“Es el acontecimiento pedagógico más importante de mi vida”, afirma el director Simon Rattle.
Marina Mahler tiene miedo a volar. Por eso, hasta ayer, la nieta del gran compositor austriaco Gustav Mahler no había podido corroborar la veracidad de los cuentos llegados desde Venezuela. Allí, le relataban, unos chamos de entre 8 y 14 años, eran capaces de interpretar la Primera sinfonía de su abuelo, con un vigor, un entusiasmo y un sentido del romanticismo desgarrado que muchos profesionales en Europa quisieran para sí.
En el Felsenreichtschule del Festival de Salzburgo, ella misma pudo contemplar por la mañana, con los ojos empapados en lágrimas, como muchos de los presentes, el milagro. “La música transforma, es cierto. Y estos chicos conocen las emociones necesarias para interpretar la de mi abuelo”, aseguraba Marina Mahler.
Ella sabe de lo que habla. Cuando Rubén Rodríguez, de 13 años, primer contrabajista de la Sinfónica Nacional Infantil de Venezuela, atacaba el tercer movimiento de la Titán, esa entre dulce y escalofriante danza que Mahler compuso con el recuerdo traumático traído desde su infancia del entierro de un niño, el resto de los 207 músicos que componen la orquesta, le acompañaron con un extraño pálpito.
Quizá sepan sentir como nadie la puñalada que produce la muerte cercana de algún familiar o algún compañero de colegio caído en los barrios que habitan, allá en Caracas, en Maracaibo, en Barquisimeto, en Victoria, en Coro, en Cumaná, en Valencia... Entornos todos de los que salen estos presentes y futuros músicos. Los que ayer se presentaron junto a Simon Rattle, en este templo de la música occidental y con la presencia de José Antonio Abreu, el hombre visionario que comenzó este proyecto en 1975 y ahora reúne en sus núcleos a más de 400.000 estudiantes de un lado a otro del país latinoamericano, en su mayoría de extracción social muy pobre.
Lo vivido en esta edición el Festival de Salzburgo, con los venezolanos como residentes, ha sido un antes y un después. Lo afirma el director de la cita, Alexander Pereira, lo corrobora Abreu y lo confirma Rattle. “Este es el acontecimiento pedagógico más importante, no solo de los últimos años, sino de toda mi vida”, comenta el director de la Filarmónica de Berlín.
Y así lo ha sentido también el público, que asistió en masa a las 16 apariciones que los músicos venezolanos han ofrecido este año en Salzburgo: primero con la Orquesta Simón Bolívar, más tarde con las del Coro de Manos Blancas —compuesto por sordomudos y minusválidos— y ayer y hoy con la actuación de la Infantil.
Es, ni más ni menos, que el relevo de la más pura tradición europea —y en la ciudad que vio nacer a Mozart— a esta avalancha de talento llegada desde un confín tropical cuando hace pocas décadas nadie en el mundo podía figurarse que algo así fuese posible. Ha sido la materialización de una esperanza, la confirmación a lo grande de un fenómeno que llama la atención en todo el mundo.
La historia del sistema desde los años setenta hasta hoy es la historia de un desafío constante, de un por qué no sistemático lanzado a la cara de las convenciones y las convicciones. El cuento con final feliz de una ambición social, humanitaria, desmedida; de una fe en la gente, en su gente, irrevocable, la fe de José Antonio Abreu. “No sé si el sistema puede implantarse en cualquier país”, comenta Rattle. “Creo que es más fácil en lugares con fuertes raíces musicales. Puede funcionar en sitios tan dispares como Sudáfrica, Venezuela o Finlandia… Quizá su éxito se deba al empuje de un hombre. Sudáfrica tuvo a Mandela, Venezuela cuenta con Abreu”, asegura el músico de Liverpool.
Es en esa liga en la que Abreu juega para la historia. La de los grandes líderes humanitarios globales, por encima de Gobiernos y de baches históricos. El sistema es la mejor cara que Venezuela y la música pueden ofrecer al mundo.
