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sábado, 4 de mayo de 2019

Últimos testigos. A las siguientes generaciones les toca cuidar, para que no se desintegre, la memoria del exterminio realizado por los nazis


Neus Català, superviviente del campo de la muerte de Ravensbrück.

Las fotografías son el resultado de una ecuación en que se conjugan espacio, tiempo y luz. Sea cual sea el motivo que lleve a preservar un instante, todas ellas acaban por cobrar un valor documental. Quienes aparecen retratados dejarán de existir, pero las imágenes perdurarán como un recuerdo elegíaco.

Neus Català, superviviente del campo de la muerte (y no de concentración, como se empeñaba en recalcar) de Ravensbrück, fallecida el pasado sábado 13 de abril, se fotografió alguna vez —como otro gesto más de resistencia en su biografía de lucha— sosteniendo el retrato que le hicieron cuando estaba presa, con el uniforme rayado y un número cosido a la solapa. Cuando las deportadas llegaban al Puente de los cuervos perdían el nombre y pasaban a ser una cifra vacía de atributos.
Se suele creer que las fotografías no precisan explicaciones, que lo que aparece representado en ellas es, ni más ni menos, lo que se ve. En el esfuerzo por describirlas, aun así, se descubren otros detalles. En 1977, Montserrat Roig escribió en Los catalanes en los campos nazis (Península/Edicions 62) lo que ella percibía en ese retrato de Català: los brazos caídos, el gesto hierático, el rostro solitario y esos ojos... Unos ojos alucinados “que parecen detenidos en algún punto concreto que los demás no podemos alcanzar a captar”. El padre de Català, un pagès del Priorat, le había enseñado desde niña a no bajar los ojos ante persona alguna, porque nadie es más que otro. Sostener la mirada para luego contarlo: ese fue el cometido —y la carga— de los testigos de la barbarie.

¿Qué sabía Dante del infierno, se preguntaba Català, si no vio Ravensbrück, el mayor campo de mujeres de la Alemania nazi? Situado noventa kilómetros al norte de Berlín en el paisaje idílico del Brandeburgo rural, fue construido con mano de obra prisionera en 1938. Durante los seis años que estuvo en funcionamiento, 132.000 mujeres y también 20.000 hombres de más de veinte nacionalidades cruzaron su umbral. En esa instalación se pusieron en práctica todos los horrores nazis. Las mujeres fueron humilladas, prostituidas, envenenadas, ejecutadas, desnutridas y usadas como cobayas para experimentos médicos aberrantes. Acabada la guerra, este “campo de exterminación lenta”, como lo definió la etnóloga y superviviente Germaine Tillion, al quedar en territorio de la RDA, tras el Telón de Acero, se sumió en la bruma del olvido. Bajo administración soviética, se convirtió en un memorial, si bien sesgado y con un interés partidista, a la lucha antifascista.

En Ravensbruck: Life and Death in Hitler's Concentration Camp for Women (2014), uno de los pocos estudios de conjunto acerca de este campo, su autora, Sarah Helm, expresó su asombro al constatar el silencio sobre este lugar entre la bibliografía existente: “Los principales historiadores —casi todos hombres— no tenían apenas nada que decir. Incluso los libros escritos sobre los campos después de la Guerra Fría parecían describir un mundo totalmente masculino”. La condición femenina siempre ha soportado una doble pena de silencio, ya no solo en lo bueno (los logros), sino también en lo malo (la fatalidad). François Mauriac, en el prólogo al testimonio de la poeta Micheline Maurel, lo condensó así: Ravensbrück era una abominación que el mundo decidió olvidar. Aun así, contamos con valiosísimos testimonios, además del de Català, como los de Anise Postel-Vinay, Margarete Buber-Neumann, Mercedes Núñez, Geneviève de Gaulle-Anthonioz, etc., que relatan la solidaridad entre mujeres, brotada en la más cruda adversidad. Preguntada por una católica en Ravensbrück a qué se aferraba para mantener la fortaleza, Neus Catalá respondió que el Dios al que se encomendaba eran todas y cada una de sus compañeras de barracón, cuya suerte compartía.

