sábado, 10 de agosto de 2024

Palizas, muertes y hambre: Israel convierte las cárceles en centros de maltrato sistemático.

Ahmad Jalifa, con la tobillera electrónica, en la casa que alquila en la ciudad israelí de Haifa y que no puede abandonar por orden judicial.
Ahmad Jalifa, con la tobillera electrónica, en la casa que alquila en la ciudad israelí de Haifa y que no puede abandonar por orden judicial.
Los exreclusos palestinos relatan una rutina de violencia gratuita y humillaciones. El ministro al mando es Itamar Ben Gvir, el ultra que defiende “pegar un tiro en la cabeza a los terroristas”. Una ONG de derechos humanos ve una “política institucional” consentida por el Supremo.

No habían pasado 24 horas del ataque masivo de Hamás a Israel cuando Ashraf Al Muhtaseb fue arrestado de madrugada en su casa en Hebrón, una de las ciudades más tensas de Cisjordania. Era 8 de octubre de 2023 y pesaba 96 kilos. Cuenta que, seis meses más tarde, salió de prisión con 56 kilos y un oído inútil, de los golpes de sus carceleros. Lo dejaron tirado en un cruce. “Avancé a gatas 100 metros, no podía andar. Era Ramadán, así que no había casi nadie en la calle. Alguien me vio y llevó a casa. Al verme, mi hijo dijo: ¿¡Dónde está papá!?”.

No era su primera vez entre rejas. Ha pasado allí seis de sus 53 años, por vinculación con Hamás. “Pero”, añade, “nunca había vivido algo así. Tantas palizas, tantas humillaciones…”. El Servicio de Prisiones depende del Ministerio de Seguridad Nacional, en manos desde 2023 del ultraderechista Itamar Ben Gvir, que defendió el mes pasado dar el “mínimo que permite la ley” a los “terroristas” presos hasta que el Parlamento apruebe su propuesta de “matarlos de un tiro en la cabeza”.

Al Muhtaseb lo cuenta encadenando cigarrillos en el sofá del salón de su casa de Hebrón, en el sur de Cisjordania, más triste que enfadado por lo que vivió y vio: los golpes, el hacinamiento, guardas orinando sobre un preso, la escasez de comida, los gritos de compañeros torturados, o el que salió sin vida del confinamiento solitario. Al menos 60 presos han muerto en estos 10 meses, según las organizaciones de presos y de derechos humanos.

Ashraf Al Muhtaseb

Ashraf Al Muhtaseb

Ashraf Al Muhtaseb, durante la entrevista en su casa en la ciudad de Hebrón, en Cisjordania, el pasado domingo. ANTONIO PITA

Su relato coincide con otros que han ido saliendo a la luz. En la prisión del Neguev, los guardas le tiraron al suelo y pegaron “por todo el cuerpo”. “Me ordenaron levantarme, pero no podía, así que me cogieron de las piernas y los brazos, mientras uno vació una botella de champú a la entrada de la celda. Me lanzaron para que resbalase. Me di un golpazo con el hombro en la pata de la litera. No sabes cómo se reían”, rememora.

Cuenta que un día de noviembre los guardas entraron “a buscar una radio que no existía”. Fue tal la tunda que acabaron todos en el suelo, “sangrando y algunos llorando”. Otro, vio a un grupo de soldados poner música alta mientras se ensañaban con cinco veinteañeros esposados y con los ojos vendados que habían traído de la zona de Belén. “Les daban patadas y culatazos. Uno sangraba tanto en la cara y en la boca que pensé que iba a morir ahí mismo”, añade.

En una de las celdas pasó cuatro días sin colchones ni mantas. En otra, eran 11: seis dormían en camas y cinco en el suelo, sin almohadas ni cristales en las ventanas. “A veces colocábamos en diagonal los colchones, para caber todos. Móviles, radio y televisión estaban prohibidos, igual que ducharse a diario. Entiendo hebreo, pero tenía miedo a pedir medicamentos, a decir algo”, señala.

Ashraf Al Muhtaseb
Ashraf Al Muhtaseb


Ashraf Al Muhtaseb, en el hospital al que fue trasladado el pasado abril, nada más salir de prisión. Lo que diferencia su historia de muchas otras es que se atreve a contarla públicamente. La prestigiosa ONG israelí de derechos humanos B’tselem ha publicado esta semana un informe en el que concluye, a partir de 55 testimonios, que Israel viene aplicando desde octubre de 2023 una “política institucional y sistemática enfocada en el abuso y tortura de todos los presos”, con la vista gorda del Tribunal Supremo y la Fiscalía General. Agencias de la ONU y ONG como Amnistía Internacional o Médicos por los Derechos Humanos ya habían alertado al respecto.

El informe habla de “torturas y abusos deliberados, trato degradante y humillante, asaltos sexuales y violencia arbitraria”. También de represalias por rezar, malas condiciones de higiene o confiscación de bienes. El servicio de prisiones y el ejército lo niegan tajantemente y señalan que los casos puntuales se investigarán convenientemente. En julio había más de 9.600 presos en cárceles israelíes, la mitad de ellos en “detención administrativa”, es decir, sin juicio ni conocer ellos o sus abogados de qué se les acusa.

