A sus 80 años, tras cinco décadas de carrera y más de 130 películas sobre sus espaldas como actriz, Vanessa Redgrave ha decidido dar el salto a la dirección. No fue algo planeado, ni siquiera algo que fuera buscando. "Tenía que hacerlo. Y cuando tomas una decisión así no te planteas cómo, simplemente lo haces", explica la veterana intérprete en pleno Festival de Cannes, el marco en el que ha estrenado su ópera prima, el documental Sea Sorrow, (Mar de pena) un sentido retrato sobre la crisis de los refugiados en Europa desde una perspectiva actual e histórica.
Como a tanta gente, la imagen de Alan Kurdi, el niño sirio hallado muerto en una playa turca en septiembre de 2015, la conmocionó. Y, a diferencia de mucha gente, Vanessa Redgrave decidió actuar. Literalmente. Produjo un montaje teatral de La tempestad de Shakespeare con el que recaudó ocho mil euros para el British Refugee Council y después de filmar la obra decidió que podía ir un poco más lejos con un documental en el que mostrar no solo todo lo que había visto en sus visitas a campos, sino todo lo que ella misma había vivido.
“Cuando sabes lo bastante de historia, cuando algunos de tus familiares han muerto, cuando miembros de tu familia han estado muy enfermos y has intentado ayudar siempre a la gente, bien sea dando algo de dinero a Oxfam, Médicos sin fronteras… ves las cosas completamente diferentes y te conviertes en otra persona”, comenta. “Intento explicar esto, aunque no sé si debiera ser necesario para mostrar que ver las cosas de una manera distinta es lo que me llevó a dirigir Sea Sorrow, en vez de solo producirlo; porque pensé que tenía una narrativa personal que ofrecer”.
Su obra benéfica tras ver la foto de Kurdi no era ni mucho menos la primera vez que Vanessa Redgrave se volcaba en ayudar a refugiados y víctimas de conflictos. “Mis hijos son maravillosos porque entendieron siempre por qué he dedicado tanto tiempo a ayudar a otra gente”, dice.
Su propia experiencia, cree, como niña evacuada de Londres durante la II Guerra Mundial fue la que la ha llevado a comprometerse toda su vida con los demás. “No fue hasta mucho después que me di cuenta de que aquello fue un trauma para mí”, explica. Por eso dejó sus estudios de teatro para ayudar a los refugiados húngaros en los 50. Y se volcó con el pueblo palestino ayudando en campos de niños refugiados. “Hasta el punto de que me han llegado a acusar de odiar a los judíos, cuando es completamente falso”, aclara.
Sea Sorrow, dirigida mano a mano con su hijo Carlo Nero, es el último ejemplo de su activismo político, aunque a la actriz no le gusta definirse como tal. “He sido políticamente comprometida, pero no ha sido algo prioritario en mi vida en los últimos 30 años. Siempre he pensado en mí como parte de un partido político, he ayudado en las elecciones y he prometido y prometo que apoyaré a mi candidata laborista, pero no es porque sea políticamente activa sino porque quiero dejar mi voto en contra de Theresa May”, dice tajante.
El Brexit y la política interior británica no forman parte de su documental porque cree que la crisis de los refugiados es un problema más global, “una cuestión de todos los gobiernos europeos”, una crisis humana ante la que piensa seguir actuando. “Quizá porque he perdido a personas muy cercanas [su hija, Natasha Richardson], me siento con derecho a ser dogmática. Es un viejo dicho: donde hay esperanza, hay vida. Y es verdad, creo que es totalmente absurdo perder la esperanza, pero también lo es basarlo todo en la esperanza. Tenemos que basarnos en hechos, en ayudar. Ayuda, no esperanza. Incluso si ayudas a una sola persona, ya cambias situaciones”, cuenta emocionada. “Mi yerno, Liam Neeson, estaba en La lista Schindler, y cada vez que pienso en esa película me impresiona todos los nombres que Schindler salvó, y aun así no pudo salvar suficientes. Salvar una única vida parece terriblemente pequeño cuando hay tantas, pero si puedo salvar una única vida, ya ha merecido la pena este documental”.
https://elpais.com/cultura/2017/05/19/actualidad/1495208849_335739.html
Vanessa Redgrave, nueva imagen de Gucci
La tribu de los Redgrave
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sábado, 28 de abril de 2018
miércoles, 9 de septiembre de 2015
De cuando Vanessa Redgrave era trotskista
Durante años fue seguramente la más briosa y emblemática de los actrices comprometidas con las cusas socialistas y antiimperialistas, aunque en algunos casos ese compromiso fuese discutible y discutido, como el que le llevó a presidir tribunas con el jefe libio Gadafi... Asimismo fue candidata en diversas legislaturas, todo parte de su ligazón militante con el sector más dudoso y controvertido del trotskismo (o seudotrotskismo) británico en una fase en la que, al parecer, resulta muy difícil mantener lo que Miguel Romero, llamaba izquierdismo razonable.
