sábado, 17 de enero de 2015

CUANDO LAS LUCES DE NAVIDAD NO BRILLAN

Una gran amiga envió esta emotiva y bella carta al diario local "Hoy". Sencillamente me ha gustado y por eso la traigo aquí, con todos mis mejores deseos.

Mensajes y más mensajes, convocándonos a la alegría por decreto, a las felices celebraciones y tiernos reencuentros, insistiendo una y otra vez, hasta la extenuación, en la obligación de pasarlo bien, que para eso es Navidad. Pero sucede que la vida es, muchas veces, y para muchos, cruel, despiadada y las luces navideñas no brillan por igual para todos. El dolor no tiene vacaciones ni firma treguas, aunque sea Navidad.

Cuando la angustia nos puede, cuando vemos el futuro como una amenaza, esas continúas invitaciones al amor, a la cordialidad, esas reuniones con familiares, amigos y compañeros, por imperativo social, solo sirven para acrecentar sentimientos de impotencia, de rabia, de infinita tristeza, sobre todo si, día a día, nosotros o algún ser querido, se enfrenta a una enfermedad cuyo solo nombre causa estremecimientos o cuando nos pesan ausencias imposibles de suplir y que ese tiempo de navidad las hace más presentes y dolorosas.

El dolor y la nostalgia acompañan nuestras horas navideñas. Nos pesa cada instante y ni esos spots televisivos, ni esas desmesuradas manifestaciones de alegría callejera pueden amortiguar ante el sufrimiento de un ser querido, frente a la incertidumbre con la que despertamos cada día. Sólo los que han pasado por algo similar pueden entenderme y saben que es sentirse roto en Navidad. Salir a la calle y ver gente repletas de bolsas, sobrados de luz y calor… ajenos a todo desgarro, nos produce aún más dolor y tristeza.

Son muchos los que en estas fechas, cuando el tiempo nos arropa y el pasado se siente más largo que el futuro, cuando nos pesa más la carga vital que los proyectos, manifiestan síntomas depresivos, ansiedad y apatía, que, en ocasiones, llevan a una cierta fobia a esta época del calendario y a hundirnos en la soledad y el abatimiento, haciéndonos sentir con patológica intensidad nuestras personales tragedias. Es cierto que este fenómeno no se recoge aún como tal en ninguno de los manuales que clasifican a las enfermedades mentales, pero presagio que no tardará en hacerse.

Pasado ya este tiempo de brindis continuos, impuestos mucha veces por artificiosas circunstancias, no quiero terminar estas líneas sin manifestar mi solidaridad con los que sufren, brindar con ellos y desearles que, aunque sea a lo lejos, difusa y tenue, avisten alguna luz de esperanza. Este resquicio es el que me hace levantarme con fuerzas cada mañana.
Concha Flores

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