“El Sistema Nacional de Salud (NHS, en sus siglas inglesas) existirá mientras haya alguien que luche por él”, decía Aneurin Bevan, su creador. “Ese tipo soy yo”, repitió durante la campaña electoral el candidato laborista Jeremy Corbyn. Realmente, la frase no la pronunció nunca el propio Bevan, sino que formó parte del guion de una película sobre la vida del formidable ministro británico de los años cuarenta y cincuenta, y se coló como auténtica en el ideario del socialismo inglés.
Sea como sea, representa muy bien lo que ha hecho Corbyn durante su estupenda campaña electoral. Insistir en que la política social solo tiene dos caminos: la vía conservadora, que coloca en el horizonte la eficiencia y confía en que el camino de la desregularización y la privatización conduzca a esa eficacia y haga que el bienestar, digamos, llegue, poco a poco, a todos. Y dos, la vía laborista, que coloca la igualdad en el horizonte y que cree que es imprescindible actuar con políticas públicas que hagan que la economía reaccione y ayude a financiar ese camino hacia la igualdad. Ser el tipo (o la tipa), como decía Corbyn, que cree que la sanidad, la educación y los transportes son materia de políticas públicas y deben ser defendidas como tal, sin descanso y sin dudas.
El modelo laborista, socialdemócrata, lleva bastante tiempo desacreditado en centros de análisis político de toda Europa, incluso discutido dentro de sus propias filas y solo en los últimos años, a la vista de las consecuencias de la crisis del modelo liberal-conservador, vuelve a encontrar defensores decididos. La repentina vitalidad de las propuestas de Corbyn, en el fondo tan elementales, hacen pensar que quizás se ha dado demasiado espacio a la pretendida falta de credibilidad de la socialdemocracia europea, cuando lo que pasaba es que los ciudadanos no la encontraban, enterrada por líderes políticos que aceptaron como dogma un modelo que era solo eso, uno de los modelos posibles. No tenían claro donde estaba el tipo del que hablaba el falso Bevan.
Quizás se ha dado demasiado espacio a la pretendida falta de credibilidad de la socialdemocracia europea
Lo que sí escribió Aneurin Bevan es que los programas políticos deberían empezar así: “Esta es mi verdad. Dígame usted la suya”. Dígame qué pasa exactamente en la educación con sus propuestas; que pasa en la sanidad pública; qué pasa en el empleo… Por supuesto, las verdades de uno mismo deben llevar datos incorporados. El programa económico de Corbyn, por ejemplo, no fue elaborado por un equipo falto de conocimiento y empachado de ilusiones, sino por un Consejo Consultivo Económico, en el que, junto al ministro de Hacienda en la sombra, John McDonnell (un personaje curioso, que hizo todos sus doctorados en cursos nocturnos, porque trabajaba de día), participó también un equipo de economistas prestigiosos, lleno de talento. El manifiesto final, en defensa del fin de la austeridad, fue así respaldado por 130 profesores de universidades británicas y norteamericanas.
Corbyn llegará o no a primer ministro, pero ha demostrado que es un político bastante más fino de lo que le retrataban, capaz de ofrecer un estilo diferente y de diseñar, llegado el momento, una estrategia inteligente. No es el viejo laborismo, como se le reprochaba, porque nada puede ser ya “viejo”. Como escribe el profesor de Oxford Simon Wren-Lewis, Corbyn ha conseguido algo interesante: que el centro acepte que la izquierda tiene a veces razón. La tuvo al negarse a votar a favor de la guerra de Irak (con sus desastrosas consecuencias) y la tiene al reclamar políticas públicas para la educación, la sanidad y otros servicios esenciales. El centro puede haber aprendido en estas elecciones que tiene que convivir con Corbyn y lo que representa y esa sería una noticia excelente para la socialdemocracia europea.
http://elpais.com/elpais/2017/06/09/opinion/1497030102_572187.html
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domingo, 11 de junio de 2017
jueves, 3 de marzo de 2016
Elecciones en EE.UU. El socialismo norteamericano de Bernie Sanders
Vecinos en conflicto/Viento Sur
Nací en Carolina del Norte, aunque mis padres son de Vermont. Crecí haciendo largos viajes de verano por la costa este para visitar a nuestra familia en Burlington, la ciudad más grande del estado con tan solo 40 000 habitantes. Fue en uno de esos viajes, en algún momento de los noventas, cuando escuché por primera vez acerca de Bernie Sanders y su versión tan particularmente norteamericana del socialismo democrático.