Sería muy prolijo explicar el complicado curso del trotskismo británico, tanto o más dividido que el galo, y dentro del cual alcanzó una influencia notoria el liderado por Gerry Healy, del Socialist Labour League, y cuyas obsesiones políticas y personales acabarían anulando cualquier posibilidad de debate político. Al tiempo que establecía un «canon» de corrección política «auténtica» mediante una normativa filosófica, el grupo de Healy, después de mantener una estrecha relación con el lambertismo, asumió como una tarea central el «desenmascarar» las «infiltraciones» estalinistas o imperialistas en el seno de la IV Internacional, tomando como principal referente la hipótesis de que el asesinato de Trotsky contó con una colaboración desde dentro de la propia internacional, objetivo para el que dedicó toda clase de dossier y publicaciones acusando a diestro y siniestro. La campaña llegó hasta tal extremo de delirio que obligó a los primeros espadas de las diversas corrientes trotskistas a organizar un acto público en Londres, seguramente el único que congregó en un mismo lugar a Ernest Mandel y a Pierre Lambert.
Dejando de lado toda una montaña de documentación, el lector se podrá hacer una idea del alcance de esta obsesión con la imagen de unos muchachos que, durante los años 1976-1979, en plena crisis social española, aparecían voceando en las puertas de algunos metros, con el periódico de la Liga Socialista (el grupo healysta español germinado en Gran Bretaña), la «noticia» de que se habían encontrado pruebas de la complicidad de dos de los más reputados representantes de legado trotskiano norteamericano que fue determinante en el nacimiento y en el mantenimiento de la IVª Internacional, la última internacional obrera en una época del declive del internacionalismo.
Los presuntos implicados eran nada menos que Joseph Hansen, el principal dirigente de la sección después de James P. Cannon, y George Novack, filósofo (y del que Fontamara editó algunas de sus principales obras, como Democracia y revolución y Para comprender la historia), ambos envueltos en la oscura trama de un asesinato que vinculaba a Stalin con el SWP. Una mínima racionalidad, ajena a la cuestión, podría fácilmente preguntarse, de ser así, qué pintaba semejante obsesión en un espacio vital de un barrio obrero donde absolutamente nadie conocía tales nombres, y puestos a razonar, cómo era posible que durante más de medio siglo estos hombres destacaran como activistas en un medio tan claramente hostil como el norteamericano y escribieran obras marxistas traducidas a varios idiomas, para acabar sus días en la misma modestia económica que les caracterizó.
Sobre este maldito asunto, Pierre Broué contaba que cuando se abrieron los Archivos de Trotsky en Harvard, un par de estudiosos pertenecientes a la secta fueron directos a encontrar las «pruebas» que ya habían ofrecido al mundo como ciertas. Lo que encontraron fueron documentos que implicaban al mismo Trotsky. Éste había dado su permiso para «sondear» la posibilidad de una ayuda por parte del FBI, concretamente para desmontar la trama asesina de algunos de los sicarios de Stalin; el asunto no pasó de ahí, de un «tanteo», pero pudo concretarse, por ejemplo denunciando a algún sicario estalinista inmerso en la trama del asesinato. Los estalinista que después de repetir lo de hitlerotrotskismo, lo ponen también al servicio del FBI, se basan en toda esta trama.
A pesar de la influencia que llegó a alcanzar, el healysmo acabó arruinado por el peso de los delirios del propio Healy, pues el «líder» tenía problemas psíquicos y sexuales muy graves (y no precisamente inventados), y después de unas acusaciones terribles la fracción se descompuso y la mayor parte de su base militante ingresó en la sección británica.
Al menos fuera de Gran Bretaña, la mayor singularidad del grupo de Healy fue producir el esquema de la sección madre británica. Así el pequeño grupo español que se hacía llamar Liga Obrera Comunista, y que tenía como principal objetivo consolidar por ellos mismos un diario obrero que llamaban Prensa Obrera, trató de aprovechar su fama, y la trajo a Barcelona allá por 1977-1978. En una ocasión, Vanesa aterrizó en el Centro Social de La Florida, que estaba entonces en su apogeo, y ofreció una charla que naturalmente llamó la atención del autor de estas líneas que se movía por las proximidades desde mitad de los años sesenta. Fue una charla extraña ya que, seguramente adivinando presencias de críticos u hostiles, no hubo lugar para ningún debate. Vanesa repitió como una autómata estas argumentaciones sin permitir que nadie desde el público la pudiera interpelar. En estos pasos en el delirio le acompañó su primer marido Toni Richarson, el director de títulos como Tom Jones y Un sabor a miel, y uno de los cineastas más talentosos y comprometidos del “free cinema”.
