CAPITALISMO. Con rigor académico y sencillez divulgativa, los autores explican a lo largo de seis capítulos cómo y por qué las corporaciones definen y destruyen nuestra vida diaria. Fuentes diversas, pruebas empíricas, análisis históricos y argumentos teóricos demuestran más allá de toda duda razonable que las empresas privadas con ánimo de lucro son criminales habituales y rutinarios. La corporación tiene licencia para matar, mutilar y robar en beneficio propio. Su facultad para dañar a las personas y al medio ambiente se construye desde el derecho y la política. Los autores sostienen que la corporación no puede reformarse. "La tarea política más acuciante de nuestro tiempo es la abolición de la corporación y los fundamentos económicos, políticos y jurídicos que la sostienen. De no lograrlo, las corporaciones seguirán engañando, mintiendo, robando, mutilando, matando y envenenando hasta extinguirnos". Si no podemos imaginar un mundo sin empresas, Advierten Tombs y Whyte, no habitaremos jamás ese mundo; y la destrucción seguirá siendo un hecho natural. Para estos autores el pensamiento utópico no es lo contrario a la búsqueda de reformas. "Las segundas no solo coexisten sino que a menudo se apoyan en el primero. Se ahí que las reformas carentes de espíritu utópico tiendan a quedarse en el reformismo y, mejoras parciales aparte, puedan tener el efecto contraproducente de reforzar a las corporaciones mientras fingen domesticarlas."
Steve Tombs es catedrático de Criminalogía de la Open University. Estudia la naturaleza, incidencia y regulación del crimen corporativo.
David Whyte es catedrático de estudios Sociológicos en la Universidad de Liverpool.
Julia García Lapuente.
Le Monde Diplomatique en español. Noviembre 2016.
En mayo de 2015, el mes en que fue publicada la edición en inglés de este libro, un regulador estadounidense, la Junta de Recursos del Aire de California (California Air Resources Board – carb), emprendió una serie de pruebas en respuesta a las inquietudes planteadas sobre la exactitud de las mediciones de emisiones contaminantes en los coches producidos por el fabricante alemán Volkswagen. La carb encontró incoherencias importantes y luego informó a Volkswagen y a la Agencia de Protección Medioambiental (Environmental Protection Agency – epa). De ahí acabó surgiendo un caso paradigmático de crimen corporativo.
Volkswagen había instalado un software que permitía manipular los datos de emisiones de sus coches. El software detectaba cuándo se encontraba el automóvil en un banco de pruebas y cambiaba de posición para reducir al mínimo las emisiones de óxido de nitrógeno (NOx). Fuera del banco de pruebas, el coche volvía a la posición «normal» de mayor eficiencia para multiplicar hasta 40 veces el límite legal de emisiones. El 4 de noviembre, vw admitió que los dispositivos manipulados también fueron instalados en los motores de gasolina y enmascararon sus emisiones de CO2. La empresa también admitió haber instalado ese software en una lista de marcas propiedad de VW mucho mayor que la admitida previamente, incluidas Porsche, Audi, Seat y Skoda. El número de vehículos afectados aumentaba cada día, entre ellos 700.000 coches en España (McHugh, 2015). Los delitos de Volkswagen —y claramente eran delitos— incluían el fraude organizado para asegurar la dispersión incontrolada del que puede ser nuestro mayor asesino contaminante, el NOX, responsable de la mitad de las muertes relacionadas con la contaminación en el mundo desarrollado, así como del principal causante del cambio climático: el CO2.
