El coronavirus nos ha arrebatado muchas cosas. Ha segado de raíz la vida de miles de personas, ha destruido la economía de medio mundo, ha dejado sin trabajo a millones de personas, nos ha encerrado en las casas, ha puesto patas arriba el sistema educativo, ha parado los aviones, ha interrumpido los viajes, ha llenado de temor os corazones… Pero hay una curiosa consecuencia que no he oído ni visto, hasta el momento, analizar en ningún artículo, programa o investigación. Me refiero a la desaparición de la sonrisa como consecuencia del uso persistente y generalizado de mascarillas en espacios cerrados y abiertos. Este peligroso virus se ha convertido en el ladrón más descarado de sonrisas de nuestra sociedad.
Veo por la calle caminar a las personas de manera aparentemente taciturna, ya que ningún rostro está iluminado por la sonrisa. Me atienden en comercios, supermercados y farmacias sin saludarme ni despedirme con una sonrisa, mantengo conversaciones en las que solo veo los ojos de la persona porque la boca ha desaparecido y con ella el hermoso gesto de la sonrisa.
Podemos sonreír, pero no nos ven hacerlo. Los demás pueden sonreír, pero no les vemos. De esa forma la sonrisa se hace invisible, permanece escondida bajo ese disfraz de un triste carnaval.
Aunque sea debajo de la mascarilla, debemos seguir sonriendo. A veces la alegría es la fuente de la sonrisa, pero en otras ocasiones, la sonrisa es la fuente de la alegría.
“La sonrisa es el idioma universal de las personas inteligentes”, decía el dramaturgo español Víctor Ruiz Iriarte. Ahora no podemos utilizarlo con la misma intensidad, con la misma frecuencia. Porque muchos de nuestros interlocutores nos hablan desde detrás de una barrera que es sutil en la textura pero contundente en la ocultación del rostro.
El virus nos ha llevado a un mundo sin sonrisas. Por eso abogo por la confección de mascarillas que dejen ver el movimiento de los labios. De esa manera, los sordos pueden leer lo que dice su interlocutor y todos podremos disfrutar de esa regalo impagable que es la sonrisa. Pero abogo, sobre todo, porque aparezca pronto una vacuna (o múltiples vacunas), como fruto del esfuerzo (ojalá que fuera coordinado) de miles de investigadores e investigadoras que están trabajando a marchas forzadas por la salvación de la humanidad. Ahí está la esperanza de la recuperación plena de la sonrisa.
Quiero ahora contar una historia. La historia de un ladrón de sonrisas que fue finalmente derrotado por la intervención inteligente de un niño. Conozco otros cuentos con este mismo título, El ladrón de sonrisas, como el de la escritora Susanna Isern, ilustrado de forma hermosa por Raquel Díaz Reguera, que también tiene como protagonista a otro niño. Este no tiene autor conocido por lo que pertenece al acervo común de la humanidad. Dice así:
Había una vez un tipo tristón y enfadadizo al que no le gustaba nada estar todo el día de mal humor. Todos a su alrededor se metían con él por su desagradable carácter, lo que no hacía sino acrecentar su tristeza y enfado.
Harto ya de tanta burla, este hombre decidió que, si él no podía ser feliz, nadie lo sería. Y, tras mucho investigar, encontró la manera de robar la sonrisa a la gente sin hacerles daño, empezando por los que tanto se metían con él.
Poco tiempo tardó en hacerse famoso este hombre, al que apodaron el ladrón de sonrisas. Todos sabían que era él, pero nadie podía hacer nada, puesto que no había ninguna ley que prohibiera robar sonrisas.
El ladrón de sonrisas guardaba las sonrisas en un cofre especial. Para evitar que se escaparan al abrirlo, el ladrón de sonrisas tenía siempre el cofre cerrado con llave y metía las sonrisas que robaba a través de un agujero especial que solo se podía abrir desde fuera.
Un día, mientras el ladrón de sonrisas buscaba alguna sonrisa que robar, un niño perdido llegó a su guarida, sin saber dónde estaba. El niño estaba muy triste, porque no sabía dónde buscar a sus padres, con los que había ido de excursión. Tenía hambre y frío, y ya era de noche para deambular por una ciudad desconocida.
