Cuando los hechos cambian se inicia con la crítica que Tony Judt publicó en el New York Review of Books en mayo de 1995 de la Historia del siglo XX, de Eric Hobsbawm. Es una buena introducción porque pone sobre la mesa cuestiones que importan para entender al autor de Postguerra. Una de ellas es su interés por lo que pasó durante el siglo XX en la Europa del Este. A los habitantes de esa zona les tocó sufrir dos calamidades, la que desencadenaron los nazis y la que montaron los comunistas. La astucia de Stalin consistió en recuperar en los años treinta el buen nombre de su causa cuando apoyó a la República española frente al golpe de los militares rebeldes y sus amigos falangistas. Para Hobsbawm, cuenta Judt, aquélla fue “la única causa política que, incluso en retrospectiva, se nos aparece tan pura y atrayente como lo fue en 1936”. Y, sin embargo, es justo esa fascinación la que le impide a Hobsbawm no sólo analizar “el uso que hizo Stalin del conflicto español”, sino ni siquiera abordar cómo aquella unidad antifascista “contribuyó a forjar una nueva imagen del comunismo internacional después de los desastres militares, económicos y estratégicos de sus dos primeras décadas”. Y afirma: “Si queremos comprender el siglo XX, esa radical remodelación del comunismo (que se repitió en una clave menor después de 1943) necesita ser valorada”.
En la década de los noventa, como le contó a Timothy Snyder en Pensar el siglo XX, Nueva York convirtió a Judt en un intelectual público. Su compromiso se hizo más intenso en 2011 tras el 11-S: “me pareció cada vez más urgente zambullirme en una conversación estadounidense: exigir el debate abierto y sin restricciones sobre temas incómodos en un momento de autocensura y conformidad”. Es lo que hace en los textos de Cuando los hechos cambian. En uno de ellos se refiere a Hannah Arendt y dice que se dedicó a perturbar “la fácil paz de la opinión recibida”. Es lo que también hace Judt: no pasa ni una sola de las ideas que querían imponerse entonces con la ofensiva neoconservadora y a todas ellas las somete a un escrutinio minucioso para pronunciarse de inmediato de manera contundente. Opera como historiador, porque aborda cada asunto desde una amplia perspectiva y lejos de los peajes del presente, pero se pronuncia como moralista. Como Montaigne o como Camus, le dijo a Snyder, “yo también era un moraliste: pero un moralista estadounidense”.
El libro reúne 28 textos, uno de ellos inédito, escritos entre 1995 y 2010; la selección e introducción la ha hecho Jennifer Homans, la última mujer de Judt. Están todas sus obsesiones. Vuelve sobre la devastación que produjeron los nazis y luego los comunistas en la Europa que terminó bajo el dominio del estalinismo, denuncia los peligros de una Unión Europea henchida por el éxito de unos logros que pueden ser desvirtuados por su manía con “la rectitud fiscal y el beneficio comercial” o reivindica aquellos años de posguerra donde surgieron las instituciones que propiciaron el Estado de bienestar como una barrera al sufrimiento de treinta años de guerra. También se ocupa de Israel en unas piezas que en su día fueron contestadas por el coraje con el que defendió la necesidad de entendimiento con los palestinos y la solución de los dos Estados, y por su virulenta denuncia del afán del Estado judío por servirse de la memoria del Holocausto como un escudo ante toda crítica. Hay una larga parte en la que Judt ataca la indiferente condescendencia con que los neoconservadores trataron a su aliados en aquella guerra global contra el terror que puso en marcha George Bush. Son textos escritos al hilo de la invasión de Irak o ante los excesos que se produjeron en Guantánamo o Abu Graib. Por importante que sea la guerra que se libra, no se puede actuar sin límites ni cortapisas de ningún tipo: “Estamos ofreciendo un simulacro de democracia desde un camión blindado a setenta kilómetros por hora y lo llamamos libertad”, escribe.
No podía falta, claro, su celebración del ferrocarril, y también se incluyen homenajes a François Furet, Amos Elon y Leszek Kolakowski. Pero lo que está bulliendo continuamente es su defensa de la socialdemocracia. En esos valores se reconoce este moralista: en su lucha contra la desigualdad y en su reto de construir instituciones destinadas a proteger a los más débiles. “Por decirlo sin ambages, la izquierda tiene algo que conservar. Es la derecha la que ha heredado el ambicioso impulso modernista de destruir e innovar en nombre de un proyecto universal. Los socialdemócratas, característicamente modestos en su estilo y su ambición, tienen que hablar con más firmeza de lo conseguido en el pasado”. Ése es su mensaje, que sigue intacto mucho después de se haya ido.
Cuando los hechos cambian. Tony Judt. Traducción de Juan Ramón Azaola y Belén Urrutia. Taurus. Barcelona, 2015. 413 páginas. 22,90 euros
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