Pese a esas devastadoras revelaciones, VW siguió vendiendo coches con sus emisiones medidas por dispositivos manipulados incluso después del «escándalo» conocido en septiembre de 2015, mientras negaba todo conocimiento de la dirección sobre el fraude perpetrado. En marzo de 2016, justo cuando estábamos a punto de terminar este texto, VW admitió que su exdirector general, Martin Winterkorn, recibió en mayo de 2014 un memorándum que detallaba cómo algunos coches VW producían hasta 35 veces más emisiones de óxido de nitrógeno de lo permitido. Antes de marzo de 2016, la compañía había dicho que Winterkorn —que renunció después del escándalo en septiembre de 2015— desconocía el tema. Por supuesto, nunca había resultado creíble que los directivos en VW no llevaran años al tanto. Los técnicos de VW habían advertido sobre prácticas ilegales de las emisiones en 2011, y Bosch había informado a VW en 2007 sobre los riesgos del uso ilegal de su tecnología de software. Además, no era la primera vez que VW usaba esa tecnología. El investigador André Spicer señaló que VW llevaba montando dispositivos defectuosos en sus coches desde 1973. Esta fue una historia arquetípica, pues ocurrió en una industria que ha sido acusada de utilizar métodos fraudulentos en las pruebas de emisión como práctica sistemática. Y también lo fue en la medida que Volkswagen no fue la única empresa automovilística envuelta en un gran escándalo por la seguridad o la integridad de sus vehículos.
Los motores de GM habían sido objeto de una importante demanda en 2014 a causa de unos interruptores de arranque defectuosos que causaban bloqueos y fallos de seguridad. La compañía pagó indemnizaciones por 124 muertes. También en 2014, BMW, Chrysler, Ford, Honda, Mazda, Nissan y Toyota anunciaron la retirada de vehículos por un problema con el inflado de sus airbags (que arrojaba fragmentos de metralla metálica a alta velocidad). La metralla había matado a un número indeterminado de personas. La demanda, que afectó a 40 millones de vehículos en todo el mundo, fue la más importante en la historia de la industria. Durante 2014 y 2015, Fiat Chrysler se vio envuelta en un caso similar porque los depósitos de su Jeep Cherokee explotaban al romperse por impacto trasero. Un informe del Centro para la Seguridad del Automóvil (Center for Auto Safety) ha documentado 185 accidentes fatales por explosiones del depósito del Jeep Cherokee, con un saldo de 270 muertes y numerosos heridos por quemaduras graves. El veterano activista Ralph Nader, autor del libro pionero en el tema Unsafe at Any Speed, describió en 2011 al Grand Cherokee como «el Pinto moderno para las mamás futboleras».
Hoy es habitual que los estudiantes de empresariales en el mundo angloparlante (y gran parte del resto) cursen una asignatura de «ética de los negocios» como parte de su grado. El caso más común que estudiarán en dicho módulo es el del «Ford Pinto» (Shaw, 2011; Birsch y Fielder, 1994). El caso salió a la luz en 1977, tras la publicación de un detallado artículo de prensa (Dowie, 1977). Tras la fase de pruebas, Ford estaba al corriente del grave riesgo de explosión de los depósitos de combustible de su nuevo modelo «Pinto» en caso de impacto trasero. La corporación empleó una serie de cálculos (para comparar el valor de los posibles daños y lesiones con el coste de retirarlos) La empresa optó por no retirarlos basándose en una estrategia de rentabilidad si únicamente morían 180 personas por colisiones traseras. El coche salió al mercado y allí siguió durante 10 años, mientras se amontonaban los cadáveres por los choques de impacto trasero.
Si el caso del «Ford Pinto» puede ser el más citado a propósito de la ética en los negocios, es en parte por el extraordinario nivel de profundidad con que el caso ha sido estudiado, pero también debido a que al tiempo transcurrido proporciona seguridad. Los libros de texto sobre los negocios no suelen recoger los casos en que la historia se repite trágicamente. De hecho, las estimaciones oficiales muestran que tres de los casos recién señalados se han cobrado más de 20 veces el número de vidas que el Ford Pinto. Pero el estudio de caso que se propone a los estudiantes de empresariales sucedió en 1977.