El niño vio el cofre. Pensando que dentro habría comida o mantas intentó abrirlo. Pero no pudo, porque estaba cerrado con llave. El niño buscó algo con qué abrir el cofre. La llave no estaba por ninguna parte, pero encontró un trozo de metal un poco retorcido. Como no tenía otra cosa que hacer, el niño intentó forzar la cerradura con el trozo de metal. Ya llevaba un rato intentándolo cuando apareció el ladrón de sonrisas:
-¿Qué haces, niño? -gritó, muy enfadado, el ladrón de sonrisas.
En ese momento, el niño consiguió abrir el cofre y miles de sonrisas salieron disparadas, en busca de sus dueños.
-¡No! ¡No! Cierra eso, insensato -gritó el ladrón de sonrisas.
Nada más decir estas palabras, una sonrisa despistada se estrelló contra la cara del ladrón, y cuatro o cinco más siguieron el mismo camino.
El ladrón de sonrisas empezó a reírse como loco. Una extraña energía recorrió todo su cuerpo. Cuatro o cinco sonrisas despistadas se estrellaron también contra el niño que, de pronto, no se sintió tan desesperado y triste.
– No te preocupes, niño -dijo el ladrón de sonrisas sin parar de sonreír-. Llamaré a la policía para que encuentre a tus padres.
La policía se presentó en la guarida del ladrón de sonrisas, a donde nadie se atrevía a ir, protegidos para que el ladrón no hiciera de las suyas, sospechando que se trataba de una trampa.
Cuando los policías vieron al ladrón de tan buen humor y al niño tan bien atendido no podían creérselo. Algunas de las sonrisas que todavía no habían encontrado a quien alegrar se estrellaron contra los policías, que no podían dejar de alegrarse por el feliz reencuentro del niño con sus padres y por la felicidad de ver al tipo más desagradable de la ciudad más feliz que nadie.
El ladrón de sonrisas guió al resto de sonrisas escapadas para que fueran a parar a muchas de las personas que se habían quedado tristes cuando le robaron la sonrisa.
-¡Oh, no! ¡No hay para todos! -se lamentó el ladrón de sonrisas.
Entonces, el ladrón se dio cuenta de que no hacía falta, porque todo aquel que veía a alguien sonreír, sonreía también.
Ese día el ladrón de sonrisas descubrió que la sonrisa es contagiosa y que no solo es muy fácil llevar un poco de felicidad, sino también encontrarla si sabes dónde buscar.
Hasta aquí la historia. El coronavirus se ha convertido en el ladrón de sonrisas de la humanidad. Hay una forma segura de abrir la caja donde las tiene encerradas. El niño de esta historia, que abre la caja, es la investigación. Solo la investigación puede acabar con el poder del ladrón de forma definitiva encontrando una o varias vacunas que sean eficaces. Es ahora cuando se ve de forma palmaria la importancia que tiene contar con buenos equipos de investigación, con estructuras sólidas, con políticas eficaces y con presupuestos que permitan investigar con intensidad y persistencia.
Cuando la humanidad clama por una solución a la pandemia, es preciso recordar que la cultura de la investigación no se improvisa, que no aparecen como por arte de magia profesionales bien formados y que sin dinero, tiempo y esfuerzo no es posible encontrar hallazgos de singular importancia. Para que vuelva a florecer la sonrisa en el mundo, para que desaparezcan las mascarillas y podamos circular libremente, es necesario encontrar un remedio eficaz contra el virus. Lo diré de forma lapidaria: investigación o catástrofe.
https://mas.laopiniondemalaga.es/blog/eladarve/2020/08/08/ladron-de-sonrisas/
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miércoles, 2 de septiembre de 2020
miércoles, 13 de noviembre de 2013
lunes, 11 de noviembre de 2013
Aprendiendo a reír
Saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia
Yo creía, y así lo escribí en mi último libro, que no había ninguna foto de la gran Marie Curie en la que apareciera sonriente. Antes al contrario: sus retratos la muestran invariablemente adusta, tensa, a menudo incluso trágica, una dura máscara de esfuerzo y dolor. Una lectora genial, sin embargo, me mandó hace poco una instantánea de Madame Curie, ya mayor y pareciendo aún mucho más vieja por los estragos causados por la radiactividad, muy cercana sin duda a la fecha de su muerte, vestida como siempre de negro y, también como siempre, sin maquillaje y con los cabellos recogidos de cualquier manera. Pero sonríe. ¡Sonríe! No es una risa franca, pero es un gesto indudablemente risueño. Y a mí me parece que esa pequeña curvatura de sus labios es un logro monumental de la científica. Quizá más importante para ella, incluso, que el descubrimiento del polonio y el radio.
