A las doce del mediodía, la trastienda del restaurante Ovillo de Madrid bulle de actividad. En sus instalaciones, cedidas por el cocinero Javier Muñoz-Calero, practican los alumnos de la escuela Cocina Conciencia, uno de los proyectos de la Fundación Raíces, para ayudar y formar a adolescentes migrantes. En una de las cocinas, un grupo de chicos africanos prepara las primeras tortillas de patata de su vida y, cuando nos sentamos a charlar en el despacho de Lourdes Reyzábal, Seku, un chaval llegado a Canarias en patera desde Guinea-Conakry, nos ofrece y nos sirve su primer café como alumno de las clases de camarero. Le brillan los ojos como faros.
¿Qué siente al oír a alguien decir ‘menas’ en tono peyorativo?
Me da vergüenza. Es la excusa perfecta para despersonalizar, clasificar y criminalizar a los niños y niñas migrantes que llegan solos, los más desprotegidos de nuestra sociedad. Así, podemos saltarnos el Estado de Derecho, que ha firmado la Convención de los Derechos del Niño. Si no te crees lo que dice su pasaporte, les sometes a pruebas de determinación de la edad, les niegas la condición de infancia, los dejas en la calle solos, sin formación, sin trabajo, sin compañía, sin recursos, les estás abocando a la criminalidad. La mayor red de criminalización no es la de quienes les obligan a pagar por subirse a una patera, sino la de quienes, desde el Estado, los criminaliza dejándolos en la calle.
¿Por qué tanta gente los teme?
La sociedad grita lo que la política calla. Los políticos, todos, nos han hecho creer que son una amenaza contra nuestra integridad y seguridad. La ultraderecha abandera los discursos de odio y el relato más grosero sobre las personas migrantes. Pero la izquierda lleva haciendo políticas de extranjería hipócritas durante, al menos, los 25 años que llevo en esto.
¿Les dejamos entrar a todos?
La política migratoria ideal sería respetar los Derechos Humanos y la Convención de los Derechos del Niño. Y todavía no ha habido un Gobierno que la haya respetado. Ahora mismo, en Canarias, muchos de los niños que llegan vienen de Mali, un país en guerra, igual que Ucrania. Lo que ocurre es que ellos son negros y los niños ucranios son rubios y de ojos azules.
¿España es racista?
Creo que sobre todo el racismo está ligado a la clase social, pero sí. Necesitamos que vengan migrantes para utilizarlos porque hay que llenar la España vaciada, porque hay que cuidar de nuestros ancianos y nuestros bebés. No hay nada más racista que quererlos para cambiar pañales, pero no de vecinos, compartiendo las plazas y los centros de salud con ellos. Necesitamos a esos chicos altos, negros, fuertes, para hacer lo que nosotros no queremos hacer, pero no queremos que se enamoren de nuestras hijas. Hay quien les encomiendan crianza de sus bebés, lo que más quieren, pero luego piden que endurezca la ley de extranjería y dicen barbaridades xenófobas en WhatsApp y en cenas de amigos. Eso es racismo. Me rebela.
¿Eso le ha costado amistades o relaciones familiares?
Me he tenido que salir de muchos chats. Me genera muchísima impotencia y frustración ver cómo calan mensajes falsos y absolutamente racistas. Falta información real.
¿Desde cuándo tiene esa conciencia social?
Mi madre dice que de siempre. He crecido con la conciencia del cristianismo. Pero ha habido acontecimientos en mi vida que me hicieron plantearme muchas cosas. Mi padre murió cuando yo tenía 10 años, estando conmigo, de un infarto fulminante, a los 43 años. Mi abuelo se quedó huérfano muy joven y se vino de su pueblo, en Burgos, a Madrid, se buscó la vida e hizo fortuna, pero, también, porque le ayudaron. Conocí a Enrique de Castro, el cura de Vallecas, y me conmovió su labor con los más necesitados. Entonces, ese saber que la vida es ahora, y el haber nacido en un entorno privilegiado me ha hecho sentirme en deuda con la sociedad desde chiquitina e intentar aportar lo que tengo, lo que puedo y lo que soy.
¿Sigue teniendo fe religiosa, viendo lo que ha visto?
La fe más profunda que tengo no es religiosa, probablemente estoy alejada de la Iglesia Católica, pero sí tengo un sentimiento muy arraigado de un compromiso social, de solidaridad, de creer en la capacidad del ser humano de salir adelante. Y eso depende mucho de la resiliencia de cada uno, pero también de las oportunidades que el resto de la sociedad brindemos a esas personas.
Lourdes Reyzábal con cuatro de los alumnos de la escuela Cocina Conciencia, que posan con las tortillas que acaban de aprender a hacer en el restaurante Ovillo, en Madrid. Bernardo Pérez
Su marido, Nacho de la Mata, fue el abogado que consiguió parar la repatriación de niños. ¿Él también influyó en su vocación solidaria?