Muy en consonancia con su combatividad, inusual en una star de su calibre, Vanessa fue uno de los rostros más emblemáticos de los actores movilizados contra la Guerra de Vietnam, y luego en la defensa del pueblo palestino. Éstas y otras actividades solidarias la convirtieron muy especialmente en «persona non grata» para el gobierno y la potente extrema derecha norteamericana, que trató de vetarla en diferentes proyectos, y por supuesto para los conservadores británicos. Aunque cuando actuaba como militante healysta, Vanessa parecía carecer de vida propia, lo cierto es que su trayectoria ha ido mucho más allá de la estrechez de su partido (un tema sobre el que nunca ha efectuado la menor declaración), y se ha mantenido coherente con sus compromisos hasta convertirse en la actriz comprometida más emblemática del cine moderno, y posiblemente en la trotskista más famosa.
Durante la fase de la perestroika, Vanessa fue una de las voces que trató de recuperar la historia del trotskismo en la URSS. Actualmente es una de las voces críticas más conocidas contra el corrupto new labour de Tony Blair. Otro trotskista británico célebre perteneciente al mundo del cine es el realizador Ken Loach, quien durante su etapa universitaria de los años sesenta militó en un grupo trotskista al que nunca se ha querido referir (por lo que es posible que fuese el de Healy), y que abandonó tempranamente, aunque siguió manteniendo su actitud coherente con un trotskismo en absoluto proclamatorio pero no por ello menos efectivo, e intensamente reforzado por su colaboración con guionistas como Jim Allen o Paul Laverty.
La película más emblemática conocida de esta Vanesa militante fue Isadora, obra que no en vano, le valió de nuevo el galardón de Cannes a la mejor actriz. Vanesa Redgrave hija del formidable actor Michael Redgrave quien por un tiempo fue entre los años treinta y cuarenta un militante comunista notorio. y al que el último Orwell colocaba como sospechoso de comunismo en sus notas paranoicas. Vanesa estudió en la Queensgate School y en la Central School of Speech and Drama de Londres. En 1957 dio comienzo a su carrera profesional como actriz y destacó muy pronto en el repertorio clásico inglés, sobre todo con Shakespeare. En 1961 recibió los premios Evening Standard y Variety Club a la mejor actriz y en 1965 se dio a conocer al público cinematográfico con el filme Morgan, A Suitable Case for Treatment (Morgan, un caso clínico), dirigido por K. Reisz y con el que ganó el premio de interpretación de Cannes.
La trama se anima con la presencia del fabricante Singer (Jason Robards, el inolvidable Dashiel Hammet en Julia, de Fred Zinnemann con Vanesa y Jane Fonda en un momento en que ambas aparecían como el non plus ultra del activismo entre los artistas contra la guerra imperialista en el Vietnam), y consigue un tono épico en el curso de sus actuaciones en la Rusia soviética donde vivirá una historia de “amour fou” con el célebre poeta, de origen campesino, Serguei Esenin, que no tardará en suicidarse, según algunos historiadores por discrepancias con el curso que estaba tomando la revolución. Sin duda, uno de los elementos más emotivos de la película sucede con ocasión de un recital poético de Esenin para los trabajadores, que cuando se va la luz mantienen el espectáculo con antorchas y con su entusiasmo. Este tipo de encuentros entre el pueblo y cultura señalan uno de los aspectos más creativos de la revolución usa en “los buenos tiempos”, antes del suicidio de Esenin y de Maikovski. Conviene recordar que lo que vimos los espectadores fue un “montaje” de la productora, ajeno a su director, el resultado es muy irregular. La película arranca con un poderoso aliento para desfallecer al final sin dejar claro el vanguardismo de Isadora, un personaje en el que Vanesa vuelca lo mejor de sí misma.