A partir de ahora, cree Abreu, cualquier país dejará de dudar de la eficacia pedagógica implantada por él. “Se arriesgarán a probarlo”, cree el maestro.
Su sistema ha desafiado la educación musical corriente, individualizada, cambiándola por la necesidad de trabajar en grupo desde el principio.
Los resultados sociales son espectaculares. La música da sentido a la vida de los chicos y crea una fuerte identidad y un orgullo especiales, fundamentales para afrontar las duras realidades que les rodean. Por si no fuera suficiente, a estos resultados sociales se unen los artísticos. Cuando un niño prefiere pasar horas y horas en un núcleo en lugar de salir a la calle, donde le espera una realidad de delincuencia, armas de fuego y exclusión social, la práctica se nota. Se produce así de manera muy natural el virtuosismo.
Así se ha podido comprobar estos días en la ciudad austriaca. La pervivencia de lo que Rattle llama “el virus”. Una enfermedad contagiosa que los posee y los empuja a la conquista de sus propias capacidades individuales y colectivas. Y los chicos destacan en sus papeles los solistas, pero también lo hacen los directores del Sistema.
Hasta la fecha habíamos oído hablar de Gustavo Dudamel, la joya de Abreu, adoptado ahora en Europa por el propio Rattle y sobre el que se ha colocado, quizá con demasiada ansiedad el foco para sustituir en 2018 al inglés en Berlín. Sobre eso, Rattle se muestra cauteloso. “Lo que yo diga, si me decanto por alguien, puede perjudicarle. La Filarmónica de Berlín es una orquesta absolutamente democrática, ellos eligen soberanamente”. Pero tampoco está exenta de intereses y cuchillos, ataques como los que él mismo padeció al principio de su mandato por parte de los partidarios de Daniel Barenboim. A veces, los integrantes del cónclave berlinés pueden asemejarse al Vaticano. “Sí, claro, pero con la ventaja de que son capaces de elegir a un papa mucho más joven”, bromea Rattle.
No solo Dudamel ha salido de la cantera de Abreu. Ahí están ya en órbita y sin haber cumplido los 30 Diego Mattheuz o Christian Vásquez. Pero en este escaparate de Salzburgo, el propio Abreu tenía reservada una sorpresa: Jesús Parra, de 18 años.
Debutó ayer Parra de la mano de Simon Rattle. Hace tres años, en Caracas, un chavalillo tímido, dulce y seriote, seguía los ensayos del propio Rattle partitura en mano. Estaba ansioso por aprender. Hoy, sus nueve hermanos y sus padres —peluquera y comerciante de Victoria, a dos horas de Caracas con cola (atasco), comenta Parra— deben estar comiéndose la emoción por saber del éxito que cosechó su hijo en su debut internacional.
Parra cabalgó junto a la Infantil, con una desbocaba partitura de Ginastera, la suite de ballet Estancia, un canto a la cultura gaucha parida por la endiablada cabeza de un músico deseoso de emular a Bartok. Parra la encaró con vigor, prestancia, madurez, dominando cada uno de sus virtuosos aspectos, domando los aires pampeños, fundiendo Argentina y Venezuela en Centroeuropa y contagiando el sello enérgico de los suyos al público atónito.
Su éxito fue arrollador. Como al final el de toda la orquesta. Puede que sea difícil en estos tiempos medir el entusiasmo. Queda un detalle más allá de las lágrimas y los 10 minutos de aplausos entre los presentes. Uno nunca había presenciado a un público que no dejara de hacerlo hasta que el último de los músicos abandonó el escenario.
Para valorar el éxito de los venezolanos en Salzburgo quizá también valga una promesa. Marina Mahler tiene miedo a volar, como ya habíamos contado. Pero le aseguró a este cronista que piensa vencerlo y agarrar un avión que la plante en Venezuela para visitar personalmente los rincones desde los que emana la música que ayer, según ella, “hubiese emocionado a mi abuelo hasta el llanto”.
Fuente:
El País.