Fue el hombre de mi vida, lo tengo clarísimo. Él trabajaba en un despacho de abogados importante. Nos conocimos en un viaje a Lourdes para ayudar a los enfermos. Luego, yo me fui a la India y la madre Teresa de Calcuta quiso que me quedara con ella, pero yo ya estaba locamente enamorada de Nacho, y volví a España. Nos casamos y, en la luna de miel se sintió mal. A la vuelta nos enfrentamos a un diagnóstico fatal, un tumor cerebral por el que le daban cinco años de vida. Recuerdo lo que nos dijo Enrique de Castro en nuestra boda: que el matrimonio era compartir la desnudez de nuestros cuerpos y nuestras almas. Decidimos seguir viviendo la vida que queríamos hacer porque era lo que nos salía del corazón. Y nos fuimos a vivir a Vallecas y acoger a chavales de la calle. Conviviendo con ellos, me quedé embarazada de mi primera hija. Y, así, nacieron las otras dos, siempre con niños migrantes en casa. Cuando me dicen que le meta en mi casa, puedo decir que ya los he metido.
Su marido murió, finalmente, en 2012, ¿cómo se sobrepuso a ese dolor?
Me quedé viuda, con tres hijas, con la misma edad que mi madre. Yo había tenido ese ejemplo y ese aprendizaje. Si mi madre lo había hecho, yo también podría. Y, fíjate, yo creo que para mí una de las piezas clave para que yo saliera adelante, para que mis hijas salieran adelante y para que Nacho llevara la enfermedad como la llevó ha sido vivir con estos niños. Porque ellos también sufren, a ellos se les han muerto los padres, han visto cómo los asesinaban, Un niño de 15 años que ha tardado dos años en atravesar el desierto. Si salen adelante ellos, cómo no vamos a salir nosotros.
¿Nos quejamos de vicio?
Sí, pero matizando. Cada cual se queja de lo que le duele, de lo suyo. El problema es que, a veces, no salimos de nosotros mismos, y lo nuestro es solo lo que te pasa a ti. Entonces, yo he convertido lo que les pasa a estos niños en lo mío. En mi familia, los niños migrantes son de los nuestros. Mis hijas se han tenido que ir de fiestas de amigos suyos por cómo se hablaba de estos niños. Ellas también se quejan de lo suyo, lo que pasa es que lo suyo es más amplio. Hay que salir a la calle, hay que mirar a los ojos.
¿Qué es el lujo para usted que los podría tener todos?
Tengo muchos tics de niña pija. Poner la mesa bonita, por ejemplo. Me gustan las cosas bonitas. Para mí, el lujo es tener tiempo para el encuentro humano. Y viajar.
Ahora me dice que ese bronceado suyo es de sus vacaciones en Maldivas para desconectar.
No, prefiero irme a Santo Tomás, o a Puerto Príncipe, que he ido hace poco. Ahora me muero por ir a Marrakech, que no he estado nunca.
Yo fui y vine enferma de ver tanta desigualdad.
Yo también vengo enferma cuando viajo según dónde, pero también vengo enferma de ver la Cañada Real, aquí, en Madrid.
¿Y cómo se cura ese dolor? ¿Cuándo dice basta?
Me cuesta desconectar. Atendemos a 550 adolescentes distintos cada año. Hago yoga, medito, pero la forma que tengo de curarme, desde hace 25 años, es sentir que estoy en el lado correcto, al lado de la gente. Mucha gente me dice que cómo yo, perteneciendo a la familia que pertenezco, no voto a la derecha. La gente vota pensando en sus intereses económicos, pero yo he decidido intentar pelear por el bien común, y, si tengo que elegir bien común, es intentar beneficiar al que peor lo está pasando.
Hay quien considera eso ‘buenismo’ o superioridad moral.
No soy mejor que nadie. Simplemente, he tenido la suerte y el privilegio de poder conocer de verdad esta realidad. Y lo que creo es que hay mucha ignorancia y un abismo entre la realidad y los discursos que se traga la sociedad, porque interesa que se los trague.
Más allá de sus bienes, ¿qué legado le gustaría dejar a sus hijas?
[se emociona] Fíjate, eso es lo que más me cuesta pensar y más tengo que trabajarme. Cuando pierdes a tu padre tan pequeña, lo sé porque lo viví, te fusionas de tal forma a tu madre que mis hijas y yo somos una piña brutal. Mis tres hijas han nacido viviendo un menor extranjero no acompañado en casa, tuvieron hermanos que no eran de sangre, pero eran hermanos. Ese amor y esos valores los tienen súperinculcados y es lo mejor que les puedo dejar. Pero no quiero dejarlas, todavía.
LAS RAÍCES DE REYZÁBAL
Lourdes Reyzábal (Madrid, 51 años) es la tercera generación de una acaudalada y numerosa saga iniciada por el esfuerzo y el trabajo de su abuelo, Julián, un campesino emigrado a Madrid desde Caleruega (Burgos), que hizo fortuna en el Madrid de la posguerra y que llegó a poseer la legendaria torre Windsor, en pleno centro financiero de la capital, desaparecida pasto de las llamas en un incendio declarado en 2005. Lourdes, marcada por la prematura muerte de su padre, primero; el encuentro con el cura Enrique de Castro, después; y su matrimonio con el abogado y activista humanitario Nacho de la Mata, fallecido en 2012, decidió dedicar su vida a "devolverle a la sociedad" parte de su privilegio. Psicóloga de formación, Reyzábal preside la Fundación Raíces, la ONG que fundó de muy joven junto a su madre y que, hoy, atiende cada año, ofreciéndoles ayuda y formación, a 550 adolescentes, la mayoría de ellos menores y jóvenes extranjeros que llegan a España como migrantes no acompañados.