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lunes, 8 de noviembre de 2021

_- Señoritos que escriben de pobres

_- ‘La asistenta’ podrá convencer a un jurado, pero lo tendrá difícil con aquellos que, como yo, se han enfrentado a las caras derrotadas de sus madres cuando llegan a casa después de limpiar la mierda de otros hogares.


Todos tenemos prejuicios. Por mucho que nos empeñemos en negarlos, están ahí, y si los ignoramos, nos dominarán sin que nos demos cuenta. No es más honesto quien se cree por encima de sus prejuicios, sino quien es consciente de ellos y los acepta como se acepta un defecto, una limitación o un dolor. A todos nos gusta suponernos ecuánimes y justos, pero las personas no funcionamos así.

Me senté a ver La asistenta (Netflix), una serie que parece condenada a llevarse carretones de premios Emmy, y tal vez la hubiera disfrutado —si se puede usar ese verbo con un melodrama— si no hubieran emergido con tanta fuerza mis prejuicios. En rigor, no puedo decir nada malo de la serie. Margaret Qualley está soberbia y todo funciona razonablemente bien, incluso con brillantez. Entiendo que saque buena nota en los portales de internet donde los espectadores puntúan las series. Yo mismo podría hilar tres o cuatro frases admirativas para unirme a la corriente.

Por desgracia, mis prejuicios se manifestaron como el dolor de huesos de la gente con reuma en un día de lluvia. No me creí nada. Desde el primer plano, y aunque la serie está basada en un libro autobiográfico, aquello me pareció la enésima mirada del señorito al mundo de los pobres.

No hay nada malo en que los señoritos narren historias de pobres. La mayoría son obra de señoritos, y las hay penetrantes y verdaderas. La asistenta, sin embargo, podrá convencer a un jurado, pero lo tendrá difícil con aquellos que, como yo, se han enfrentado a las caras derrotadas de sus madres cuando llegan a casa después de limpiar la mierda de otros hogares.

Son prejuicios, nada más, pero gracias a ellos distingo a quienes se han enfrentado a esa mirada de los que escriben de oído y suponen lo que ignoran.

Sergio del Molino

https://elpais.com/television/2021-10-17/senoritos-que-escriben-de-pobres.html#?rel=lom

domingo, 13 de junio de 2021

El negocio de idiotizar

Imagínense por un momento que tienen en la pantalla de su televisor uno de los ya de por sí escasos debates políticos que hoy día programan las cadenas españolas de televisión y que, en lugar de oírlo en nuestro idioma, se dobla con otro desconocido. ¿Podrían diferenciar claramente su formato, las secuencias, el tono, las actitudes, los tiempos, los aspavientos… de el de cualquiera de esos otros «debates» que se dedican a las cosas «del corazón», a pregonar intimidades o a convertir en vulgar escándalo la vida de las «celebrity»?

Lo normal es que no haya mucha diferencia por la sencilla razón de que ambos se producen prácticamente de igual manera, como espectáculo, y se diseñan y empaquetan, por tanto, como un mismo tipo de producto comunicativo y mercantil.

La Real Academia da al término espectáculo tres posibles connotaciones muy significativas: atraer la atención; inducir deleite, asombro, dolor u otros afectos, más o menos vivos o nobles; y causar escándalo o gran extrañeza.

Eso quiere decir que el espectáculo es siempre un producto, la consecuencia provocada, conscientemente buscada y resultado de una estrategia específicamente diseñada y puesta en acción.

Los contenidos de los procesos de comunicación que se conciben para ser espectáculos han de tener, pues, una factura determinada y singular que debe responder a la intención con que sea crea.