“El joven que no llora es un salvaje, pero el viejo que no ríe es un necio”, decía el filósofo George Santayana. Es una frase profundamente conmovedora; y creo que he tenido que llegar a los alrededores de la vejez para poder comprenderla en toda su sabiduría. Las palabras de Santayana me recordaron uno de mis cuadros preferidos; se trata de un autorretrato de Rembrandt, el último del centenar de autorretratos que se hizo. Lo pintó más o menos un año antes de morir y es un cuadro casi monocromático, una explosión de ocres, de luces doradas y brillos que se apagan entre las sombras. Por entonces el artista debía de tener 62 años (murió a los 63), pero parece ancianísimo. Rembrandt fue un hombre muy vital y probablemente supo ser feliz en muchas ocasiones. Alcanzó un tremendo éxito como pintor siendo muy joven, tuvo varios amores, se casó en segundas nupcias con una mujer a la que adoraba. Pero luego la vida le pasó factura. Su inmenso talento le impidió seguir siendo el artista comercial que triunfa haciendo los retratos complacientes que le pide el mercado. Eligió pintar cada vez mejor y de manera más auténtica, y eso le hizo perder la clientela. Su éxito terminó, los encargos dejaron de llegar y se llenó de deudas. Para comer tuvo que venderlo todo, incluso su colección de arte. Cuando murió estaba en la más completa miseria.
El Rembrandt que pintó el último autorretrato era este hombre olvidado y arruinado. Y no sólo eso: para entonces había enterrado a su primera mujer, y luego también a su segunda y muy amada esposa, fallecida prematuramente pese a que era mucho más joven que él; por último, también había tenido que soportar la muerte de su hijo Titus. Y, sin embargo, pese a toda esta devastación, o seguramente por todo eso, el Rembrandt de este autorretrato sonríe. Asomado de escorzo a la ventana del lienzo, el pintor nos contempla y parece decirnos: mirad, esta es la vida, la gran broma pesada de la vida, así es la inocencia de los humanos, así el afán, el fulgor, el dolor. Es una sonrisa triste, pero serena e inmensamente sabia.
“El arte es una herida hecha luz”, decía el pintor francés Georges Braque. Otra frase certera que me viene a la cabeza cuando recuerdo este cuadro de Rembrandt. La luz otoñal del rostro del pintor emerge de las tinieblas del fondo, de la oscura herida de la vida, cauterizando y suavizando su dolor y el nuestro. Por lo menos, Rembrandt tuvo su arte hasta el final (el valor de seguir pintando, de no rendirse). Por lo menos, nosotros tenemos a Rembrandt. El arte nos salva, la belleza nos salva, y la vida, si se vive con conciencia de vivir e intentando aprender de lo vivido, quizá nos proporcione esa comprensión final, ese entendimiento apaciguado que permite que aflore la sonrisa.
En las Navidades de 1928, Marie Curie le mandó una carta a su hija Irene para felicitarle las fiestas. Y escribió: “Os deseo un año de salud, de satisfacciones, de buen trabajo, un año durante el cual tengáis cada día el gusto de vivir, sin esperar que los días hayan tenido que pasar para encontrar su satisfacción y sin tener necesidad de poner esperanzas de felicidad en los días que hayan de venir. Cuanto más se envejece, más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia”. Creo que estas palabras son el logro de una vida. Y la insólita sonrisa de Curie en la foto que me envió la generosa lectora es sin duda una consecuencia de estos pensamientos. Alcanzar esa maravillosa sencillez no es fácil, desde luego, así que habrá que aplicarse. Aquí estoy, en fin, intentando aprender a reír día tras día.
