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martes, 10 de septiembre de 2019

El Mediterráneo, cementerio de pobres

Marcos Roitman Rosenmann
La Jornada

Mientras la culta Europa mira hacia otro lado, miles de subsaharianos mueren ahogados en las aguas de un mar cuya historia está cargada de acontecimientos. Tres civilizaciones, dirá Braudel, han confluido en su articulación política, dando vida a personajes, proyectos de dominación y desencuentros. Ha sido campo de guerra, de control imperial. Ha enfrentado a Occidente, Roma y Grecia; cristianos, ortodoxos, y musulmanes. Hoy es un cementerio de indigentes. La aporofobia: miedo, rechazo, aversión a los pobres se apodera de las clases dominantes de la Europa mediterránea. Miles de emigrantes viven una tragedia, huyen del hambre, la tortura, guerras civiles, canallas, operaciones humanitarias organizadas por la OTAN y los países civilizados, Libia sin ir más lejos. Ingenuos, piensan ser recibidos con los brazos abiertos, tal y como reza el nombre de uno de los barcos que los ha recogido en alta mar: Open Arms . Sin embargo, no son bienvenidos por los gobiernos y autoridades. Provienen de una patera, no de yates o cruceros que hacen la ruta turística por un Mediterráneo donde todo es maravilloso. De ser sus ocupantes los damnificados nadie recriminaría la acción de salvamento. Pero los sobrevivientes son pobres, sus historias irrelevantes. No pertenecen a la beatiful people , ni beben champagne , ni poseen generosas cuentas bancarias. Deberían haber muerto, no tienen derecho a una vida digna. Constituyen un problema. El mismo que enfrentó el Ocean Viking , barco fletado por Médicos sin Fronteras y SOS Mediterranée, con 356 personas rescatadas a bordo, que no tenía donde atracar. Sus ocupantes son apestados. Para justificar su rechazo se les estigmatiza, si se les acoge otros vendrán a continuación, produciéndose un efecto llamada. Hay que ser inflexibles. Su destino es ahogarse o la repatriación.

Esta Europa, cuna del renacimiento, orgullosa de practicar los derechos civiles y las libertades públicas, con un Parlamento y tribunales que velan por el mantenimiento y respeto de los derechos humanos, discrimina entre náufragos ricos e inmigrantes pobres. Sus fragatas vigilan para evitar la llegada de indeseables: dicen defender el derecho internacional y a occidente. No hay trabajo, primero los nuestros. Fomentan el miedo y el racismo. Los rescatados son pobres, constituyen un peligro. Se convierten en inmigrantes indocumentados, potenciales asesinos, ladrones, agentes del islam. Si por un casual, alcanzan las costas son confinados en centros de acogida, verdaderas cárceles. Se les insulta, desprecia y acusa de mentir. Vienen a perturbar la paz, pobres de solemnidad, negros y musulmanes.

El ex vicepresidente mundial de Coca Cola, anterior director en España, diputado y miembro de la ejecutiva de Ciudadanos, el más acaudalado de los 350 legisladores, Marcos de Quinto, se refirió a los rescatados por el Open Arms como bien comidos pasajeros . Vox pide la incautación del barco y acusa a la ONG Proactiva de favorecer la inmigración ilegal , uso fraudulento de las leyes del mar y complicidad con las mafias internacionales del tráfico de personas . El Partido Popular, acusa al gobierno de improvisación, favorecer el efecto llamada y alentar a las mafias. Más de lo mismo. En Italia, Matteo Salvini, en Francia Marie Le Pen, despliegan los mismos argumentos. Hay acuerdo, practican la aporofobia.

