La escritora, que ha fallecido a los 90 años, fue una mujer resolutiva y una editora decisiva.
Antes de ser la Directora de la Biblioteca Nacional (2003-2007), antes de ganar el premio Nadal con su novela Azul (1994) e iniciar con ello una carrera literaria tardía y afortunada, Rosa Regàs (que murió el pasado 17 de julio a los 90 años) había sido una editora rutilante en la Barcelona pija, roja y creativa de los “años divinos”, como los llamó su hermano Oriol, fundador en 1967 de la mítica discoteca Bocaccio. Rosa Regàs resumía en sí misma el espíritu subversivo, el afán de diversión y el atractivo de una casta de creadores que lo estaban transformando todo, desde la arquitectura al cine, desde la literatura al periodismo.
Cuando en 1963 entró a trabajar en Seix-Barral llevaba doce años casada y alborotaban en su casa varios hijos, pero su atractivo, su energía y su vitalidad no condecían con los de una madre de familia. En la Barcelona innovadora y hedonista de la gauche divine, Rosa se convirtió en la “reina de la república divina”, en una suerte de musa y maga que, junto a Carlos Barral, aprendió bien el oficio de editora. En 1970, al romper Barral con su socio y fundar Barral Editores, ella se emancipó y lanzó dos sellos propios, Ediciones Bausán, dedicado a la literatura infantil, y La Gaya Ciencia, con el que completó el trébol de editoriales revoltosas, con Anagrama y Tusquets, surgidas a finales de los sesenta. Allí publicaron los modernos como Juan Benet —con quien tanto ella quiso—, y modernísimos (o novísimos) como Félix de Azúa, Javier Marías y Vicente Molina Foix (los tres firmarían Tres cuentos didácticos en 1975), Eugenio Trías, Manuel Vázquez Montalbán o el primer Álvaro Pombo.
Si la editorial fue una rampa de lanzamiento crucial, no lo fueron menos las dos revistas que nacieron a su sombra: en 1973, Arquitectura Bis (duraría hasta 1985) y en 1975 los Cuadernos de La Gaya Ciencia, de los que solo saldrían cuatro números indispensables para conocer el hervidero de novedades intelectuales de aquel momento transitivo. Y cuando los Cuadernos tocaban a su fin, a Regàs se le ocurrió una de sus ideas brillantes: lanzar una serie de breves ensayos didácticos sobre los conceptos políticos que movilizaban la discusión pública. Así nació la Biblioteca de Divulgación Política en 1976, donde Felipe González explicó qué era el socialismo, Carrillo en qué consistía la ruptura democrática, Enrique Tierno Galván qué era eso de la izquierda o, en fin, José Luis López Aranguren de qué se hablaba al hablar de fascismos (en plural).
El éxito fenomenal de la colección, que hizo que se aumentaran las tiradas hasta saturar el mercado, junto con algunos turbios problemas de gestión económica, aceleró que Regàs pusiera fin, tras veinte años, a su etapa como editora e iniciara en 1983 otra como traductora en Ginebra. Fue un año de cambios, porque también entonces se terminó su relación con Juan Benet.
Tras diez años como intérprete y vida cosmopolita (entre 1983 y 1993), durante los que escribió un ensayo-guía sobre Ginebra (1987) y una primera novela tentativa (Memoria de Almator, 1991), Rosa Regàs se concentró en su vocación de escritora, que simultaneó con algunos cargos institucionales, como la dirección del Ateneo Americano de la Casa de América en Madrid (1994-1998) o la dirección de la Biblioteca Nacional. Con la historia de mar, crucero y tornasoles psicológicos de su novela Azul conquistó a muchos lectores, que tuvieron que conformarse con los cuentos de Pobre corazón (1998) hasta que publicó su siguiente novela, Luna lunera (1999), una inmersión en la memoria de posguerra con la que la escritora echó su cuarto a espadas contra el olvido y que fue premio Ciudad de Barcelona.
La agente literaria Carme Balcells hizo estampar unas camisetas de promoción en las que se unían las dos etapas de la autora: en el pecho se anunciaba Luna, lunera; en la espalda, un eco (machista, ay) de los años sesenta: “Rosa Regás, qué buena estás”. Después no dejó de acompañarla el éxito: en 2001 obtuvo el premio Planeta con La canción de Dorotea; su Diario de una abuela de verano (2004) fue convertido en teleserie un año después con el excelente protagonismo de Rosa Sardà; y, en fin, en 2013 recibió el premio Biblioteca Breve por una historia de amor en dos tiempos, Música de cámara, con la que volvió a recrear la remota y tan presente posguerra. En los entretelones de la ficción quedan la joven ávida e indócil de los sesenta, la niña amedrentada y encerrada en un colegio de monjas por su abuelo, la mujer resolutiva y de ideas claras de siempre, la editora decisiva y la escritora que siempre quiso ser.
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