El Guantánamo israelí
En este contexto, un centro ha acaparado la atención: Sde Teiman, una especie de Guantánamo establecido al principio de la guerra a 30 kilómetros de Gaza y que concentra dos tercios de los muertos en prisión. La sociedad israelí, dividida en torno a Netanyahu, pero bastante homogénea en su apoyo ―más o menos expreso― a vengar el traumático ataque del 7 de octubre, ha ignorado las denuncias e informaciones periodísticas que venían saliendo. Hasta que ha sido demasiado.

El mes pasado, la justicia militar entró a Sde Teiman a arrestar nueve sospechosos de maltratar gravemente a presos, e incluso grabarlo. Decenas de ultraderechistas ―entre ellos ministros y diputados― invadieron indignados Sde Teiman y el centro al que fueron trasladados los “héroes”, como los llamó el titular de Finanzas, el ultra Bezalel Smotrich.

Solo uno de los arrestados ha sido imputado, sospechoso de haber violado por el recto a un preso con una porra y un rifle. Yoel Donchin, el médico del hospital público que lo trató al ingresar al borde de la muerte, encontró “rotura intestinal, una lesión grave en el ano, daños pulmonares y costillas rotas”. El canal 12 de la televisión nacional acaba de difundir el vídeo de las cámaras de seguridad. Se ve a varios agentes colocar los escudos de forma que no quede registrado lo que sus compañeros hacen detrás a un recluso.

Ahmad Jalifa, de 42 años, no estuvo allí, sino en otras cárceles, pero su relato contiene elementos comunes. Es ciudadano israelí. De la minoría palestina, los descendientes de aquellos que se quedaron en la primera guerra árabe-israelí (1948-1949) y no acabaron como refugiados.

En el primer mes de guerra, fue uno de los poquísimos que se atrevió a participar en una manifestación en apoyo a Gaza en Um El Fahem, la ciudad en la que es concejal. Su detención, entre “porrazos y patadas”, fue el inicio del primer periplo carcelario de su vida, que terminó en febrero y le ha afectado claramente al ánimo. Está en arresto domiciliario, por “incitación al terrorismo” e “identificación con grupo terrorista”. Del bajo del pantalón asoma la tobillera electrónica.

Como no puede estar en Um El Fahem, alquila una casa en la ciudad de Haifa, en el norte del país, de la que no puede salir “ni un metro”. Su esposa es una de las garantes del cumplimiento, así que pasan casi todo el día dentro del apartamento con sus dos hijas. Para que ella las lleve al parque o haga la compra, tiene que reemplazarla otro garante. “Si nos falta algo, acabamos mandando a las niñas a la tienda”, dice mientras las pequeñas tratan de lidiar con el aburrimiento.

“¿Qué te has creído? ¿Que estás en un hotel?”
Jalifa salió de la cárcel con la sensación de que el pasaporte israelí no le garantizó un mejor trato que al resto de palestinos. Casi al revés: lo veían como un “traidor”. Lo peor fue tras denunciar en la vista judicial de enero que había sufrido maltrato, aunque le permitió ver un médico por primera vez. “Antes, cuando lo pedí, me respondieron entre risas: ‘¿Qué te has creído? ¿Que estás en un hotel?’. Cuando fui, no hacía tanta falta. El médico me preguntó por qué no había ido antes. Me eché a reír y él entendió todo”, cuenta. Sí le ayudó, opina, que buena parte de los carceleros sean drusos de su zona, conscientes de que es abogado y activista de derechos humanos.

No quedó exento, sin embargo, de la violencia física. “Te pegan desde que pones el pie en la prisión, sin importar de dónde vengas”, rememora. En una de las prisiones donde más tiempo pasó, los guardas aprovechaban los puntos ciegos de las cámaras de seguridad para agredir a los reclusos, asegura. “A veces, con esfuerzo, podías verlo. Pero sobre todo oías las palizas y las torturas, y a la gente rogando que parasen por piedad. Insultaban a sus madres. O les pedían que les besasen las botas, o la bandera israelí. Algunos lo acababan haciendo, claro. También les divertía obligarles a cantar una canción infantil”. Jalifa la tararea. Es la misma que algunos soldados obligan a cantar a presos palestinos con los ojos vendados en vídeos que luego difunden en TikTok.

Afirma que durante 12 días consecutivos los guardas inspeccionaron la celda a la hora de comer, en represalia porque alguien tiró un vaso de agua al pasillo. “Entraban, dejaban los colchones manchados de comida, nos pegaban y se iban”, cuenta.

Pero lo que Jalifa llevaba particularmente mal era que la celda quedase fuertemente iluminada de noche: “Me costaba mucho dormir así”. Le importaba menos que tener que apañarse con un tercio de toalla, que la administración del presidio rasgó para que hubiese para todos, o el hambre. “Solo comes lo justo para no morir, pero siempre tienes hambre. Te dan de comer lo justo para mantenerte vivo”, indica. Más que peso, agrega, perdió masa muscular, por la falta de proteínas, con “dos o tres cucharadas de arroz para comer” o una rebanada de pan para compartir con queso y pepino, como desayuno.

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