapartida es caer en el fracaso, el despido fulminante, la soledad existencial, la precariedad vital. Ese yo fruto del emocionalismo se ha olvidado del otro a conciencia; su territorio social es inexistente.

Las emociones, no obstante, jamás vienen dadas o se manifiestan como un automatismo inocente al que no podemos plantar cara o hacer frente de modo efectivo, salvo en casos excepcionales. El vasto campo de lo emocionante es manipulable para conseguir metas políticas mediante su control y también por medio de su desbordamiento calculado previamente.

La publicidad y la propaganda liman psicológicamente las resistencias que se opone al vivir, dirigiendo las acciones concretas de los consumidores e incitando a la acción o a la pasividad en función de intereses políticos no declarados expresamente.

Así, las erupciones de entusiasmo nacionalista o étnico, el miedo existencial provocado por la precariedad laboral y las crisis recurrentes, las alegrías pasajeras suscitadas por eventos deportivos o culturales de masas, la ira que surge ante el relato o visiones macabras de asesinatos o catástrofes, la tristeza o sentimentalismo que nos invade por empatía meliflua con personajes públicos de cierta resonancia o ante minorías especialmente sensibles (ancianos, niños, inmigrantes, marginados, pobres) …

También el aburrimiento y la angustia tienen domicilio en este rosario de manipulaciones psicológicas de las emociones. Todos los mencionados son estados de ánimo elaborados con métodos publicitarios y complejos mecanismos ideológicos que propician con premeditación y cálculo estadístico respuestas estereotipadas con el fin de extraer resultados óptimos para el orden establecido. Cuando acaece o brota de las profundidades telúricas el instante de la emoción parece que nos movemos con el mundo, sin embargo no es más que un sucedáneo de vitalismo superfluo que nos tapa la auténtica realidad en que nos hallamos inmersos.

El prestigio de las emociones es formidable en el mundo actual, casi sinónimo de libertad sustancial. A pesar de ello, sentir emociones no es más que asistir a accidentes etéreos de la vida real. Decía el existencialismo que primero es existir y que luego venía la esencia, que el ser humano, cada cual a su manera, debía ineluctablemente que hacerse construirse a sí mismo, estando obligado a elegir paso a paso, ininterrumpidamente, dejando en un segundo plano la teoría marxista que señalaba que todo ser humano se planta en el mundo con unos determinantes y condicionantes históricos que eligen por él su punto de partida y su anclaje en la realidad vital.

Esa lectura superficial del existencialismo fue cogida por los pelos por el neoliberalismo rampante de las últimas décadas en su propio beneficio, con la ayuda inestimable de las naturales emociones humanas. En el fondo de todo ello subyacía la idea de vaciar de contenido al materialismo y a la razón, sustituyendo la realidad por fenómenos encarcelados en los espurios sentimientos de la inocencia y en las equívocas pasiones edénicas.

El psicoanálisis inventado por Freud, por su parte, más allá de sus discutibles terapias que nunca llegan a la tierra prometida, descubrió la base materialista del ser humano dando forma a la ruptura entre significantes y significados, entre lo que permanece en la trastienda del subconsciente y las conductas, tensiones y conflictos que vivimos en primera persona. Hallar ese nexo entre la realidad oculta y las emociones que percibimos es el quid de la cuestión, alcanzar, o al menos intentarlo, la compleja realidad social e individual que nos produce tal y como nos ven y nos vemos.

Ese nexo es de naturaleza material (lo real es racional y viceversa, según Hegel), puede medirse y puede ofrecernos las claves de por qué la realidad nos ofrece tan colosal resistencia. Hacernos libremente como seres humanos, tanto en el plano personal como social, exige tratar las emociones como velos ideológicos que no permiten atisbar las causas y los efectos que permanecen en la zona oscura de toda realidad histórica.

Inteligencia emocional es una convención donde caemos como moscas sin advertir que sin razón no somos más que marionetas al albur del destino. Inefable e incomprensible destino capitalista, por supuesto.
Fuente: Armando B. Ginés