Y es que estamos hablando de una de las mejores actrices de todos los tiempos, de un mujer que se comprometió en una militancia que tuvo detalles enaltecedores pero también un trasfondo ultrasectario, inadmisible. Un pasaje que, por cierto, también conoció Ken Loach, pero mucho más brevemente. Un pase, un capítulo que conforma la parte mas desastrosa de un corriente política que ha superado la prueba del tiempo pero que tienen en personajes como Healy –un tipo que se creía lo que decía por que lo decía él-, de los que, lamentablemente, tenemos más ejemplos de los que a veces resulta soportable.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
Sería muy prolijo explicar el complicado curso del trotskismo británico, tanto o más dividido que el galo, y dentro del cual alcanzó una influencia notoria el liderado por Gerry Healy, del Socialist Labour League, y cuyas obsesiones políticas y personales acabarían anulando cualquier posibilidad de debate político. Al tiempo que establecía un «canon» de corrección política «auténtica» mediante una normativa filosófica, el grupo de Healy, después de mantener una estrecha relación con el lambertismo, asumió como una tarea central el «desenmascarar» las «infiltraciones» estalinistas o imperialistas en el seno de la IV Internacional, tomando como principal referente la hipótesis de que el asesinato de Trotsky contó con una colaboración desde dentro de la propia internacional, objetivo para el que dedicó toda clase de dossier y publicaciones acusando a diestro y siniestro. La campaña llegó hasta tal extremo de delirio que obligó a los primeros espadas de las diversas corrientes trotskistas a organizar un acto público en Londres, seguramente el único que congregó en un mismo lugar a Ernest Mandel y a Pierre Lambert.
Dejando de lado toda una montaña de documentación, el lector se podrá hacer una idea del alcance de esta obsesión con la imagen de unos muchachos que, durante los años 1976-1979, en plena crisis social española, aparecían voceando en las puertas de algunos metros, con el periódico de la Liga Socialista (el grupo healysta español germinado en Gran Bretaña), la «noticia» de que se habían encontrado pruebas de la complicidad de dos de los más reputados representantes de legado trotskiano norteamericano que fue determinante en el nacimiento y en el mantenimiento de la IVª Internacional, la última internacional obrera en una época del declive del internacionalismo.
Los presuntos implicados eran nada menos que Joseph Hansen, el principal dirigente de la sección después de James P. Cannon, y George Novack, filósofo (y del que Fontamara editó algunas de sus principales obras, como Democracia y revolución y Para comprender la historia), ambos envueltos en la oscura trama de un asesinato que vinculaba a Stalin con el SWP. Una mínima racionalidad, ajena a la cuestión, podría fácilmente preguntarse, de ser así, qué pintaba semejante obsesión en un espacio vital de un barrio obrero donde absolutamente nadie conocía tales nombres, y puestos a razonar, cómo era posible que durante más de medio siglo estos hombres destacaran como activistas en un medio tan claramente hostil como el norteamericano y escribieran obras marxistas traducidas a varios idiomas, para acabar sus días en la misma modestia económica que les caracterizó.
Sobre este maldito asunto, Pierre Broué contaba que cuando se abrieron los Archivos de Trotsky en Harvard, un par de estudiosos pertenecientes a la secta fueron directos a encontrar las «pruebas» que ya habían ofrecido al mundo como ciertas. Lo que encontraron fueron documentos que implicaban al mismo Trotsky. Éste había dado su permiso para «sondear» la posibilidad de una ayuda por parte del FBI, concretamente para desmontar la trama asesina de algunos de los sicarios de Stalin; el asunto no pasó de ahí, de un «tanteo», pero pudo concretarse, por ejemplo denunciando a algún sicario estalinista inmerso en la trama del asesinato. Los estalinista que después de repetir lo de hitlerotrotskismo, lo ponen también al servicio del FBI, se basan en toda esta trama.
A pesar de la influencia que llegó a alcanzar, el healysmo acabó arruinado por el peso de los delirios del propio Healy, pues el «líder» tenía problemas psíquicos y sexuales muy graves (y no precisamente inventados), y después de unas acusaciones terribles la fracción se descompuso y la mayor parte de su base militante ingresó en la sección británica.
Al menos fuera de Gran Bretaña, la mayor singularidad del grupo de Healy fue producir el esquema de la sección madre británica. Así el pequeño grupo español que se hacía llamar Liga Obrera Comunista, y que tenía como principal objetivo consolidar por ellos mismos un diario obrero que llamaban Prensa Obrera, trató de aprovechar su fama, y la trajo a Barcelona allá por 1977-1978. En una ocasión, Vanesa aterrizó en el Centro Social de La Florida, que estaba entonces en su apogeo, y ofreció una charla que naturalmente llamó la atención del autor de estas líneas que se movía por las proximidades desde mitad de los años sesenta. Fue una charla extraña ya que, seguramente adivinando presencias de críticos u hostiles, no hubo lugar para ningún debate. Vanesa repitió como una autómata estas argumentaciones sin permitir que nadie desde el público la pudiera interpelar. En estos pasos en el delirio le acompañó su primer marido Toni Richarson, el director de títulos como Tom Jones y Un sabor a miel, y uno de los cineastas más talentosos y comprometidos del “free cinema”.