Han destruido países con guerras canallas, pero eluden responsabilidades. La crisis del barco Open Arms , como la crisis del Aquarius en 2018 y ahora el Ocean Viking , demuestra como las vidas humanas y el rescate en alta mar pasan a segundo plano. Todos se tiran la pelota. A Italia le vienen bien los exabruptos xenófobos y racistas de su ministro de Interior Matteo Salvini. El barco podía haber atracado, pero esperó 19 días. Se jugó con la desesperación de los sobrevivientes. Mientras, España desojaba la margarita. Todos criticando al gobierno y el gobierno criticando a Italia. Italia denunciando a la Unión Europea y la derecha sacando partido. Poco importa el sufrimiento de personas que han sido torturadas, violadas, con familias asesinadas y quemadas en su presencia. Sólo en 2017 se ahogaron 2 mil 835 personas cuando intentaban cruzar el mar desde Libia, según los datos de la Organización Internacional para las Migraciones.

Desde Libia o Sudán, la historia es recurrente. Así relata a Médicos Sin Fronteras un joven de 16 años su experiencia antes de ser rescatado: Salí de Sudán después que un grupo armado matara a mi padre (...) Tarde siete días en cruzar el Sahara (...) Traté de cruzar dos veces, pero fui capturado por la Guardia Costera de Libia (...) Estaba en Tayura cuando el Centro de detención fue bombardeado . Mucha gente murió. Logre escapar (...) puedes ver las cicatrices en los pies. Corrí descalzo por las llamas (...) quiero ir a Europa; donde se respeten los derechos humanos, donde me traten como un ser humano y donde pueda encontrar trabajo... Y Yuka Crickmar, técnica de asuntos humanitarios de MSF remata: Cada persona con la que he hablado ha sido encarcelada, ha sufrido extorsión, ha sido forzada a trabajar en condiciones de esclavitud o tortura. También he visto las cicatrices (...) cuando miro sus ojos queda claro por lo que han pasado estas personas. Me decían que estaban listas para morir en el mar, en lugar de pasar otro día más sufriendo en Libia .

Son pobres, existen para ser explotados y extraditados al infierno. No han ganado el primer millón de euros en YouTube, ni son influencers . ¿Para qué rescatarlos? Esta es la verdadera Europa humanitaria. No nos engañemos.

Fuente:
https://www.jornada.com.mx/2019/08/25/opinion/022a1mun

viernes, 10 de agosto de 2018

El cementerio republicano de Kasserine

Santiago Alba Rico
Ctxt

No sé si alguno de los familiares está buscando a sus muertos en Túnez. Lo que es seguro es que Ambrosio Martínez, Fernando Sánchez, Eligio Casal y Francisco Puig yacen en tierra extranjera, entre tumbas profanadas

En un pequeño restaurante de Túnez, dos amigos catalanes de paso por el país para un trabajo de documentación me cuentan que en Kasserine han hecho un descubrimiento inesperado. Kasserine, a 300 kilómetros de la capital, es una ciudad de 80.000 habitantes próxima a la frontera con Argelia, uno de los focos originales de la revolución que en 2011 derrocó al dictador Ben Ali. Pobre y rebelde, como la provincia del mismo nombre de la que forma parte, ha malvivido siempre de la agricultura menuda y del transporte de los fosfatos explotados más al sur, en la región de Gafsa. Pues bien, en lo que es hoy el centro urbano, cerca de las vías ferroviarias construidas en 1940 por el protectorado francés, en el patio de la casa de una humilde familia local, mis amigos, guiados por Malek Sghiri, activista del grupo Manich Masameh, tropezaron de pronto con 15 tumbas en cuyas lápidas podían leerse nombres españoles. ¿Españoles enterrados en Túnez? Se trata de los restos, sí, de un cementerio republicano, originalmente más extenso, de cuya existencia –hasta donde yo sé– ni en España ni en Túnez se ha ocupado nunca nadie. Algunas de las tumbas están profanadas, quizás porque los saqueadores las creyeron romanas y repletas de tesoros, y ha sido la familia –según propio testimonio– la que ha protegido y sigue protegiendo el recinto mortuorio en torno al cual construyeron su vivienda. Entre las lápidas levantadas y rotas, cuatro intactas revelan, bajo el rutinario y fúnebre RIP, los nombres de los allí enterrados: Ambrosio Martínez, Fernando Sánchez Díez, Eligio Casal, fallecido el 2 de diciembre de 1941 y Francisco Puig Suárez, muerto a su vez el 2 de febrero de 1943. Ambrosio murió en diciembre, pero el año ha sido intencionadamente borrado a golpes de escoplo; la fecha del fallecimiento de Fernando es ininteligible. Cabe razonablemente pensar que todos estos enterramientos datan de los años 40 del siglo pasado.