Vermont es un pequeño y extraño lugar. Es el número 49 de cincuenta estados, tiene solo 626 000 habitantes y la mayoría de ellos vive en pequeños pueblos agrícolas que salpican las Green Mountains en toda su extensión. La población de Vermont se jacta de su autosuficiencia marcada por un perfil tozudamente independiente y ocasionalmente revolucionario. El Estado fue fundado por una milicia separatista durante la Guerra Revolucionaria. Luego sería el primer Estado en abolir la esclavitud y jugaría un papel crucial en el llamado Underground Railroad (ferrocarril subterráneo), que ayudó a ocultarse a esclavos fugitivos en su terreno sinuoso y los escoltó a través de la frontera norte con Canadá. Durante mi infancia, escuchaba estas historias como pruebas de que la población de Vermont es gente comprometida que no se toman a bien las injusticias o el doble discurso político.
En 1980, Bernie Sanders (nacido en Brooklyn) entró en el escenario político por la izquierda como candidato independiente a la alcaldía de Burlington, describiéndose a sí mismo como socialdemócrata. Derrotó por 10 votos al candidato oficialista que se presentaba a su quinta reelección, y luego fue reelegido 3 veces. Durante su período como alcalde, Bernie fue ampliamente reconocido como un izquierdista sin pelos en la lengua, pero también como un administrador eficiente. Fue él quien abrió la primera comisión de la mujer en la ciudad, apoyó el desarrollo de cooperativas de trabajadores e inició uno de los primeros y más exitosos experimentos de viviendas comunales financiadas por el Estado. Esta última medida aseguró garantizar viviendas accesibles para sectores de ingresos bajos y medios, y frenó el proceso de gentrificación en medio de un proyecto para revitalizar la zona rivereña, que de lo contrario habría transformado el centro de la ciudad. Bernie el izquierdista, invitó a Noam Chomsky a hablar en la casa de gobierno y viajó a Nicaragua para conocer a Daniel Ortega y hermanar una ciudad sandinista. Bernie el administrador, mantuvo equilibrado el presupuesto de la ciudad y fue parte de la transformación de Burlington en una de las ciudades más lindas y habitables de Estados Unidos.
En 1990, Bernie se presentó como candidato para la cámara de representantes de Estados Unidos y se convirtió en su primer miembro independiente en cuarenta años. Rápidamente fundó el Congressional Progressive Caucus, que hasta el presente es uno de los pocos baluartes de izquierda en el Capitolio. Criticó a políticos de ambos partidos por subordinarse a la lógica corrupta de Washington. Se reveló como un político serio, con un mensaje directo y franco, y alarmado por las crisis que enfrenta nuestro país. Si bien a veces sus modales pueden parecer hoscos y sus aptitudes sociales escasas, nunca hubo dudas acerca de su devoción por el trabajo. Bernie pudo emerger como una voz calificada a nivel nacional en temas que van desde la desigualdad en los ingresos a la cobertura médica universal, la reforma de la campaña financiera y los derechos LGBT. También fue uno de los primeros críticos prominentes de la guerra de Irak y los programas de vigilancia interna como la Ley Patriota (Patriot Act).
Básicamente, Bernie mantuvo el camino que él mismo se había propuesto desde el principio, el del un progresista imperturbable que basa su trabajo en una independencia sólida y la obstinación para que se hagan las cosas. De nuevo en Vermont, donde desde 2006 ha sido senador, Bernie continuó incrementando su popularidad y ganó con el 71 % de los votos en su elección más reciente, consiguiendo la mayor tasa de aprobación de todos los políticos de Estados Unidos. Su reconocido rechazo a las campañas de desprestigio, así como su compromiso en encontrar terrenos comunes con figuras políticas de otros bandos, solo han fortalecido su reputación. Precisamente, su mayor logro y el secreto de su éxito, ha sido construir un nuevo consenso político en el estado de Vermont. Por supuesto, él interpela a los liberales más acérrimos pero saca su fortaleza real de familias trabajadoras blancas de las pequeñas ciudades, no tan conocidas (al menos en las décadas recientes) por sus inclinaciones socialdemócratas.