Una de las razones por las que hemos escrito este libro era mostrar que el crimen corporativo está en todas partes. En su carrera por la acumulación de ganancias, todas las grandes corporaciones de todos los sectores se ven obligadas a romper las reglas en algún momento. Todas acaban poniendo el beneficio por delante de la salud humana o el interés general. Queremos mostrar que esta dinámica no es solo un resultado desafortunado de las decisiones tomadas en una sala de juntas o del error de un inversor «codicioso». El impulso a delinquir y causar daño a expensas de la corporación está en el ADN de las estructuras políticas y jurídicas que dan vida a la corporación. Recorreremos la historia de esas estructuras para explicar que la corporación —esa forma de propiedad que fue ganando importancia social desde principios del siglo XIX—, nació como mecanismo para asegurar la impunidad ante cualquiera de los daños humanos que produzca.
La historia de la corporación es la historia de sus crímenes, una historia muy anterior a la industria del automóvil moderno. Es, de hecho, más antigua que cualquiera de las industrias modernas. La corporación fue concebida como una «persona» idealizada, con su propia identidad, con capacidad de poseer propiedades y reclamar «derechos» hasta entonces reservados a algunas personas físicas. Es este mismo proceso el que permite atribuirle también ciertas formas de falsa racionalidad —incluida la capacidad de comportarse de modo «responsable» y «ético».
Pero incluso los mayores entusiastas del capitalismo admiten que la persona corporativa con capacidad para pensar, actuar y comportarse con facultades humanas es poco más que una artimaña. El famoso gurú neoliberal Milton Friedman ya se burlaba en 1970 de que las corporaciones pudieran ser más responsables que un edificio o que un escritorio dentro de ese edificio.
A raíz del caso del Ford Pinto, Friedman pronunció otra asombrosa declaración en apoyo de Ford, esta vez en un coloquio televisado con estudiantes de economía. De acuerdo con su enfoque teórico sobre la regulación, Friedman defendió la decisión de Ford desde una lógica de mercado. Su argumento fue este: la decisión sobre el valor de la seguridad del coche no debe ser un asunto público, pues el público no participa en la transacción original. El valor de la seguridad del coche debe dejarse en manos de las partes directamente involucradas en la compra y uso del coche. Desde esta perspectiva, el consumidor es «libre» para decidir si prioriza la seguridad o el precio, y la injerencia del gobierno no es deseable —más allá de fijar los mecanismos legales básicos de aplicación y adjudicación.
Esta afirmación presume, a su vez, que los consumidores racionales son capaces de emplear su conocimiento sobre los productos para tomar decisiones informadas. En pocas palabras, esto significa que toda una lógica de mercado como la articulada por Milton Friedman se basa en esa presunción. De ahí que, llegado el momento, Friedman diga: «Sabemos que cuando compramos un Pinto, las probabilidades de ser asesinado son mayores que las de morir en un camión Mack. [...] Cada uno en esta sala podría, por cierto precio, reducir sus probabilidades de morir mañana».
Pero todos esos casos en la industria del automóvil muestran que la noción idealizada del consumidor racional es falsa. En todos esos casos, las corporaciones evitan activamente que los consumidores cuenten con información suficiente para tomar tal decisión. En todos los casos analizados se ocultó al público, a los consumidores y a los propietarios de vehículos una información que sin duda podría haber salvado muchas vidas. Para proteger su reputación y su posición en el mercado, los ejecutivos de las empresas decidieron guardar cada sucio secreto mientras pudieron.
En un sentido más amplio, este nivel de engaño corporativo no solo se activa en respuesta al descubrimiento de los crímenes de la corporación. Una forma de fraude estratégica (más que reactiva), se observa en las actuales previsiones de impacto social de la empresa. VW, por ejemplo, había presentado sus coches como contribuciones «verdes» a la protección medioambiental. Y los gobiernos, tragando esa mentira, pervirtieron el presunto «libre» mercado al apoyar el desarrollo de los coches diésel mediante subsidios y exenciones de impuestos.