Mis dos amigos catalanes –Marc Almodóvar y Andreu Rosés, a los que agradezco la información– me cuentan esta historia emocionante y terrible en un restaurante céntrico de Túnez que se llama “El bolero”. Los he citado allí porque es uno de mis restaurantes favoritos; y lo es por varios motivos: porque es popular, barato y gastronómicamente airoso; porque sirve bebidas alcohólicas incluso los viernes; y porque tiene el valor adicional, para mí importante, de haber sido fundado por un exiliado español republicano. De hecho, la decoración ha debido cambiar poco desde 1940, pues sigue evocando la atmósfera de una vieja taberna madrileña: los cuadros de borrachines acodados junto a una botella, espectros de un cutre Murillo, estaban ya sin duda en el local original. Por una conmovedora casualidad, Marc y Andreu me cuentan esta historia de republicanos enterrados lejos de su patria en uno de los pocos espacios que mantienen en Túnez un vínculo material con los 4.500 españoles que huyeron de Franco en la flota de Cartagena y encontraron refugio en las costas tunecinas en marzo de 1939.

Esta historia me afecta personalmente y hasta me acusa. Es cosa sabida que en Túnez hay una pequeña comunidad española residual compuesta de fugitivos de la guerra civil; incluso he conocido a algunos de sus descendientes; y si es cierto que aquí el tema está aún más silenciado que en España, he tenido varias ocasiones para tirar de ese hilo y no lo he hecho. Sirva este breve artículo, pues, para saldar dos deudas íntimamente relacionadas.

Me explico. Hace ahora 7 meses, en noviembre de 2017, murió Ramón Villanueva Echeverría a los 87 años de edad. ¿Quién era Ramón Villanueva? Podría hacer una larga y estimulante lista de sus méritos: descendiente de un conocido linaje político, opositor a Franco desde los años 40, diplomático de carrera, fue escritor, historiador y archivo viviente de la historia de nuestro país y sus relaciones exteriores. Sus misiones en Libia, Iraq y Turquía lo convirtieron en un exquisito conocedor del mundo árabe y musulmán; su compromiso democrático y antifranquista, que incomodaba en el MAE, lo convirtieron a su vez en sensible mediador y obsesivo custodio de la memoria que el franquismo primero, y enseguida la olvidadiza transición, procuró mantener enterrada en cunetas o en carpetas. Estuvo en Túnez dos veces, como segundo de Javier Pradera en los primeros sesenta, y como embajador entre 1990 y 1993, su último destino antes de la jubilación. Ramón Villanueva –que yo sepa– es el único embajador que leía habitualmente el Gara, se declaraba abiertamente republicano y siguió con esperanzas el 15M y la aparición de Podemos.