Mi familia es una familia de peluqueros, a los que se suman un par de enfermeras y electricistas. Somos una familia de cazadores y fanáticos de Katy Perry. Somos una familia a la que la cultura política contemporánea le ha hecho creer que su voz no cuenta. Y puedo decir, con total honestidad, que Bernie Sanders ha hecho pensar distinto a mi familia. De cara a las próximas elecciones primarias, casi todos ellos – propensos a votar a los republicanos en cualquier otra elección – darán su voto a Bernie Sanders. Cuando estoy en Vermont no solemos hablar de política pero cuando lo hacemos hablamos de Bernie. Puedo escuchar a mi tía decir “Quizás no estoy de acuerdo con todo lo que él dice o hace, pero se que él sabe lo que dice y cree en lo que hace. Se que él nunca nos entregaría y que siempre nos dirá las cosas de frente”.
El éxito del senador Bernie Sanders, en una campaña engañosamente quijotesca para convertirse en el 45 presidente de Estados Unidos, ha despertado extrañas animosidades en la opinión pública. Bernie atrajo multitudes mucho más grandes y generó más entusiasmo que cualquier otro candidato de los dos partidos. Durante 2015 su campaña recibió 73 millones de dólares de más de un millón de individuos y un récord de 2,5 millones de contribuciones en total. Está recibiendo una gran cobertura mediática en las portadas de los medios más importantes de Estados Unidos y es el tema central en numerosos tweets, mms y conversaciones de internet en general. Tan solo 6 meses antes, su principal contendiente, la todavía favorita Hillary Clinton -ex secretaria de Estado, senadora, primera dama y niña mimada del establishment demócrata- se situaba como la candidata más imparable para toda una generación. Al escribir estas líneas, a mediados de enero, ella se aferra a una ventaja de 7 puntos a nivel nacional y está igualada en las elecciones de dos estados en las primarias, estados que históricamente han sido la referencia para el resto del país (Iowa y New Hampshire). Lo que es más increíble aún, es que Bernie Sanders está haciendo todo esto sin dinero de corporaciones y sin recibir el apoyo del establishment, proclamando las virtudes del socialismo democrático y diciéndole a quien quiera escucharlo que este país necesita una revolución política.
Después de décadas trabajando en política, no debería ser ninguna sorpresa que el programa para la campaña de Bernie sea amplia y detallada, meticulosa se podría decir. Quizás meticulosa pero no confusa: no ha dejado lugar a dudas de que su mayor preocupación es la desigualdad que define cada vez más a la economía estadounidense. Propone subir el salario mínimo de 7,25 a 15 dólares hacia 2020. Promete crear millones de puestos de trabajo a través de programas federales de infraestructura y programas para la juventud. Dice que va a expandir la seguridad social, proporcionando educación gratis en todas las universidades públicas y extendiendo la cobertura de salud a toda la gente a través de un sistema de pago único. Su plan para financiar estos programas es simple: subir impuestos a los ricos y a las grandes corporaciones, y cobrar impuestos a la especulación financiera.
En sus historias, Bernie cuenta cómo Estados Unidos se convirtió en uno de los países con mayor desigualdad en el mundo, y pone especial énfasis en la responsabilidad de las instituciones financieras en la crisis del 2007-08. Lamenta que ni un solo ejecutivo haya sido encarcelado por su papel en estos episodios, y muestra el contraste existente con un sistema de justicia que ha encarcelado a millones de personas de bajos recursos por delitos menores. Propone la implementación de una versión siglo XXI de la Ley Glass-Steagall, la que impidió que los bancos comerciales participaran con bancos de inversión a partir de 1933 y que luego fue derogada bajo la mirada aprobatoria del presidente Bill Clinton en 1999. Recientemente anunció que, de ser elegido, en su primer año disolvería todas las instituciones financieras que alguna vez fueran consideradas “demasiado grandes para caer”.
Sin embargo, su ardiente y popular versión económica no explica por qué millones de personas han llegado al “Feel the Bern”, el viral hashtag (#feelthebern hashtagTwitter) que se ha convertido en un eslogan para la campaña. En realidad, podría decirse que le está hablando a un momento más amplio de la historia de nuestro país. Las deudas personales y la desigualdad económica están en niveles récord, y la generación que hoy en día es mayor de edad ha sido criada en medio de la guerra de Irak y la Gran Recesión. Esta generación creció entre resabios del sueño americano aunque su realidad fue la de una movilidad descendente para la mayoría, mientras solo ascendían una pequeña élite y unos pocos afortunados. En este contexto, Bernie denuncia que el sistema no solo está roto sino que está diseñado para perpetuar el control por parte de una pequeña élite políticamente arraigada con intereses capitalistas, y es eso lo que ha prendido fuego en su campaña de forma tan llamativa. Además de sus propuestas económicas, la otra pieza fundamental de la campaña de Bernie es su llamamiento a expulsar a las grandes corporaciones y a su dinero de la política. Bernie defiende a viva voz una reforma integral de la financiación de las campañas, incluyendo la derogación de la decisión de la Corte Suprema sobre el caso Citizens United y la abolición de los super PACs/1, que en conjunto han permitido que el dinero corporativo ejerza cada vez mayor control sobre el proceso electoral. Bernie nos recuerda que él es el único candidato sin un super PAC y que su campaña está alejada de las corporaciones, financiada en gran parte por pequeñas donaciones y contribuciones un poco más grandes de sindicatos. La campaña de Hillary, en cambio, está sustentada en su mayor parte por ricos y corporaciones; seis de sus diez principales contribuyentes son bancos.