Para atraer la atención, el espectáculo en el medio de comunicación debe ser impactante, inmediato y veloz, carente de complejidad y lo más superficial posible para que sea percibido con la menor inversión de tiempo y reflexión. Debe orientarse a mover el ánimo y los afectos primarios e inmediatos, es decir, lo contrario de lo que se necesita para despertar la razón y facilitar el razonamiento, por definición sutiles, complejos y lentos de desplegar. El espectáculo en comunicación ha de basarse y se basa en la simplificación y repetición del lugar común, en el estereotipo, en la anécdota y no en la categoría; ha de evitar la distracción eliminando referencias al contexto y dejando a un lado los matices, buscando la uniformidad a través de mensajes elementales e incluso, a ser posible, vacíos, epidérmicos y emotivos aunque, precisamente por ello, también viscerales, a diferencia de lo que produce la acción reflexiva. En comunicación, el espectáculo debe traducirse en una especie de lenguaje de código máquina, es decir, automáticamente interpretable, porque se dilucida en términos binarios e inequívocamente perceptibles: sí o no, a favor o en contra, bueno y malo, blanco o negro…

En la comunicación, el espectáculo se simplifica y descontextualiza tanto que permite producir contenidos sin necesidad de disponer de información, pronunciarse sin saber, opinar sin tener criterio y afirmar sin comprobar o haber descubierto lo que se dice. Y, sobre todo, el espectáculo, igualmente por definición, es unidireccional. En él, solo se mira, y quien lo contempla no interviene o lo hace rara o incidentalmente; es decir, está concebido para que ocurra exactamente lo contrario que se supone debe ocurrir en los procesos de comunicación, así denominados porque implican una puesta en común en la que se comparte e intercambia.

Las consecuencias no son menos sabidas. El espectáculo desnaturaliza la comunicación porque solo fluye de un lado a otro y distrae. Relaja, en todos los sentidos del término, el cuerpo y nuestro cerebro. Nos hace idiotas en el sentido griego de la palabra (quien se aleja de sí mismo y de la polis) y en el latino (persona sin educación e ignorante) porque nos ensimisma y aísla del contexto en que se desenvuelve y explica nuestra experiencia.

Y todo ello resulta especialmente trascendente cuando lo que convierten los medios en espectáculo es el debate político. Entonces, este se escenifica y se construye artificialmente, deja de ser un diálogo natural o un reflejo veraz y espontáneo de lo que ocurre fuera. Se modela y se perfecciona estratégicamente y, por tanto, se redibuja y reconstruye. El «paquete» del debate político convertido en espectáculo es banal y a ser posible entretenido, bipolar, superficial, nunca en profundidad, provocador, anecdotizante y emotivo, buscando, sobre todo, el impacto emocional a fuerza de promover artificialmente el choque, el desencuentro y la contienda. En los países anglosajones lo llaman la politainment, la política como entretenimiento y espectáculo.

Si los resultados de todo ello son lamentables cuando se trata de la moderna «prensa rosa» televisiva que convierte los platós en sucios lavaderos, no es menor la degradación de la discusión política visceral, descuartizada y dicotómica que se promueve a conciencia con tertulianos de tan escasa vergüenza y escrúpulos como falta de saber, educación y conocimientos.

La exposición fiel del contraste social, la deliberación sosegada y el debate político riguroso en los medios de comunicación no son cualquier cosa, ni un lujo: son la fuente de alimentación de la democracia, su presupuesto genuino, una condición sine qua non para que exista.

Para disimular el daño, se quiere hacer creer que si los medios han convertido en espectáculo cada día más ámbitos de la vida social y, entre ellos, el debate político, es como consecuencia de un proceso natural e inevitable, fruto del desarrollo material y tecnológico de las industrias de la comunicación de nuestro tiempo. Y, por otro, porque eso es lo que demanda una población que no tiene afán de conocimiento sino que solo desea entretenerse y saber aquello que confirma sus creencias previas. Pero no creemos que eso sea cierto.

La tendencia hacia el predominio del espectáculo en la producción de los medios es la consecuencia de convertir la comunicación en una mercancía que hay que rentabilizar, procurándose una demanda lo más amplia y fidelizada posible, lo que solo se puede conseguir recurriendo a contenidos planos que puedan ser susceptibles de atraer a cualquier tipo de consumidores. Es decir, ofreciendo contenidos no sutiles, susceptibles de ser asumidos sin distinción ni criterio, superficiales. Y ha sido la oferta masiva de ese tipo la que ha creado su propia demanda porque, al difundir esos contenidos, conforma también al tipo de sujeto social que los prefiere, un ser cada vez más aplanado y vacío, conformista, que rehúye las verdades incómodas o todo aquello que ponga en cuestión su esqueleto normativo particular.