Yo no lo conocí en Túnez, aunque Túnez constituyó siempre un vínculo adicional entre los dos. Con Ramón mantenía una relación afectiva que puedo calificar sin exageración de “familiar”. Amigo de mis padres desde la juventud, en los últimos años de su vida ocupó en la mía, intelectual y emocionalmente, el lugar que mi propio padre siempre dejó vacío. Ramón y yo nos intercambiábamos lecturas y análisis políticos; nos llamábamos con frecuencia y, durante mis visitas a Madrid, comíamos juntos. No he conocido nunca un conversador como él. Depositario de un tesoro infinito de anécdotas políticas y privadas, dotado de una memoria prodigiosa para los nombres y para los detalles, era además un narrador excepcional, vívido y astutamente literario, al que sólo se puede reprochar que –pese a sus siempre renovados propósitos– no escribiera nunca sus memorias. Ramón me hablaba mucho de Túnez, sobre todo de su primera misión en los años 60, época muy feliz para él desde el punto de vista personal y muy rica en términos de experiencia diplomática. Uno de sus desafíos en ese período fue precisamente –me contaba con entusiasmo y dolor– el de apoyar a la comunidad de exiliados republicanos, representada por un cónsul no oficial, a los que trató de acercar con garantías a la embajada franquista que, pese a sus promesas, Bourguiba no había cerrado tras la independencia de Túnez en 1956. Fue Ramón Villanueva, pues, excónsul y exembajador de Túnez, quien me dio a conocer la historia de los refugiados de 1939, sobre los que –decía enrabietado– había poca o nula bibliografía. Como prueba y paliativo, me regaló –¡hace ya diez años!– el único texto entonces existente: una tesis universitaria en lengua francesa, malamente mecanografiada, que él había recibido de manos de su autora en los años 90, cuando volvió a Túnez en calidad de embajador. Nunca la leí. Me la llevé a casa, la dejé sobre una mesa y la marea la arrastró a los fondos bentónicos de mi biblioteca.

Me acordé de ella la semana pasada tras escuchar a Marc y Andreu y ver, con el corazón roto, las fotografías con los nombres españoles sobre las lápidas de Kasserine. Al volver de “El bolero” la busqué en la casa nueva sin descanso y sin esperanza y de pronto, cuando ya había renunciado, se exhumó sola debajo de una historieta de Tintín: Refugiés politiques espagnols de la flotte republicaine en 1939 en Tunisie (refugiados políticos españoles de la flota republicana en Túnez). La tesis está firmada en París en 1986 y su autora, Marianne Catzaras, nacida en Jerba de padres griegos, es hoy una prestigiosa fotógrafa que expone con frecuencia en galerías de Sidi Bou Said. Es una investigación de apenas 100 páginas que recoge, sobre todo, a falta de documentación, noticias de periódicos, textos oficiales de los archivos franceses y tunecinos y testimonios de los supervivientes. Es imposible leerlo, en todo caso, sin reprimir un sollozo.

La historia –muchos no la recordarán en nuestra España amnésica– es la siguiente. El 6 de marzo de 1939 la flota republicana de Cartagena, al mando del almirante Buiza, llegó al puerto tunecino de Bizerta: cuatro cruceros, ocho destructores y un submarino, con unas 4.500 personas, la mayor parte de ellas marineros y militares, aunque entre el pasaje viajaban también mujeres y niños. La Francia colonial, que había reconocido ya en febrero el gobierno de Franco, no les brindó la mejor de las recepciones. Dispersó a los recién llegados en cinco “campos de acogida” que, como los de hoy en Europa, eran más bien campos de concentración: sin agua, sin alimentos, en pésimas condiciones higiénicas y, sobre todo, sin derecho a desplazarse libremente por el país, criminalizados además por los periódicos oficiales, los refugiados españoles fueron sometidos a un régimen de trabajos forzados y de privación de derechos que, una vez terminada la guerra civil y reclamados por Franco, llevó a algunos de ellos –ay– a volver a España. Otros, tras luchar contra Vichy y contra Hitler en las campañas africanas durante la segunda guerra mundial (es el caso del propio Buiza), se fueron a Francia o a Brasil en 1945 o –en una segunda oleada– entre 1956 y 1961, tras la independencia de Túnez. Los que quedaron –en torno a 1000–, una vez se les permitió trabajar, se dedicaron a la agricultura cerca de la ciudad de Kasserine –ubicación de uno de los “campos” citados y cuyas insfraestructuras fueron en buena parte construidas por nuestros compatriotas, que fundaron también su equipo de fútbol– o al curtido del cuero en la capital, donde abrieron además algunos restaurantes: el famoso “Café Cuarenta”, hoy desaparecido, y “El bolero”, que hasta los años 50 cerraba todos los años el 14 de abril para festejar la República. En 1976, en Túnez sólo quedaban ya unos cien españoles republicanos o descendientes, casados por lo general con italianos o nativos. “Los españoles de Túnez”, dice Catzaras, “nunca imaginaron que iban a permanecer 40 años. Por eso nunca se parecieron a los otros exiliados. Se consideraron siempre a sí mismos en una situación provisional, de paso, y su manera de vivir era también pasajera y provisional”. Algunos vivieron siempre en pensiones, con las maletas hechas; algunos no volvieron nunca, ni después de la segunda guerra mundial ni después de la muerte de Franco: entre ellos Ambrosio Martínez, Fernando Sánchez Díez, Eligio Casal y Francisco Puig Suárez. Sus cuerpos, en tumbas nominales pero en suelo extranjero, abandonadas y sin flores, evocan un destino paralelo y cruelmente inverso al de los desaparecidos en las cunetas españolas.