Cuando un último testigo desaparece, los recuerdos íntimos no expresados se funden como la nieve. A las siguientes generaciones les toca cuidar, para que no se desintegre, ese concepto delicado y versátil que es la memoria histórica. En palabras de Català, recordar era un deber, una catarsis necesaria. En la reciente reposición en el Teatre Lliure de Ante la jubilación, los personajes de Thomas Bernhard —alemanes contemporáneos a la obra, que data de 1979— llevan tres décadas celebrando a escondidas el cumpleaños de Himmler, el arquitecto de los campos, y en medio de ese ritual de lealtad se animan entre sí, diciéndose que es solo cuestión de tiempo que puedan dejar de ocultar sus filias extremistas. Cada vez que un superviviente muere, ese momento se intuye más cercano.

Entretanto, el mundo aplaude la primera fotografía de un agujero negro, en el centro de la galaxia M87, a 55 millones de años luz de distancia. Lo que vemos es el anillo luminoso que delimita el horizonte de sucesos. Es la luz que cae, pero aún se resiste a ser tragada por la oscuridad. Como esas mujeres en los campos que, hasta su último aliento, pugnaron por mantener la dignidad.

Marta Rebón es traductora y escritora

https://elpais.com/elpais/2019/05/01/opinion/1556734423_112738.html

El Gobierno fija el 5 de mayo como día para honrar a las víctimas españolas del nazismo 


viernes, 7 de septiembre de 2018

La ‘maldad incondicional’ de las bombas nucleares: el recuerdo de los sobrevivientes

En Japón se conoce como hibakusha a quienes sobrevivieron los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Aún hay alrededor de 48 mil de ellos en la prefectura de Nagasaki y aproximadamente 83 mil en Hiroshima. Algunos eran niños muy pequeños cuando cayeron las bombas, y otros ya eran jóvenes adultos. Su edad promedio actual es de 80 años. Varios compartieron sus historias y pensamientos este mayo de 2016, antes de la visita del presidente estadounidense Barack Obama, la primera de un mandatario en funciones de ese país desde que Harry Truman ordenó lanzar las bombas en 1945.

Sunao Tsuboi, 93, Hiroshima




Tsuboi era un estudiante universitario de 20 años e iba camino de clases la mañana del 6 de agosto de 1945 cuando cayó la bomba. Sufrió quemaduras en todo el cuerpo, de pies a cabeza.

El dolor era tan fuerte que Tsuboi se sentía seguro de que iba a morir. Tomó una piedra pequeña y alcanzó a rascar el material de un puente cercano para inscribir: “Aquí es donde llegó el fin de Sunao Tsuboi”.

Un compañero lo rescató del puente y lo llevó a un hospital militar. Varios días después lo encontraron ahí su madre y tío, quienes lo llevaron a casa. Pasó un año antes de que pudiera volver a caminar.

Se enamoró de una joven cuyos padres no querían dejarla casarse con él por temor a que estuviera próximo a morir. La pareja, ante la desesperanza, tomó pastillas para dormir en un intento de ambos por estar juntos, aunque las dosis fueron bajas y no fallecieron. Tsuboi consiguió con el tiempo el permiso de sus suegros y siete años después la pareja se casó. Tuvieron tres hijos y siete nietos.

Tras retirarse como director de bachillerato, Tsuboi decidió dedicarse de lleno a la dirección de la rama de Hiroshima de la Confederación de Japón de Organizaciones de Afectados por las Bombas Atómicas y de Hidrógeno.

Tsuboi dijo que el que no haya habido mucho progreso hacia una visión libre de bombas nucleares se debe “a la estupidez de la humanidad”. Respecto a Obama, lo urgió a continuar su lucha por la paz fuera de la presidencia. “El mundo ahora es más complejo”, dijo. “Pero creo que en el fondo de su corazón realmente quiere que todos se lleven bien entre sí”.

Shigemitsu Tanaka, 77 años, Nagasaki


Tanaka tenía casi 5 años cuando cayó la bomba. Estaba jugando debajo de un árbol ese 9 de agosto de 1945 cuando escuchó un estruendo y quedó cegado por una luz blanca. Todas las ventanas de la casa de su familia estallaron.

Su madre fue a trabajar a una primaria local a la que fueron llevados sobrevivientes para recibir cuidado médico. Ahí Tanaka escuchó los gemidos y quedó rodeado por el olor a piel quemada.