No es cierto, por lo tanto, que la deriva hacia la conversión en espectáculo de cualquier dimensión de la vida humana, incluso de las que nos pueden resultar más dolorosas o repugnantes, sea algo natural e inevitable. Es la conversión de los medios en puro comercio, su sometimiento al afán de lucro, la búsqueda de cada vez más ganancias, lo que lo provoca. Es la consecuencia de que se permita hacer negocio idiotizando a la gente.

Y no es verdad tampoco que eso sea una expresión de una demanda social autónoma e inamovible. Es innegable que el espectáculo que brindan los medios tiene hoy día una demanda extraordinaria, incluso mayoritaria o dominante. Pero también lo es que mucha y cada vez más gente huye de estos contenidos, a pesar de que la inercia en este tipo de consumo es una fuerza muy poderosa y aún cuando esa huida no es gratuita. En España, el número de abonados a la televisión de pago supera ya los 8,2 millones de personas.

Si de verdad queremos vivir en democracia hay que garantizar que la población delibere en condiciones de auténtica libertad y eso significa que hay que impedir que el debate político se prostituya, como ocurre cuando se convierte en el espectáculo que, en lugar de promover el conocimiento y la capacidad efectiva de elección, siembra la confusión y aviva el fuego del enfrentamiento e incluso del odio civil.

Es imprescindible que los medios públicos se conviertan en el espacio natural de estos debates, quizá la forma más auténtica de mostrar que se encuentran realmente al servicio del interés general. Pero también hay que exigir que el debate que se desarrolla en los medios privados sea plural, reflexivo, ciudadano y no cainita, formativo y habilitador de la capacidad de preferir y decidir auténticamente en libertad.

Blog de Juan Torres López

domingo, 24 de julio de 2016

Conversaciones con I. Ramonet en la tv cubana


Hablan, con una buena informacióny a base de datos de los resultados de las elecciones en España.
-Del Brexit.
-De la situación de Venezuela y de la
-Petición del premio Nobel para Julian Assange, refugiado en la embajada de Ecuador en Londres.