Fuente Rosa Montero, El País.
www.facebook.com/escritorarosamontero www.rosa-montero.com
Yo creía, y así lo escribí en mi último libro, que no había ninguna foto de la gran Marie Curie en la que apareciera sonriente. Antes al contrario: sus retratos la muestran invariablemente adusta, tensa, a menudo incluso trágica, una dura máscara de esfuerzo y dolor. Una lectora genial, sin embargo, me mandó hace poco una instantánea de Madame Curie, ya mayor y pareciendo aún mucho más vieja por los estragos causados por la radiactividad, muy cercana sin duda a la fecha de su muerte, vestida como siempre de negro y, también como siempre, sin maquillaje y con los cabellos recogidos de cualquier manera. Pero sonríe. ¡Sonríe! No es una risa franca, pero es un gesto indudablemente risueño. Y a mí me parece que esa pequeña curvatura de sus labios es un logro monumental de la científica. Quizá más importante para ella, incluso, que el descubrimiento del polonio y el radio.
“El joven que no llora es un salvaje, pero el viejo que no ríe es un necio”, decía el filósofo George Santayana. Es una frase profundamente conmovedora; y creo que he tenido que llegar a los alrededores de la vejez para poder comprenderla en toda su sabiduría. Las palabras de Santayana me recordaron uno de mis cuadros preferidos; se trata de un autorretrato de Rembrandt, el último del centenar de autorretratos que se hizo. Lo pintó más o menos un año antes de morir y es un cuadro casi monocromático, una explosión de ocres, de luces doradas y brillos que se apagan entre las sombras. Por entonces el artista debía de tener 62 años (murió a los 63), pero parece ancianísimo. Rembrandt fue un hombre muy vital y probablemente supo ser feliz en muchas ocasiones. Alcanzó un tremendo éxito como pintor siendo muy joven, tuvo varios amores, se casó en segundas nupcias con una mujer a la que adoraba. Pero luego la vida le pasó factura. Su inmenso talento le impidió seguir siendo el artista comercial que triunfa haciendo los retratos complacientes que le pide el mercado. Eligió pintar cada vez mejor y de manera más auténtica, y eso le hizo perder la clientela. Su éxito terminó, los encargos dejaron de llegar y se llenó de deudas. Para comer tuvo que venderlo todo, incluso su colección de arte. Cuando murió estaba en la más completa miseria.
El Rembrandt que pintó el último autorretrato era este hombre olvidado y arruinado. Y no sólo eso: para entonces había enterrado a su primera mujer, y luego también a su segunda y muy amada esposa, fallecida prematuramente pese a que era mucho más joven que él; por último, también había tenido que soportar la muerte de su hijo Titus. Y, sin embargo, pese a toda esta devastación, o seguramente por todo eso, el Rembrandt de este autorretrato sonríe. Asomado de escorzo a la ventana del lienzo, el pintor nos contempla y parece decirnos: mirad, esta es la vida, la gran broma pesada de la vida, así es la inocencia de los humanos, así el afán, el fulgor, el dolor. Es una sonrisa triste, pero serena e inmensamente sabia.
“El arte es una herida hecha luz”, decía el pintor francés Georges Braque. Otra frase certera que me viene a la cabeza cuando recuerdo este cuadro de Rembrandt. La luz otoñal del rostro del pintor emerge de las tinieblas del fondo, de la oscura herida de la vida, cauterizando y suavizando su dolor y el nuestro. Por lo menos, Rembrandt tuvo su arte hasta el final (el valor de seguir pintando, de no rendirse). Por lo menos, nosotros tenemos a Rembrandt. El arte nos salva, la belleza nos salva, y la vida, si se vive con conciencia de vivir e intentando aprender de lo vivido, quizá nos proporcione esa comprensión final, ese entendimiento apaciguado que permite que aflore la sonrisa.
En las Navidades de 1928, Marie Curie le mandó una carta a su hija Irene para felicitarle las fiestas. Y escribió: “Os deseo un año de salud, de satisfacciones, de buen trabajo, un año durante el cual tengáis cada día el gusto de vivir, sin esperar que los días hayan tenido que pasar para encontrar su satisfacción y sin tener necesidad de poner esperanzas de felicidad en los días que hayan de venir. Cuanto más se envejece, más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un estado de gracia”. Creo que estas palabras son el logro de una vida. Y la insólita sonrisa de Curie en la foto que me envió la generosa lectora es sin duda una consecuencia de estos pensamientos. Alcanzar esa maravillosa sencillez no es fácil, desde luego, así que habrá que aplicarse. Aquí estoy, en fin, intentando aprender a reír día tras día.
Fuente Rosa Montero, El País.
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