Los padres de Tanaka sufrieron varias enfermedades a lo largo de su vida. Su padre falleció por un cáncer de hígado doce años después del bombardeo.

“Claro que hay un sentimiento de que queremos una disculpa”, dijo Tanaka, director del Consejo de Sobrevivientes de la Bomba Atómica. “Pero lo más importante es abolir las armas nucleares”.

Tanaka recalcó que espera que el mundo escuche a los sobrevivientes que aún quedan. “Si no lo hace ahora, en diez años ya no será posible”, dijo.

Miyako Jodai, 78, Nagasaki


Jodai vivía con su abuela y su tía en las laderas de Nagasaki. Solamente recuerda que tras la explosión de la bomba hubo una descarga eléctrica que la dejó inconsciente.

Su hogar fue destruido y no tenían cómo encontrar comida, por lo que la familia escapó hacia Fukuoka, a unos 160 kilómetros al noreste. Llegaron a la casa de una familiar lejana que le ofreció a Jodai la primera oportunidad de bañarse desde el bombardeo. “Fue tan amable”, dijo Jodai. “Me dijo: ‘Hiciste muy bien, al sobrevivir'”.

Ha contado su historia quizá miles de veces y siempre recalca que ella cree que Japón también tiene algo de culpa por los bombardeos. “Creo que hubo muchas oportunidades para prevenir la situación antes de que se soltara la bomba atómica”, dijo. “De haber detenido nuestra agresión quizá habríamos salvado a Japón de ser víctima de esta arma”.

Jodai dijo que espera que Obama y otros escuchen las historias de los hibakusha para “comprender la crueldad y miseria, y el impacto en los humanos de la bomba atómica”.

Yoshitoshi Fukahori, 89, Nagasaki


Fukahori tenía 16 años y trabajaba en una oficina de gobierno como parte de su servicio militar. Cuando cayó la bomba se intentó esconder debajo de un escritorio. “Hubo un ruido fuertísimo y una luz tan brillante, como un rayo”, dijo. “Se sintió como si la habitación se hubiera quedado sin aire”.

Intentó regresar a su casa la noche de 9 de agosto, pero el camino principal que pasaba por el centro del pueblo estaba en llamas. En una ruta alterna, a través de las montañas, se encontró a otras víctimas que buscaban escapar, con vestimentas rotas y cubiertas de ceniza negra. Una mujer lo agarró de la pierna y le rogó que le diera agua. Cuando Fukahori se agachó para ayudar a levantarse a la mujer, se desprendió la piel del brazo de esta.

Fukahori dijo que entiende por qué ningún presidente estadounidense, Obama incluido, ha ofrecido disculpas por lanzar las bombas.

“Lo comprendo, porque Estados Unidos también perdió a muchas personas en la Segunda Guerra Mundial. Todos somos víctimas de la guerra”, dijo.

Kana Miyoshi, 24, Hiroshima


Miyoshi es graduada de la Universidad de la Ciudad de Hiroshima. Es la nieta de Yoshie Miyoshi, sobreviviente que perdió a su padre y a sus hermanos en el bombardeo.

Cuando estaba creciendo Miyoshi nunca le preguntó a su abuela sobre su historia. Pero al empezar a estudiar en la universidad la invitaron a un taller para recopilar testimonios en las islas Marshall, donde hubo varias pruebas nucleares después de la Segunda Guerra Mundial. Comenzó entonces a grabar las historias de personas como su abuela en video.

Miyoshi dijo que cuando era niña en Hiroshima le enseñaron a pensar en las armas nucleares como “una maldad incondicional” e indicó que usualmente no se enseñan las agresiones que realizó Japón como combatiente en la guerra antes de 1945.

“No debemos hablar solo como víctimas, porque también fuimos agresores”, aseguró.

Este artículo fue publicado originalmente en mayo de 2016, antes de que el entonces presidente estadounidense Barack Obama visitara las zonas devastadas siete décadas antes.

https://www.nytimes.com/es/2018/08/06/hiroshima-nagasaki-sobrevivientes/?&moduleDetail=section-news-2&action=click&contentCollection=Reposado&region=Footer&module=MoreInSection&version=WhatsNext&contentID=WhatsNext&pgtype=article