Entre las páginas de la tesis de Catzaras he encontrado algunas fotocopias sueltas que Ramón Villanueva recuperó de su primera misión en Túnez: un recorte de Le depeche donde se recoge la noticia, el 10 de junio de 1960, de la muerte de Ángel Brihuega, cónsul de los republicanos españoles en el exilio (probablemente un suicidio, según sospechaba Ramón); y algunas cartas, fechadas entre septiembre de 1959 y agosto de 1962 y dirigidas al embajador Pradera, en las que Antonio Antúnez, teniente del crucero Méndez Núñez y representante del PCE en Túnez, en nombre de “los exiliados políticos y otros españoles residentes”, reclamaba una y otra vez una amnistía general y un régimen democrático para España. Tardarían en llegar. Y Antúnez –del que no encuentro apenas datos biográficos– no es seguro que pudiera festejarlo. Si lo hizo, fue con cuarenta años más y varias carretillas de dolores en el alma.

No sé si alguno de los familiares está buscando a sus muertos en Túnez, si en los últimos años la embajada ha hecho algo por seguir este rastro, si la bibliografía sobre el tema ha crecido en España desde que Ramón Villanueva me dio la tesis de Marianne Catzaras. Espero que sí. Me temo que no. Sí sé que en 2008, el profesor tunecino Bechir Yazidi escribió –y tradujo al español– un pequeño libro sobre el tema, publicado en una pequeña editorial (“El exilio republicano en Túnez”, Ediciones Embora). Y lo que es seguro es que Ambrosio Martínez, Fernando Sánchez, Eligio Casal y Francisco Puig yacen en tierra extranjera, entre tumbas profanadas, apenas protegidos por una humilde familia tunecina que de ellos sólo sabe que están muertos; es decir, que merecen –hermanos difuntos– un reposo respetado y sin sobresaltos. Como es seguro también que, a la espera de continuar las pesquisas y abundar en reclamaciones de dignidad, me siento apremiado hoy, sin más dilación, a saldar esta doble deuda y a hacerlo con un doble homenaje varias veces aplazado: a Ramón Villanueva, que enriqueció tanto mi memoria, mi compromiso ético y mi felicidad afectiva, y a esos olvidados de los olvidados (como Sacristán hablaba de ”los derrotados de los derrotados”) que España, amnésica feroz, padrastra desalmada, ha abandonado al otro lado del mar.

Santiago Alba Rico Es filósofo y escritor. Nacido en 1960 en Madrid, vive desde hace cerca de dos décadas en Túnez, donde ha desarrollado gran parte de su obra. El último de sus libros se titula Ser o no ser (un cuerpo).
@SantiagoAlbaR

Fuente:
http://ctxt.es/es/20180704/Politica/20613/Santiiago-Alba-Rico-guerra-civil-Tunez-memoria-Republica-exiliados-politicos.htm