Bernie cree que las corporaciones han tomado el control de la democracia norteamericana, y es aquí en donde retoma su idea de la revolución política. En cada discurso llama la atención sobre esto y siempre es inequívoco: ni él ni ningún otro político puede hacer los cambios necesarios solo. La idea de revolución política de Bernie comienza con el pueblo estadounidense saliendo a votar masivamente, recuperando nuestra democracia, y exige reformas que aumenten nuestro control sobre la economía nacional y el proceso político.
No sorprende que los poderosos no estén contentos con Bernie y la mayor ofensiva la haya tomado el establishment demócrata (lo que también, por desgracia, es lógico). Su candidata, Hillary Clinton, ha recibido hasta ahora 455 avales de los gobernadores y representantes en el Congreso, mientras que solo 3 han sido para Bernie Sanders; ella ha sido respaldada por 18 sindicatos que representan a 12 millones de trabajadores frente a 3 sindicatos que acompañan a Bernie, que a su vez representan a 1 millón de trabajadores. Entre los llamados superdelegados -una desagradable particularidad del sistema electoral de Estados Unidos, quienes en conjunto constituyen cerca de un tercio de los votos del partido, y no tienen la obligación democrática de honrar las decisiones de sus votantes- las preferencias por Hillary tienen una ventaja de 45 a 1. El Comité Nacional Demócrata, por su parte, ha tratado de limitar las oportunidades de debate (y audiencia) en un esfuerzo para proteger la ventaja de Clinton, llegando incluso a eliminar la campaña de Bernie Sanders de su base de datos en un desmesurado castigo por una ofensa menor (y disputada). Mientras tanto, los charlatanes del establishment han disparado contra Bernie diciendo que es incapaz de ganar una elección general, a pesar de las numerosas pruebas en contra de esa idea.
Los partidarios de Hillary con las mejores intenciones dirían “Ella tienen más opciones de ganarle a cualquier loco peligroso que surja en esta especie de lucha libre que son las primarias republicanas”. Dirían también que ella tendrá más posibilidades de hacer las cosas que propone una vez en el gobierno. La política es desagradable y el Partido Republicano se ha redefinido tanto por su obstruccionismo tanto como su fanatismo. Hillary podrá no ser pura, pero es la persona del partido demócrata capaz de forzar al menos un par de reformas positivas en nuestro gobierno disfuncional. Los partidarios de Hillary también dirían que ya es hora de que elijamos una presidenta mujer, después de más de dos siglos ininterrumpidos de gobierno de varones.
Yo respondería que Clinton representa hasta tal punto lo que es disfuncional en nuestro sistema político actual, que es difícil que pueda hacer algo al respecto. Ella está tan estrechamente ligada a Wall Street como cualquier político de ambos partidos. Votó a favor de la guerra de Irak y se mantiene fiel al ala bélica del Partido Demócrata, una sección ampliamente desacreditada del intervencionismo liberal. Clinton está muy volcada a su objetivo de ganar poder, mientras que Sanders ha mantenido valores consistentes durante más de treinta años en cargos de elección popular. Sin duda, el simbolismo de la elección de una presidente mujer es importante, un acontecimiento potencialmente histórico que rivalizaría con la elección de Barack Obama como el primer presidente afroamericano de nuestro país hace ocho años. Sin embargo, también hemos visto las limitaciones del simbolismo en la política durante la administración del presidente Obama, con el ingreso medio y la riqueza de afroamericanos en declive, mientras que la disminución de las tasas de encarcelamiento continúan a un ritmo aparentemente inexorable, a la vez que la deportación de los inmigrantes latinos ha alcanzado niveles récord. Por otra parte, el valor de este simbolismo se puede ver compensado por la alternativa de elegir un presidente con un plan y un mandato que cambie la forma de funcionar de Washington y de nuestro país en general.