Los neoliberales como Friedman aceptan que, cuanto más incompleto o «imperfecto» es el conocimiento de un producto, más se pervierte la transacción, pero no admiten la capacidad del poder para distorsionar las transacciones en el mercado. Las corporaciones no solo cometen delitos sino que mienten sobre esos delitos y luego encubren sus mentiras. Además, como sostenemos en este libro, nuestros supuestos representantes políticos —los gobiernos y reguladores— les otorgan la facultad de hacerlo en cada pequeño paso del proceso.
El gobierno español, por poner un ejemplo, concedió ayudas de 1.000 euros para la compra de cada «coche diesel limpio» (McHugh, 2015), transfiriendo una fortuna desde el estado a las empresas —en un contexto de austeridad severa para la mayoría de la población. Mientras tanto, el Banco Europeo de Inversiones venía concediendo préstamos por unos 4.600 millones de euros a Volkswagen desde 1990. Al mismo tiempo, muchos gobiernos europeos llevaban tiempo presionando a la Unión Europea para mantener ciertos «agujeros» legales en las pruebas de emisiones. Todo esto se aleja mucho del mundo friedmanista del libre mercado y sus empresas libres.
Pero también debemos tener claro qué lleva a VW a querer posicionarse como líder del mercado en tecnologías diésel verdes y cómo afecta esto a la «elección» del consumidor: ser «verde» era un requisito clave en su estrategia de dominio del mercado. VW buscaba ese dominio pese a ser el segundo fabricante de automóviles del mundo, después de Toyota, con casi 600.000 empleados, participando de un oligopolio mundial en que cinco fabricantes producen más de la mitad de los coches del mundo. Tales niveles de concentración del mercado son típicos de la era de capitalismo corporativo global.
Dada su posición dominante en un mercado oligopolístico, es probable que el perjuicio sobre el precio de las acciones y las ventas de VW sea relativamente leve y le suponga poco o ningún daño a largo plazo. Dicho esto, cualquier daño que pueda producirse no será asumido por los accionistas de la empresa —sus réditos se recuperarán porque la responsabilidad limitada les evitará toda repercusión legal o financiera en cualquier caso penal o civil. Los más altos directivos estarán igualmente protegidos —aunque pueda sacrificarse una o dos manzanas podridas. Por el contrario, los trabajadores pagarán el precio cuando la compañía reúna los fondos para recuperar el coste de cualquier reclamación, indemnización o multa— VW advirtió a sus trabajadores que la recuperación del escándalo «no será sin dolor» (Ruddick, 2015). Y, por supuesto, el incalculable daño a nuestra salud ya está hecho. Nunca se señalará como causantes de ese daño a los 11 millones de coches VW vendidos en el mundo por medios intencionalmente fraudulentos y que siguen emitiendo partículas mortales de diesel y NOX.
Como este libro pretende demostrar, el caso VW ilustra perfectamente que la corporación moderna puede ser entendida como un dispositivo criminógeno y externalizador. Criminógeno porque viola la ley de forma calculada y como parte de su modus operandi. Externalizador porque las corporaciones suelen socializar los costes reales de producción —hacia la pérdida de vidas humanas, las muertes prematuras, la transferencia de la riqueza del erario público al balance empresarial o una destrucción medioambiental que pone en peligro la existencia misma del planeta.
Por eso sostenemos que la corporación no puede reformarse. Todas las razones expuestas en este libro demuestran que no podremos alterar el curso de la historia y evitar la destrucción del planeta a menos que encontremos una forma de frenar el poder político y económico de la corporación. La tarea política más acuciante de nuestro tiempo es la abolición de la corporación y los fundamentos económicos, políticos y jurídicos que la sostienen. De no lograrlo, las corporaciones seguirán engañando, mintiendo, robando, mutilando, matando y envenenando hasta extinguirnos.
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