martes, 4 de mayo de 2010

David Simon, productor de The Wire

La de David Simon es la historia de cómo un redactor de sucesos se convirtió en el productor de televisión más admirado. Quien ha visto sus series The wire o Generation kill, que retratan la corrupción y la guerra de Irak con autenticidad, queda marcado como espectador. Simon, de 50 años... habla con seguridad desbordante...
P. ¿Le atraían los periódicos?
R. Me encantaban. En mi casa se compraban al menos cuatro revistas. Mis padres, mis hermanos y yo discutíamos de todo por norma. Nos tomábamos como un deporte el ser capaces de desarrollar una argumentación. Una forma muy socrática de educarnos.
Al principio me gustaban los periódicos como entidad. Luego, en el instituto, me fascinó su proceso de elaboración: maquetar, imprimir... En la Universidad aprendí a diferenciar una buena de una mala historia, no se me había ocurrido antes (risas). La primera vez que sentí ese enamoramiento fue entonces. Tenía un profesor que nos mandaba sus propios libros de lectura obligatoria, me parecía una mierda. Decidí entrevistar a todos los profesores que hacían lo mismo. Contestaban unas chorradas increíbles y tuve mucho éxito entre los estudiantes. Cuando entré en el Baltimore Sun me encargaron los sucesos. Y con los días empiezas a ver crímenes a diario y nada mejora. Empiezas a preguntarte ¿por qué? Ése es el periodismo adulto...
Hay un hecho trascendental en la carrera de Simon. A los 28 años, siendo redactor de sucesos, pidió permiso para integrarse en el grupo de homicidios de la Policía de Baltimore. El comisario jefe se lo dio. En pleno divorcio, Simon se entregó a la tarea. De aquella experiencia nació el libro Homicide. Y tras su éxito, la televisión llamó a su puerta. En plena crisis de fe hacia la dirección del Sun, aceptó. “Aún no me explico por qué aquel tipo me dio permiso -para entrar en la brigada-”, dice. “Murió antes de que se publicara el libro”. Tenía un tumor cerebral. “¿Qué otra explicación necesitas?”...
Los periodistas de prensa escrita se suelen considerar por encima de los de tele o Internet.
R. Efectivamente. Pero la iglesia de la que me siento un apóstata se ha llenado de usureros y putas. Lo que yo valoraba del periodismo estaba desapareciendo del Sun cuando me fui. Si no, no lo habría hecho. Pero nos compró un grupo para los que Baltimore no era un lugar que cubrir, sino un sitio desde el que ascender. Su cobertura era falsa o exagerada y dejó de divertirme...
¿Desde la televisión se puede sensibilizar, lograr cambios?
R. Nunca me ha importado lograr cambios. Políticamente estoy muy a la izquierda de los demócratas. En EE UU, los intereses económicos han comprado el sistema. Que un país con tanta riqueza no pueda ofrecer cobertura sanitaria básica a todos sus ciudadanos es terrible.
P. ¿No siente la necesidad de aportar su grano de arena para cambiar las cosas?
R. Como periodista, nunca escribí con esa idea. Lo hacía pensando que era la mejor historia que podía hacer. Lo que suceda con ella está fuera de mi alcance. No me van las cruzadas. Sales al mundo, ves algo y lo cuentas. No hay ninguna ley que diga que eso no puede hacerse también en televisión.
Sus series han subido el nivel de exigencia de muchos espectadores...
R. Bueno, es que la tele es un terreno desperdiciado. Pero ahora hay más calidad, aunque también más basura.
P. ¿Creará escuela? R. Hay más gente experimentando con el estilo. El director Paul Greengrass también usa la autenticidad como herramienta.
Y eso os diferencia porque...
R. El motivo por el que uno cuenta algo sin inventar chorradas es dotarlo de profundidad, pero sigue siendo ficción. Hay una gran frase de Picasso, y no me estoy comparando con él, que dice: "El arte es la mentira que nos ayuda a ver la verdad". El periodismo puede contar la verdad, y cuando elige hacerlo es muy poderoso. El arte a veces tiene que mentir para poder contar la verdad con la intensidad necesaria para hacernos sentir algo respecto a esa verdad...
P. Tras retratar el fraude y describir el comienzo de la guerra de Irak, ahora vuelve la vista a Nueva Orleans tras el Katrina.
R. The wire iba sobre cómo el poder y el dinero se relacionan con una ciudad. Treme trata sobre la cultura. Cuando ya no se recuerde a EE UU por nuestra ideología, alguien entrará en un bar en Katmandú y podrá oír a Michael Jackson, a John Coltrane o a Otis Redding. El origen de eso son los músicos que empezaron aquí con Louis Armstrong. Esa es nuestra exportación al mundo. Y ese legado peligró con el Katrina. No la música, pero sí su punto de origen, Treme, el barrio más europeo, latino y tercermundista de EE UU pudo haber desaparecido.
P. ¿Así que es optimista?
R. La cultura ha vuelto. Pero sigue siendo una ciudad disfuncional. The wire es una tragedia en la que los individuos no pueden transformar las instituciones a las que pertenecen. Éstas prefieren hacer una carnicería con los suyos antes que cambiar; ésa era mi crítica al capitalismo posmoderno. La Nueva Orleans institucional no es diferente. ¡Ya ni siquiera hay sistema de educación público! La corrupción es endémica, esta ciudad es un desastre. Pero nada demuestra mejor el poder de los individuos que los músicos y toda esta gente que ha rehecho la ciudad.
P. ¿Cree que Treme ayudará en algo a Nueva Orleans?
R. Quizá traiga más turismo, no sé. De nuevo me estás preguntando si quiero lograr cambios... Sólo estoy contando una historia. En este caso, sobre la cultura americana. Parte de la entrevista publicada en "El País, Domingo"