Como era esperable en lo que llamaré, en un sentido amplio, “la izquierda“, los debates sobre estas elecciones se han vuelto bastante desagradables en los últimos meses. La insistencia de Bernie en no utilizar técnicas negativas de campaña – y Hillary en un lugar confortable como ganadora- mantuvieron las cosas en buenos términos. Pero a medida que la campaña se fue calentando y la ventaja se redujo, legiones de seguidores de Hillary han salido a los medios de comunicación a descalificar a los partidarios de Bernie como sexistas. Los seguidores de Bernie, por su parte, fueron sarcásticos y en ocasiones políticamente incorrectos – aunque generalmente correctos al juzgar sus posiciones y logros – y respondieron que Bernie apoyó políticas y medidas que son mucho más progresista para la igualdad de las mujeres que las que Hillary propone (al menos, más allá de los escalafones más altos de las profesionales). Estas discusiones, si bien tienen el potencial para dar lugar a un debate necesario sobre las diferencias entre el feminismo liberador y el feminismo corporativo, en general han sido lideradas por fanáticos y no han progresado (al menos por ahora) mucho más allá de insultos superficiales al estilo Twitter.
Más a la izquierda, los sospechosos de siempre, han salido de la nada para acusar a Bernie de no ser el portador de la verdadera revolución. Le acusan de un sinnúmero de desviaciones estilo “pecado original” relacionadas con su falta de alineamiento pleno con alguna estructura particular (y esotérica) de pensamiento político. Algunos dicen que él está actuando como un “perro pastor“ para el Partido Demócrata, atrayendo jóvenes descontentos a su seno -no les importa que él haya sido independiente la mayor parte de su carrera y que ahora se convirtió en el enemigo público Nº 1 del establishment demócrata-. Otros, nunca le perdonarán ser un socialdemócrata cuando él se ha etiquetado tan claramente a sí mismo como un socialista democrático. Y finalmente, están aquellos que piensan que Bernie ha caído en desgracia por su voto en tal o cual política exterior demostrando ser como todos los demás; sin que les importe que critique abiertamente la historia de imposiciones de regímenes en el exterior de nuestro país o que sostenga que el cambio climático representa una amenaza a nuestra existencia mayor que la del terrorismo, a pesar de la exaltación al miedo por parte de los medios. Aunque irrelevantes para la conciencia política dominante, estas patologías son dignas de mención en la medida en que se han agudizado y clarificado diferencias dentro de la vasta izquierda socialista –entre quienes van a donde está la gente y construyen políticas sobre la base de realidad existentes y quienes prefieren situarse al margen de la historia y gritan a quienes no están con ellos.
Pero más interesante y relevante para el momento actual de la política de Estados Unidos es el debate que se inició durante Netroots Nation, una destacada convención política progresista. Activistas del movimiento Black Lives Matter (BLM) interrumpieron un discurso de Bernie para llamar la atención sobre la violencia policial en contra de la comunidad negra y exigir la adopción de una agenda política más directa para desmantelar el racismo estructural en los Estados Unidos. La respuesta de Sanders fue ridiculizada por algunos con desdén, como fuera de lugar. Sus intentos iniciales por remarcar su propio historial en relación a la justicia racial y vincular la cuestión del racismo con las políticas económicas diseñadas para aliviar la desigualdad, no ayudaron. Unas semanas más tarde, un grupo de activistas de BLM con sede en Seattle interrumpió otro discurso Bernie Sanders, esta vez en un acto para celebrar los 80 años de la Seguridad Social. Los manifestantes tomaron el micrófono antes que Bernie pudiera hablar, no le permitieron responder a sus críticas y acusaron a la ciudad de Seattle de “liberalismo con supremacía blanca” en respuesta a los abucheos de la audiencia. El evento fue cancelado.
Después de este segundo acontecimiento, la campaña de Sanders dio a conocer un programa de justicia racial (presumiblemente elaborado después de la primera intervención) que abrió con un gesto explícito a las demandas de BLM y otros activistas, citando los nombres de las mujeres y hombres de color recientemente asesinados por la policía. Continuó abordando directamente la cuestión de la violencia física perpetuada por el Estado y los extremistas de derecha contra hombres y mujeres afroamericanos, y luego enumeró una lista de propuestas y demandas que abordan también cuestiones de la violencia desde lo político, jurídico, económico y ambiental. Este nuevo programa ha sido aplaudido por los líderes del movimiento BLM.
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