Muy en consonancia con su combatividad, inusual en una star de su calibre, Vanessa fue uno de los rostros más emblemáticos de los actores movilizados contra la Guerra de Vietnam, y luego en la defensa del pueblo palestino. Éstas y otras actividades solidarias la convirtieron muy especialmente en «persona non grata» para el gobierno y la potente extrema derecha norteamericana, que trató de vetarla en diferentes proyectos, y por supuesto para los conservadores británicos. Aunque cuando actuaba como militante healysta, Vanessa parecía carecer de vida propia, lo cierto es que su trayectoria ha ido mucho más allá de la estrechez de su partido (un tema sobre el que nunca ha efectuado la menor declaración), y se ha mantenido coherente con sus compromisos hasta convertirse en la actriz comprometida más emblemática del cine moderno, y posiblemente en la trotskista más famosa.
Durante la fase de la perestroika, Vanessa fue una de las voces que trató de recuperar la historia del trotskismo en la URSS. Actualmente es una de las voces críticas más conocidas contra el corrupto new labour de Tony Blair. Otro trotskista británico célebre perteneciente al mundo del cine es el realizador Ken Loach, quien durante su etapa universitaria de los años sesenta militó en un grupo trotskista al que nunca se ha querido referir (por lo que es posible que fuese el de Healy), y que abandonó tempranamente, aunque siguió manteniendo su actitud coherente con un trotskismo en absoluto proclamatorio pero no por ello menos efectivo, e intensamente reforzado por su colaboración con guionistas como Jim Allen o Paul Laverty.
La película más emblemática conocida de esta Vanesa militante fue Isadora, obra que no en vano, le valió de nuevo el galardón de Cannes a la mejor actriz. Vanesa Redgrave hija del formidable actor Michael Redgrave quien por un tiempo fue entre los años treinta y cuarenta un militante comunista notorio. y al que el último Orwell colocaba como sospechoso de comunismo en sus notas paranoicas. Vanesa estudió en la Queensgate School y en la Central School of Speech and Drama de Londres. En 1957 dio comienzo a su carrera profesional como actriz y destacó muy pronto en el repertorio clásico inglés, sobre todo con Shakespeare. En 1961 recibió los premios Evening Standard y Variety Club a la mejor actriz y en 1965 se dio a conocer al público cinematográfico con el filme Morgan, A Suitable Case for Treatment (Morgan, un caso clínico), dirigido por K. Reisz y con el que ganó el premio de interpretación de Cannes.
La trama se anima con la presencia del fabricante Singer (Jason Robards, el inolvidable Dashiel Hammet en Julia, de Fred Zinnemann con Vanesa y Jane Fonda en un momento en que ambas aparecían como el non plus ultra del activismo entre los artistas contra la guerra imperialista en el Vietnam), y consigue un tono épico en el curso de sus actuaciones en la Rusia soviética donde vivirá una historia de “amour fou” con el célebre poeta, de origen campesino, Serguei Esenin, que no tardará en suicidarse, según algunos historiadores por discrepancias con el curso que estaba tomando la revolución. Sin duda, uno de los elementos más emotivos de la película sucede con ocasión de un recital poético de Esenin para los trabajadores, que cuando se va la luz mantienen el espectáculo con antorchas y con su entusiasmo. Este tipo de encuentros entre el pueblo y cultura señalan uno de los aspectos más creativos de la revolución usa en “los buenos tiempos”, antes del suicidio de Esenin y de Maikovski. Conviene recordar que lo que vimos los espectadores fue un “montaje” de la productora, ajeno a su director, el resultado es muy irregular. La película arranca con un poderoso aliento para desfallecer al final sin dejar claro el vanguardismo de Isadora, un personaje en el que Vanesa vuelca lo mejor de sí misma.
Y es que estamos hablando de una de las mejores actrices de todos los tiempos, de un mujer que se comprometió en una militancia que tuvo detalles enaltecedores pero también un trasfondo ultrasectario, inadmisible. Un pasaje que, por cierto, también conoció Ken Loach, pero mucho más brevemente. Un pase, un capítulo que conforma la parte mas desastrosa de un corriente política que ha superado la prueba del tiempo pero que tienen en personajes como Healy –un tipo que se creía lo que decía por que lo decía él-, de los que, lamentablemente, tenemos más ejemplos de los que a veces resulta soportable.
Pepe Gutiérrez-Álvarez
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